Apropiaciones

Las publicidades de bancos o de empresas del retail que circularon por el 8M, y que buscaban adueñarse del pulso contrahegemónico de la nueva ola feminista, recuerdan el gesto repetitivo de un capitalismo voraz que, tal como lo ha hecho con los movimientos afrodescendientes, indígenas o de las disidencias sexuales, rentabiliza el deseo de sectores progresistas de la sociedad de consumir imágenes y artefactos que simbolicen el espíritu de rebeldía de una época.

Por Claudia Zapata Silva

En 1994, Angela Davis publicó el ensayo Imágenes afro: política, moda y nostalgia, donde reflexiona sobre la desazón que le producían las constantes referencias a su figura en el mundo de la moda. La paciencia de la reconocida activista feminista y antirracista se acabó definitivamente cuando la revista Vibe recreó en marzo de ese año las fotos de su detención por parte del FBI: “Este es el ejemplo más flagrante de cómo la historia concreta de mi causa judicial ha sido vaciada de todo contenido para usarla como fondo mercantilizado de anuncios publicitarios. La forma en que ese documento gráfico sirvió de pretexto histórico para perseguir en algo parecido a un reino del terror a incontables jóvenes negras queda borrado a todos los efectos al utilizarlo como un accesorio para vender ropa y promocionar la nostalgia por la moda de los años 1970”.

Recordé este texto durante los días previos a la conmemoración del 8 de marzo —el Día Internacional de la Mujer—, mientras presenciaba la embestida comercial de bancos, compañías de celulares y empresas del retail, que atiborraron los medios de comunicación con una publicidad que mostraba mujeres resueltas, empoderadas y, por supuesto, con capacidad adquisitiva para comprar los productos que, nos dice esa misma publicidad, representan el espíritu de las mujeres inconformes con la supremacía masculina. La cita de Angela Davis muestra que nada de esto es nuevo, sino más bien un gesto repetitivo de un capitalismo voraz, que construye con rapidez nichos de mercado que le permiten rentabilizar el deseo de sectores progresistas de la sociedad, dispuestos a consumir imágenes y artefactos que simbolicen el espíritu de rebeldía de una época; en este caso, la rebeldía feminista.

Banalización, despolitización y apropiación son palabras que se atropellan en cualquier intento de análisis frente a este despliegue comercial, cuyas ganancias engrosan las arcas de la élite económica que usufructúa de la jerarquía de géneros a la hora de pagar salarios. Más allá de esta constatación obvia, el fenómeno puede entenderse también como uno de los resultados contradictorios de esta oleada feminista, exitosa en cuanto a masividad y visibilidad de su lucha.

Angela Davis en su paso por la Universidad de Chile, en 2016. Crédito: Felipe PoGa

Pero la cosa no se queda allí, porque la mercantilización no es la única forma de apropiación y oportunismo que hemos tenido que presenciar. Otro hecho perturbador, permanentemente denunciado por las activistas, es la existencia de hombres incapaces de contener su afán de protagonismo, que van desde los “aliados” que sobreactúan su solidaridad en las manifestaciones callejeras, hasta los personeros públicos de distinto pelaje político que, sin reflexionar ni enterarse de nada, se suman al 8M con la fatídica frase: “nuestras mujeres”.

Resultados torcidos —qué duda cabe—, pero previsibles si consideramos el desarrollo que han tenido otros movimientos de sectores excluidos a lo largo de su historia, en la que han debido enfrentar fenómenos similares como efecto no deseado de su protagonismo. Así ha ocurrido con los movimientos afrodescendientes —como señala Davis—, indígenas o de las disidencias sexuales, frente a diversas formas de apropiación e intentos de cooptación que los desafían a mantener a flote el pulso contrahegemónico de luchas que, dada la profundidad de sus cuestionamientos e interpelaciones, jamás podrían ser cómodos para el orden social que confrontan. De hecho, buena parte de la trayectoria de esos movimientos ha consistido en esquivar, a veces con éxito y otras veces sin el, esas presiones que provienen de las élites dominantes y de otros sectores sociales que depositan en estas causas y en sus protagonistas expectativas que fácilmente se traducen en formas de consumo. En América Latina los movimientos indígenas conocen esto de sobra. Saben que ese riesgo no viene solo de los poderes económicos, y que los impulsos de mercantilización tienen asidero en el deseo de consumo que se genera entre distintos sectores de la propia sociedad de la cual surgen.

El deseo de otredad cultural y el deseo de insurgencia está en la base de la constitución de estos mercados de lo diverso y de lo rebelde, que a su vez inducen al hábito tendiendo así a crear más y más consumidores. No pretendo con esto homologar la apropiación del mercado con el deseo que moviliza la solidaridad de muchas y muchos, pero no podemos obviar que ese deseo puede llegar a relacionarse con la dinámica de un capitalismo que todo lo devora, incluidas las buenas intenciones, a las que también ofrece productos ad hoc. Y saco a colación al movimiento indígena porque no solo las manifestaciones feministas deben soportar hordas de hombres ávidos de protagonismo, pues por años hemos visto que en las marchas del 12 de octubre, y en todo acto cultural y político, pululan los que también roban cámaras con sus performances exageradas, que van desde el “nuestros pueblos originarios” hasta la imitación poco pudorosa.

A esto se ha llamado apropiación cultural, una materia de debate en los movimientos de sectores racializados desde hace mucho tiempo, discusión en la que se reconoce la dificultad que implica encarar (o aguantar) a quienes creen estar colaborando con su causa de esta manera. Esa dificultad se acrecienta en una época de consumo de teorías que levantan la bandera de las identidades nómadas y fluidas, dogmas posmodernos que alimentan prácticas descuidadas, que pasan por alto las trayectorias históricas y las condiciones materiales de estas subalternidades, condiciones que como bien dijera Marx, no se han elegido. Pues en efecto, por lo general no se elige ser pobre, ni racializado, ni expropiado, ni humillado (tampoco la condición transgénero, por si alguien piensa que mi argumento se dirige hacia allá) y eso es lo que marca la diferencia entre solidaridad y participación en una lucha, con la apropiación cultural y/o política de estas.

Crédito: Felipe PoGa

Estas prácticas sustentadas en la imitación, en el consumo y en la reproducción de estereotipos, que suele incluir la manipulación de biografías (o derechamente su invención), omiten convenientemente su posición en la sociedad —generalmente acomodada o muy acomodada—, que es finalmente la que permite elegirlo todo; incluso ser subalternos y abandonar dicha condición en el momento y lugar que también se elija. Eso se llama privilegio de clase, y poco importa si las mencionadas teorías de la performatividad consideran que esa lectura se encuentra pasada de moda. Un ejemplo clásico es la moda new age entre sectores privilegiados (o “cuico-progre-jipi”, para decirlo en chileno), muy dada a mimetizarse con las culturas indígenas que asume superiores, o al menos con su idea de lo que supuestamente serían esas culturas (hasta se cuentan casos de intelectuales a los que esta postura les ha permitido acceder a la cotizada condición de “sabios”). Algunos de ellos asumen una opción más activista, apoyando las luchas indígenas del presente y desfilando con toda suerte de pirotecnia nativista por sus espacios.

