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Crisis… ¿sanitaria? ¿Qué es lo que verdaderamente está en crisis?

Por Sonia Pérez

Detengámonos en esta experiencia: de un día para otro, nuestra movilidad espacial se ve reducida; palpamos la amenaza de una afección física e incluso la muerte de algún familiar, propia o de algún conocido; el trabajo de los pequeños emprendedores y productores es amenazado en su continuidad; la televisión nos bombardea con información atemorizante; no sabemos lo que pasará en una semana más ni al día siguiente; las informaciones oficiales son cambiantes y confusas; se activan las redes sociales con mensajes cuya fuente no conocemos; tenemos que preocuparnos de cómo ajustar nuestras modalidades de trabajo para no perder ingresos económicos; las escuelas dejan de funcionar; el futuro es incierto y no se sabe cuándo se retornará a la normalidad; y nos enfrentamos a priorizar qué es lo verdaderamente importante para sustentar nuestra vida cotidiana ante tanto cambio.

¿Coronavirus?

Sí y no, porque este escenario puede perfectamente relatar lo que ha experimentado Chile en alguno de los frecuentes desastres socionaturales de su historia reciente o incluso durante lo vivido después del 18 de octubre de 2019.

La académica y doctora en Psicología Social, Sonia Pérez. Crédito: Alejandra Fuenzalida.

Lo que está sucediendo con el Covid-19 hoy es, sin duda, una situación histórica a nivel mundial por su magnitud imprevista y sus múltiples impactos, pero en nuestro país no es la primera vez que nos enfrentamos a tanta vulnerabilidad. Cualquier medida que tomemos como país debe entonces considerar las particulares características de nuestro sistema social y nuestra cultura. En Chile, la brutal desigualdad en la que se anidan los problemas sociales –y ahora sanitarios– nos ha enseñado, con dureza, cuatro cosas:

1. Que las catástrofes no afectan a toda la población por igual. La experiencia actual de la cuarentena devela sendas diferencias con las que hemos convivido –y hasta hemos naturalizado– por muchas décadas. Mientras unos pueden cuidarse quedándose en casa, otros deben aún asistir a sus puestos de trabajo, exponiéndose al contagio. Mientras unos pueden cambiar su trabajo a modalidad remota, otros no tienen acceso a Internet ni a computadores. Mientras algunos han podido pagar seguros de salud, otros están indocumentados y en completa indefensión. Mientras algunos mantienen su salario, otros son desempleados o pierden la fuente de ingresos por la que se han esforzado durante largo tiempo. Mientras algunos encuentran en la cuarentena la posibilidad de usar el tiempo de manera creativa y laboriosa, otros ven agudizados sus conflictos relacionales y terminan expuestos a mayor violencia y maltrato. Mientras algunos pueden contar con redes de apoyo para abastecimiento y distribución de labores domésticas y productivas, otros concentran multifunciones en tiempos y espacios reducidos. Mientras algunos pueden refugiarse en propiedades con áreas verdes, otros deben encerrarse en sectores históricamente contaminados. Mientras algunos acceden a cumplir penas en sus casas, otros son aislados en insalubres y hacinadas cárceles. Mientras algunos se acompañan con las redes sociales, otros están aislados digitalmente. Mientras algunos pueden lavarse las manos frecuentemente, otros no tienen acceso a agua potable en sus hogares. Mientras para unos el acceso a la atención médica puede resolverse de manera privada, otros saben con angustia que no serán atendidos en caso de necesidad. Mientras algunos pueden seguir financiando la continuidad de tratamientos y espacios de contención psicológica, para otros el desgaste emocional abruma. Peor aún: mientras algunos disfrutan de todas estas primeras condiciones, otros se encuentran viviendo, a la vez, todas las segundas. La crisis de equidad y justicia está estructuralmente a la base de la crisis sanitaria. No se puede enfrentar una si se mantiene la otra.

2. Que las emergencias se vuelven desastrosas cuando no somos capaces de reducir los riesgos de manera integral. Las políticas sociales, de educación, de trabajo, de habitabilidad, económicas y de salud, siguen estando desarticuladas, entre sí y en relación con los territorios que pretenden beneficiar. La emergencia produce una crisis multidimensional que las personas no pueden resolver dimensión por dimensión de vida de manera secuenciada, por lo que la desarticulación de planes y programas es mucho más que un problema de gestión: es un problema de participación y validación de las necesidades que enfrentan las comunidades. En Chile, las personas están en riesgo de manera crónica y superpuesta: riesgo a perder el trabajo, a tener un trabajo precario e inseguro, a no tener una vida sustentable, a no contar con educación de calidad, a no ser atendidas como corresponde cuando se requiere de asistencia física o psicológica, a no poder cuidar como merecen a sus niños/as o abuelos/as, a ser discriminadas por discapacidades, a ser excluidas por su origen. Cuando todo se da al mismo tiempo, las personas terminan por priorizar la resolución de un problema, sabiendo angustiosamente que con ello profundizan los otros. Un sistema social garante del buen vivir no puede dejar tal responsabilidad a cada persona. La crisis política de desarticulación e insuficiente articulación con las comunidades sólo se puede enfrentar con soluciones colectivas y participativas, presentes en todos los territorios, integradas, que no prioricen las necesidades macroeconómicas por sobre las demás, sino que validen las estrategias y propuestas que las comunidades conscientes han levantado a partir de sus propias experiencias y proyecciones.

