Eliana Furman, directora teatral: “En esta sociedad la madre que cuestiona su rol es vista como una mujer desagradecida”

La actriz, cofundadora de la compañía Teatro Club Social y discípula de Vivi Tellas —figura fundamental del teatro latinoamericano y fundadora del concepto de biodrama— vuelve al teatro con la obra (Puerperio), un proyecto colectivo que explora, a partir de una larga investigación y recopilación de casos reales, esa etapa silenciada que viven las mujeres después de dar a luz: el puerperio. A partir de ahí, aborda también el aborto, las miradas edulcoradas hacia la maternidad, la soledad de las madres y la violencia obstétrica.

Por Evelyn Erlij

En enero de 1892, la revista literaria estadounidense The New England Magazine publicó un cuento titulado “El tapiz amarillo”, sobre una mujer que, luego de dar a luz a su hijo, va cayendo poco a poco en un estado de locura. El texto, firmado por la escritora  Charlotte Perkins Gilman, describe la “cura de reposo” que un médico le impone a la joven madre para sanarla de su crisis nerviosa: vivir una vida lo más doméstica posible, confinarse, descansar y no tomar un lápiz o un pincel bajo ningún motivo, ya que la actividad intelectual estaba contraindicada. “Si un médico prestigioso, que además es tu marido, le asegura a amigos y parientes que lo que le pasa a su mujer no es en realidad nada grave, sólo una ínfima depresión nerviosa transitoria (tal vez una ligera propensión a la histeria), ¿qué se puede hacer? (…). Personalmente, estoy en desacuerdo con sus ideas. Personalmente, creo que un trabajo agradable e interesante me sentaría bien. Pero ¿qué puede hacer uno?”, se pregunta la protagonista.

(Puerperio). Foto: Andrés Maturana.

“El tapiz amarillo” es un relato feroz que es considerado una de las primeras —o más explícitas— alusiones a la dureza del puerperio o posparto, un período emocional y físicamente turbulento que comienza con el nacimiento y puede terminar hasta dos años después, cuando el organismo de la madre vuelve a su estado original; un tramo de vida del que poco se habla a nivel social y que en las artes tampoco ha sido demasiado tratado. Hay excepciones, como algunos poemas desgarradores de Sylvia Plath, la novela No, mamá, no, de Verity Bargate, o el ensayo “Leche”, de Margarita García Robayo, en el que apunta: “yo escribo desde el puerperio y para las puérperas; las primerizas; las que dudan por default; las que se creen débiles, las que lo son; las que quisieron pero no alcanzó; las de la pregunta constante ¿por qué nadie me dijo?”.

Esa misma interrogante, junto a otros asuntos que afectan la forma en que una mujer vive esta etapa —desde la depresión posparto hasta la violencia obstétrica—, son los que la directora chilena Eliana Furman quiso abordar en la obra teatral (Puerperio), quien luego del embarazo de su primera hija, y en colaboración con un grupo de artistas escénicas, comenzó a investigar y a hacerse preguntas en torno a este tema.

“Se trata de un tramo crítico del cual nadie habla, que transforma para siempre la vida de la madre, dejando profundas cicatrices físicas y emocionales —explica el equipo al detallar los fundamentos de la obra, que estará en cartelera hasta el 28 de noviembre en Taller Siglo XX Yolanda Hurtado—. Creemos que el desconocimiento del puerperio en específico y de la experiencia de la maternidad como un todo, incluyendo su elección, es algo que perjudica significativamente a la sociedad y en especial a la mujer. En el desconocimiento social de los aspectos más sombríos de la maternidad, se aísla a las mujeres que lo viven. Así, muchas mujeres viven algunos de sus procesos de maternaje avergonzadas y en soledad”.

(Puerperio) es un montaje que, desde una visión crítica y feminista, cuestiona las miradas edulcoradas de la maternidad y pone sobre la mesa temas como el linaje femenino, el aborto, la decisión de ser madre y la violencia obstétrica, descrita por la OMS como “la violencia ejercida por profesionales de la salud hacia las mujeres embarazadas, en labor de parto y el puerperio”, y que en Chile afecta a una gran cantidad de mujeres. Según la primera “Encuesta nacional sobre violencia obstétrica” realizada por el Colectivo Contra la Violencia Ginecológica y Obstétrica, un 80% de las entrevistadas afirmó haber sido víctima de ella. 

En la primera etapa de investigación, la directora recolectó testimonios de más de cien mujeres y trabajó ese material junto al colectivo (Puerperio) siguiendo los métodos del biodrama, corriente teatral centrada en la exploración de la vida de personas reales —no actores—, a partir de lo que se construyen piezas biográfico-documentales. Furman viene recorriendo este camino desde hace varios años: luego de egresar de la Universidad de Chile y especializarse en dirección teatral con la argentina Vivi Tellas —creadora del concepto de biodrama—, fundó junto a María Luisa Vergara el colectivo Teatro Club Social, con el que trabajaron temas como la inmigración (40 mil kms), la vida de los adultos mayores (Club social) y la realidad carcelaria (Belleza) junto a actores no profesionales.

“En términos de lenguaje teatral, en (Puerperio) utilizamos las técnicas del biodrama y del teatro documental. El guion dramático se basó en las biografías de las artistas escénicas que están en la obra, en una mixtura que incluye algunos testimonios de otras mujeres entrevistadas y material de archivo como fotografías, partes médicos y videos”, explica la directora.  

No se habla lo suficiente de lo oscuro y solitario que puede ser el puerperio, y es extraño y desconcertante tomar conciencia de que media humanidad ha pasado por eso. ¿Por qué ahora estamos hablando de esto? Y en particular en tu caso, ¿por qué decides embarcarte en este tema?

—No sé si ahora estamos realmente hablando del tema. Sí creo que ha habido un avance en algunos aspectos del cuidado de la gestación, del parto y del posparto en las discusiones socioculturales, pero todavía hay mucho desconocimiento del puerperio. De hecho, cuando empecé con la investigación, noté muchas veces que las personas ni siquiera conocían la palabra. Personalmente decido embarcarme en este tema cuando llegó mi puerperio, esa grieta profunda que vivimos las mujeres al convertirnos en madres. Ese desconocimiento total de lo que vino después del parto me hizo pensar en la profunda necesidad de visibilizar la temática. 

En (Puerperio) se presentan diversas experiencias de maternidad. ¿Cómo dirías que se conectan entre ellas? ¿Con qué te encontraste cuando investigaste sobre el tema, qué fue lo que más te sorprendió?

—Creo que las experiencias de maternidad se conectan entre todas. Ya sea en mayor o menor medida, la locura, las fantasías del puerperio y la ambivalencia con la que se enfrenta el mismo proceso de maternar, fueron experiencias que identifiqué en gran parte de las mujeres que participaron de la investigación y compartieron sus testimonios. De todos los relatos que recopilé, lo que más me sorprendió es la soledad que hemos vivido todas las mujeres en el proceso del puerperio. Esa soledad profunda que a veces, en circunstancias extremas, puede desencadenar serios episodios de psicosis puerperal en los que podemos ver casos como el de  una madre que llegó a imaginar incluso que ahogó a su hija mientras mamaba, que es un testimonio real que mostramos dentro del montaje. Obviamente la mayoría de los puerperios no llegan a psicosis, pero si este momento de la vida estuviera cuidado, contenido y abrazado, probablemente sería menos duro.

Además de tu experiencia y los testimonios que recolectaste a lo largo de todos estos años, ¿qué referencias literarias o teatrales leíste o viste para este montaje?  

—Un libro que me marcó mucho es El nudo materno, de la escritora estadounidense Jane Lazarre. Es un texto autobiográfico escrito en los años 70 que ahonda precisamente en la ambivalencia de la maternidad, en sus luces y sombras. Leerlo fue muy inspirador porque vi reflejada mi historia y la de tantas mujeres que apoyaron el proyecto. En el ámbito teatral, me inspiró el trabajo de la compañía alemana Rimini Protokoll, específicamente la utilización que hacen de las pantallas y la forma en que estos elementos tecnológicos dialogan con el elenco. Sin duda esto fue un referente al momento de resolver, por ejemplo, cómo llevar a escena el testimonio de las madres de las actrices, algo crucial dentro del montaje.  

(Puerperio). Foto: Andrés Maturana.

Con el embarazo, una toma conciencia de que no se trata solo de una, sino de una historia familiar, de una suerte de cordón umbilical que nos conecta con el pasado. ¿Hasta qué punto la reflexión de una como madre es la reflexión de una como hija? Te lo pregunto por ese momento de la obra en que se dice: “Cuando me entra el miedo / Pienso en las mujeres que hicieron esto antes que yo”.

—Cuando fui madre surgió con fuerza el relato histórico de mi propio linaje femenino. Como bien dices, apareció ese cordón umbilical que nos conecta. En lo personal, llegado el momento del parto traje a mi memoria a todas esas mujeres que me precedieron y entregaron la fortaleza que define a esta nueva persona en la que me convertí al ser madre. Creo que más allá de la relación que las mujeres tengamos con nuestras madres, en oposición o en imitación, su relato emerge con fuerza cuando vives la maternidad. Entonces creo que la carga histórica que nos determina como hijas, nos determina también como madres, que las vivencias se funden cuando pasas de ser mujer-hija a ser mujer-madre.

Quizás lo más extremo de la maternidad llega cuando nace el hijo y empieza esa montaña rusa en la que no hay tiempo ni de pensar. Muchas mujeres empiezan a escribir ahí para parar, para tratar de entender la vorágine que las arrastra. ¿Cambió en algo la maternidad la forma en que te acercas a los procesos creativos?

—Sí, la maternidad fue crucial en mis procesos creativos en todos los aspectos. Esa vorágine trajo cuestionamientos profundos de cómo se vive el hecho de maternar, de qué pasa con la mujer que era y la que soy, del quiebre emocional y psíquico tan hondo que se produce al parir. De hecho, desde que me convertí en madre todos los nuevos proyectos que vinieron están ligados a la temática. Hoy estamos pensando en dos montajes que hablarán de otros aspectos de la maternidad, siempre obviamente tratando de abarcar su lado más oscuro y menos visibilizado.