Tampoco podría suscribir la idea de que sólo una cultura puede usar aquello que ha inventado, eso es insostenible además de ahistórico, pero el hecho de que los intercambios estén marcados por tantas jerarquías y que por lo mismo solo algunos estén habilitados para hacerlo libremente, son cuestiones que no deberían pasar desapercibidas. En una teorización fina de la interseccionalidad implicada en estas tramas de dominio, bell hooks —otra autora imprescindible del black feminism— sostiene: “(…) desde la perspectiva del patriarcado capitalista de la supremacía blanca, la esperanza es que los deseos de lo ‘primitivo’ o las fantasías sobre el Otro puedan explotarse continuamente, y que tal explotación ocurra de una manera que reinscriba y mantenga el statu quo”.

Es tentador responsabilizar únicamente a los poderes económicos y sentir que los impulsos de apropiación que de allí emanan se encuentran lejos de quienes se reconocen sensibles a las demandas de sectores históricamente subordinados. Pero es importante advertir que el problema de la apropiación es más heterogéneo y cercano, lo que tiene una significancia profunda, porque todas las formas de apropiación en algún punto se relacionan, implicando riesgos para estos movimientos. Uno de esos riesgos es el de ser reducidos a símbolos vaciados de su contenido transgresor, como ese peinado “de moda” en el caso de las activistas afroamericanas, y que denuncia con justificada indignación Angela Davis. Intentos por “devorar al otro”, como dice hooks, en los que el mercado no es el único protagonista.

El poder contra los periodistas: un cortocircuito en la máquina de la democracia

Destempladas declaraciones contra periodistas desde los pináculos del poder. Telefonazos presidenciales a medios de comunicación que osan hacer su trabajo. Acoso a periodistas en las calles y las redes sociales. Las relaciones entre poder y periodismo están al rojo vivo en Chile, pero también en el mundo. Aquí, periodistas que ejercen y piensan su profesión analizan lo que consideran un revoltijo de autoridades desesperadas por la pérdida de control, un campo mediático quebrado y periodistas en busca del norte perdido.

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Medios, audiencias y crisis: anatomía de un campo desgarrado

La revuelta social y la pandemia se confabularon para introducir nuevas contradicciones en el sistema mediático y el campo periodístico. La ciudadanía está ávida de informarse e incluso de producir contenido, pero la credibilidad de los medios ha caído en picada. Los medios digitales experimentan una explosión de tráfico, mientras los empleos perdidos por el cierre y la jibarización de medios se cuentan por miles. En este análisis, Claudia Lagos disecciona el cuerpo vivo de un campo mediático golpeado, fragmentado y embarcado en un proceso de radical reorganización.

Por Claudia Lagos Lira

“Periodistas culiaos, ¿qué diría Raquel Correa?”.
Rayado en calle Fray Camilo Henríquez, 4 noviembre de 2019.

“El gobierno roba, la policía mata, la prensa miente”.
Cartel que sostiene una joven en manifestación registrada por Foro Ciudadano en su página de Facebook, 24 de octubre de 2019.

Frames: Ver/no ver y cómo ver

Nicole Kramm es fotógrafa y documentalista. El 31 de diciembre de 2019 se dirigía con otros colegas a pie al epicentro de las movilizaciones masivas en el centro de Santiago. Esa noche distintas organizaciones ofrecieron cenas solidarias de Año Nuevo en el lugar y se proponía entrevistar a la gente, grabar la celebración popular. En el camino, recuerda Kramm, se encontraron con un piquete de policías que dispararon. Recuerda sentir un dolor inenarrable y rogó: “Que no sea un ojo”. Sufrió daño macular en la retina de su ojo izquierdo, le dijeron los médicos. “La vista es mi herramienta de trabajo, lo que más cuidé durante las manifestaciones, tenía todas las medidas de protección para que no me pasara nada en la cara. Que vayas caminando con tu cámara, te disparen directo al rostro…”. Las primeras reacciones que Kramm describe son frustración y negación: “Esto no me está pasando. Recién me estoy formando y perdí la visión de un ojo. ¡Qué hago como directora de fotografía!”, denuncia en entrevistas en Canal 13, Al Jazeera en español y Vergara240.

Kramm es una de las 460 personas que el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) registra con algún tipo de trauma ocular mientras participaban de alguna movilización social o por haber estado muy cerca de éstas desde octubre de 2019: ceguera, trauma ocular, pérdida de visión en uno de los ojos. Solo se han presentado 163 querellas. A la fecha, la Unidad de Trauma Ocular (UTO) del Hospital del Salvador, especializada en este tipo de lesiones en el país, ha atendido 343 pacientes así, la mayoría dañados por kinetic impact projectiles (KIPs). Es el número más alto descrito en la literatura especializada, mayor incluso a los traumas oculares documentados durante la primera Intifada entre 1987 y 1993 (157 casos).

Claudia Lagos, periodista y académica del Instituto de la Comunicación e Imagen (ICEI) de la Universidad de Chile.

Ha pasado cerca de un año y medio desde la revuelta de octubre de 2019 cuando miles de chilenos ocuparon las calles a lo largo del país para protestar por las continuas alzas en los costos de vida, la desigualdad estructural, la incapacidad de las instituciones de responder a las demandas sociales y contra una élite ensimismada e insensible al malestar de la ciudadanía, distanciada de la política. El alza en el pasaje del Metro prendió la mecha de las manifestaciones callejeras en Santiago, primero, y en otras ciudades del país, después. Se registraron saqueos a locales comerciales, incendios intencionales a propiedad pública y privada, incluyendo estaciones del Metro que resultaron total o parcialmente destruidas. El gobierno decretó Estado de Emergencia, recurrió a la Ley de Seguridad Interior del Estado, dictó toque de queda y control militar en distintas ciudades por varios días y la brutalidad de las fuerzas de seguridad para enfrentar los desórdenes ha sido cuestionada por organismos de derechos humanos, como Amnistía Internacional, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y Human Rights Watch.

Atacar y/o cegar a quienes miran, a quienes son testigos, parece un patrón. En la cobertura del primer aniversario de las protestas masivas en octubre de 2020, Javier Castro fue detenido por la policía y conducido a la 25ª. Comisaría de Maipú mientras filmaba las manifestaciones en la zona poniente de la capital, debidamente identificado como miembro del medio digital La Voz de Maipú; y un extenso reporte de LaBot.cl documentó numerosas agresiones motivadas por registros fotográficos y audiovisuales: 85 casos (de un total de 1.288 querellas criminales analizadas) asociados a represalias por el acto de grabar con cámaras o celulares contra profesionales, aficionados y ciudadanos. Represalias como “método de castigo por lo que pudo ser interpretado por la policía como una provocación” y, también, como “un procedimiento para borrar evidencia que pudiera inculpar a funcionarios policiales involucrados en abusos”. Y esos son solo los que se transformaron en querellas. Ya en noviembre de 2019, tras su visita al país, la CIDH llamó la atención sobre los ataques selectivos a camarógrafos y periodistas por parte de las fuerzas de seguridad durante la cobertura de las protestas callejeras.

Al momento de editar este artículo, Chile lleva más de un año bajo estado de catástrofe y toque de queda debido al covid-19. Ambos estados de excepción constitucional restringen derechos, como los de reunión y circulación, y le asigna al gobierno obligaciones y prerrogativas sobre la entrega y difusión de información acerca de la pandemia. El ejercicio del periodismo se ha visto afectado por estas condiciones de excepción constitucional. Los trabajadores de empresas de distribución de diarios y periódicos y empleados de televisión, prensa, radio o medios digitales requieren un salvoconducto tramitado por los empleadores ante Carabineros de Chile. Quienes trabajan como freelancers han enfrentado mayores dificultades debido a ciertas restricciones para la circulación de reporteros no adscritos a medios domiciliados en Chile, y las asociaciones gremiales han debido respaldar la tramitación de sus credenciales de prensa. Varios han resultado detenidos u hostigados al cubrir las movilizaciones callejeras. El Gobierno, también, ha controlado la agenda informativa tanto por la vía del copamiento de ésta (vía cadenas nacionales de radio y televisión, conferencias de prensa y vocerías transmitidas a diario), así como por negociaciones con los controladores de los medios.