“Un país como el nuestro, que vive acostumbrado a evaluar sus éxitos y fracasos según la capacidad competitiva, entra en crisis al ver que la vida de unos depende del cuidado de otros, que la subsistencia aislada requiere del contacto físico, que la sobrevivencia precisa de respeto mutuo y responsabilidad compartida”.

3. Que la desconfianza incrementa el miedo y el control social. La ambigüedad y falta de claridad de una política de protección, junto a la percepción de abusos e injusticias, ponen en crisis la confianza y sentido de pertenencia a un sistema social. El miedo a enfermar puede ser tan grande en Chile como el miedo a no ser protegido cuando ello ocurra. Al mismo tiempo, la incertidumbre respecto al límite temporal que tendrá la emergencia convive con lo incierto que resulta el futuro del país en un proceso constituyente o el lugar social que ocuparemos en la sociedad que se construya. Estos miedos se sustentan en la desconfianza de las personas respecto a las instituciones, instalada ya por décadas en el seno de nuestra experiencia social. En dirección complementaria, la desconfianza amenaza con crecer entre las mismas personas, lamentablemente, a raíz del persistente disciplinamiento que han desplegado los medios de comunicación, desde donde se nos ha enseñado a temer al vecino. El saqueador de supermercados de octubre es presentado ahora como el acaparador en cuarentena en los mismos supermercados; el evasor, el violento callejero, es evocado hoy en el inconsciente como un portador del virus que camina por las calles. En ambos, la indisciplina es motivo de desconfianza, por tanto, fuente de miedo y, en consecuencia, una amenaza que debe ser controlada. El control del contagio ha perdido importancia en servicio del control social, lo que claramente no contribuye al sentido de tejido social que es tan relevante construir en estos momentos. Reconstruir las confianzas sociales que sustenten el desarrollo social y humano es una tarea de validación y reconocimiento de las capacidades sociales que se han puesto en juego tanto para hacer frente a esta amenaza sanitaria como a otras, de otro tipo, que se han vivido previamente. La crisis de confianza no puede abordarse sólo a través del control social, sino que debe considerarse, además, la protección, lo que implica, entre otras cosas, la regulación de abusos laborales y la especulación de los precios en bienes y servicios, por mencionar algunos. 

4. Que la vulnerabilidad es mayor cuanto más individualismo hay en el sistema social. La experiencia subjetiva de vulnerabilidad impacta incluso psicológicamente cuando seguimos pensando, casi de manera automática, que los problemas se resuelven a través del esfuerzo individual. Un país como el nuestro, que vive acostumbrado a evaluar sus éxitos y fracasos según la capacidad competitiva y el mérito con que se gana un beneficio, entra en crisis al ver que la vida de unos depende del cuidado de otros, que la subsistencia aislada requiere del contacto físico, que la sobrevivencia precisa de respeto mutuo y responsabilidad compartida. Aprendimos a sentirnos vulnerables no cuando somos vulnerados en nuestros derechos, sino cuando no somos capaces de aguantar la vida que nos tocó. Por fortuna, hay unos pocos momentos en la historia, como el que estamos viviendo en cuarentena, que nos enseñan que la vulnerabilidad no podemos enfrentarla solos. Tal vez esta sea la crisis más beneficiosa: la crisis del individualismo atraviesa el cuerpo, las creencias y las prácticas, reportándonos a la necesidad de una conexión que vaya más allá de la competencia, a una subjetividad en donde reconocernos como seres “socio-naturales” en un lugar común. Hoy hasta el individualismo siente miedo de quedar solo.

En suma, la situación de Chile ante el virus no presenta los mismos desafíos que en otros países, pues no es un problema exclusivamente sanitario. Se requiere una plataforma de estrategias integradas a nivel social y económico que garantice la supresión de las desigualdades en la exposición a la amenaza sanitaria, que distribuya equitativamente las herramientas de prevención y protección, y que sea garante de los derechos humanos.

El modelo de sociedad, tal como lo hemos venido experimentando, con pilares de inequidad, injusticia, desarticulación, desconfianza, miedo, vulnerabilidades, individualismo, muestra su crisis ante la emergencia sanitaria del Covid-19, un virus que vino a interpelar con fuerza la sustentabilidad y la dignidad con que lo enfrentamos. El virus podrá ser controlado, pero luego de su paso nuestra sociedad ya no puede –ni debe– ser la misma de antes.