Frente al desafío de pensar un Chile nuevo, la poeta chilota Rosabetty Muñoz hace el ejercicio de imaginar una Constitución donde haya espacio para una gran pluralidad de voces y formas de vivir; un país, dice, que contemple todas las expresiones artísticas como parte esencial de la convivencia cívica.
Rosabetty Muñoz
La señora Olivia murió este año de la Peste. Con ella se fueron múltiples saberes, salvo los que dejó a sus hijos y nietos o grabados en la memoria viva de sus vecinas con las que sembraban y mariscaban en mingas mujeriles allá por la antigüedad sin tiempo de las islas menores del archipiélago. Sospechábamos que, con ella, se perdería un fragmento de mundo, así es que alguna vez tratamos de entrevistarla, pero ella se trabó, se puso rígida y sacó a relucir una lengua de salón, azumagada y oscura, como esas piezas de las casas chilotas que nunca se abren a menos que lleguen visitas importantes. Una lengua ajena, que no sentía como suya, esa con la que rabiaba y se emocionaba; la de su madre (porque el padre en estos lugares casi no habla), esa lengua lírica que la empujaba a la metáfora para decir su inteligencia sensible, más grande que lo aprendido en las escuelas. La lengua impostada, que parecía la correcta, era como los zapatos que nada más bajarse de la lancha, tiraba lejos para correr descalza sobre las piedras.
Recordando a la señora Olivia, pienso en una Constitución que se declare multicultural, que reconozca a los pueblos originarios, también a los migrantes y a las comunidades que han establecido identidades propias, realidades de pertenencia cultural distintas a la oficial. Necesitamos que se declare en forma explícita el fomento y desarrollo de las comunidades de acuerdo con sus particulares necesidades y formas de vida; esto se relaciona con otros aspectos como el económico y el social, como lo contempla el reconocimiento de la cultura como derecho humano de segunda generación. La cultura propia del archipiélago de Chiloé, por ejemplo, ha sufrido los embates de una economía que prácticamente ha eliminado la posibilidad de autonomía que tuvo.
De esto tiene que hablar la Constitución. Quiero pensar en el ejercicio de la memoria como patrimonio. Más allá de las huellas materiales, de los objetos o construcciones que son señas de una determinada cultura (y que me parecen también importantes de considerar), pienso en las manifestaciones afectivas, emotivas que fueron conformando nuestra trama cultural. Todos esos elementos que parten de la gente y han dado cuerpo a imaginarios, a formas de entender el mundo y cómo dialogan con otros modos de ser y vivir; a esto me refiero con el reconocimiento multicultural. Pensando en una nueva Constitución y en el respeto a las diversas identidades, pienso en formas de resolución de problemas privilegiando el cooperativismo, la relación directa entre las necesidades y la colaboración de todos para alcanzar un bien común.
La señora Olivia era de Quenac, una isla que llegó a tener en los años 70 una capilla, una escuela, un pequeño retén de Carabineros, una posta, dos lanchas de recorrido a Achao. Ella fue viendo cómo se empobrecían las familias enviando a sus hijos a estudiar lejos; se retiraron los servicios públicos, muchas familias se vieron obligadas a emigrar en busca de oportunidades. Hoy ya quedan sólo ancianos y casas abandonadas. No alcanzó a disfrutar del progreso que tanto se anunciaba por televisión. Todos los relatos, el imaginario creado a partir de su particular modo de estar en el mundo, desaparecen, se disgregan. Recuerdo, por ejemplo, la experiencia de la representación “Fiesta de moros y cristianos”, que se hacía en la isla con toda la comunidad: bajaban desde los sectores altos a caballo, caracterizados, y se enfrentaban en el plano frente al mar con diálogos que se conservaban del castellano viejo. Todo el territorio como escenario, todos los habitantes como actores y público al mismo tiempo. ¿No es eso un deseo de quienes trabajamos con el arte?
El derecho a la cultura es interdependiente de otros derechos como la educación o la autodeterminación que permitirá que cada territorio responda a sus propias necesidades y formas de vida. Así no volverán a perderse ricas tradiciones o manifestaciones culturales por el obligado cambio de vida de los habitantes. Queremos un país donde esté representada toda la riqueza del gran tapiz que somos. Desde octubre de 2019 asistimos al despliegue de una cultura colorida, rica en ternuras ancestrales, antiguas memorias que buscan las formas de sanar las heridas que provoca un sistema injusto: escuelas de rock, muralismo, danzas pintadas, música, poesía; toda una resistencia que ha servido para hilvanar esta fuerza vital que ahora debe ser declarada y valorada en el nuevo pacto social. Reconocer la diversidad que somos y permitir que se desplieguen cuerpos, imaginarios, territorios, enriqueciendo la vida comunitaria.