Junto a estas restricciones adoptadas con el argumento de controlar la circulación y contagio del virus, con el consiguiente impacto en el ejercicio de derechos fundamentales asociados al ejercicio de la libertad de expresión, opinión y del periodismo, ciudadanos, fotógrafos, documentalistas y reporteros que resultaron con su vista dañada, algunos mutilados, otros varios con lesiones en el resto de su cuerpo, de diversa gravedad, encarnan una metáfora polisémica. Un cuerpo social que abrió los ojos y que observó las llagas que había sufrido durante años de maltrato; una estructura política y económica que, a través del ejercicio de su monopolio de la fuerza, parchó esas visiones; una élite cultural, de la cual forman parte los medios de comunicación, que abrió/cerró ciertos focos y activaron ciertos tiempos de exposición para que algunas imágenes quedaran fijadas en la retina de ese cuerpo social. Un campo periodístico fragmentado, masivo y de nicho, de entretenimiento y fiscalizador, que va a pie pero también en autos lujosos, que vive entre la comunidad sobre la que reportea así como también se empina en la cordillera y que mira hacia el valle como la cámara que registra, desde la distancia, las concentraciones populares en la Plaza Italia renombrada Dignidad.

Periodismo (s)

En Chile, la confianza en los medios cayó 15 puntos en apenas un año, la caída más aguda en los 40 sistemas de medios donde el Reuters Institute encuestó a más de 80 mil consumidores de noticias. Menos de un tercio de los chilenos dijo confiar en los medios. Los periodistas, dice el reporte, son percibidos como parte de la élite nacional. Las marcas informativas más creíbles son Bío-Bío, CNN Chile y Cooperativa, pero todos apenas se empinan por sobre el 50% de confianza entre los encuestados. Las redes sociales más mencionadas para consumir noticias son Facebook, WhatsApp e Instagram. Solo poco más del 20% dice utilizar Twitter para noticias. Además, apenas un 9% de los chilenos dice pagar por noticias. Las fuentes políticas son las más recurrentes en las narraciones sobre la pandemia publicadas por los medios chilenos en sus plataformas digitales y cuentas oficiales de redes sociales y son más prominentes en comparación a otros países de la región, según concluyó un estudio encabezado por investigadores de las universidades Católica de Valparaíso y Austral de Chile.

Los segmentos juveniles, en general, manifiestan mayor desconfianza en los medios, la que cayó de un 60% en 2009 a un 7% en 2019, según la Encuesta Jóvenes y Participación de la UDP, en la que se consultó a mil personas de entre 18 y 29 años. Más de la mitad de los jóvenes encuestados dijeron informarse sobre las movilizaciones sociales registradas desde octubre de 2019 a través de WhatsApp, y más del 40% en interacciones cara a cara con personas cercanas. Los medios tradicionales, como la televisión, la radio o los diarios, concitaban muy poca confianza entre los jóvenes para informarse sobre las movilizaciones sociales.

A pesar de la mala evaluación de los medios, en particular de la televisión, se mantiene el interés por consumir, compartir e, incluso, producir contenido. Hay una avidez por comunicarse y, también, por buscar información que ilumine allí donde nos hemos sentido perdidos. El tráfico y consumo mediático durante la pandemia así lo demuestran: a fines de mayo de 2020, 24,8 puntos fue el máximo del total de encendido de televisores. Entre enero y marzo del mismo año, las cifras oscilaron entre los 16 y los 18 puntos de encendido. YouTube y WhatsApp aumentaron su consumo sobre el 70% de la población y son las plataformas más usadas en redes sociales, según Kantar. TikTok incrementó un 404% su uso durante la cuarentena en Chile y las llamadas a través de internet en el sistema VoIP se cuadruplicaron, según datos de Entel. Mientras, según datos de la Subsecretaría de Telecomunicaciones (Subtel), el consumo de terabytes de video y el de gaming online se disparó en marzo-abril de 2020 en comparación al mismo período del año anterior. Las ventas de consolas, el tráfico de datos y las transacciones bancarias online aumentaron exponencialmente. Apps de videoconferencias, como Zoom, Teams, Skype, Hangouts y Google Meet explotaron.

Rayado en calle Fray Camilo Henríquez, Santiago, noviembre de 2019. Foto: Jimena Krautz.

A pesar de esta demanda por más contenido e información, ello no se ha traducido en que medios tradicionales capturen el interés de dichas audiencias; lo que, en un sistema exclusivamente comercial, se traduce en que la inversión publicitaria se ha volcado a lo digital (históricamente, la televisión capturó la mitad o más de la torta publicitaria). En 2020, en un contexto de inversión publicitaria plana en comparación a 2019, el soporte digital se convirtió en el principal, superando a la televisión y consolidando un crecimiento sostenido en captar publicidad. La desaparición de las revistas masivas también contribuyó a esta redistribución de la participación en la torta publicitaria según soportes. En 2018, el PIB nacional creció pero el de medios disminuyó: Facebook y Google estaban concentrando la publicidad digital.

Esta caída y redistribución de la inversión publicitaria en el sistema mediático chileno en general también ha golpeado duramente al empleo en el sector: una de las tres medidas más mencionadas por los medios afiliados a la ANP para afrontar la pandemia fue el despido de su planta de periodistas. Es más: en un período de tres años, algunos reportes indican que unos 2.500 profesionales entre periodistas, editores y camarógrafos, entre otros, fueron despedidos de medios de cobertura nacional y regional, en empresas de distintos tamaños y estabilidad y en todo tipo de soportes.

Sin embargo, el cierre de medios, la suspensión de ediciones impresas, la fusión de las salas de redacción, las reestructuraciones en las empresas de medios, los recortes presupuestarios y los despidos no son nuevos: se trata de estrategias corporativas que se han asentado durante más de diez años y que tanto la revuelta social de 2019 como la pandemia durante 2020 han acentuado. En consecuencia, vemos una reorganización radical del sistema mediático y del campo periodístico chilenos. En el marco de dicha reorganización, diversos proyectos han atraído e incrementado sus audiencias al calor de la revuelta social y la crisis nacional. Pareciera que hay ciudadanos dispuestos a pagar por noticias, apoyar sus medios locales y demandar más mejor periodismo.

Medios digitales

Entre junio y septiembre de 2020, La Voz de Maipú duplicó sus visitas. LVDM es un medio hiperlocal, nativo digital, creado en 2004 (con otro nombre) y desde 2019 se sostiene por el aporte de los socios de la comuna, una de las más populosas de la capital chilena. Desde la revuelta hasta ahora ha sido una montaña rusa y la explosión en seguidores, tráfico y reconocimiento ha colapsado sus servidores en numerosas ocasiones, según explica Nicole Sepúlveda, encargada de Vinculación con el Medio de La Voz de Maipú. Entre mayo y septiembre habían incrementado sus visitas mensuales de 30.000 a 100.000. “Pero en octubre de 2019 llegamos a 361.000 visitas”. Para fines de 2020, “superamos las 600.000 visitas al mes”. En octubre de 2019, La Voz… tenía 22.000 seguidores, los que se transformaron en 70.000 al cierre de este ensayo. Reportan un aumento de suscriptores y del monto de los aportes. “La revuelta fue la mecha que encendió las visitas, pero también nos permitió definirnos o consolidar la línea editorial”, dice Sepúlveda.