Hay un silencio en torno a la dureza de la maternidad. No se oyen mucho las quejas de las madres, o no se oyen con la fuerza suficiente: la madre que se queja es una potencial “mala madre”. ¿Crees que las artes están abriendo un espacio que en la sociedad sigue bloqueado?  

—Es que en esta sociedad que romantiza la maternidad hasta lugares insoportables, la madre que cuestiona su rol y que expresa su sufrimiento y dolor, es criticada y se le mira como una mujer desagradecida, que, teniendo lo más maravilloso del mundo, se queja. Y ese dolor, esa dureza, también es parte de la maternidad y en la medida que se normalice se vivirá con menos culpa y vergüenza. Y sí, creo que el arte nos permite reconfigurar la vida, que abre un lugar sensible y libre para cuestionar aquello acerca de lo que en el espacio cotidiano evitamos hablar, que tiene la capacidad de hacernos reflexionar e inspirar nuevas ideas sobre el mundo y sobre nuestro propio ser.

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(Puerperio)
De Eliana Furman y Colectivo (Puerperio)
Funciones presenciales y por streaming hasta el domingo 28 de noviembre en el Taller Siglo XX Yolanda Hurtado.
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60 años de la Cineteca Universidad de Chile: los actuales desafíos de la memoria

«La historia de la Cineteca de la Universidad de Chile —señala su coordinador, Luis Horta— es también la historia de cómo se ha conservado el cine en nuestro país en los últimos sesenta años». Primero desdeñado, luego reprimido y más tarde mercantilizado, el cine nacional no la tenido fácil a la hora de ganar reconocimiento como un patrimonio que «relata nuestras penas, alegrías y dolores». La Cineteca se ha dedicado a la conservación de ese patrimonio. Y ahora, en su sexagésimo aniversario, dice Horta, afronta nuevos desafíos: la valoración del cine desde las comunidades, la promoción del pensamiento crítico para la apreciación de su sentido y la defensa del acto sensible de ver cine.

Por Luis Horta C.

En un contexto en que se deprecian las humanidades en favor de la tecnocracia, en que el conocimiento es desplazado por la información y en que el pensamiento crítico queda fuera de lugar, resulta ilustrativo abordar el caso de una institución que representa los devenires del campo cultural en los últimos sesenta años del país. La historia de la Cineteca de la Universidad de Chile, fundada en el año 1961, ilustra cómo se ha transformado el Estado y las instituciones chilenas en la segunda mitad del siglo XX, proponiendo preguntas respecto a qué tipo de rol ha representado la educación artística y patrimonial en los devenires de nuestras estructuras sociales. Blandiéndonos de una conmemoración que, más allá de la fecha onomástica, significa dar cauce en el mundo actual a la conservación y promoción de las artes audiovisuales, propondremos una lectura panorámica para abordar estas ideas.

La Cineteca Universidad de Chile celebra su sexagésimo aniversario con la liberación de 400 películas este lunes 29 de noviembre.

Antiguamente, se consideraba que el cine era únicamente una entretención de fin de semana, cuyo gusto popular lo hacía ser visto peyorativamente por las clases acomodadas. Por tanto, no existía la noción de conservar el cine, debido a su naturaleza efímera situada únicamente en torno a sus posibilidades comerciales. Será a mediados de los años cincuenta cuando una nueva generación comenzará a entender las cualidades artísticas, estéticas e históricas del cine, conformando primero el Cine Club Universitario, que proyectaba semanalmente películas consideradas de valor artístico, sumando cine-foros que promovían la autoeducación. Del Cine Club surgirá la Cineteca de la Universidad de Chile, instituyendo el primer centro del país dedicado a la conservación y preservación audiovisual. Esto implicó subvertir las caracterizaciones sobre el rol que ocupan las imágenes en movimiento en las sociedades modernas, situándolas como un vehículo propulsor de contenidos educativos, ideas que operan masivamente en el campo de lo sensible. Pedro Chaskel, su primer director, encabezará el trabajo de reunir un acopio de películas que quedaría a disposición de quien quisiera consultarlas, además de emprender la tarea de albergar películas nacionales para su resguardo. Así, la creación de la Cineteca irá de la mano con el cambio de estatus que adquieren las artes nacionales desde mediados del siglo XX, expresado en la fundación del Teatro Nacional Chileno, el Ballet Nacional o el Museo de Arte Popular Americano, los cuales repensaron la institucionalidad mediante una apertura a nuevas materialidades y a las demandas de la comunidad. 

Prontamente la sede de la Cineteca se convirtió en un epicentro. Su ubicación central en calle Amunátegui número 73 albergaba un acopio de películas de libre acceso, una biblioteca, un archivo de afiches, fotografías y guiones, además de una sala de cine. Las exhibiciones eran frecuentes y masivas, acompañadas de cine-foros dirigidos por el profesor Kerry Oñate, además de la implementación de un modelo de cine móvil con proyecciones en zonas rurales, cordones industriales o poblaciones, lugares en los que no había salas de cine. La Cineteca fue visitada por los más importantes autores e intelectuales del periodo, entre ellos Roberto Rosselini, Henri Langlois, Joris Ivens o Chris Marker, quienes se acercaban a conocer la riqueza de un archivo que albergaba valiosas obras del nuevo cine chileno y latinoamericano: Raúl Ruiz, Jorge Sanjinés, Raymundo Gleyzer o Santiago Álvarez. En la sala de cine se firma el histórico texto “Manifiesto de los cineastas de la Unidad Popular”, firmado por un grupo de creadores que adscribía a las transformaciones sociales proyectadas por Salvador Allende en 1970, lo que da cuenta de la relevancia de este espacio dentro de la historia cultural contemporánea.

Tras el golpe de Estado se produce uno de los mayores daños al patrimonio audiovisual chileno que registre la historia. Los allanamientos realizados por civiles y militares forzaron a esconder películas que podían representar una visualidad que buscaban proscribir y borrar del imaginario colectivo. El despido de funcionarios por razones arbitrarias no impidió que se continuaran desarrollando actividades contraculturales, hasta que en 1976 se produce la clausura definitiva del departamento, provocando con ello que colecciones documentales y cinematográficas quedaran en el abandono. Los equipos técnicos como cámaras, proyectores o grabadores de sonido, fueron saqueados y, en algunos casos, destruidos. La sala de cine fue clausurada definitivamente y la Cineteca despojada de su edificio, el cual fue privatizado.

Afiche de El Húsar de la muerte (1925).

Nunca antes había ocurrido en el país que el Estado propiciara que parte importante de nuestro patrimonio fuese saqueado y desmantelado. Esa sería solo una de las varias etapas que acompañarían la reconfiguración cultural que se implementaría en el país, ya que la eficacia de las políticas del autoritarismo chileno, en cuanto a desmantelar el aparato institucional público, dejará fuera de ejercicio a la Cineteca de la Universidad de Chile por más de treinta años, sin medidas reparatorias incluso en el periodo de la postdictadura. Mediante un proceso de desmemoria e invisibilización de la labor realizada por las instituciones públicas en el periodo previo al golpe, se construyó un relato refundacional que resultaba oportuno para la instalación del modelo neoliberal, refundando desde cero la institucionalidad y convirtiendo a los públicos en consumidores de imágenes. Al desarticular este tejido social, se produce un retroceso de casi 100 años, donde el público vuelve a convertirse en un sujeto pasivo frente a la oferta cinematográfica que ofrece el mercado y, por tanto, el cine histórico pasa a medirse —al igual que cualquier pieza audiovisual— por sus posibilidades de producir capital y no por sus cualidades patrimoniales.

Sin embargo, las películas, sus públicos, sus recuerdos y sus experiencias, quedaban aún circulando en el inconsciente colectivo. Será a partir de la gestión realizada por un equipo de profesores de la naciente carrera de Cine y TV —perteneciente al Instituto de la Comunicación e Imagen (ICEI) de la Universidad de Chile— que en 2007 se inicia un proceso de recuperación de la colección fílmica de la Cineteca, la cual se encontraba en poder de privados. La sorpresa fue enorme, ya que aún se conservaban originales de Raúl Ruiz, Pedro Sienna, Pedro Chaskel y gran parte del cine político de los años 60 y 70. A partir de este momento se emprende un plan de acción enfocado en dos frentes que buscaba la recuperación de este fondo audiovisual, lo cual implicaba la búsqueda de recursos que permitiesen la restauración de los materiales originales y su paso a soportes digitales contemporáneos. Esto deriva en un trabajo de educación donde las obras sean puestas en valor y se genere un acercamiento crítico mediante el modelo horizontal del cineclubismo.

Afiche de El chacal de Nahueltoro (1969).

Lo anterior plantea que los problemas y desafíos del patrimonio audiovisual chileno actualmente son muy distintos a los de los años 60. Primeramente, en plena revolución digital, es necesario buscar estrategias de valorización de nuestro patrimonio a partir del contacto directo con las comunidades, lo cual implica que una Cineteca del siglo XXI no puede ser únicamente un acopio de materiales audiovisuales, sino una institución capaz de producir sentido a partir de la promoción del pensamiento crítico y el disenso fundamentado, lo cual puede generarse a partir de las dinámicas de la discusión que de forma privilegiada otorga una exhibición cinematográfica. En segundo término, existe la imperiosa necesidad de resguardar la experiencia sensible del acto de ver cine, lo cual adquiere mayor relevancia en este momento en que la pandemia del covid-19 ha implicado el aislamiento y la ruptura de las relaciones sociales. Luego, resulta importante volver a colocar en un lugar de importancia la conservación de materiales fílmicos producidos tanto ayer como en la actualidad, ya que el irreflexivo consumo de contenidos audiovisuales o la producción de nuevas obras a partir de materiales de archivo hace depreciar en el imaginario de los financistas este tipo de prácticas que garantizará que las futuras generaciones puedan acceder a los contenidos audiovisuales en las mismas condiciones con que fueron creados.

La historia de la Cineteca de la Universidad de Chile es también la historia de cómo se ha conservado el cine en nuestro país en los últimos sesenta años. Y cuando hablamos de cine, estamos hablando de una huella del tiempo albergada en una materialidad, una mirada subjetiva que habla de la naturaleza humana. Así, cuando señalamos la importancia de conservar el patrimonio audiovisual, estamos proponiendo conservar las sensibilidades de una época que han quedado plasmadas en un soporte que relata nuestras penas, alegrías y dolores.

