La dramaturga y autora de Cristo y Estado vegetal, que hace exactos 20 años estrenó junto a la compañía Teatro de Chile la polémica Prat, vuelve con Cómo convertirse en piedra —hasta el 17 de octubre en Matucana 100—, una obra en la que explora otra vez lo no-humano, a través de una puesta en escena donde iluminación, sonido, texto y movimiento entran en una coreografía conjunta para convertirse en aquello que se nombra, pero nunca entra en escena. Se trata de una crítica a la mirada antropocéntrica y al modo en que los seres humanos nos relacionamos entre nosotros y con otras especies.
Por Denisse Espinoza
Manuela Infante (1980) ha construido una trayectoria donde lo teatral es una plataforma no solo para contar historias, sino para cuestionar la vida en su significado más profundo. Si en montajes como Prat, Juana, Cristo y Xuárez el problema central era la representación de lo biográfico, la relación entre ficción y realidad, en los últimos años la dramaturga egresada de la U. de Chile ha reflexionado, en obras como Zoo, Realismo y Estado vegetal, qué implicancias tiene ser humano hoy, en un mundo en crisis y donde parece cada vez más urgente modificar las formas de vivir y relacionarnos.
En esa trayectoria, la obra de Infante se ha vuelto cada vez más abstracta y difícil de clasificar, alejándose de las concepciones y perspectivas del teatro más tradicional. A algunos, quizás, Cómo convertirse en piedra les parecerá demasiado sesuda —si es que la expectativa es entender la historia—, pero a otros les supondrá un viaje sensorial con ideas que comienzan a gestarse durante la hora y media que dura el montaje, pero que quedarán resonando varios días después.
Es eso lo que sucede justamente en el contexto de esta entrevista. Tras ver la función del viernes 24 de septiembre —un día después de su estreno en M100— fue difícil desmarcar la obra de lo que sucedió ese fin de semana en Iquique, cuando una marcha antiinmigrantes terminó con manifestantes quemando las pertenencias y carpas de familias extranjeras que estaban instaladas hace meses en la Plaza Brasil. Infante no nos habla solo de piedras: lo que hace, en el fondo, es cuestionar nuestros modos de habitar el mundo: siglos de pensamiento en los que lo humano se ha alzado sobre lo inerte, y donde incluso algunos seres humanos han logrado asentar su hegemonía por sobre otros que tildan de inferior
“En el preguntarse sobre cómo está construida esa división entre lo humano y lo no-humano, genealógica e históricamente, aparece la pregunta sobre quién la construye, quién necesita expulsar a otro para construir ese concepto de humanidad con H mayúscula”, lanza Infante.
“Cuando ejerces acciones de apropiación o de explotación, y ahí las piedras, la tierra y los seres humanos están siendo explotados por igual, necesitas generar estas fronteras y exteriorizar estas otredades que vas a explotar o de las que te vas a apropiar. Y claro, no tiene que ver solamente con los entes no-humanos. Me interesan harto esas distinciones dentro de la humanidad, de quién califica como humano y quién no, y ahí entra esa división, que fue justamente donde comencé con la obra Zoo, sobre los zoológicos humanos. Y es interesante, porque es una situación supersimbólica de lo que sucede hoy y cómo acontece esa distinción humano-salvaje en los tiempos del protocapitalismo”, agrega.
En algún sentido, sin embargo, te has ido cada vez más alejando de lo humano, y en otras entrevistas has definido tu quehacer como una “dramaturgia feminista no-humanista”, poniendo en veredas opuestas ambos conceptos. ¿Por qué?