Sueño un país que privilegia otra manera o maneras de ser humano, donde es más importante la persona que los bienes, y es más importante armar formas de ser con los otros como una celebración de vivir juntos, una forma de resolver los problemas en forma comunitaria.
Entrar de lleno a vivir una educación que piense orgánicamente en formas distintas de enseñar, de aprender los saberes de las comunidades y, al mismo tiempo, dialogar con el mundo abierto más allá de la cordillera. Una educación que valore el papel de las mujeres y permita el desarrollo de cada persona sin distinciones de género. En estas islas, la riqueza cultural se ha mantenido en la voz de las mujeres, que en corro y a pesar de todos los pesares, continúan un relato complejo, denso, repleto de una humanidad que nos hace mucha falta.
En el nuevo país, se dejará claro una forma de desarrollo que no fomente la competencia y el individualismo. Que considere la recomposición del tejido social desde el trato de las personas hasta el lenguaje para referirse a ellas, desde las instituciones, desde el Estado, desde los medios de comunicación, desde todo el aparato informativo. En la Carta Fundamental se abandonará la nomenclatura económica para hablar de nuestro desarrollo cultural: industrias culturales / consumo cultural / mercado / mercancía para referirse a las obras y personas. Todo empieza y termina en el lenguaje, por eso, como dice Adriana Valdés, la Constitución debe estar escrita en forma bella, que podamos memorizar algunas partes, que la pueda leer un niño. Ese mismo niño que soñaba Mistral, nutrido de clásicos aunque no los entienda a cabalidad, pero puestos a su alcance desde el principio, le permitirá asomarse a los misterios de la realidad abierto de mente, fundido en ella.
Tenemos la posibilidad de soñar un Chile que nos acoja, que abra sus profundas capas vivas y que guarde la fragancia de lo que ha sido en distintas épocas. Que es capaz de transformarse sin dejar sus maravillas atrás.
Y a propósito de la creación artística, recuerdo haberme conmovido con una escena de película: la cámara seguía los pormenores de una presentación privada de una cantante de ópera muy reputada. Mientras ella sacaba de sí el dolor del texto y elevaba su esfuezo vocal dejando su pasión a vista de todos, los presentes hablaban en voz baja entre ellos, algunos salían, otros entraban; en la trama de sus vidas no se percibía ninguna variación. Antes habían discutido incluso si la artista debía comer en la cocina con los sirvientes o en la mesa con los invitados.
Ese lugar del artista como un adorno o recurso suntuario para consumo de una elite limita otras formas de entender el papel del arte en nuestro espacio cultural. Sueño más bien con un país que contemple todas las expresiones artísticas como parte esencial de la convivencia ciudadana. Para quienes nos formamos en tiempo de dictadura, el quehacer artístico está ligado a la vida de la comunidad, al devenir histórico. En contraste con la imagen de la cantante ignorada, recuerdo otro espacio también difícil para la presentación artística: las peñas, que se convirtieron en lugar de encuentro y espacio de resistencia en la década de los 80. También allí había ruido y era un desafío hacerse oír, pero la diferencia está en la profunda unión que se producía en torno a las palabras que solían elevarse por sobre las conversaciones y quedar reverberando en los espíritus de todos. Se fundían y alimentaban algo mayor que las voces individuales.
Olga Torkaczuk, en su discurso de aceptación del Premio Nobel, critica la literatura del yo. Aún cuando los libros son una enorme plaza donde todos pueden contar su destino, se han acabado convirtiendo en “un coro de solistas, voces ahogándose unas a otras: nos falta la parábola”. El nuevo pacto social nos debería garantizar la libertad de buscar esa parábola.
Sueño un país donde la cultura es un derecho esencial y el arte un pan que debe estar en todas las mesas.
Siento mucho la muerte de la señora Olivia, ella era un vínculo esencial con la cultura de las islas que, por cierto, no es una sola. Su voz y sus afanes eran necesarios para seguir el hilo de la narración completa de quiénes somos y quiénes quisiéramos ser. Insisto en la microhistoria que tanto nos cuesta ver a veces, porque considero que su latido es imprescindible en el país que queremos pensar. Precisamente se trata de convocar a todas y todos, que nadie sienta que no pertenece o no tiene un lugar. Imagino la nueva Constitución conteniendo una enorme pluralidad de voces y formas de vivir.
Sueño con decir a mis nietos: armaremos otras ciudades, ya lo verás.
Reconstruir, refundar, rearmar, son las palabras del futuro.
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Crédito Ilustración: Fabián Rivas