La Voz de Maipú no fue el único medio nativo digital que experimentara caídas de sus servidores debido a la explosión de visitas. El Mostrador, por ejemplo, es el diario electrónico que más tiempo lleva operando ininterrumpidamente en Chile y cumplió recientemente dos décadas. Según indica su editor, Héctor Cossio, al podcast Mediápolis, antes de la revuelta de octubre de 2019 el diario tenía tres mil visitas en línea por segundo. De eso, saltaron a “entre 7 mil y 8 mil visitas por segundo. Cada vez que llegábamos a ese número, se nos caía el diario” y comenzaron a funcionar por las redes sociales del diario.

Así como LVDM y El Mostrador, medios digitales consolidados y recientes, proyectos de fact-checking y medios comunitarios o locales experimentaron un relativo crecimiento de sus audiencias, conocimiento de sus marcas y, en algunos casos, aumentaron relativamente sus bases de apoyo financiero a consecuencia de su cobertura informativa de la revuelta social y la pandemia en Chile. El Centro de Investigaciones Periodísticas, CIPER, es un medio nativo digital creado en 2007 y su trabajo ha generado impacto en la agenda pública y ha sido premiado nacional e internacionalmente. Al igual que otros proyectos similares en el continente y en Chile, han navegado los desafíos de un modelo de negocios que no acaba de cuajar y que incluye donaciones de fundaciones internacionales y capitales semillas.

En sus intentos de diversificar sus fuentes de financiamiento, a mediados de 2019 reforzó su estrategia de captar socios que donen al Centro. De poco más de 100 socios cuando comenzaron la campaña, en febrero de 2020 ya tenían más de mil y, en octubre de 2020, 3.200 y sus aportes constituyen más de la mitad del financiamiento del Centro. Según Claudia Urquieta, editora de Comunidad +CIPER, el enfoque editorial del Centro en su cobertura a la revuelta social y luego a la pandemia ha tenido un impacto. Lo que reportean es más eficiente para atraer nuevos socios que cualquier campaña: “Cada vez que publicamos algo que remece, que nadie está cubriendo, llegan muchos socios”, dice Urquieta.

Por ejemplo, en medio de la revuelta, publicaron reportajes sobre manifestantes lesionados producto de la represión, el incremento de las atenciones de heridos graves en los hospitales y el incremento de las compras de armamento disuasivo. “Ahí —asegura Urquieta— hubo una explosión de nuevos socios”. Un enfoque editorial crítico y fiscalizador a las autoridades en el manejo de la pandemia durante 2020 también ha rendido frutos. Urquieta asegura que luego de publicar un reportaje denunciando que el gobierno chileno informaba a la Organización Mundial de la Salud un número de fallecidos por covid-19 distinto al que informaba públicamente, “en una semana recibimos 600 socios nuevos”.

Interferencia es otro medio nativo digital pero que lleva menos tiempo circulando en comparación con Ciper y El Mostrador. Ha desarrollado un modelo de negocios basado en paywall. Según Andrés Almeida, editor general y director de desarrollo, el medio ha crecido en circulación, seguidores y, en menor medida, en suscriptores debido a su cobertura de la revuelta social y la pandemia. Algunos golpes noticiosos contribuyeron a captar la atención de nuevas audiencias y posibles suscriptores, como la historia sobre la negativa de las Fuerzas Armadas al Gobierno de volver a las calles (“creo que es la más visitada en la historia de Interferencia”, asegura Almeida) y los seguimientos de la policía a dirigentes sociales, periodistas y fotógrafos. Entre octubre de 2019 y marzo de 2020, Almeida afirma que Interferencia duplicó sus suscriptores y, luego, han experimentado un nuevo boom a propósito de la pandemia, aunque no al ritmo post-revuelta.

Rayado en Paseo Bulnes, Santiago, noviembre de 2020. Foto: Jimena Krautz.

El medio nativo digital La Pública es mucho más joven en comparación a los mencionados anteriormente (publicó su primer reportaje en agosto de 2020). Su estrategia de reporteo basada en un uso intensivo de la ley de acceso a la información pública ha rendido frutos en su cobertura a la revuelta social y a la pandemia en cuanto a aumentar su tráfico digital. En octubre de 2020, a un año del inicio de las movilizaciones, publicaron un reportaje que por primera vez mostraba las imágenes captadas por las cámaras GoPro de los policías. A los pocos días, una nota emitida por uno de los noticiarios centrales de la televisión abierta amplificó el impacto del material y contribuyó a que La Pública fuera más conocida. Según una de sus fundadoras, Catalina Gaete, “crecimos mucho en todas las redes”. En Instagram, dice, “el reportaje visual sobre las cámaras corporales y el trailer, sin promoción mediante, tuvo 20.000 reproducciones. Twitter creció explosivamente con la emisión del reportaje en Chilevisión. Partimos con 140 seguidores y llegamos hoy a más de 3 mil. Nos retuitearon twitteros influyentes y figuras públicas, y con eso también subimos”.

Marcela Yianatos Gómez, productora ejecutiva de la Asociación de Canales Regionales de Televisión (ARCATEL), que agrupa a 21 canales repartidos en todo Chile, reconoce que el impacto de la revuelta y la pandemia en sus asociados fue devastador, obligando a recortar costos y planilla. Sin embargo, advierten cierto crecimiento que se traduce en que once canales regionales están disponibles a través de la app de Movistar y algunos canales han incrementado sus audiencias, como ITV Patagonia de Punta Arenas, crecimiento que ocurrió a la par de la segunda ola de contagios en esa región. Y en redes sociales también registran más seguidores y más feedback de las audiencias locales.

Radio Juan Gómez Millas, en tanto, un medio multiplataforma de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, vio incrementado su tráfico y número de usuarios únicos que acceden a su página web. A septiembre de 2020, Radio JGM registraba casi tantos visitantes únicos como los que captó durante todo el 2019. Durante el mes que siguió al inicio de las movilizaciones sociales, registró un alza en el número de visitas con respecto a los meses anteriores. Desde el 18 de octubre, no sin dificultades dado el tamaño del medio y su función docente, dieron cobertura a la revuelta desde el corazón de ésta, trasladando su locutorio al centro de Santiago y dando micrófono a voces de distintos lugares del país.