Pablo Neruda, un gran universitario

Neruda es el paradigma del hombre que desde la remota provincia se abre paso hasta alcanzar ámbitos de reconocimiento cada vez más amplios, hasta convertirse en poeta universal. En esto, de alguna forma, sigue el modelo de movilidad social ascendente basado en el mérito y el talento, que gracias a la Universidad de Chile se impuso en el país desde principios del siglo XX, por sobre los privilegios de linajes y de castas.

Por Darío Oses

Las relaciones de Neruda con la Universidad de Chile comenzaron muy tempranamente. En sus memorias el poeta recuerda, entre los episodios de su juventud, un solitario viaje que hizo a caballo para concurrir a una trilla campestre. La noche lo sorprendió en medio del campo. Buscó refugio en la casa de tres viudas que le abrieron el elegante salón de su casa. En la conversación, una de ellas mencionó a Baudelaire. El joven Neftalí contó que estaba traduciendo sus versos. “Fue como una chispa eléctrica —escribe el poeta—. Las tres damas apagadas se encendieron (…) ¡Baudelaire! —exclamaron—. Es quizás la primera vez, desde que el mundo existe, que se pronuncia ese nombre en estas soledades…”.

Habría que preguntarse qué fue lo que hizo posible que un joven colegial de la apartada región de La Frontera, leyera y tradujera a uno de los precursores de la poesía francesa moderna.  La respuesta es que su profesor de francés en el Liceo de Temuco, Ernesto Torrealba, formado con la más alta excelencia en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, lo había introducido en el conocimiento de esta literatura. La irradiación cultural de la Universidad llegaba entonces hasta las provincias más apartadas del país, desde donde surgirían los nombres de los grandes poetas del siglo XX chileno.

Desde ahí en adelante, la vida de Neruda estuvo permanentemente vinculada con la Universidad. Colaboró en las revistas de la Federación de Estudiantes, en Juventud y principalmente en Claridad. Pasó muy fugazmente por la carrera de Arquitectura, de la que huyó después de recibir una clase de geometría descriptiva. Luego ingresó a Pedagogía en Francés, donde cursó cuatro años, lo que no deja de ser excepcional, puesto que de los 183 alumnos que ingresaron a la carrera con Neruda en 1921, solo 17, entre ellos el poeta, se matricularon en el cuarto año.

Pablo Neruda (1963) / Getty Images.

Neftalí Reyes no se presentó a dar los exámenes finales, pero, sin ser un alumno brillante, había aprobado en distintos niveles materias como francés, lingüística, latín y pedagogía. Estos datos indican que también hubo disciplina y rigor en sus años juveniles, y tal vez esto contribuyó a hacer su diferencia con otros poetas y artistas que se perdieron para siempre en la bruma de la bohemia.

Neruda es el paradigma del hombre que desde la remota provincia se abre paso hasta alcanzar ámbitos de reconocimiento cada vez más amplios, hasta convertirse en poeta universal. En esto, de alguna forma, sigue el modelo de movilidad social ascendente basado en el mérito y el talento, que gracias a la Universidad de Chile se impuso en el país desde principios del siglo XX, por sobre los privilegios de linajes y de castas. Neruda se reconocía como un hombre de la clase media ilustrada chilena.

En 1954, como parte de la conmemoración de sus cincuenta años, el poeta donó su magnífica biblioteca y su colección de caracolas marinas a la Universidad de Chile. En esa ocasión dijo:

“No pertenezco a esas familias que predicaron el orgullo de casta por los cuatro costados y luego venden su pasado en un remate».

«El esplendor de estos libros, la flora oceánica de estas caracolas, cuanto conseguí a lo largo de la vida, a pesar de la pobreza y en el ejercicio constante del trabajo, lo entrego a la universidad, es decir, lo doy a todos.”

Antes de eso y en el mismo discurso, el poeta había dicho:

“Yo fui recogiendo estos libros de la cultura universal, estas caracolas de todos los océanos, y esta espuma de los siete mares la entrego a la universidad por deber de conciencia y para pagar, en parte mínima, lo que he recibido de mi pueblo”.

En esas palabras se advierte un gesto que repitieron miles de graduados y profesionales universitarios que, al recibir educación gratuita y de excelencia, se sentían con el deber moral de retribuir lo que se les había dado. La Universidad de Chile creó este círculo virtuoso de dar y retribuir, y este sentido de responsabilidad social, gracias al cual el país pudo disponer de buenos servicios públicos de salud y educación, entre otros, y alcanzar un desarrollo cultural que lo distinguió en el continente. En esta gran tarea Neruda contribuyó entregando lo mejor que tenía: sus libros y su poesía.  

El 30 de marzo de 1962, la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile recibió a Neruda como miembro académico. El poeta dedicó su discurso a “los ecos diferentes y contradictorios”, que despertaron en su memoria dos “esclarecidos escritores” miembros de esa facultad: Pedro Prado y Mariano Latorre.

En muchos otros sentidos, el poeta fue un universitario. Lo fue, por ejemplo, por la universalidad de su mundo de referencias y conocimientos. Ya hemos visto que tuvo una formación universitaria que le permitió un muy buen conocimiento en la literatura francesa moderna. Desde ahí sus saberes se expanden hacia la literatura universal de todos los tiempos, y también hacia una visión de la totalidad del conocimiento, que no excluye las ciencias naturales ni las humanas.

A título de ejemplo, cito un párrafo del libro Neruda clandestino, de José Miguel Varas, hecho sobre la base de testimonios de la huida del poeta a Argentina, en febrero de 1949. Allí se dice que durante el viaje en automóvil al sur:

“Neruda todo lo comentaba. Sabía el nombre del insecto que acababa de morir al chocar contra el parabrisas, conocía el nombre científico de los árboles que bordeaban el camino e incluso la época en que la especie había sido traída a Chile desde España. Hablaba de los cultivos agrícolas preferidos en las provincias de O´Higgins y Colchagua, de la uva rosada de Rancagua y de la chicha de Curtiduría, de los vinos de Curicó y San Clemente. También incursionaba en la historia. Comentaba los desastres de Cancha Rayada y de Rancagua, las grandes batallas de la Independencia, la vida apasionante de José Miguel Carrera…”.

Podríamos decir que Neruda realizó poéticamente el mismo trabajo científico que hizo la Universidad de Chile en el siglo XIX: el registro, recopilación, taxonomía y descripción de la realidad histórica, física, humana, cultural, mineral, animal y vegetal del país.

Recordemos que el poeta, en uno de sus discursos, “A la paz por la poesía”, dijo: “Nuestras plantas, nuestras flores deben ser por primera vez contadas y cantadas. Nuestros volcanes y nuestros ríos se quedaron en los secos espacios de los textos. Que su fuego y su fertilidad sean entregados al mundo por nuestros poetas.”

Para realizar su gran inventario poético, Neruda leyó y estudio las obras de los grandes naturalistas y geógrafos: Claudio Gay, Ignacio Domeyko, Rodolfo Amando Philippi, Hans Steffen, Federico Johow, Amado Pissis y tantos otros, casi todos los cuales trabajaron en la Universidad de Chile.

El punto más alto en el que se encuentran Neruda y la Universidad es la figura de su fundador, don Andrés Bello. En uno de sus viajes a Venezuela, el poeta escribió:

“Al acercarme a la Guayra divisaba, en la confusa línea verde, de la costa, la mirada de mármol de Andrés Bello. Aquella mirada que acompañó mis luchas estudiantiles, mis primeros versos, mis primeros amores (…) Bello dio profundo sentido y organización a la república recién nacida de Chile. Escribió los códigos, inspirados en las ideas de la revolución francesa, fundó los estudios de las letras y las ciencias en mi país recién salido de las tinieblas coloniales».

«Mi historia personal también se une de alguna manera, con aquella estatua de las calles de Santiago.”

Como sabemos, don Andrés Bello dedicó parte de su célebre discurso fundador a señalar el lugar que la poesía, a la que llamó “la más hechicera de las vocaciones literarias, debiera tener en la Universidad. Reconoció entonces el maestro su predisposición favorable hacia los poetas jóvenes, en algunas de cuyas obras encontraba “destellos incontestables de verdadero talento” y hasta de “verdadero genio poético”. Agregó que la Universidad, “alertando a nuestros jóvenes poetas”, debería decirles que si querían que sus nombres no quedaran encarcelados “entre la cordillera de los Andes y el Mar del Sur” y si querían que los leyera la posteridad, debían hacer buenos estudios, empezando por la lengua nativa, y tratar asuntos dignos de su patria.

Neruda parece haber seguido estas advertencias. Escribiendo sobre su patria, la chilena, y sobre la gran patria americana, alcanzó un reconocimiento universal que le permitió recibir, hace ya 50 años, el Premio Nobel de Literatura.

Andrés Aylwin: Yo no soy un Quijote

En el libro Yo no soy un Quijote. El legado vivo de Andrés Aylwin Azócar, su nieto, el periodista Matías Rivas Aylwin, relata las horas más importantes de la vida política del exdiputado y defensor de derechos humanos durante tres épocas: la dictadura militar, la transición a la democracia y su retiro de la vida pública en 1998. En esta biografía, publicada por Catalonia, el autor se propone buscar la huella señera que dejara su abuelo, sin soslayar los desencuentros que tuvo con las élites dirigentes de la transición que contribuyó a abrir. Este extracto ilustra algunos de los primeros obstáculos que Andrés Aylwin debió sortear para defender los derechos humanos recién iniciada la dictadura.

Por Matías Rivas Aylwin

El callejón de las viudas

Entre 1973 y 1976 Andrés Aylwin alcanzó a conocer a plenitud el drama de los detenidos desaparecidos. A muchos los ubicaba por su trabajo como parlamentario en las zonas de Paine, San Bernardo y San Antonio. “Yo estuve seis meses detenido entre campo de prisioneros de Tejas Verdes y la cárcel de San Antonio —recordaría Joel Muñoz—. Allí nos fue a ver Andrés. Recuerdo su entereza y atrevimiento. Ingresó con su figura alta y desgarbada, cara triangular, demostrando dolor empático al igual que Cristo y cual Quijote con su lanza invisible a defender a sus compañeros y camaradas”.