—Sabemos quién es este humano: en la construcción del humanismo, sabemos que decimos “hombre” para decir “humanidad”, y sabemos que ese hombre lo que primero que deja fuera es a la mujer. Pero pienso que una dramaturgia feminista tiene que partir también por un cuestionamiento a lo que constituye una voz válida en nuestro paradigma patriarcal y esa voz válida tiene ciertas características, y te lo digo porque veo mucho esfuerzo por escribir narrativa feminista, dramaturgia feminista, y resulta casi siempre en ejercicios de tematización de los problemas del feminismo. Me parece más poderoso -en términos de cambiar el patriarcado- pensar desde nuestras disciplinas en modificar las estructuras formales. De ahí nace esta dramaturgia ramificada, esta dramaturgia mineral. Son maneras de cuestionar las formas dramáticas hegemónicas que nos han sido entregadas por una cultura teatral y literaria que es patriarcal y antropocéntrica. Gran parte de cuestionar el paradigma de lo humano es cuestionar la supremacía masculina, blanca, europea, especista. Están todas amarradas, no son independientes.
En Cómo convertirse en piedra todo es simbólico. Las piedras como tal nunca aparecen en escena y todo el tiempo nos enfrentamos a un montaje “blando”, compuesto por el suelo de Marte, construido por una alfombra arrugada que luego se transforma en una roca gigante, o pequeños minerales hechos con medias rellenas. Las actrices Marcela Salinas y Aliosha de la Sotta y el actor Rodrigo Pérez cargan con sus dobles de trapo que resultan ser metáforas de esa parte no humana que Infante afirma que todos tenemos. Porque si en Estado vegetal la gran revelación era que la humanidad posee efectivamente en su carga genética ADN de las plantas (según la investigación del biólogo Stefano Mancuso), en Cómo convertirse en piedra queda rondando la incógnita de lo inerte como constitutivo de la humanidad.
Y es allí que aparece la metodología de Infante de llevar hasta el límite a sus actrices y a su actor en los modos de interpretación, que también son elementos clave de la obra: la utilización de tres looperas —un dispositivo electrónico en el que se pueden registrar melodías cortas para luego reproducirlas y tocar encima de ellas— que van sobreponiendo y repitiendo sin cesar los parlamentos de la obra, tejiendo un entramado de voces y diálogos a veces difíciles de seguir, pero que van fijándose en la memoria del espectador.
¿Cómo vas desarrollando en forma concreta el título de la obra Cómo convertirse en piedra?
—Esta metodología que tengo la llamo «imitar la no humanidad con el cuerpo de la obra», y es en el fondo recoger las indicaciones desde cualquiera que sea la otredad con la que estoy trabajando. Para hablar de piedras, yo recojo de las piedras la forma en que voy a hablar de ellas. Hay un ejercicio superfenomenológico en ese sentido, y tiene que ver con recoger de aquello que observas los medios formales a través de los que vas a hablar de lo observado. Y de esa imitación viene la idea de que la piedra es un apilamiento de capas de cosas que se aglomeran en el tiempo. Tiene que ver con proponer nuevos modelos de narración y de actuación.
—Cómo convertirse en piedra es hermana de Estado vegetal, en el sentido en que ocupa el mismo método. Ahora se radicaliza la otredad. Es decir, si antes compartíamos por lo menos la vida con las plantas, ahora estamos haciendo el ejercicio de hacer teatro -que es por excelencia vivo- imitando algo no-vivo. Entonces hay un deseo de empujar las cosas más lejos, es decir, hasta qué punto aguanta este ejercicio. En Estado vegetal ya estaba la loopera, pero ahora hay tres que se intercalan entre sí, que tienen memoria, y eso me permitió una manera de escribir en loop, que ya había desarrollado antes, pero que ahora se complejiza y se toma toda la obra. La loopera es el soporte estructural básico de la obra.
—La pregunta clave es qué hay de piedra en mí, y ahí aparece la idea de ser un ser vivo, pero también la de ser un ser no-vivo. En la obra se habla de la estructura ósea de los seres humanos y de su mineralidad como lo no-humano, entonces a partir de ahí se abrió una conciencia de que no solo somos seres vivos, sino que somos seres no-vivos. Por eso los personajes acarrean sus cadáveres, están duplicados en la versión no-viva de ellos. Lo que hicimos desde el día uno, y de manera superintuitiva, fue hacer nuestros propios cadáveres, y desde entonces y en adelante, por meses y meses de ensayos, ellos cargaron estos cuerpos y en eso hay algo muy emotivo. La pregunta por la propia muerte o por la propia no-vida es una pregunta superexistencial que compartimos todes en el mundo, entonces creo que en la metodología hay hartas formas de trabajo que buscan mirar estas cosas no solo de manera conceptual.