Con varios altibajos y demostrando un campo en desarrollo, las iniciativas de fact-checking parecen haber experimentado una relativa explosión durante y después de la revuelta y durante la cobertura de la pandemia por el covid-19. Para diciembre de 2019, un reporte sobre el fenómeno en Chile registraba 17 centros o unidades de fact-checking con dependencia diversa (independientes, universitarias o de medios tradicionales). Sin embargo, para abril de 2020, solo siete continuaban activos pero para octubre de 2020, el académico de la Universidad Católica, Enrique Núñez-Mussa, registraba 19 centros o unidades fact-checking de sustentabilidad y regularidad variable. Algunos proyectos, incluso, cuentan con voluntarios y no con profesionales. En el caso de las iniciativas independientes, la escasez de financiamiento es aún un obstáculo crítico. Otras surgen en cursos de periodismo y se extinguen cuando finalizan. Aun así, la comunidad de verificadores mantiene sus esfuerzos por fortalecerse y a principios de 2021 fundaron la Asociación de Verificadores y Verificadoras de Chile

Según Leon Willner, periodista alemán que dedicó su tesis de maestría a las experiencias de chequeos de datosen Chile, la revuelta de octubre de 2019 catalizó explosivamente la tendencia en nuestro país, un proceso que tomó varios años a nivel mundial, pero que su proyección y sustentabilidad es aún incierta. A eso, se suma el carácter de las iniciativas que, en general, se orientan a verificar contenidos que circulan y se viralizan en redes sociales en vez de confirmar si las afirmaciones de los personajes públicos son ciertas o no, que está en el corazón de esta práctica globalmente.

La revisión de las experiencias acá discutidas no es exhaustiva y representa apenas una fotografía del campo periodístico y mediático chileno que se encuentra en una reorganización radical. Sin embargo, ilustran la demanda de información de calidad o diversa o con la que las audiencias se sienten representadas. El aumento de tráfico en redes sociales y visitas a los sitios web de esta esfera digital alternativa no se traduce aún, macizamente, en incrementos sostenidos y sustantivos de socios, donaciones o inversiones a los medios acá presentados y habrá que ver si las tendencias registradas durante la revuelta y la pandemia se sostienen en el tiempo. “Las métricas aumentaron con lo del estallido y la pandemia, por la necesidad de información de la gente, pero eso no necesariamente significa que hayan crecido los medios. Ha sido bien complicado el financiamiento: el estallido y la pandemia produjeron una notoria baja en la publicidad comercial, la que no necesariamente pudo ser compensada por otras vías de financiamiento”, explica el director y fundador de El Mostrador, Federico Joannon. Para Felipe Heusser, de Súbela, entrevistado en Mediápolis, las estrategias colaborativas, los modelos de financiamiento y de relaciones con las audiencias están en exploración, incluyendo el rol del periodismo en estas interconexiones.

Mientras, las plataformas digitales de los medios tradicionales siguen siendo los más relevantes en el consumo de las audiencias locales: Biobiochile.cl, Emol.com, Lun.com y Latercera.com se encuentran entre los 50 top sites en Chile, según el reporte de Alexa. Sebastián Rivas, editor general de audiencias de Copesa, señala que “en marzo de 2020 se decidió liberar del muro de pago todos los temas vinculados a la cobertura del covid-19”. Era un riesgo, precisa, pues los temas relacionados al virus llegaron a copar entre el 80% y el 90% de lo publicado. Por el contrario, asegura Rivas, las suscripciones aumentaron y la invitación a suscribirse incluida en cada artículo sobre el virus se cuenta “entre los tres mayores derivadores de suscripción”. Andrés Benítez, gerente general de Copesa, en tanto, aseguró en una presentación en ICARE, que más del 70% de su tráfico es vía móvil. Por lo tanto, apuestan a repensar los géneros, las plataformas y la relación, en general, con las audiencias: “Cerca del 50% de nuestro tráfico —dice Benítez— llega de redes sociales, un 20% llega vía emails; newsletters. Uno usa distintos instrumentos para llegar a las distintas audiencias que buscan y se acomodan a distintas formas”. Radio Bío-Bío, en tanto, en el mismo panel de ICARE, reconoce un incremento en su tráfico post-revuelta, una caída por fatiga informativa en diciembre de 2019 y un repunte debido a la cobertura de la pandemia.

El carácter de esta esfera mediática es diverso y está en disputa. Juan Enrique Ortega, coordinador de la Radio JGM, tiene una trayectoria en las prácticas comunicacionales comunitarias, populares o alternativas. Advierte más tráfico, más visibilización y un incremento del número de medios alternativos en todo Chile pero, notablemente, asociados a estrategias comunicacionales de los movimientos sociales. “Se crean plataformas, aunque después no sobreviven”, dice. Algo similar ocurrió en 2011 a consecuencia de las masivas movilizaciones estudiantiles de ese año, afirma Ortega. Y agrega: “se mezclan discursividades políticas con lo comunicacional, hay redes, contrainformación”, aunque no necesariamente medios o periodismo. Habrá que ver cómo estos síntomas evolucionan, qué se consolida y qué resulta ser, más bien, efímero. 

Las palabras y las fosas. Una nota sobre la funa reciente a Foucault

En Mi diccionario del bullshit, el último libro de Guy Sorman, conocido intelectual francés de derecha, se acusa al autor de Vigilar y castigar de haber cometido, supuestamente, actos de pedofilia. El truco de Sorman es conocido: consiste en engrosar un escándalo haciendo uso de las síntesis temporales con las que trabajan habitualmente los medios, de forma que el veneno quede flotando en la corriente revuelta de las redes y el linchamiento colectivo.

Por Federico Galende

Nuestra época es de frases cortas, flechazos que condensan en pocas palabras una parte de la polución colectiva y denuncias vertidas en resumideros que se propagan a toda velocidad por las redes sociales. Todo esto reemplazó hace tiempo a los debates de ideas y las formas dramáticas con que se pesaban antes los grandes dilemas del pensamiento. Ahora le tocó a Foucault; se lo funó semanas atrás en las redes sociales y algunos medios aprovecharon la ocasión para situar el reciente libro de un intelectual de derecha al centro de una discusión sobre la compleja herencia del humanismo. Se trata del Mi diccionario del bullshit, de Guy Sorman, en uno de cuyos apartados finales, el de la Pedofilia, se rememora la carta que en 1977 Foucault (filósofo al que debemos nada menos que uno de los legados críticos más contundentes del siglo XX) firmó junto a otras y otros intelectuales: Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Louis Aragon, Gilles Deleuze, Roland Barthes, etcétera.

La carta en cuestión apuntaba a modificar la edad legal de consentimiento de menores para las relaciones sexuales, y por supuesto que ni Sorman ni los medios que lo promocionaron (en la entrevista que le hizo cinco días atrás Clarín, el autor se despacha entre muchos otros a Barthes y a Deleuze, quienes con Fragmentos de un discurso amoroso o El abecedario trazaron en el pasado alfabetos bastante más consistentes que los de este nuevo diccionario de lugares comunes) se tomaron el trabajo de recordar el contexto en que aquella carta fue firmada: el de las luchas de los movimientos feministas, juveniles y homosexuales por volver un poco menos retrógrada la sociedad de su tiempo. Tampoco explican, por ejemplo, que la edad legal para consentir relaciones sexuales en aquella época discriminaba entre heterosexuales y homosexuales, fijando respectivamente en 18 y 21 años la edad para consentir el vínculo.

Stencil de Michel Foucault. Crédito: kong niffe.

El truco de Sorman es conocido: consiste en engrosar un escándalo haciendo uso de las síntesis temporales con las que trabajan habitualmente los medios, de forma que el veneno quede flotando en la corriente revuelta de las redes y el linchamiento colectivo. Para encender la mecha, al autor del diccionario le bastó con anudar la firma de aquella carta con los hipotéticos merodeos de Foucault en 1969 por una plaza tunesina llena de adolescentes árabes. Se supone que estos le prestaban servicios sexuales en el cementerio de Sidi Bou Saïd. No sabemos cómo vio eso, ¿o acaso siguió al autor de Las palabras y las cosas por vericuetos de bóvedas nocturnas sobre las que se recostaba con mancebos indefensos? Irrita que nada sea más fácil por estos días que anudar en una misma puntada la requisitoria contra alguien que no tiene cómo defenderse (los hechos a los que refiere el libro ocurrieron hace más de cincuenta años) con las nuevas tecnologías de las redes sociales, donde la materia viva es devorada por el canibalismo anónimo de los fogonazos virales.