A otros no los conocía en absoluto, como bien lo señalaría la periodista Patricia Verdugo: “Los afectados no eran ni sus amigos ni sus compañeros de partido político. Por el contrario, se trataba de personas en su mayor parte desconocidas para él y que, políticamente, habían sido sus adversarios”.

Cuando detectó esta realidad fue a informar al expresidente Eduardo Frei Montalva de los horrores que se estaban viviendo. Creía que al ser una figura destacada del partido debía estar al tanto de los múltiples crímenes que impunemente se cometían en las zonas rurales; pero se llevó una sorpresa. Así lo recordaría más tarde:

La verdad es que después de algunas experiencias dejé de informarlo porque no me parecía pertinente. Como era un político importante yo creía que debía informarlo, pero luego yo veía que él tenía una actitud de no asumir el cargo, de creer que era una exageración mía. Él pensaba que yo actuaba muy impresionado por algunas cosas que había visto, pero que no tenía una visión objetiva de lo que era el comunismo, de lo grave que era, y de lo que a su vez el comunismo estaba haciendo en Chile. Entonces, él, al principio al menos, cuando le relaté asuntos de San Antonio puso una cara como diciendo “no lo veo muy claro”. Después le empecé a relatar las cosas que vi en la Maestranza de los Ferrocarriles en San Bernardo, la situación de Paine, y a mí no me vengan a decir que no los habían detenido. Supe que alguna vez le dijo a un amigo íntimo que yo debería ver a un médico. Él creía que las cosas que yo contaba eran cosas imaginarias, que yo estaba fuera de la realidad.

En los meses posteriores al Golpe el apoyo que encontró en su sector político fue escaso. Él relataba que once ferroviarios habían sido fusilados en el cerro Chena y que otros tantos habían sido arrestados y hechos desaparecer en Paine, pero le decían que hablaba de un mundo irreal. Relataba que a los conscriptos se les transmitía la idea de que era “lícito” hacer lo que quisieran, ya que pronto se dictaría una ley de amnistía. Pero no le creían.

Andrés Aylwin Azócar. Su biografía, escrita por Matías Rivas Aylwin, será lanzada el 24 de noviembre en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Foto: Biblioteca del Congreso Nacional.

No obstante, otros sí lo escucharon con atención, entre ellos el abogado Roberto Garretón, que por entonces tenía un buen pasar profesional en una empresa de agua potable. Ambos se encontraron, poco después del 11 de septiembre, en el centro de Santiago, y Roberto no dudó en hacerle una pregunta crucial a su amigo:

—¿Qué se puede hacer para defender a los que están siendo encarcelados y perseguidos?

La respuesta de Andrés no la olvidaría nunca:

—Los políticos no podemos hacer nada, porque somos unos fracasados.

En octubre de 1973 se volvieron a encontrar, esta vez en tribunales, donde Andrés acudía constantemente a presentar recursos de amparo. Apenas vio a Roberto, se acercó y le dijo:

—Lo que tú buscabas ya existe, se formó un grupo de abogados que vamos a defender a los prisioneros y a los perseguidos, y estamos buscando abogados que asuman esta tarea.

Tras una pausa, le agregó una frase que daba cuenta de la dramática realidad del país:

—Obviamente, tienen que ser abogados de la DC o de derecha, porque los abogados de izquierda están entre los buscados o los sospechosos del nuevo orden de la dictadura.

Ese día, cuando Garretón llegó a su oficina, ya tenía un llamado que pedía respuesta, y era del influyente abogado Antonio Raveau, quien había sido ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago. Era Andrés quien había hecho el nexo.

Garretón lo llamó y Raveau le dijo que se había constituido el Comité Pro Paz y le preguntó si quería integrarse.

—Sí —respondió Garretón.

—¿Cuándo? —inquirió Raveau.

—Ahora mismo.

Muchas escenas marcaron a Andrés durante esos años. En 1973, vio con sus ojos el sufrimiento de Marcela Bacciarini, una niña que fue sometida a un consejo de guerra por haber leído propaganda de un movimiento de la Unidad Popular en una radioemisora local, previo al 11 de septiembre. “Difícilmente podré olvidarla: su padre asesinado semanas antes por la ‘ley de la fuga’; ella, ahora, frente a seis uniformados impecablemente vestidos, demacrada, ultrajada, destruida física y psíquicamente, tiritando casi hasta desplomarse”, escribirá en los años noventa.

En octubre del mismo año acompañó a la abogada Carmen Hertz en la búsqueda del cuerpo de su esposo, el periodista Carlos Berger, quien había sido asesinado por la Caravana de la Muerte en Calama.

Fueron a la embajada de Suecia, donde conversaron con el embajador Harald Edelstam, luego visitaron la Cruz Roja, el Colegio de Abogados y finalmente acudieron a la casa de Patricio Aylwin, quien se encontraba en cama, aquejado por una gripe.

Andrés hizo una síntesis del caso:

—Patricio, se trata de un joven de 30 años que fue ejecutado no obstante haber sido condenado por un consejo de guerra a 60 días de prisión. No han devuelto el cuerpo. Nosotros solo queremos recuperar el cuerpo.

Pero ninguna gestión dio resultado: el cuerpo de Berger ya había sido enterrado en una fosa clandestina.

Vivencias como aquellas se repetían con frecuencia, y él, que estaba al tanto de la existencia de cárceles secretas dirigidas, implementadas y financiadas por el Estado y sus agentes (algunas ubicadas a dos cuadras de La Moneda), donde se practicaban torturas, violaciones y asesinatos; que estaba en permanente contacto con las personas que vivían en los focos de represión; que había visto huesos quebrados, hombres y mujeres deshechos y traumatizados por las torturas; que había sentido la soledad y la indefensión de las víctimas; que había escuchado acerca de los supuestos suicidios y asesinatos justificados en la “ley de la fuga”; que había conocido a viudas que no sabían si eran viudas, huérfanos que desconocían si eran huérfanos y novias “atadas para siempre a una sombra”; él, con todo eso sobre sus hombros, tenía un objetivo en mente: ayudar con diligencia a cada hombre y mujer que se lo solicitara, como un médico que atiende sin distinguir el origen del paciente.

Mercedes Peñaloza, la mujer más afectada por el crimen colectivo que azotó a la zona de Paine después del 11 de septiembre, tocó la puerta de su modesta oficina ubicada en Huérfanos con Bandera y le dijo que seis miembros de su familia habían desaparecido luego de haber sido arrestados por uniformados camuflados, pintados e irreconocibles. Andrés, de inmediato, interpuso los correspondientes recursos de amparo. Pero el asunto no terminó ahí. Al momento de alegarlos ante la Corte Suprema, en días en que nadie se atrevía a levantar la voz, cuando tres o cuatro personas en la calle eran sospechosas sin razones aparentes, la señora Mercedes llegó a las siete de la mañana al Palacio de Tribunales en Santiago acompañada de cuarenta personas, quienes con su presencia hacían llegar hasta allí —el corazón formal de la institucionalidad jurídica de Chile— el profundo dolor del pueblo rural. “Siempre he pensado que después del golpe militar fue aquella la primera expresión pública de dignidad y dolor de un pueblo aplastado por el terrorismo de Estado —escribirá Andrés—. Lo que ellas vivían era peor que la muerte misma”.

El resultado de su alegato —en el que no pudo contener las lágrimas— fue decepcionante. La Corte Suprema argumentó que si el gobierno negaba los arrestos ellos no podían ordenar una investigación por un juez del crimen y tampoco designar a un ministro en visita. Pero lo más inquietante vino después del alegato, cuando el presidente de la sala, Israel Bórquez, se dirigió a él y en tono de reproche le preguntó:

—¿Para qué interpone usted un recurso de amparo, si usted sabe que todas estas personas están muertas?

La frase quedaría para siempre grabada en su memoria. Él, sin disimular su impresión, tuvo la fuerza para contestar:

—Presidente, si ustedes piensan que se está matando gente inocente, lo que deben hacer es designar a un ministro en visita para que investigue el crimen que se está cometiendo.

La audiencia terminó abruptamente, dejando la sensación de que la Corte Suprema estaba comprometida con las violaciones a los derechos humanos.

Andrés, mudo, tomó su tiempo para retirarse de la sala. Necesitaba reflexionar sobre qué diría a las personas que estaban allí afuera, esperando, sufriendo, con la esperanza de que el alegato los condujera a sus familiares y a la justicia.

Emocionado y desconcertado, pensó que no podía decirles lo que había escuchado, porque era demasiado cruel para esas madres e hijas escuchar que sus parientes habían sido asesinados y que la Corte Suprema tenía no solo pleno conocimiento de ello, sino que además ni siquiera manifestaba voluntad para impedir que los crímenes siguieran ocurriendo.

Yo no soy un Quijote. El legado vivo de Andrés Aylwin Azócar
Matías Rivas Aylwin
Catalonia
188 páginas

Luego de una traumática despedida, en la que las mujeres lloraban a gritos, Andrés se retiró de la Corte convencido de que su rol no terminaba en los tribunales. “Siempre andaba con nosotros, él venía a las reuniones, nos entregó una ayuda humana —recordaría Ana Álvarez, esposa de Mario Muñoz Peñaloza, detenido desaparecido en Paine en octubre de 1973—. Él siempre nos trataba de levantar el ánimo, nos conversaba mucho, nos decía que todo esto iba a pasar, que teníamos que tener fe, que teníamos que tener confianza”. Y luego añade: “Se preocupaba de todo: que nos dieran las colaciones, los pasajes; que nos dieran ayuda en ropa en la Vicaría. Nunca se olvidó de nosotros”.

Ana María Cifuentes, víctima de la represión y testigo del dolor de las familias afectadas por las desapariciones en Paine, recordaría:

Don Andrés llegaba donde las personas y se acercaba a ellas y las abrazaba, mientras la señora Mónica lo miraba con su carita finita, delgadita, porque ella era su chofer, él no conducía. En Paine, en lo que se conocería como el “callejón de las viudas”, los mataron a todos, y esas mujeres del callejón lo adoraban; él siempre les dio una palabra de aliento y de esperanza, eso que nadie se atrevía a dar porque la gente no se atrevía a hablar, porque si te pillaban hablando…

Había mucho temor, la gente paraba la oreja para acusarte. Pero él no tenía miedo. Él iba a las personas, las personas no llegaban a él. Él iba donde había necesidad de afecto, de esperanza, de lucha; en poder lograr la democracia y encontrar justicia dentro de tanta injusticia. Lo que sucedía era inexplicable, ¿cómo se le podía quitar la vida a una persona por pensar diferente?