-En Estado Vegetal fueron muy importantes las lecturas del neurobiólogo Stefano Mancuso y en general has dicho que lees mucha filosofía para tus obras. ¿Qué lecturas intervinieron en Cómo convertirse en piedra?
—La filosofía es un gusto personal. Acá leí un libro de Elizabeth Povinelli q se llama Geontologies, también leí harto a Nietzsche y Goethe que era coleccionistas, a Roger Callois, quien tiene un libro sobre piedras, también un texto que se llama Sakuteiki de principios estéticos del jardín japonés y un compilado hermoso de ensayos de autoras que se llama Anthropocene feminism.
La idea de Cómo convertirse en piedra nació en 2018 durante una residencia que Manuela Infante hizo en el Kyoto Experiment y el Kyoto Art Center de Japón y que luego concretó en Chile, en el Centro Nave y el Parque Cultural de Valparaíso. En ella se mezclan las estéticas asiáticas y los relatos locales, que se cuelan y resuenan como noticias en un periódico. El de un minero intoxicado por el arduo trabajo de extraer minerales en una zona de sacrificio en pos del desarrollo del país, unos científicos que acaban de encontrar vida en Marte y que son interrogados al respecto, una mujer moribunda a causa de una golpiza recibida por su pareja celópata o el cadáver de una mujer que habla desde las profundidades de la fosa común donde fue enterrada junto a otros en dictadura son algunas de las historias que quedan flotando en escena.
—Trabajamos mucho con la improvisación, y la gracia de eso es que las actrices se vuelven como unos médiums de la contingencia. Si tú estás improvisando en una sala por seis horas diarias durante muchos días empieza a salir de ti lo que te rodea, entonces de maneras extrañas aparece la contingencia, lo que te preocupa en lo cotidiano, por eso el estallido y la pandemia están cruzando la obra, no de manera literal, pero siento que todo eso está ahí.
—Vivimos en un sistema que se apropia y neutraliza muy rápido toda crisis y todo cambio posible, y es de alguna manera lo que pasó con el estallido también. Uno vive estas especies de resacas de la ilusión, de que ahora sí que va a cambiar todo, pero lo cierto es que vivimos en un sistema político y económico muy hábil para absorber esos movimientos. Solamente basta pensar que por la pandemia terminamos trabajando de manera más esclavizante que antes, que en el fondo toda esta idea de trabajo desde casa termina haciendo más eficientes las formas de producción: las empresas ya ni siquiera necesitan tener espacios físicos, la gente trabaja a todas horas, no hay límites en su horario laboral y pone su propio internet al servicio de la empresa. Son las maneras en que el capitalismo tardío saca beneficios de cualquier crisis. Creo que eso es lo más escalofriante, verlo ocurrir una y otra vez.
En este planteamiento de nuevas formas de narración, ¿qué lugar tiene concretamente en tu dramaturgia problemáticas como la ecología y el cambio climático?
—El ecologismo es algo que me importa en la vida privada, en la vida civil hago las cosas que tengo que hacer para aportar a frenar el daño a la naturaleza, pero en términos de las obras no las veo como ecologistas, porque no están en esa cruzada de salvar el planeta para salvarnos a nosotros, que es lo que me parece escuchar harto. El planeta tiene que sobrevivir para que nosotros sobrevivamos, dentro de eso está el concepto de la sustentabilidad y en eso cabe preguntarse qué es sustentable para quién. Me parece más eficiente políticamente cuestionar los paradigmas que permiten la explotación.