El autor del diccionario finge asombro por el efecto que ha causado su libro, uno que —según dice— “se inscribe en una trayectoria mía muy antigua de distinguir la verdad de la mentira”. ¡Vaya proyecto! Aunque si consideramos la última columna de Edgardo Castro (de quien no se podría decir que no estudió al filósofo francés de manera acuciosa), la distinción está llena de imprecisiones, pues Foucault dejó Túnez en 1968: en 1969 ya no residía en Sidi Bou Saïd, de donde se marchó tras la persecución de las autoridades locales por su participación activa en los movimientos estudiantiles. Los pocos testigos que quedan de aquella época, y a quienes nadie entrevistó, señalan según Castro que el filósofo sí coqueteaba con jóvenes, solo que estos eran muchachos de entre 17 y 18 años.

En fin, puede ser cierto o no, así como puede que Foucault haya sido un pedófilo. No corresponde a los propósitos de esta nota defenderlo o ponerle una lápida conclusiva, sino tocar el tema de la asequibilidad con que los antiguos expedientes de la reflexión crítica empiezan a ceder terreno a operaciones que cruzan el meme con el emoticón a la hora de fomentar la opinología furiosa y el sálvese quien pueda. Hoy más que nunca se puede tirar por la borda cualquier forma de pensamiento contestatario pegoteando un texto alarmante bajo la foto de un rostro sumariado. Es peligroso, sobre todo porque lo que resulta de esto es un mundo en el que las esperanzas se cierran sobre anhelos cada vez más individualistas, que parecen haber destrozado definitivamente los tejidos solidarios y los intercambios colectivos de ideas sobre los que estas esperanzas se fundaban. Si se trata de una nueva fe vulgar, es precisamente porque carece de los cimientos de la caridad.

Así, Sorman puede traer al presente la instantánea de chicos abusados por filósofos tachados de libertinos o de indecentes, dejando de lado las luchas que sus mismas filosofías emprendieron contra la crueldad de un sistema que, como el neoliberal, captado y despiezado minuciosa y tempranamente por el propio Foucacult, produce chicos como esos todos los días, en series que se ramifican por el planeta y desgarran el corazón. Curiosamente, es el sistema que Sorman suscribe y que, acompañado de una afinada orquestación de derecha, con sus conocidos carnavales de hipocresía y sus certeras tramas recónditas, simula bajo la mantilla del moralista intachable que traza prontuarios con los escupitajos del inquisidor impune. Perturba que no se note, y que el MeToo, cuyas causas no hace falta decir que son totalmente justas, decepcione a ratos derrapando con la reacción ciega de algoritmos mal programados.

Esos algoritmos, abandonados en telarañas de éticas mecanizadas, pasan por alto el hecho de que Sorman no está solo en esta cruzada; lo acompañan el Banco Mundial, el FMI y una élite financiera (a ellos sí podemos aplicar el epíteto de “casta blanca”) que hace tiempo quiere liquidar lo que queda de la tradición crítica en nuestras universidades para instalar un preparado que conjuga la jerga ingenieril de la innovación con la erudición incauta de un sistema profesoral que, como ocurre en la academia norteamericana, no sueña ya con cambiar el mundo, sino al director del departamento de lenguas comparadas.

No he sido jamás un defensor, y cualquiera que me haya leído lo sabe, de las reliquias iluministas heredadas de la revolución burguesa y la odiosa sapiencia milenaria del colonialismo europeo (la palabra intelectual me interesa desapropiada, como una acción colectiva y sin nombres propios que la acaparen), pero de ahí a aprobar que el botón del se cancela/no se cancela lo maneje una derecha que tiene la bajeza de emplear el MeToo para defenestrar a filósofos que, como Foucault, lucharon por la sublevación palestina, unieron el pensamiento universitario a la intervención pública y escribieron obras monumentales sobre los desquicios del capitalismo, hay más de un paso. Hiere ver que los debates de ideas han alcanzado en la actualidad estos niveles tan pedregosos.    

El círculo de la empatía

Vivimos tiempos huérfanos de ideas y proyectos de cambio sistémico, piensa Bernardo Subercaseaux. No se asoman otros modelos de sociedad en el horizonte. Pero lo que sí estamos presenciando, dice, «es una considerable y permanente ampliación del círculo de la empatía». En Chile y el mundo, la creciente empatía entre sujetos antes excluidos produce importantes cambios culturales y conduce la conquista de nuevos derechos.

Por Bernardo Subercaseaux

A veces, no nos percatamos ni valoramos lo que ha estado ocurriendo en las últimas décadas. Se trata de un fenómeno que no figura como tal en las noticias pero que tiene hondas repercusiones en la cultura e incluso en la vida cotidiana. Me refiero a la ampliación del círculo de la empatía. Empatía significa la identificación afectiva y mental de un sujeto con el estado de ánimo y condición de otro, sean sujetos individuales o colectivos. La ampliación del círculo de la empatía implica más que la mera solidaridad o que una actitud puramente pasiva. Se trata de un fenómeno complejo, en que inciden aspectos emocionales, cognitivos, ideológicos y políticos. Un fenómeno que, a partir de experiencias personales, suele darse en un plano individual, pero luego pasa a un plano colectivo, y se expresa en un movimiento social y político, incidiendo en las costumbres, en los valores y en la cultura, también en la legislación y en el Estado. Un fenómeno que se da a nivel micro, pero también a nivel macro y global.  Un fenómeno que a la larga impregna todos los niveles de la sociedad, incluso a sectores que suelen oponerse a esa ampliación. Opera, por decirlo así, gramscianamente.

A fines del siglo XVIII Humboldt, el naturalista, recorriendo Venezuela, presenció en Cumaná un mercado de esclavos, experiencia que lo convirtió en un ferviente abolicionista en sus publicaciones, y en sus diálogos con Simón Bolívar y con el presidente Jefferson —este último, a pesar de sus ideas avanzadas, tenía en sus plantaciones de Monticello (sí, el mismo nombre que el casino de Santiago) más de 200 esclavos—. Bolívar, cumpliendo con el apoyo que le entregó Haití, decretó en 1816 la abolición de la esclavitud. Chile la limitó en el gobierno de José Miguel Carrera, para abolirla en 1823. La guerra de secesión en Estados Unidos (1861-1865) tuvo su centro en la controversia por la esclavitud. El abolicionismo fue en el siglo XIX un movimiento social y político que alimentó novelas antiesclavistas (como Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda) y también a un movimiento pro independencia de Cuba, colonia de España que solo abolió la esclavitud en 1886. En la ampliación del círculo de la empatía hacia los esclavos incidió —con todas sus contradicciones— la revolución francesa (recuérdese El siglo de las luces, de Alejo Carpentier). La ampliación del círculo de la empatía hacia los afrodescendientes se hace todavía patente en Estados Unidos, en movimientos como Black Lives Matter (las vidas negras importan) y en algunos sucesos recientes vinculados al abuso policial.

Manifestantes frente a La Moneda. Foto: Felipe PoGa.

