“El que baila pasa no será el primer documental sobre el estallido, pero sí es el primero en buscar una torsión al respecto, intentando plantear un punto de vista más particular. No tanto para juzgar, resolver o describir los hechos, sino para preguntarse quiénes fuimos durante esos días”, escribe Iván Pinto sobre la cinta del realizador chileno Carlos Araya.
Por Iván Pinto
En lo nuevo, ¿dónde trazar la frontera entre realidad y apariencia?
—Walter Benjamin
Es posible que no haya evento social con más repercusiones en nuestra historia reciente que el estallido social de 2019. Ya sea por la elección de un gobierno progresista posterior a él, dos procesos constituyentes fracasados o el auge de la ultraderecha a escala local, todos los caminos parecen llevar al mismo punto: al síntoma de una crisis, la posibilidad frustrada del cambio y el giro reaccionario como consecuencia. Esto se refleja en la discusión política. ¿Se trató de un “estallido delictual”, como lo llama una parte de la derecha? ¿O de un “despertar social”, como afirman los llamados “octubristas”? ¿Qué pasó con las proclamas levantadas en su momento, como “Chile será la tumba del neoliberalismo”? ¿Y cómo interpretar la reciente encuesta del PNUD donde se confirma que las demandas del estallido no se terminaron con el plebiscito de 2022? Como sea, se trató de un evento “colectivo”, ampliamente reconocido en la dura realidad de hechos cuyo sentido final se encuentra en disputa.
Dada la dificultad por construir una narrativa unificada al respecto, el filósofo Sergio Rojas invitaba hace poco a apartarse del sentido común y a pensar en un marco más amplio para abordar la memoria de 2019, alejado de una politización militante. Por su parte, Nelly Richard, en su libro Tiempos y modos (2024), nos invita a poner en paréntesis las proclamas y narrativas épicas surgidas ahí para abrir un tiempo complejo, superpuesto de capas e itinerarios específicos, atentos siempre a una tensión entre la oportunidad política (el tiempo ahora) y el “todavía no” (un tiempo suspendido).
Una inquietud similar se ha venido formulando también desde el cine chileno: ¿cómo narrar lo ocurrido en 2019? Dentro de las más de 20 películas sobre el estallido social registradas en CineChile, destacan documentales con circulación en festivales, como Plano fijo: 100 registros en torno a Plaza Dignidad (Cristián Pérez, 2020) o Primera (Vee Bravo, 2021), por lo general imbuidos de la crónica testimonial y de cierta épica cercana a las proclamas del momento. Por otra parte, hace poco se anunciaba La fuente, una ficción protagonizada por Luis Gnecco desde el punto de vista del dueño del restaurante La Fuente Alemana, atacado por encontrarse en Plaza Italia. Es decir, un punto de vista contrario a la épica “octubrista” y en defensa de lo que desde la derecha llaman las verdaderas víctimas del estallido, los microemprendedores.
Pero es, sin duda, Mi país imaginario (2022), de Patricio Guzmán, no solo el documental más visto, sino el que más buscó representar el origen y los efectos del estallido a través de una narración progresiva que terminaba de forma optimista con un proceso constituyente en curso y la elección de Gabriel Boric. A dos años de su estreno, la realidad ha cambiado y el país también. La política parece estar perdida en una bruma y el pueblo que marchó en las calles está sumido en la decepción o la fragmentación, mientras observa que las demandas de ese momento —mayor justicia social, mayor igualdad, mayor dignidad— no han sido cumplidas.
Esta extensa introducción es para hablar de El que baila pasa (2023), de Carlos Araya, documental estrenado a través del circuito Miradoc y que el año pasado obtuvo el premio de la categoría Mejor película nacional en FicValdivia. Una obra que no ha estado exenta de polémicas y que ha sido acusada de ser “propaganda financiada por el octubrismo” por parte de sectores de derecha.
El que baila pasa no será el primer documental sobre el estallido, pero sí es el primero en buscar una torsión al respecto, intentando plantear un punto de vista más particular. No tanto para juzgar, resolver o describir los hechos, sino para preguntarse quiénes fuimos durante esos días. Se trata de una mirada a ratos antropológica, otras veces psicoanalítica, irónica o incluso lúdica, que usa registros como virales, publicaciones en redes sociales, y noticias, reutilizando ese material para sumergirnos en el mundo afectivo de la revuelta.
Desde una estética del reciclaje, la película usa la saturación y las imágenes en vertical de reels de TikTok e Instagram, con una sensibilidad garage de bajo presupuesto que utiliza esa precariedad a su favor. A través del montaje, Araya busca darle legibilidad a un momento histórico, situándose a partir de “tropos” o “unidades de sentido” como pueden ser las contradicciones de clase, las paradojas del empoderamiento o el contraste tragicómico. A ello se le suma música incidental que busca sumergirnos en ciertos sentimientos: algunos nítidos, otros más bien confusos, cuando no contrapuestos. La película, en ese sentido, se juega en la edición y el discurso, las operaciones de sentido y la necesidad de torcer la mirada para construir una perspectiva propia.
Ante la necesidad de reconciliarnos con esa experiencia y esas imágenes, Araya hace bien en encontrarle una vuelta a la historia: al registro viral se agrega una capa de ficción, formulada desde una especie de fantasma que se sumerge en las vivencias, relatos y expectativas de esos días. Así, las imágenes se apartan de la documentación pura y dura del momento para representar parte de una memoria y sueño colectivo que, efectivamente, nos ocurrió como país. El estallido como delirio o hipnosis colectiva.
¿Desde qué necesidad más profunda emergió una “verdad social” que de pronto hizo que un pueblo por años dormido perdiera el miedo al control y al orden disciplinar? ¿Qué lugar le dimos a eso que fuimos y cómo lo volveremos a recordar y pensar? ¿Se trató de un “despertar” o más bien de un “sueño colectivo”? El documental nos parece decir que, más allá de negacionismos y “octubrismos”, el estallido desnudó las fronteras frágiles de nuestra identidad, pasando de la violencia traumática al carnaval, de la protesta furiosa al abrazo con el carabinero, del ansia de revolución al cántico de “el que baila pasa” cuando la multitud cerraba las calles.
En ese sentido, más allá de una crónica directa —como es el caso de la mayoría de los documentales realizados hasta ahora— o una mirada distanciada y algo paternalista —como el caso de Guzmán—, El que baila pasa derrocha algo de cultura plebeya, a través de una mirada anonadada de aquello que vivimos como catarsis colectiva. Sin soluciones políticas, sin construcción fáctica de los eventos, el documental de Araya trabaja en torno a la ilusión y el desengaño. Un sueño, cuya resaca ha sido más dura de lo que imaginamos.