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Mirar(nos) en el espejo del pasado

Los vínculos entre América y Europa —en términos artísticos— reproducen las relaciones políticas y económicas que plantea la condición colonial. Podríamos decir que Europa dicta las pautas estéticas que ordenan nuestro campo artístico, tanto en sus procedimientos como en sus instituciones y canon. Ahora, sabemos que la instalación de un paradigma estético no es tan simple como solo producir imágenes o ciertas reglas de orden técnico para las mismas; es también la figuración de un complejo sistema de relaciones (de raza, género y clase), donde lo político es fundamental. Basta con ver que la mayoría de las imágenes producidas en nuestro continente y en Europa fueron hasta el siglo XIX fundamentalmente religiosas o políticas. En esta verdadera ideología estética se ha jugado mucho de la identidad latinoamericana, ya que fueron estas representaciones las que fundaron nuestra autopercepción, es decir, fueron las imágenes que Occidente produjo de nuestra población tanto para los otros, como para nosotros mismos.

De ahí que estudiar el arte del pasado en nuestras tierras y su relación con el “modelo original” europeo sea tan provechoso. Muchos de los prejuicios e ideas preconcebidas que habitan en nuestras instituciones artísticas e incluso entre nosotros en la actualidad encuentran su explicación en pinturas, esculturas y grabados de hace un par de siglos. Sin embargo, sigue siendo difícil para el público reconocer el carácter instrumental de las imágenes que decoraron iglesias y palacios de gobernadores o virreyes. Mucha de su belleza nos ciega ante los otros significados latentes que habitan en ellas. Por ello, desnaturalizar la mirada estetizante que nos heredó el siglo XIX es fundamental a la hora de revalorizar las obras que están en los acervos de los museos de la región.

En el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA) encontramos la exposición El canon revisitado. Una mirada al arte europeo desde América Latina, proyecto hecho en conjunto con el Museo Nacional de San Carlos (MNSC), de México, y curada por Claudia Garay Molina y Mariano Meza Marroquín, ambos mexicanos; y por los chilenos Gloria Cortés Aliaga, Eva Cancino Fuentes y Manuel Alvarado Cornejo. La muestra explora las relaciones euroamericanas que se establecieron con el objetivo de transferir los principios estéticos que Europa diseñó desde el siglo XVI en adelante. En esta ocasión, obras europeas del MNBA y del MNSC se encuentran para dar cuenta de su condición de dispositivos normativos en el contexto americano. Si bien el ideal estético que produjo estas piezas instala la belleza como cuestión fundamental, debemos tener en cuenta que para la ideología ilustrada, que tiene su origen en el siglo XVIII, admirar la belleza era una experiencia edificante en sí misma, ya que lo bello, al ser moralmente bueno, lograba transmitir a los espectadores ciertos valores que podían convertirlos en personas ejemplares. Y, a la vez, esa “belleza” estaba cargada de preconceptos vinculados a la raza y la clase, que en un continente mestizo y marcado a fuego por una estratificación racial rígida (recordemos la pintura de castas), implicaba a la vez la construcción de una pigmentocracia que aún hoy podemos reconocer en nuestro continente (basta ver los prejuicios que despertó en Chile la inclusión de los pueblos originarios en la Convención Constituyente, que con su sola presencia marcaban un recordatorio de la discriminación estructural que han recibido dichas personas desde el siglo XIX en adelante).

El ejercicio curatorial que propone El canon revisitado logra desde una perspectiva contemporánea dos cosas fundamentales: primero, una cuestión simple y directa, que es sacar del depósito muchas obras europeas que no suelen ver la luz; y segundo, dar nueva vida a piezas que luego de ser castigadas por su condición de “secundarias” con respecto al canon oficial (o por ser meras copias), no suelen recibir la atención que deberían, y han terminado privándonos de conocer más sobre el rol histórico que jugaron en la consolidación del gusto en nuestro continente. Es interesante, además, que este ejercicio sea producto de un trabajo conjunto entre Chile y México, puesto que es mediante estos estudios que podemos reconocer muchas de las políticas coloniales que compartimos como países. Incluso, permiten ir más allá del periodo de la colonia, ya que dichos procesos se prolongaron durante el siglo XIX, enmascarados en la ideología del progreso que animó a las élites locales tras las guerras de independencia.