Tu trabajo pareciera que se ha vuelto cada vez más interdisciplinar, más en el orden de una instalación artística, donde es esencial la luz, la danza, el sonido.
—Eso parte por el hecho de que para mí uno de los lenguajes básicos es la sonoridad y la música. Para mí las obras son una cosa a medio camino entre un concierto y una obra de teatro, y no digo un concierto en el sentido en que estén cantando canciones, sino como un concierto que apela a los sentidos de una manera completamente distinta a la de una obra de teatro. Un concierto va a tocar los espacios sensoriales más desde la contemplación y no tanto desde el entendimiento. Creo que ese interés mío de buscar ese tipo de experiencia, más integral estéticamente, también pasa por esa resistencia a que las obras de teatro sean entendidas solamente como cosas que portan sentido, cosas que nos entregan lecturas o críticas de la realidad. Creo que también hay algo muy antropocéntrico con mirar el teatro solo desde ese lado, entonces hay un ejercicio bien consciente de ir haciendo cosas más musicales, y me he ido acercando a un texto que es cada vez más absurdo. En Cómo convertirse en piedra hay escenas que se parecen a Beckett en Esperando a Godot, y eso para mí es supersorprendente, porque pasa por tratar de contrastar la idea del teatro como un lugar al que se va a leer o a entender cosas.
Veinte años de la obra germinal
Fue en 2001 que Manuela Infante entró en el mapa de la escena teatral chilena. Lo hizo con un estruendo. Tenía 22 años, y junto a sus compañeros y compañeras de Teatro de la U. de Chile, con quienes fundó la compañía Teatro de Chile, se aprestaban a hacer su debut oficial con Prat, obra que recibió el financiamiento de más de dos millones de pesos del Fondart para ser montada en la Sala Sergio Aguirre, tras una aplaudida primera presentación en el Festival de Dramaturgia y Dirección Víctor Jara, donde estuvo dirigida por la propia Infante y María José Parga.
Sin embargo, ante el anuncio de un estreno masivo, la obra fue criticada por varios sectores de derecha, incluida la propia Armada de Chile, que intentó censurarla debido a la manera en que se representaba a Arturo Prat: un chiquillo de 16 años vulnerable y atormentado por su tendencia al alcohol y por las dudas de convertirse en héroe.
La polémica escaló a tal punto que fue tema de debate dentro del Senado chileno, lo que empujó a Nivia Palma, directora del Fondart, a presentar su renuncia, tras evidenciar en una carta que Mariana Aylwiyn, consejera de la Cultura y futura Ministra de Educación, le había prohibido asistir al estreno de la obra y hablar con los medios de comunicación sobre el tema.
Finalmente, Prat se estrenó un año después, el 17 de octubre de 2002.
¿Qué significado tiene para ti hoy el episodio de Prat, a 20 años de su creación?
—Éramos muy chicos, teníamos 20 años y lo recuerdo como un episodio de mucha violencia. Ahora que lo miro con perspectiva, creo que no solo había violencia política sino violencia de género; había un rechazo absoluto a quienes éramos, no solamente a lo que estábamos diciendo. Pero también me doy cuenta de que esa obra cayó en un momento preciso, donde había una especie de necesidad del sector artístico de cuestionar ese tipo de cosas. Hay que recordar que en que el año 2000 todavía no se había hecho vox populi que la transición a la democracia había dejado intacta tantas cosas de la dictadura; todavía había una especie de fe en la democracia nueva, y había un acuerdo tácito de no poner en tela de juicio eso. La obra de alguna forma rompió ese acuerdo, yo lo rompí de cabra chica, de no entender qué era lo que se podía y no se podía hacer en ese acuerdo tácito, sobre todo el hecho de que no se podían tocar las Fuerzas Armadas, y eso tiene que ver con que Pinochet nunca haya sido procesado. Entonces la obra tocó unos nervios muy complejos. Con el arrebato y la valentía que daba la juventud, nos paramos en medio de eso sin ningún cuidado. Las partes que atacaban y defendían tuvieron una minibatalla sobre la libertad de expresión. Creo que podría haber sido esta obra u otra, porque eso necesitaba ocurrir.