En el siglo XX, sobre todo hasta la década del 60, la ampliación del círculo de la empatía se dio al amparo del pensamiento socialista y del marxismo en todas sus vertientes. Tuvo como agente a los partidos políticos que ampliaron el círculo de la empatía hacia los trabajadores y asalariados (como clase), ampliación que alimentó una variada y fecunda producción artística. Cabe señalar que, en la Unión Soviética, país que desempeño un rol en este proceso, hay hechos que muestran el riesgo cuando la ampliación del círculo de la empatía se torna rígida e intransigente, vale decir, no empática. Ocurrió, entre otros, con el gran poeta ruso Maiakovski, poeta vanguardista y adalid del cambio en los primeros años de la revolución, pero que, luego de la muerte de Lenin, fue fustigado insistentemente por la RAPP (Asociación de Escritores Proletarios) debido a que su estética no se ajustaba a las propuestas del realismo proletario.

En las últimas décadas, la ampliación del círculo de la empatía ha corrido por otro carril, incluso a contrapelo de los partidos políticos y sus ideologías (piénsese en la obra de Julieta Kirwood y de Álvaro García Linera). Lo nuevo ha sido en estas décadas que la ampliación del círculo de la empatía se ha gestado en la sociedad civil, de la mano de los movimientos sociales, conjugándose con ideas y movimientos internacionales (de occidente). Estamos pensando en la ampliación del círculo de la empatía hacia dimensiones de género (mujeres, homosexuales, bisexuales, lesbianas, transgénero), étnicas, hacia la naturaleza, los animales, la tercera edad, las personas con discapacidad y los migrantes. Si bien el feminismo y la lucha por los derechos sociales y políticos de las mujeres tienen una larga historia, nunca como en estas últimas décadas se había ampliado la empatía hacia las mujeres en todos los niveles de la sociedad y de modo transversal, incluso en la publicidad de marcas y tiendas como Ripley. Piénsese lo que ha sido la performance del colectivo LasTesis y su difusión e imitación a nivel mundial. Con respecto a la homosexualidad, serlo hace cincuenta años era un drama; salir públicamente, una odisea; hoy, ni lo uno ni lo otro. Hace medio siglo Pedro Lemebel jamás podría haber escrito una columna con el título de «Ojo de loca no se equivoca».  Hoy tenemos la Ley Zamudio, en parte gracias al Movimiento de Integración y Liberación Homosexual (con presencia en casi todas las regiones del país) y a la ampliación del círculo de la empatía a nivel nacional e internacional. Lo mismo va ocurriendo con respecto a lo que engloba la sigla LGBT. Hay que recordar lo que sucedió con Daniela Vega y la película Una mujer fantástica (2017).

Por cierto, la ampliación del círculo de la empatía se da en un contexto de hegemonía y contrahegemonía, pero no cabe duda que el resultado en las últimas décadas ha sido de avances en una batalla que ha sido fundamentalmente cultural. En la dimensión étnica, la empatía con los pueblos originarios, particularmente con el pueblo mapuche, es bastante generalizada, sobre todo entre los jóvenes. Para el último 18 de septiembre en varios domicilios flameaba la bandera mapuche, sola o al lado de la chilena. Expresiones artísticas como la poesía mapuche, desde el purismo de Elicura Chihuailaf hasta la estética champurriada de David Aniñir o de Daniela Catrileo, ocupan un lugar privilegiado en la escena poética nacional. En pugna con resabios nacionalistas respecto a los migrantes hay un movimiento de empatía, sobre todo hacia los haitianos, los más vulnerables. Con respecto a la tercera edad, los discapacitados y los niños, son considerados sujetos de derechos que deben ser defendidos por la sociedad y por el Estado, incluso legislativamente. Con respecto a la naturaleza, la conciencia y el movimiento ecologista son una manifestación de la ampliación del círculo de la empatía hacia la madre tierra; se habla incluso de los derechos de la naturaleza y de una relación equilibrada entre humanos y medioambiente. Pero lo más sorprendente en las últimas décadas es que el círculo de la empatía se haya ampliado hacia los animales, hacia los perros, los gatos, las vacas, hacia los cisnes de cuello negro y a todo tipo de animales. El presidente Arturo Alessandri tuvo un perro que se exhibe hasta hoy embalsamado en el Museo Histórico Nacional, y que al parecer era para él más importante que sus hijos. Freud, en una entrevista, señaló que se entendía mejor con su perro que con los seres humanos, pero se trata en ambos casos de una empatía individual y no social. Hoy en Chile hay miles de adherentes al movimiento animalista y numerosas agrupaciones que defienden los derechos de los animales. Es una causa transversal. Ahí está el veganismo, que busca excluir todas las formas de explotación y crueldad hacia los animales por comida, vestimenta o cualquier otro propósito. Ahí está la llamada Ley Cholito. Todo lo que hemos señalado está presente de alguna manera en las proclamas de la mayoría de los candidatos a constituyentes. En la actualidad, en términos de un cambio de sistema, se percibe cierta orfandad de ideas y de proyectos; tampoco se vislumbra en el horizonte algún modelo, lo único que estamos presenciando es una considerable y permanente ampliación del círculo de la empatía, a nivel nacional y global.

Regresando a un nivel micro, en nuestra Universidad de Chile se han instaurado algunas cátedras relativas a las empatías que hemos perfilado, pero también subsisten en este plano desafíos: resulta necesario que se amplié el círculo de la empatía al interior de la institución, y que las grandes o poderosas ($) facultades se pongan mental y afectivamente en el lugar de las más pequeñas, abandonando de una vez por todas el espíritu de feudos insolidarios.

¿Acaso seré hasta la muerte el objeto de las fantasías de mi exmarido?

El incordio entre Hélène Devynck y su exmarido Emmanuel Carrère a propósito de Yoga —novela en la que el escritor habría roto el acuerdo de no mencionarla en sus libros tras su divorcio—, es desmenuzado por Ignacio Álvarez para preguntarse ¿qué derecho tiene un escritor o una escritora para hablar sobre los demás en sus obras? Las reglas de la literatura y la moral son distintas, dice, pero también sospecha: «no parece tan descabellado pensar en una especie de ‘ética de la ficción’ que incluya, por ejemplo, el derecho a dejar de ser ficcionalizado».

Por Ignacio Álvarez

Los hechos son los siguientes: Emmanuel Carrère publicó el año pasado su nueva novela, Yoga, en donde cuenta, entre otras cosas, un episodio de depresión severa que lo llevó hasta la internación y el electroshock, y el fin de su matrimonio con la periodista Hélène Devynck. Ese divorció implicó, además de los daños emocionales, una cláusula en la que el escritor se comprometía a no hablar de ella ni mencionarla en los libros que en adelante fuera a publicar. El acuerdo no solo es curioso e infrecuente, sino francamente difícil de cumplir para alguien, como Carrère, cuya trayectoria ha consistido en contar su propia vida (El Reino) o bien la vida de los demás (El adversario, Limónov, su biografía de Philip K. Dick). En Yoga hace una especie de revisión de ese modo de escribir, y termina subiendo su apuesta al máximo. Allí declara lo siguiente: “Tengo una convicción, una sola, relativa a la literatura, bueno, al género de literatura que yo practico: es el lugar donde no se miente. Es el imperativo absoluto, todo lo demás es accesorio, y creo haberme atenido siempre a ese imperativo. Lo que escribo es quizá narcisista y vanidoso, pero no miento”. Como cualquier lector de novelas puede adivinar, todo termina mal. Devynck leyó una primera versión de Yoga y, pese a las prevenciones de Carrère, ejerció su derecho a suprimir algunas partes del texto. El escritor se quejó amargamente de ello en una entrevista que le hizo Vanity Fair, y en la réplica publicada en el número siguiente Devynck hizo una pregunta que me ha dejado pensando largamente durante estas semanas: “¿Acaso no tengo derecho a separarme y seré, hasta la muerte, el objeto de las fantasías de mi ex marido?”.