«Pigmalión», Cornelisz van Haarlem, ca. 1590. Crédito: MNBA 

El montaje de la exposición, que recuerda por supuesto al del Museo de Arte de Sao Paulo (MASP), nos deja ver el reverso de cada pintura, cuestión que refuerza en nosotros la idea de considerar cada obra en su dimensión instrumental y así no quedarnos prendados de la superficie, que aún hoy sigue ejerciendo poderes de seducción difíciles de explicar. A su vez, el uso de mallas y alzaprimas (columnas temporales de metal que apuntalan el techo durante la construcción en hormigón), en contraposición a los típicos muros de museografía, dan una sensación de desnudez del espacio, el cual podríamos asimilar a la ausencia del dispositivo museográfico tradicional, lo que potencia una visión contemplativa y pasiva de las piezas. Imposible no recordar aquí el uso de alzaprimas que realizó el artista Gonzalo Díaz en el mismo museo, en su obra “Unidos en la gloria y la muerte” (1997), donde de algún modo también se nos exhibía la condición de soporte ideológico del museo como institución. Podríamos fantasear incluso con que algunas de esas alzaprimas de Díaz son las que ahora están usándose en El canon revisitado.

Dada la potencia de la reflexión que nos plantea la curatoría, es evidente que el público tradicional pueda sentirse extraviado o molesto por el uso que se hace de las obras. Sin ir más lejos, un conocido crítico mercurial sentenció en una entrevista que el catálogo de la exposición era el “más imbécil” que había visto y que “decía puras tonteras”. Lo interesante de dicho juicio es que deja ver la incomodidad que sigue provocando la desestabilización del canon europeo entre las voces más conservadoras. Al no comparecer ninguna de las obras en la exposición como demostraciones de belleza y buen gusto, sino más bien como dispositivos político-estéticos, pareciera que toda la construcción simbólica del arte en tanto que mecanismo de distinción termina por colapsar. Pero lo más curioso del comentario del crítico es que la exposición carece de catálogo alguno: vaya uno a saber a qué texto se refería el comentarista.

En paralelo, habría que reconocer que la exposición abusa a ratos de las mediaciones informativas, encarnadas en fichas demasiado extensas que los espectadores difícilmente revisan a conciencia. En este sentido, hay que saber distinguir entre lo educativo y la subestimación de los públicos (quizá mucha de esa información podría estar presente en el catálogo imaginario del crítico mercurial). Asumir el desafío de desestructurar la mirada y sus constructos simbólicos es algo complejo, que requiere de una maquinaria pedagógica que no deje a los públicos siempre como alienados e ignorantes. Esta sobrecarga informativa se ve compensada con un diálogo fluido desde la curaduría con el departamento de educación, que elaboró propuestas interesantes a la hora de dar continuidad a las reflexiones que la muestra propone. También realizaron un podcast con más contenido sobre los núcleos principales del recorrido, cuestión que es provechosa para un público joven, pero que tiene nulo rendimiento con los espectadores mayores.

Quisiera reforzar aquí la necesidad de que nuestro MNBA siga potenciando la reflexión interna sobre sus obras, sobre los modos en que estas ingresaron a la institución, cómo se han mantenido y la ideología estético-política que las habilitó en su momento. Esto, porque saber cómo las élites locales quisieron construir tanto el gusto oficial, como una imagen de lo nacional, nos ayuda a entender mejor muchos de los problemas que aún hoy persisten en la sociedad. Mirar de un modo contemporáneo el pasado es finalmente la forma que tenemos de mirarnos mejor en el presente.

Foto cabecera: Las siete virtudes. Peter de Kempeneer, ca. 1550. Crédito: MNBA