Lo que él entregaba a las personas que estaban sufriendo, que sufrían persecuciones, él lo entregaba con una, no sé cómo explicarlo, era algo tan interno suyo; él sufría tanto como ellos, don Andrés y la señora Mónica sufrían el dolor de las otras personas, les quitaba el sueño y el apetito.

Él y la señora Mónica fueron grandes referentes en lo humano y lo cristiano, me enseñaron lo que significa que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha. Ellos no mostraban lo que hacían, sino que de repente llegaba la gente y los abrazaban y les daban las gracias, ¡y nadie sabía por qué!

Él no entregaba nada material: entregaba ese apoyo, ese apretón de manos, ese abrazo, esa capacidad de escuchar, cosa que se ha perdido; el escucharnos unos a los otros se ha perdido. Él entregaba esperanza, aliento, fuerza, energía. Decía que lo íbamos a lograr, justicia va a llegar algún día, decía.

En los meses más oscuros después del Golpe, Andrés se convenció de que nunca más, sin importar la circunstancia, creería absolutamente nada a los representantes de la dictadura, palabra que para él se transformó en sinónimo de mentira. “Ni las supuestas fugas, ni la negación de los arrestos, ni sus informaciones siempre llenas de embustes —escribiría años después—. Esa fue la brújula que me señaló el camino por muchos años y que, día a día, me llevaría al encuentro de nuevas verdades. Dramáticas y crueles verdades que estaban al lado nuestro, junto a nosotros, al alcance de cualquier persona predispuesta a escuchar las voces del dolor”.

Kena Lorenzini: “Hace falta que las feministas jóvenes hagan suya la memoria de las mujeres anónimas que lucharon en dictadura”

Testigo esencial de los movimientos sociales de los años 80 en nuestro país, la fotógrafa y concejala por Ñuñoa exhibe en el GAM 60 imágenes que reflejan el papel que jugaron las mujeres durante la dictadura de Pinochet, saliendo a protestar a las calles, en primera línea y en las poblaciones, detrás de las barricadas y de las ollas comunes. En esta entrevista, la reportera gráfica hace un recorrido por sus fotos favoritas de la muestra, que son también parte de un archivo de más de mil negativos que serán donados al Museo de la Memoria y de un libro que se lanza el 18 de noviembre.

Por Denisse Espinoza. Fotos: Kena Lorenzini.

Fue en 1987 cuando Kena Lorenzini dijo basta. Tenía 28 años y había pasado los últimos cinco sumergida en las calles registrando con su cámara las protestas en contra de la dictadura de Pinochet para revistas de oposición, cuando se dio cuenta de que ya no podía seguir. No era que la violencia la desbordara, sino todo lo contrario. “Va a llegar la democracia y voy a estar convertida en un buitre, pensé. Todo lo que querían era ver sangre, violencia y al final yo también. A veces, con mi compañera, Marcela Briones, chamullábamos que nos habían quitado los negativos y nos íbamos a tomar café, porque ya no queríamos más”, dice la fotógrafa (1959) y actual concejala por Ñuñoa, quien hace algunas semanas inauguró su última muestra, Nuestra urgencia por vencer, curada por la investigadora Cynthia Shuffer en el Centro GAM, hasta el 19 de diciembre.

Kena Lorenzini. Foto: Gentileza GAM.

Después de dejar de trabajar para la prensa de resistencia, Kena se hizo fotógrafa freelance. Llegó la democracia, colaboró con la revista Pluma y Pincel y en otra de corta duración llamada Maga. En 1997 decidió estudiar Psicología en la Academia de Humanismo Cristiano, mientras trabajaba como fotógrafa para el Metro de Santiago. “Me pagaban una porrada de plata, así que podía estudiar en el vespertino. Quise ser psicóloga porque trabajando en una ONG ayudaba a inmigrantes a llegar a Chile, y me di cuenta lo poco que entendía sobre lo humano. Ejercí un par de años, pero luego volví de lleno a la fotografía, la psicología no era lo mío, no iluminé a nadie; en cambio, con la fotografía sí puedo colaborar con el despertar de las personas. En la fotografía está mi ego, si ahí fallo, me muero”, dice sentada en la plaza interior del centro cultural.

Con ese ímpetu fue que a inicios de los 2000 Kena Lorenzini comenzó a bucear en su archivo fotográfico. Miles de negativos compilados aparecieron en sobres y cajas y comenzaron a ver la luz lentamente. Su método fue ir gestando libros que le permitieran ir ordenando y difundiendo su trabajo, para luego donarlos a instituciones públicas, primero al Museo Histórico y luego al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.

Así se publicaron los libros Fragmento fotográfico, arte, narración y memoria. Chile 1980 – 1990 (2006), Marcas crónicas (2010), Diversidad sexual: 10 años de marchas en Chile (2011) y Todas íbamos a ser reinas: Michelle Bachelet (2011).

El trabajo se detuvo hasta que en 2016 apareció en su puerta Cynthia Shuffer, fotógrafa, investigadora y docente que quería conocer su archivo. “Básicamente, me puse a cachurearle sus cosas. Me interesaba conocer ese momento bisagra de su obra de fines de los 80 e inicios de la democracia. De pronto, empezaron a aparecer estos sobres con el símbolo de mujer. La Kena los agarraba, los hacía a un lado y me decía, esto para después. Yo me preguntaba qué había en ellos, cuál era ese tiempo después para estos sobres; generó mucho suspenso. Cuando los abrimos se iluminó todo un camino. Primero postulamos a un Fondart de investigación, luego de exposición y así, de a poco, fuimos armando este trabajo que nos tomó años y que resultó en 6 mil y tantos negativos digitalizados. 1.500 son del archivo propiamente de mujeres, 300 imágenes van en el libro y 60 en la muestra”, cuenta la investigadora sobre el profundo proceso de edición.

En 2018 presentaron juntas el libro Hora cero de la democracia en Chile 1990-1994 en el Museo de la Memoria, para luego comenzar de lleno el trabajo con las imágenes sobre mujeres. Sin embargo, lo imprevisible de la vida se cruzó en el camino.

Sophia, la hija de Kena, enfermó y debió someterse a un trasplante de médula. Luego vino el estallido social, las marchas feministas que devolvieron a la fotógrafa a las calles y, después, la pandemia, que interrumpió abruptamente la presencialidad. También, el 24 julio de 2020 falleció la artista y amiga de Kena, Lotty Rosenfeld, quien colaboraba como diseñadora y museógrafa de la futura exposición, y a quien hoy van dedicadas estas imágenes.

“Fue muy emocionante ver la nueva ola feminista, haber esperado 30 años para que las mujeres jóvenes tomaran las banderas del feminismo, porque durante muchos años las mujeres que iban a pedir por el aborto tenían más de 50 y 60 años, y las jóvenes ni aparecían, entonces fue maravilloso ver eso. Pero ha pasado el tiempo y me doy cuenta, con un poco de pena, que las mujeres jóvenes feministas, lo que hicieron, fue instalar el derecho a su cuerpo y también el derecho a ser mujer desde cualquier lugar; pero para mí, no han trabajado la memoria, la memoria de las mujeres víctimas de la dictadura. Han trabajado la memoria de mujeres feministas anteriores, como la Julieta Kirkwood o la Elena Caffarena, pero no han traído de vuelta la memoria de las mujeres que sufrieron, por ejemplo, violencia sexual como método de tortura; no han tomado esas banderas que fueron tan tremendas, tan dolorosas, ni tampoco la lucha de las mujeres campesinas, ni la lucha de las mujeres pobladoras”, plantea Kena.

Nuestra urgencia es vencer recoge, justamente, esas imágenes: 60 fotos ampliadas y cientos de negativos inéditos que reflejan el papel que jugaron las mujeres en la lucha contra la represión, la pobreza, la muerte y la desaparición durante los años 80.

Para Cynthia Shuffer, el ejercicio de exhibir este acervo es justamente liberar una memoria que ha sido “silenciada” y “autocentrada en un discurso patriarcal”.  “Este proyecto contribuye justamente a eso, a ir engordando esa memoria y generando esos nexos, porque hay muchas de esas acciones, consignas y experiencias que vivieron esas mujeres en dictadura que resuenan mucho hoy, y también a conocer el amplio repertorio de formas de lucha, de resistencia, que hubo en esa época”, plantea.

“Ojalá sean estas fotos y de otras mujeres de la época las que las mujeres jóvenes tengan en sus escritorios, en sus casas, en sus oficinas y en sus lugares más importantes, para que se acuerden de que estas mujeres lucharon y les permitieron a ellas estar hoy en estas luchas sin miedo, porque esta es la generación sin miedo”, dice Kena Lorenzini antes de cruzar el umbral de entrada de la sala de artes visuales del GAM y comenzar el relato de algunas de sus fotos predilectas.

“Estas son dos fotos juntas. Representan la vuelta que se daban todos los viernes los familiares de los Detenidos Desaparecidos frente a La Moneda con Teatinos. La de abajo me impresiona mucho porque va la Estela, la Owana y la señora Elena, viudas de Parada, Guerrero y Nattino. La Owana era muy joven, tenía como 22 años nada más. Para mí es impresionante verlas hasta hoy y recordar esas vueltas y como las violentaban, las gaseaban, las golpeaban y ellas volvían cada viernes con sus carteles en algo que se convirtió en una tradición hasta hoy. Me impresiona que estas mujeres con ese nivel de dolor nunca pidieron la pena de muerte para los asesinos de sus maridos. Acá hay un amor infinito a la vida. Nunca olvidaré una vez que le pregunté a la Estela cómo era capaz de compartir espacio con carabineros, darles la mano cuando ella trabajaba en la Junji y a veces debía hacerlo por protocolo. Me dijo: ‘No soy yo la que tengo que bajar la cabeza’. Para mí fue una lección de dignidad tremenda”.

