Con el libro Tiempos y modos. Política, crítica y estética, la crítica cultural Nelly Richard retoma los sucesos recientes del país y sus circunstancias, “aunque con deslizamientos contrapuntísticos que son ya usuales en ella”, escribe Federico Galende en esta reseña. “Los litigios, las controversias, la discusión pulida y el mundo de los afectos son para ella parte de lo mismo, restos buceados con los que prepara una confrontación genuina”.
Por Federico Galende
Los libros de Nelly Richard (Caen, 1948) no son nunca fáciles de atrapar; tienen rispideces internas y usos terminológicos astillados que invitan a que se los revise de nuevo. Si uno los dejara allí, abandonados tras la primera lectura, podría pensar que son criptas antojadizas o cápsulas ensimismadas, cuando en realidad son madejas de ideas que exponen la preparación de todo un idioma. Es un idioma propio, casi un dialecto, que abre un modo de referirse a las cosas que no estaba disponible en ningún lenguaje anterior. Por eso no son libros fáciles de atrapar, porque le buscan a las palabras sus lados dormidos y disonantes —sus hondonadas de significación— para hacer que queden flotando en una atmósfera en la que enrocan sus fuerzas y se desplazan. Son sus sonidos los que protestan, salvados a tiempo de los hábitos lingüísticos que a esas palabras comenzaban a desgastarlas.
Nelly percibe en esos hábitos lingüísticos el destino de una extinción, una fatiga de la materia crítica que hay que rearmar con las sobras que caen de las cosas a las que sorprende coincidiendo consigo mismas, sin importar que esas coincidencias se den entre los hechos y las teorías, los cuerpos y las funciones o las revueltas y sus encarnaciones eufóricas. Hay en las armonías, en las homogeneidades, algo perturbador; consensos disimulados frente a los que sus libros se comportan como monstruos tímidos y admonitorios. Con esto se restan del poder de la voz, deteniéndose en un punto anterior a su forma y dejando que las palabras, como lo hace ella misma con sus vínculos y sus amistades, se congreguen en algún antro a planear una nueva incursión, una forma áspera pero sentimental de entrar en el espíritu del lenguaje.
Es una aspereza bien refinada, que está extraída de los ángulos más débiles de las coyunturas y busca un lugar en los intersticios. Estos intersticios, como se sabe, no corren al interior de los gabinetes en los que se preparan las sopas anestésicas de la cultura, ni tampoco en las intemperies desde las que se reclama algún ajusticiamiento incendiario. A un lado y otro de esos intersticios —digamos que a la derecha e izquierda— Nelly reconoce la redondez de una voz, una forma milenaria del habla dictaminante a la que ha intentado contraponer una verdad más sentida y porosa, con sus texturas dubitativas y vacilantes. Mal que mal, donde hay una voz hay un ropaje imposible, una segunda capa que se separa del pensar oscilante para participar mecánicamente de una repartija de edictos ya demasiado vista en el teatro lánguido de la historia.
Son extremos inflexibles, pero que admiten súbitos intercambios posicionales si lo que se pone en juego es la preservación de esa voz, con comandos que Richard tuvo siempre en la mira y que no solo en su nuevo libro, Tiempos y modos. Política, crítica y estética, recién publicado por Paidós, apunta a desactivar. Lo había hecho antes, lo había hecho siempre. Ya en sus primeros libros —Cuerpo correccional (1980), Márgenes e instituciones (1986)—, estas formas dialectales y alambicadas que le son tan propias dieron lugar a una escena de conjuros, desde la que se enviaban suvenires envenenados a una dictadura muy tenebrosa, pero también se le dirigían mensajes moderadores al clasicismo ideológico de unos patriarcas de izquierda que se negaban, desde los dogmas más recios, a asimilar las heridas. No es que estuviera mal ser de izquierda (Richard nunca dejó de serlo), lo que estaba mal era la tenacidad con que esas profecías ciegas se apuraban a tildar de parasitismo posmodernista cualquier iniciativa que buscara comprender sensorialmente el desastre.
Lo cierto es que la escena a la que Márgenes e instituciones dio un nombre (no el más interesante del mundo, porque estaba la palabra “avanzada”) terminó convirtiéndose en un período ineludible de la historia artística y política del país. Había nacido de recovecos en los que, a través de teorías, prácticas y obras, se intercambiaban regalos suntuosos entre príncipes pobres (lo dijo Gonzalo Díaz en alguna ocasión), sedimentos quebradizos que llovían del drama barroco de la historia. Después, con el paso del tiempo, salieron de esas cortes paganas y esos tocadores humildes, y antes de que cobraran su merecida propina patrimonial, Nelly ya se había desplazado a otro terreno de operaciones, el de la crítica cultural.