Muchas personas se involucraron en la polémica, que escaló a niveles políticos. ¿A quiénes recuerdas?
—A Nivia Palma, tremenda. Recuerdo con mucho respeto lo que ella hizo, que puso su trabajo sobre la mesa por hacer lo que ella consideraba correcto contra esta nefasta ministra que era consejera de la cultura, Mariana Aylwin, un apellido que en ese entonces estaba asociado a la democracia, y claro, después nos fuimos dando cuenta quiénes eran realmente y qué lugar habían ocupado en la historia. También recuerdo mucho la gente de teatro, se armó una red supersólida de apoyo a la libertad de expresión, porque nosotros teníamos un litigio y ahí apareció una ONG a nivel sudamericano que ofreció defenderme, entonces aparecieron muchas personas a apoyar y a defender, lo que fue bastante inesperado. Esta obra hizo que existiéramos y que todos supieran quiénes éramos, y de alguna forma la obra que vino después (Juana) fue como la prueba a quienes cuestionaban si podíamos hacer algo aparte de polemizar. De hecho, siempre se dice que Prat la vio en realidad muy poca gente.
¿Qué queda de las inquietudes de Prat en tus actuales obras?
—Creo que en Prat ya estaba el germen de lo que estábamos hablando ahora, de este texto que ya empieza a caer en el absurdo. En Prat había una dramaturgia donde yo dejaba muchos espacios para la improvisación, algo que yo llamaba una dramaturgia con hoyos, en ese caso en vivo. Entonces ya era una dramaturgia que estaba buscando espacios para que aparecieran manifestaciones de lo presente, por decirlo así, y que es lo mismo que está extendido a esta nueva forma de dramaturgia mineral y que tiene que ver con cuestionar el relato lineal, la idea de que las obras son portadoras de sentido. También siempre ha habido una dramaturgia colaborativa, en la que recojo mucho en lo que escribo el trabajo de las actrices y su capacidad de traer el mundo a la sala de ensayo. Todo eso ya estaba ahí.
¿Cuál es tu próxima obra?
—En enero estreno en el Teatro Nacional de Catalunya Fuego, fuego, un ejercicio similar al de Cómo convertirse en piedra, que se pregunta por el fuego en un mundo en el que pareciera que estamos en llamas. Para mí es traer a la mesa este elemento que se usa a la hora de las protestas en la ciudad, tanto en Chile como en otros lugares. También mira los incendios forestales, como el de Santa Olga hace algunos años, que quemó el pueblo completo; también ve el fuego desde el punto de vista físico y químico, con asociaciones al rito del sacristán, es decir, al fuego visto como este agente transformador que también es destructor. En fin, tengo una colección de relatos y conceptos con los cuales tengo que ir trabajando, así como lo hice en Cómo convertirse en piedra.
¿Tu idea es seguir trabajando en Europa?
—Eso tiene más que ver con un tema de recursos y formas de trabajo, sobre todo hoy en día que acá en Chile la cosa está tan difícil. Creo que en Europa les resulta interesante mi voz porque es una mirada sureña a ellos mismos, quienes tienen mucha necesidad de que alguien les ofrezca un reflejo crítico de quienes son, pero me parece que las cosas que están pasando a nivel de teatro en Sudamérica son fascinantes. No diría que allá están más avanzados, porque ese es como el relato del primer y tercer mundo que se repite sin fin.
Me parece que esos avances en materia de cómo valoran los europeos la cultura dentro de la sociedad están permitidos por los privilegios de ser países que han saqueado al resto del mundo durante centenios. Tienen los recursos para sostener a su gente, no sé si es porque son éticamente más avanzados -no estaría tan segura de eso-, sino más bien porque repartieron para todos, incluido a los artistas, porque la plata que saquearon y saquean no se les acaba nunca.