“La de arriba es en el Parque O’Higgins. La frase completa que se usaba en la época era ‘Democracia en el país, en la casa y en la cama’, pero ellas quitaron la casa. Esto tiene que ver con esa frase que dice ‘lo personal es político’ y que acuñaron las feministas en los años 70; a Chile llegó un poco más tarde. Esta foto representa ese tiempo, cuando empezó a aparecer el tema de la violencia contra la mujer como tema político, la lucha del poder dentro de la pareja y un atisbo de un feminismo más popular. La de abajo es icónica de la primera salida que hacen las feministas como grupo a la calle, en 1983, y aparecen un montón de feministas importantes como la Julieta Kirkwood, la Margarita Pisano, la Eliana Largo, cofundadoras de la casa La Morada, la Tere Valdés y la Sonia Montecino”.

“La persona que escribió esa consigna murió un poco después en Nicaragua, y la mujer que aparece con una honda se convirtió en una de mis mejores amigas. Me acerqué a ella porque no estaba segura de que fuese una mujer, pero lo era. Le pregunte si podía tomarle una foto y me dijo que sí. Fue en la toma de Puente Alto, en 1984. Veinticinco años después ella me logró ubicar y desde entonces pasamos todas las navidades juntas. De hecho, para el último aniversario de la revuelta, fuimos a la animita de Mauricio Fredes y ella andaba con una honda y recreamos de alguna forma esta foto. Esto habla de que siempre ha habido mujeres en la primera línea”.

“Esta es una foto que me encanta y de hecho la tengo colgada en mi oficina. Es parte de una secuencia que hay de la defensa que hacían las mujeres de sus territorios. También es de la toma de Puente Alto. Ese día andábamos reporteando con la Pamela Jiles y nos fuimos a dormir a una casa camuflada que estaba por ahí. Nos levantamos al alba porque todos sabían que iban a llegar los tanques. Ahí iban las mujeres con palos a armar las barricadas, se ven también las bombas molotov, y todas usan reloj. En ese tiempo no había WhatsApp, así que tocaba sincronizarse a puro reloj. La mujer de la foto tenía 17 años y en cada esquina, te juro, había una o uno como ella, todas jóvenes, todas con la chapa de comandante”.

“Esta tiene un significado especial. Era una manifestación de Mujeres por la Vida y arriba, en alto, aparecen la Fanny Pollarolo, que era comunista, y la Chela Bórquez, que era democratacristiana, una combinación que era impensada. De hecho, la Chela, que iba como sputnik dentro de la DC, perdió toda posibilidad de escalar por juntarse con las socialistas y las comunistas. Para mí, esta foto es importante porque demuestra que las mujeres siempre son capaces de ir más allá de las pugnas pequeñas, los egos. Primero que nada, somos mujeres, y para todas en esa época la prioridad era volver a la democracia. Nuestra urgencia era vencer, después venían las peleas de la política; esta foto es muy decidora de eso”.

“A diferencia de hoy, que las personas en situación de calle viven en carpas, en esa época la gente armaba sus casas con sacos de harina, palos, piedras gigantes para afirmar las casas y que no se les volaran los techos improvisados. Las mujeres se organizan siempre muy rápidamente. Arman una tienda como comedor con ollas comunes, arman otra tienda como cruz roja. Acá se ve una mujer barriendo en medio de un tierral. No es sencillamente un pedazo de tierra, ese es su hogar, y ella está allí con la escoba, quiere su hogar limpio, ordenado. Hay tanta dignidad en todas estas fotos que me emocionan mucho, son luchas y espacios defendidos y sostenidos por las mujeres donde la vida encuentra su lugar y se reproduce”.

Una imagen descalzada

¿Qué pasó con el movimiento disruptivo de las fuerzas del arte a dos años del 18 de octubre? Antes de intentar contestar la pregunta —apunta Paula Arrieta— […]

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Estructuras de datos compactas: comprime (bien) y vencerás

Datos tan importantes como los biológicos o los astronómicos crecen a una velocidad superior a la velocidad con que crece nuestra capacidad para almacenarlos y utilizarlos. Desarrollar formas más eficientes de almacenamiento y procesamiento de datos puede redundar en un menor uso de hardware, energía y ancho de banda, en la mejora de aplicaciones bioinformáticas como las necesarias para las terapias genéticas o el desarrollo de vacunas y medicamentos, e incluso favorecer saltos científicos impensables, como el que dio la inteligencia artificial. Es la contribución que pueden hacer las estructuras de datos compactas desde las ciencias de la computación.

Por Gonzalo Navarro

Nuestra siempre creciente capacidad para recoger y explotar todo tipo de datos a nuestro alrededor está dando forma a una nueva sociedad que era impensable hace unas pocas décadas y cuyo funcionamiento es ya imposible sin el manejo masivo de estos datos. Desde las ciudades inteligentes hasta la ciencia basada en datos, desde la predicción del clima hasta la inteligencia artificial, desde las sociedades digitales hasta la robótica, nuestro presente y futuro está cruzado por realidades y promesas alrededor de una capacidad extraordinaria para obtener, almacenar, procesar y utilizar datos a una escala nunca vista antes.

Estas grandes promesas traen también grandes desafíos en muchos frentes, y particularmente en el de la ciencia de la computación, la disciplina por excelencia llamada a ofrecer soluciones a los enormes problemas de eficiencia y escalabilidad que surgen y surgirán con cada vez mayor relevancia. Un par de datos para ilustrar. El primero es que hace tiempo ya que la velocidad a la que crecen los datos biológicos y astronómicos disponibles en el mundo han sobrepasado la Ley de Moore, que predice la velocidad a la que crecen nuestras capacidades de almacenamiento y procesamiento computacional. Es solo cuestión de tiempo que no podamos con ellos. El segundo es que el gran salto en la inteligencia artificial, que nació a mediados del siglo pasado y que hasta hace una década o dos se consideraba un sueño frustrado, se debe en gran parte simplemente a nuestro aumento en la capacidad de procesar más datos y a mayor velocidad. El solo hecho de mejorar la eficiencia convirtió un imposible en una realidad cuyas consecuencias recién empezamos a intuir.

Mi principal área de interés, en el Departamento de Ciencias de la Computación de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile, es el área llamada Estructuras de Datos Compactas. Ésta tiene que ver con un enfoque al problema de cómo procesar eficientemente datos muy masivos en forma comprimida, y se combina sinérgicamente con otros enfoques (procesamiento distribuido, paralelo, etc.). Partamos del hecho de que una cosa es el volumen de los datos y otra distinta la cantidad de información que realmente contienen. Los datos se suelen representar en una forma sencilla que permite su fácil utilización, pero eso hace que ocupen un volumen que puede ser muy superior al necesario. La compresión consiste en hallar una representación que ocupe un espacio cercano a la información que realmente tienen estos datos. La teoría de la información estudia cuánta información contienen los datos y, por lo tanto, cuánto y cómo se pueden comprimir.

Sin embargo, la compresión misma no es una respuesta a los problemas planteados, porque tradicionalmente estos datos deben ser descomprimidos nuevamente antes de poder hacer algo útil con ellos. Peor aún, en muchos casos ni siquiera con los datos descomprimidos es factible realizar operaciones complejas en forma eficiente. Es necesario crear estructuras de datos sobre ellos, que son representaciones redundantes —a veces, altamente— para agilizar su acceso y manipulación.

Las estructuras de datos compactas buscan obtener lo mejor de estos mundos. Buscan representar los datos más las estructuras de datos que se requieran para su procesamiento eficiente, en un espacio cercano a la cantidad de información que éstos contienen, es decir, cercano a lo que podrían llegar a comprimirse. Así, los datos se usan directamente en su forma comprimida, sin descomprimirse en ningún momento. Mientras con las representaciones clásicas podemos tener que agregar nuevas estructuras de datos para cada nuevo requerimiento de funcionalidad, aumentando así el espacio requerido, una estructura compacta bien diseñada puede ofrecer una funcionalidad muy amplia sobrepasando apenas el espacio que ocupan los datos comprimidos.

Las estructuras compactas permiten no solo reducir espacio, sino que procesar los datos en memorias menores y más rápidas (por ejemplo, en memoria principal en vez del disco), usar menos hardware y energía (por ejemplo, en data centers que distribuyen los datos en las memorias de muchos computadores interconectados) y usar menos ancho de banda para transferir datos y procesar mayores volúmenes (por ejemplo, en dispositivos móviles). Existe incluso una línea llamada computación comprimida, en la que el tipo de compresión usada ayuda a realizar cómputos más rápidamente que sobre los datos originales. Ésta es un área que tiene solo un par de décadas de vida, pero que ha obtenido ya importantes resultados. Me referiré a dos ejemplos de mi investigación reciente.

En el Centro de Biotecnología y Bioingeniería (CeBiB) nos hemos centrado en estructuras de datos para colecciones genómicas de una misma especie, las cuales son altamente repetitivas porque dos genomas de la colección difieren solo en un pequeño porcentaje. Almacenar estas colecciones es muy desafiante porque están creciendo rápidamente. Por ejemplo, en 2018 se completó en el Reino Unido el proyecto de secuenciar 100.000 genomas humanos, lo que suma unos 3 x 1014 pares de bases, o 300 terabytes almacenados en forma simple. Este es un caso en que una compresión adecuada permite reducir el espacio en un factor de hasta 100. Este tipo de repetitividad ocurre en otros escenarios, como software o documentos versionados (como GitHub o Wikipedia), pero es en las aplicaciones bioinformáticas donde se requieren los procesamientos más complejos de estas secuencias, con objetivos como terapias genéticas o diseño de vacunas y medicamentos. En 2020 publicamos un artículo en el Journal of the ACM, la principal revista de computación, donde describimos una nueva estructura de datos que puede realizar búsquedas complejas sobre colecciones genómicas en forma muy eficiente y usando muy poco espacio, gracias a explotar determinadas características que ofrece este tipo de colecciones repetitivas. La estructura fue recibida con interés en el mundo bioinformático también. Estamos desde entonces trabajando en integrar esta estructura a un software bioinformático de uso amplio con los creadores del conocido software de alineamiento de secuencias BowTie, pues solo herramientas de este tipo permitirán el manejo de los grandes volúmenes genómicos que enfrentamos a futuro.