Es un concepto que nació fusionado, con un vocablo siguiendo al otro en un orden que no había que trastocar. Salvo este orden —minúsculo pero irrevocable, porque era también una firma—, todo lo demás admitía ser modificado. Se podían pesquisar estos elementos en sus libros de aquel entonces —con llamadas elocuentes a revolucionar las palabras, los signos, los usos de los estereotipos expositivos—, poco antes de que el concepto que los englobaba fuera el título de una revista célebre (una de las más importantes de la región) en la que se volvió a colectivizar el arte de las polémicas estilizadas.
La crítica cultural tenía una distancia muy calculada con la moda de los estudios culturales en versión norteamericana (ya desnutridos de las antiguas consignas obreras que poblaban el primer intelectualismo inglés), pero también con la modernidad crítica que provenía de la Escuela de Frankfurt (con reinterpretaciones que en Argentina unían secretamente el distinguido mundo de las hermanas Ocampo con el de Beatriz Sarlo y el grupo de intelectuales que la rodeaban en la época de Alfonsín y la revista Punto de Vista). El concepto que Nelly había hecho circular se tomaba de algunos accesorios que, alejados del sueño de la modernidad, ponían en movimiento máquinas de serpientes que se metían por todos lados, desmarcándose de los tribunales academicistas y provocando una especie de ataque multilateral. No era un ataque fundado en la épica de las guerras, sino en las ecologías de las rarezas y las multiplicidades, con toques de un posmodernismo libertario que aceptaba también una que otra discusión.
Este segundo momento prolongaba el primero —donde había prevalecido una ensayística luminosa y aglutinante, con nombres como los de Carlos Leppe, Juan Dávila o Carlos Altamirano, forjando una tribu que renovaba las viejas jergas del arte—, cambiando el tablero y proyectando una tercera etapa en la que aparecieron la tele encendida, los atracones de lecturas de las columnas de opinión de los diarios, los programas de podcast, los libros y las revistas con filosofías comprometidas desplegadas tras las movilizaciones de 2019 por una generación más joven. Había que encontrar esos libros, esos artículos y esas revistas sobre las que el mercado no acostumbra poner a la mano —husmear en las redes, mandarlos a pedir con una curiosidad ya medida o en virtud de alguna corazonada— para retomar un debate que, tal como como ocurre con el nuevo volumen de ensayos de Nelly, cruza las potencias de la revolución feminista de 2018 con las figuras de la revuelta, con la pandemia y con los cerrojos que le puso la izquierda menos dialogante a un proyecto constitucional soñado que no merecía acabar en las aguas del rechazo.
El asunto es que con Tiempos y modos, Richard retoma la precipitación de los sucesos últimos del país y sus circunstancias, aunque con deslizamientos contrapuntísticos que son ya usuales en ella y que cruzan una lista de polémicas e intervenciones bien escogida con una poética que hizo suya desde el comienzo, la poética de la “cita amorosa”. Esto quiere decir que los litigios, las controversias, la discusión pulida y el mundo de los afectos son para la autora parte de lo mismo, restos buceados con los que prepara una confrontación genuina. Tramando estos tejidos tan temperados, entresacados de nombres que le son próximos y que no participan de los ciclos climáticos que los sospechosos expertos de la opinión pública dictan desde los medios, se rearman las coyunturas tácticas, la escena compungida que una y otra vez se negó a tratar desde los testimonios del yo para dejar que a su autobiografía intelectual la acompañe una hilera de voces desarraigadas.
Todas esas voces están en el libro. Son trozos rescatados del habla de las batallas perdidas, cargados en una pequeña embarcación en la que prevalecen las luchas que importan, con cedazos de nombradías (Willy Thayer, Miguel Valderrama, Sergio Villalobos, Rodrigo Karmy, Alejandra Castillo y un largo etcétera) que deben ser siempre contempladas a la hora de reanudar las insubordinaciones de un pensar libertario que, bajo ningún aspecto, debe cederse a los usos trucados del enemigo. Es una embarcación tal vez frágil, donde se agolpan entonaciones lúcidas moduladas por una escritura poderosa y menor. A Nelly le gustan esos velámenes fisurados a los que siempre agrega un retoque, un soplido a contraviento que tiene su carta de navegación, con la que surca, a pesar de todo, los turbios y atormentados mares de Chile.