El escritor Emmanuele Carrère. Foto: María Teresa Slanzi.

La pregunta se puede plantear de una manera un poco menos personal: ¿qué derecho tiene un escritor o una escritora para hablar sobre los demás en sus obras? ¿Pueden esas personas evitar ser mencionadas? ¿Tienen el derecho a rectificar la versión de sí mismos con que se los pinta? ¿Ante qué tribunal podrían alegar un tratamiento injusto?

Supongo que desde el derecho o desde la ética existen respuestas rápidas y sencillas para estas cuestiones. Como expuso en Twitter hace unas semanas la editora Andrea Palet, los hechos no le pertenecen a nadie, y menos a sus protagonistas. Todos podemos entregar nuestra propia versión de las historias que conocemos y nos interesan, incluso o especialmente si no las hemos vivido. Ese es el fundamento de la historia y del periodismo, después de todo. Un tercero cuenta lo que primeros y segundos no pueden o no quieren decir.

Pero las respuestas que vienen desde el derecho y desde la ética no terminan de responder a la pregunta de Hélene Devynck: “¿seré hasta la muerte el objeto de las fantasías de mi exmarido?”. Para los estudios literarios de los años noventa, la época en la que estudié la licenciatura, creo que la respuesta sería, más o menos, la siguiente: sí, lo serás hasta la muerte. Y por una sencilla razón: porque en el momento en que un escritor o una escritora comienza a contar un hecho verídico, en realidad está cambiándolo de registro. Ya no es más un hecho sino una versión del hecho, y en esa versión se ha colado inevitablemente —felizmente, diría mi profesor de teoría literaria de esa época— la ficción. La respuesta para Hélène Devynck sería, más o menos: no se preocupe; sabemos que eso que su exmarido cuenta en las novelas sobre usted no se refiere a usted en realidad, se refiere a una ficción suya, y todos lo entendemos así. Ese mismo profesor, quizá, nos explicaría que el mecanismo de ficcionar hechos verídicos permite el despliegue de la imaginación más allá de las ataduras de los hechos reales. Buena parte de las mejores novelas de los últimos años se fundan en él. Diría Vila-Matas y diría Bolaño. Diría Perec. Hasta diría Borges, el abuelito de Vila Matas y de Bolaño, e incluso diría que grandes novelas del siglo XX, vistas en retrospectiva, no son otra cosa que autoficciones de esa misma clase: ¿acaso Aniceto Hevia no es el álter ego de Manuel Rojas, por ejemplo? ¿No reconocemos todos, de alguna manera, a Louisa May Alcott en Jo, a Rubén Darío en el poeta de El rey burgués, a María Luisa Bombal en la protagonista de La última niebla?

Tras esa defensa que, es cierto, tiene algo de caricatura, hay un argumento que no se puede despreciar. La literatura tiene reglas distintas de la moral, y mantener esa separación es clave para que las ficciones literarias puedan existir. Cuando discutíamos ese punto en clases se solía citar el juicio de 1857 en torno a Madame Bovary, una novela que el fiscal Ernest Pinard consideraba una afrenta a la conducta decente y a la moralidad pública. El defensor de Flaubert, Jules Senard, intentó en su defensa una estrategia que llamó “incitación a la virtud mediante el horror del vicio”. Sí, es cierto que en esta novela se relatan hechos reprensibles, pero solo lo hacemos para corregir el actuar real de las personas. Un argumento más viejo que el hilo negro: lo usa Choderlos de Laclos en Las relaciones peligrosas, Lucio en El asno de oro y hasta Rabelais en Gargantúa. La eficacia de esa defensa depende, sin embargo, de un detalle crucial: debe existir una distinción muy clara entre ficción y realidad. El vicio narrado solo existe en las páginas del libro pues, de ocurrir en la realidad, absolutamente todos —el fiscal, el defensor y hasta el propio Flaubert— se verían en la obligación de denunciarlo y castigarlo. Solo los vicios ficticios, inexistentes para el mundo real, pueden y deben quedar impunes.

El caso de Yoga es sutilmente diferente, sin embargo. Hay una novela, sí, y también hay un comportamiento que avergüenza o que podría merecer reproche. Lo que no hay es una clara diferencia entre la realidad y lo que podemos llamar ficción. Sobre esa confusión constitutiva del presente se han escrito ríos de tinta, pero no es necesario recurrir a los tratados sobre el posmodernismo para explicarla. Basta con pensar en nuestra propia experiencia cotidiana. Los usuarios de las redes sociales suelen decir que nadie es tan inteligente como en Twitter, tan simpático como en Facebook ni tan guapo como en Instagram, y con ello quieren decir que cada expresión de nuestra personalidad dice una verdad parcial, una mentira a medias de nosotros mismos. Que vivimos versiones ficcionadas de nuestro yo, autoficcionadas casi siempre, otras veces fuera de nuestro control. Cuando Hélène Devynck reclama estar condenada a encarnar las fantasías de su exmarido, creo yo, reclama que una parte no menor de su identidad terminará fuera sus mecanismos normales de control (ella misma, el azar) y se convertirá en el patrimonio de alguien más, alguien de quien, precisamente, se quiere alejar. Emma Bovary no puede temer que Flaubert la siga imaginando, pues existe solo como personaje ficticio. Hélene Devynck teme, con razón, que las ficciones reales tejidas a su alrededor devoren lo que ella es.

No ha cambiado la literatura. No ha cambiado el modo en que los escritores se acercan a ella. Lo que ha cambiado, me parece, es la textura de la que están hechas las personas. Somos cada vez menos algo que se puede oler, tocar y gustar, y cada vez más palabras, imágenes. En ese desajuste se está escribiendo la literatura del día de hoy, una literatura que ha terminado por convertirse en realista a pesar de sí misma. Casos como el de Yoga nos muestran sus primeras incomodidades. Puedo equivocarme medio a medio, pero sospecho que la siguiente jugada le corresponde a los autores y las autoras de ficciones literarias, que estarán obligadas a encontrar formas nuevas de contar. Por de pronto, no parece tan descabellado pensar en una especie de “ética de la ficción” que incluya, por ejemplo, el derecho a dejar de ser ficcionalizado. ¿Girará hacia una radical inverosimilitud, ahora que todo lo verosímil se confunde tan fácilmente con la verdad?

Exagero, claro. Generalizo a partir de un caso particular. Todavía la mayor parte de los textos literarios que leemos siguen y seguirán las convenciones más clásicas de la narración literaria. La pandemia, por otro lado, nos recuerda a cada momento que las cosas que están más allá de las palabras siguen existiendo, porfiadas, y siguen oponiéndose a nuestro deseo. Pero tengo la seguridad de que algunas autoras, algunos autores, algunos proyectos, algunas novelas y memorias están escribiéndose en este mismo momento desde esta esquina aproblemada de la literatura del presente.

Yoga
Emmanuel Carrère
Anagrama, 2020
336 páginas
$20.000