En el Instituto Milenio Fundamentos de los Datos (IMFD) tomamos el problema de implementar bases de datos de grafos eficientemente. Este tipo de bases de datos permiten representar información en forma de objetos y de relaciones entre objetos, agregando atributos tanto a los objetos como a las relaciones mismas, a modo de luego poder inferir nueva información mediante encontrar patrones de conectividad y caminos dentro de estos grafos. Es un modelo que, si bien es antiguo, ha ganado mucha popularidad recientemente con el surgimiento de repositorios de información menos estructurados y con el mayor poder de cómputo que hay disponible para procesar esa información. Es el formato de Wikidata, la base de datos que provee información estructurada a Wikipedia, y un componente cada vez más frecuente en los sistemas de información modernos. Un gran desafío es que los patrones que deben encontrarse para inferir nueva información son complejos, y se necesitan algoritmos sofisticados para encontrarlos eficientemente. Para funcionar, estos algoritmos necesitan muchas estructuras de datos altamente redundantes sobre los datos, lo que multiplica varias veces el espacio que requieren estos grafos, ya voluminosos de por sí. Esto hacía que los algoritmos más eficientes fueran inaplicables en la práctica. En 2020 y 2021 publicamos dos artículos en las prestigiosas conferencias ICDT y SIGMOD donde demostramos que esta redundancia no es necesaria. Es posible implementar los mejores algoritmos para inferir información de los grafos en un espacio cercano al de su representación comprimida, lo que abre la puerta a manejar eficientemente volúmenes mucho mayores de información. Seguimos trabajando en enfrentar problemas de búsqueda más complejos que los ya abordados, y en poder implementar en el IMFD un servidor que permita desde todo el mundo realizar consultas complejas en una copia completa de Wikidata, pues las soluciones actuales ya no están dando abasto.

La ciencia de la computación abarca un amplio espectro, que va desde investigación muy teórica, cercana a las matemáticas, a otra muy práctica, cercana a la ingeniería. Siempre me ha atraído el área de algoritmos y estructuras de datos, que permite transitar entre ambos extremos: diseñar soluciones a problemas desafiantes que tienen valor teórico y cuyo desempeño se puede demostrar formalmente, pero que también tienen valor práctico, pueden implementarse y convertirse en sistemas que tienen un valor para la sociedad.

Punzante y pensante

«Para quienes tuvimos la impagable fortuna de conocer a la poeta, reconocemos nítidamente en este libro la profundidad de sus razones y la tesitura de su voz, más bronca que ronca. No encontrarán tanto sus ‘dapsin dipsin, dupsin dapsin’, ‘jamásmente’, ‘nuncamásmente’ u otras ‘pequeñas rasmilladuras del lenguaje’, como definía ella estas sonoras interjecciones destinadas a no latear con explicaciones largas. Más bien, encontrarán una biografía hablada y entreverada, sostenida en una palabra inquieta, esquinada, punzante y pensante», escribe el escritor Yanko Gonzalez en esta reseña del libro La palabra escondida, de Claudia Donoso, publicado por Ediciones UDP.

Por Yanko González

“¿Cuál es tu definición de un pelmazo?” le pregunta la periodista y escritora Claudia Donoso a la poeta Stella Díaz Varín (1926-2006). Enfática y acentuada -como lo fue en su vida, pero no en su obra, caracterizada por un lenguaje incorpóreo y subterráneo-, Stella le responde: “un pelmazo es un sujeto que te quita la soledad y no te da compañía”. A caballo entre la biografía dialógica, las memorias y las constantes agudezas del temple y la imaginación, esta plática acompañada y extendida durante siete años —casi siempre acaecida en la cocina de Stella o de Donoso y guarnecida de condumios y vinos diversos—, es uno de los pocos registros contundentes y de alta fidelidad que han capturado la melopea, la cultura literaria, política, epocal y, sobre todo, el singular talante, la gracia y el genio reflexivo de Stella Díaz. Sobra decirlo: ella es, sin dudarlo, una de las voces más relevantes de la poesía del siglo XX chileno, aunque algo ensombrecida por la caricatura y los flecos superficiales de la anécdota: “la poeta que le pegó a Enrique Lafourcade”, “la amante de Alejandro Jodorowsky”, la “musa” del poema “La víbora” de Nicanor Parra y otras naderías que la farándula literaria antepuso a sus rutilantes libros, como Sinfonía del hombre fósil (1953), Tiempo, medida imaginaria (1959) o Los dones previsibles (1992).

Cuenta Stella que Neruda le decía la “coloricus, cangregius serenensis, que en estado salvaje ataca al hombre”. Un mote, acaso, más defensivo que socarrón para quien mantuvo una relación querellante y rupturista en el campo literario por su condición minoritaria de mujer, intelectual, política y respondona, tanto con su propia generación, la del 50, como con las precedentes. “No naces individuo” -dirá en este libro de conversaciones- “sino que te conviertes en uno en la medida que piensas con libertad, a partir de ti mismo y no de los demás… Pero sucede que da miedo y la gente busca subterfugios, porque decidir ser lo que eres sin agachar el moño, es una opción que tiene riesgos… Pero bueno, de eso se trata”. Y de eso se trató toda su vida: no vivió ni escribió para quedar intacta, sino para ser lo que no hay que ser en el momento en el que se debe ser. Por eso, ante ella, muchos se acobardaban. Se permitió salir de las limitaciones y seguridades del yo hacia lo desconocido.

La palabra escondida. Conversaciones con Stella Díaz Varín
Claudia Donoso
Ediciones UDP, 2021
156 páginas

La palabra escondida recupera a esa Stella y otras, menos escuchadas por sus lectores, por sus admiradores o por quienes le temieron u omitieron. A través de una conversación ancha, de sutil vocación biográfica, el libro viaja al entorno y al interno de Stella casi sin rumbo fijo, orientado nada más que por el flujo de la compañía y la honestidad, a veces fulminante, pero siempre honda e hilvanada por la amistad que Díaz Varín le prodiga a Donoso a través del tiempo narrativo y el real. Se viaja por su infancia, la cercanía con la naturaleza y la muerte prematura de su padre, su llegada a Santiago desde La Serena, su formación intelectual y compromiso político -casi obliterado por los críticos-, su duros trances familiares y afectivos y, cómo no, la sociabilidad literaria que modulará su decir y su actuar de la mano de sus juntas noctámbulas y bohemias, como la de Jorge Teillier, Enrique Lihn o la del mítico poeta Teófilo Cid (“éramos exquisitos, teatrales y producidos” dice la poeta, “dandis de la noche, para nosotros no había nada peor que la vulgaridad”). En el recorrido, Claudia Donoso dispone a la poeta donde mejor se pliega y despliega, que no es tanto lo histórico o episódico -que lo hay y remece-, sino la vida propia y la de otros apostillada por sus juicios rotundos, sagaces y cavilantes. He ahí un acierto de la propiciadora de este diálogo, pues decide hacer una forma más sensata de biografía conversada: la que no se ocupa tanto de los acontecimientos, sino de los pensamientos enquistados en la vida. Y de esa materia, este libro está delicadamente colmado. En cada página se agazapa una reflexión fresca, inesperada, radiante, que esboza una poética y una enfática, una filia y una fobia que busca precisar su brava discordia con el mundo. Los artistas no son material transmisor -aventura en una de sus réplicas- “yo no soy eso, yo soy la fuente. Pequeñísima, pero soy la fuente”.

Para quienes tuvimos la impagable fortuna de conocer a la poeta, reconocemos nítidamente en este libro la profundidad de sus razones y la tesitura de su voz, más bronca que ronca. No encontrarán tanto sus “dapsin dipsin, dupsin dapsin”, “jamásmente”, “nuncamásmente” u otras “pequeñas rasmilladuras del lenguaje”, como definía ella estas sonoras interjecciones destinadas a no latear con explicaciones largas. Más bien, encontrarán una biografía hablada y entreverada, sostenida en una palabra inquieta, esquinada, punzante y pensante. Aquella palabra que nunca renunció a encontrar desde sus primeros hasta sus últimos poemas: “Una sola será mi lucha// Y mi triunfo;// Encontrar la palabra escondida// aquella vez de nuestro pacto secreto// a pocos días de terminar la infancia. /Debes recodar donde la guardaste”.

Por años Claudia Donoso fue una verdadera compañía que supo, como pocos, mostrar esa palabra y esa vida excepcional, vivida y viviéndose. Nos introdujo en aquella cocina encendida pero también la apagada y más oculta que Stella llevaba en el pecho, la menos dicha. Para varios, como Wilde, los biógrafos —y las escrituras que se entrometen con las existencias literarias ajenas— son ladrones de cadáveres: a unos les toca el polvo y a otros las cenizas, pero el alma les queda siempre fuera de su alcance. La palabra escondida está en las antípodas de las cenizas o la borra, puesto que nos obsequia una vasta porción del alma de la irremplazable Stella Díaz Varín.


El autor agradece a Newsletter, de librería Qué Leo Valdivia

Sylvia Palacios Whitman: una pionera chilena de la performance

La artista (Osorno, 1941), que comenzó su carrera en los años 60 tras radicarse en Nueva York, presenta por primera vez su trabajo en Chile. Sus acciones que deslumbraron a fines de los 70 fueron redescubiertas hace cinco años y devueltas a la vida en lugares tan importantes como la Tate, de Londres, y el Kunsthalle, de Viena. Una obra efímera, simple y compleja en partes iguales, que aterriza —bajo la curatoría de Jennifer McColl— hasta el 5 de enero en el Centro Nacional de Arte Contemporáneo Cerrillos y que la tendrá a ella misma en diciembre protagonizando algunas de sus piezas más emblemáticas. “Nunca imaginé, nunca pensé, que en Chile tendrían interés por mis cosas”, dice al teléfono la artista.

Por Denisse Espinoza

“¿Es danza minimalista? ¿Arte surrealista? ¿Ni arte ni danza? ¿A quién le importa cómo lo llamas? Prefiero que la experimentación artística me provoque reflexiones en lugar de saber su nombre”, escribía en 1979 Barbara Newman en su artículo para The Wisdoms Child New York Guide sobre Sylvia Palacios Whitman, la chilena que por esos días presentaba sus acciones nada menos que en el Museo Guggenheim de Nueva York, atrayendo reacciones positivas de la crítica de arte que la convertirían en una promesa local.

Cuatro décadas después de su origen, las mismas preguntas y respuestas sirven para enfrentarse a esas obras reproducidas por primera vez en suelo chileno. El pasado 14 y 15 de octubre se inauguró, en el Centro Nacional de Arte Contemporáneo Cerrillos, la muestra Alrededor del borde, que incluyó el desarrollo de cuatro performances de Palacios Whitman con la participación de artistas locales y que a fines de diciembre la tendrán a ella misma, hoy de 80 años, reproduciendo otras piezas inéditas. Para quienes estén sobre acostumbrados a buscar un discurso ya sea político, filosófico o ecológico, que precede la obra de arte, no encontrarán sentido a las escenas de Palacios Whitman.

Cup and tail (Sylvia Palacios Whitman, 1977-2019). Foto: Irving Villegas.

Su trabajo apela más bien a lo sensorial, a las lógicas (o no lógicas) de los sueños, al absurdo de la conciencia y a la simpleza de lo material. La clave es dejarse llevar por aquellas imágenes oníricas que nos regala la artista: una mujer que brinca cada vez más alto para caer con gracia sobre bloques que se van acumulando bajo sus pies; un hombre que hace equilibrio de pie sobre una tabla apoyada solo de los extremos, y que carga en cada mano dos baldes que de a poco se van llenando con más peso; u otra mujer que va adoptando las poses de un árbol danzante, como si fuesen un espejo, la una del otro.

La obra de Palacios Whitman cobró notoriedad a fines de los 70 cuando se presentó en el Museo Guggenheim de Nueva York, época en que aún la teoría del arte performático no definía sus preceptos, y su trabajo deambulaba espontánea y experimentalmente entre la danza, el teatro y las artes visuales. Por esos años, además, trabó amistad y colaboró con la prestigiosa coreógrafa Trisha Brown, quien intentó reclutarla en su compañía, recibiendo una contundente negativa. “Yo trabajé con ella y con un montón de otras bailarinas, entonces ella me ofreció hacer un montón de cosas, pero yo no quería ni me interesaba bailar, yo quería hacer otras cosas, mis locuras, y ella entendió perfectamente”, cuenta la octogenaria artista por teléfono desde Nueva York.

Su historia en el arte se remonta a los 12 años cuando en la ciudad de Osorno decidió que se convertiría en artista. Tuvo un breve paso por la Escuela de Bellas Artes en Santiago, donde conoció al que sería su marido, el también artista Enrique Castro-Cid (1936-1992), con quien emigró a Estados Unidos. A fines de los 60, ya instalada en Nueva York, participó en las obras de Robert Whitman, con quien se casó en 1968 y sigue unida hasta hoy. En 1985, una tragedia familiar —de la que prefiere no entrar en detalles— la alejó de la performance en espacios públicos. Fue entonces que cambió los espacios conquistados, aquellos en los que había sido aplaudida como el Idea Warehouse, el loft de Trisha Brown, el Whitney Museum of American Art, o el Moderna Museet de Estocolmo, y se retiró al campo, donde, sin embargo, no dejó de producir obra: pinturas y dibujos que nunca exhibió hasta ahora.

¿Qué recuerdas de la escena artística chilena de los 60 y qué sientes al volver recién ahora a exhibir en tu país?

—Yo me fui en 1959 y nunca más volví a Chile. Es decir, sí, regresaba cada seis años a ver a mis padres, pero ni siquiera paraba en Santiago, llegaba al aeropuerto y me tomaba otro avión directo al sur. La verdad es que nunca me imaginé, nunca pensé que en Chile tendrían interés en mis cosas y aún no sé qué pensar sobre cómo serán recibidas allá. Ni siquiera estudié un año completo en la escuela de Bellas Artes cuando decidimos venirnos a Estados Unidos. Por supuesto que conocí a artistas que respetaba mucho, incluido al que sería mi esposo, pero la verdad es que fue en Estados Unidos que desarrollé mi trabajo.Fue muy fácil para mí insertarme, como que Nueva York me abrazó, me sentí estupendo. Siempre me preguntan dónde estudié, pero la verdad es que nunca lo hice, nunca estudié arte, ni en Santiago, ni aquí ni en ninguna parte. Me relacioné siempre más con la escena americana y luego me casé con un gringo y me metí en la cosa gringa gringa. Cuando llegué nadie me preguntó si era artista o de dónde era, a nadie le interesaba eso. El único estudio que yo hago es lo que viene de mi cabeza, me levanto en la mañana con ideas locas y las hago, el arte viene con mi personalidad, soy yo misma, es así como nací.

Foto de Green hands, en muestra Alrededor del borde (Centro Nacional de Arte Cerrillos, 2021).

¿Cómo fue que se inició el interés desde Chile de exhibir tu obra?

—Fue a partir de un sobrino mío que vino de visita a verme a mí y a Bob hace como ocho años atrás, y él sabía que mi marido era muy famoso como artista, pero de pronto me vio a mí con mis manos verdes gigantes en carteles en todas las calles de Nueva York, porque justo el Whitney Museum iba a mostrar mis cosas y me dijo ‘oye pero si esta eres tú, pero cómo en Chile no saben nada de ti, si tú eres tan conocida acá’, pero claro, ni mi familia sabía. Entonces él contactó a Jennifer McColl, pasaron unos años después y ambos vinieron a verme y me ayudaron mucho con una muestra que tuve en la Tate e inmediatamente vino esta otra muestra en el Brooklyn Museum, de mujeres latinoamericanas, y Jennifer escribió un libro sobre mi obra que se llama Pequeñas máquinas de conciencias, la obra de Sylvia Palacios Whitman y ahí cuenta todo lo que he hecho y lo que no he hecho. Fue ella quien insistió en llevar mi obra a Chile y quien está haciendo todas estas cosas increíbles, cosas que yo le voy mostrando a la gente que conozco en Europa y de las que también se asombran.

Efectivamente, la obra de Sylvia revivió con fuerza en 2013, cuando el Whitney Museum que ya había exhibido su trabajo en los 70 realizó la exposición Rituals of Rented Island: Object Theatre, Loft Performance, and the New Psychodrama – Manhattan, 1970-1980. New York, donde le pidió que recreara su performance Green Hands (una de sus imágenes más icónicas y que fue también recordada en la muestra Radical Women: Latin American Art, 1960–1985), en la que circulaba con unas manos gigantes de papel verde y Cup an tail, en la que entra en escena con una cola de zorro y una taza humeante en su mano.

Ambas piezas de 1977 fueron exhibidas en la muestra Passing Through en Sonnabend Gallery y volverán a ser reproducidas en Chile por Sylvia, además de otras nuevas ideas que hará en colaboración con la bailarina Josefina Camus, con quien ya trabajó para la Tate Gallery.

En Green hands, Sylvia hace uso —como explica McColl— de la exacerbación de la escala descontextualizando su propio cuerpo en una operación que convierte “una pieza performática simple, en una ilusión onírica y poética”. Mientras que en Cup and tail emplea otro de sus trucos favoritos: “lo inesperado —dice la curadora—, una especie de dislocación temporal y espacial que desplaza cualquier sentido o sensatez que uno pudiera querer agregar, como valor, a su obra”.

Parte del concierto Performance Evening [Jornada de Performance], Idea Warehouse, Nueva York.
Fotografía de autoría desconocida.

Háblame de las obras que vas a presentar en diciembre en Chile. ¿Qué representan para ti?

—Las manos verdes las hice en los 70 solo una vez y nunca más las mostré. Y ahora, cuando volví a exhibir en el Whitney, me pidieron las manos, todos estaban esperando esas manos, y a mí la verdad es que no se me había ocurrido hacerlas de nuevo, las usé en una sola exhibición y luego nunca más. Para mí representan una extensión de mi cuerpo. Estoy segura de que a ti te pasa igual, cuando deseas mucho algo y quieres abrazarlo, quieres tocar algo que en ese momento es inalcanzable, entonces se te alargan las manos, las piernas, todo. Es el deseo de llegar más lejos, de poder tocar cosas, es lo que yo siento cuando me pongo mis manos verdes, me siento empoderada. Lo de la taza es otra cosa, es que si tú miras cuando yo empiezo a caminar la taza tiene un humo blanco que sube y viene en dirección hacia mí, y si la ves de lado sigue la trayectoria transformándose en cola. Entonces es como si el humo pasara a través de mi cuerpo. Para mí el humor es lo más importante. Es acostarme y levantarme con buen humor. Todos los días me entretengo en algo sola o acompañada, siempre estoy matándome de la risa. Incluso cuando me retiré del arte, yo seguí haciendo mis locuras acá en el campo. Cuando venían de visita mis amigos de Nueva York les mostraba mis cosas y de a poco me empezaron a llamar de los museos y las galerías, todos querían ver mis antiguas cosas, pero también las nuevas.

En marzo de 2020, su obra se presentó por primera vez en el Kunsthalle de Viena, donde no solo recreó algunas de sus performances icónicas sino que mostró los dibujos y pinturas en los que ha estado trabajando durante los últimos años, en la performance que tituló Visit to the Monkey and Other Childhood Stories (La visita del mono y otras historias de infancia), un ejercicio de memoria en el que, a partir de dibujos ilustrativos que son proyectados en las paredes, ella va relatando las escenas relativas a su infancia en Chile durante los años 40, algo que verdaderamente logró capturar la atención del público europeo y neoyorquino donde ya lo había presentado en 2019.

La muestra en Cerrillos, por cierto, recoge unos dibujos distintos, más bien los bocetos con los que Sylvia planeaba sus performances en los 60 y 70 y que guardó durante todo este tiempo, sin nunca tener la intención de exhibirlos. Ellos —junto a fotografías de la época y registros en video— serán la compañía de quienes visiten el espacio hasta que las performances vuelvan a presentarse con la artista en diciembre.

“Tengo estas libretas donde yo iba escribiendo todo lo que iba a hacer, son unas notas que tenía escondidas y que ahora dicen que son super valiosas, pero yo no sé bien por qué. No le tengo mucha valoración a esas cosas. A mí me encanta hacerlas y poder mostrarlas, pero esa cosa de tratarlos como piezas de museo no lo entiendo bien. Jamás he dejado de dibujar, de pintar y de crear. Ahora todos me llaman, me publican y quieren que vaya a todas partes a mostrar estas cosas, pero eso es algo que sucede fuera de mí, algo que está pasando como una película, pero la verdad es que yo sigo siendo la misma tontona de siempre que está haciendo estas cosas más raras que no sé qué”, confiesa.