Ante un Estado históricamente tutelar y proteccionista, la propuesta de nueva Constitución reconoce a niños, niñas y adolescentes como sujetos de derechos y establece la obligación estatal de garantizar sus derechos fundamentales. “El texto constitucional propone que no solo sean vistos como sujetos que deben ser protegidos, sino también como personas que pueden participar progresivamente en la toma de decisiones sobre asuntos que les afectan”, escribe Camilo Morales, académico de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile.
Por Camilo Morales Retamal
El proceso constituyente y la propuesta de una nueva Constitución han permitido dar lugar a un grupo históricamente excluido e indiferenciado dentro de la vida social: niñas, niños y adolescentes no solo son reconocidos como sujetos portadores de derechos, sino que también se establecen las bases para construir una nueva relación entre las infancias y el Estado al señalarse los deberes estatales orientados a favorecer la autonomía progresiva y la protección integral de sus vidas.
En este sentido, la propuesta de carta fundamental se hace cargo de los compromisos pendientes que el Estado de Chile adquirió al ratificar la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN) en 1990, en términos de desarrollar a nivel local reformas normativas e institucionales que permitan establecer condiciones para garantizar una protección integral. Lo anterior implica, por lo tanto, consagrar el respeto y promoción de la autonomía progresiva de niñas, niños y adolescentes en diferentes espacios de socialización, es decir, considerarlos sujetos sociales, históricos y políticos que pueden autoderminarse y contribuir en la construcción de la sociedad de la que son parte.
Si bien esta perspectiva sobre la niñez está contemplada en la CDN, es importante observar que en nuestro país predomina aún una forma de relación entre el Estado y las infancias marcada por un carácter tutelar y proteccionista que no ha sido superada y ha tenido al menos dos importantes consecuencias.
En primer lugar, ha implicado la marginación de la niñez y la adolescencia de la vida social, delimitando sus posibilidades para contribuir y participar en esta. En lugar de ser reconocidos como actores sociales relevantes, miembros de una comunidad y, por lo tanto, que pueden ejercer su ciudadanía a través de instancias de deliberación, se les ha despojado de su valor político y reducido a un rol pasivo sustentado en concepciones como la incapacidad o la vulnerabilidad.
En segundo lugar, se ha generado la producción de una dicotomía sobre la representación de la niñez, ya que se establece por un lado la idea de una infancia “normal” que es valorada por el orden social y, por otro, la de una infancia “desviada” que debe ser corregida y tutelada por diferentes dispositivos estatales. Para nuestra sociedad, la infancia y la adolescencia siguen siendo objetos que hay que intervenir y modelar cuando no se ajustan a los ideales normativos que se imponen desde determinados discursos con efectos de poder sobre la subjetividad y las relaciones sociales.
Esta visión fragmentada sobre niñas, niños y adolescentes ha sido, a su vez, profundizada por la consolidación de un Estado neoliberal que desmontó los derechos sociales universales a cambio de generar políticas sociales focalizadas sobre grupos considerados marginales y problemáticos para el contrato social. La protección de los derechos de la niñez recae en grupos específicos y conlleva, en muchos casos, una experiencia que produce estigmatización o situaciones de violencia y vulneración de derechos por parte de personas o instituciones que deberían brindarles cuidado y atención. La crisis del sistema de protección de la infancia en nuestro país radica precisamente en la imposibilidad del Estado para resguardar los derechos de niñas y niños cuando las mismas instituciones que deben protegerlos son las que producen sistemáticamente la violencia, como ha sido señalado por el propio Comité de los Derechos del Niño.
Por otra parte, en el plano institucional, las deficiencias del actual sistema de protección de la infancia se pueden localizar en los numerosos obstáculos para avanzar en el diseño de políticas públicas que garanticen la participación efectiva de niñas, niños y adolescentes en tanto sujetos autónomos, con capacidad de agencia y cuyas opiniones no solo sean escuchadas, sino que también puedan ser consideradas relevantes para la toma de decisiones al interior de la comunidad política. Pero también desde lo normativo, cuando observamos que ha sido habitual en los últimos años el rechazo a proyectos de ley —como el reconocimiento constitucional de la autonomía progresiva, el derecho a sufragio desde los 16 años o la ley de educación sexual integral— que buscan brindar una protección acorde al principio de interés superior del niño consagrado en la CDN.
Un necesario reconocimiento constitucional
En este contexto, es de gran importancia que en la propuesta de texto constitucional al fin se reconozca explícitamente a niñas, niños y adolescentes como sujetos titulares de derechos y, junto con eso, se establezcan las obligaciones del Estado para garantizar sus derechos fundamentales. En esta línea, la propuesta de nueva Constitución es clara en establecer el rol del Estado respecto a la protección contra toda forma violencia, maltrato y abuso. Asimismo, resguarda el desarrollo integral de este grupo a través del establecimiento de un sistema de protección integral de garantías, que permita llevar adelante acciones de coordinación entre los diferentes poderes y órganos del Estado para promover, proteger y reparar los derechos cuando se vean contrariados. Dos importantes avances sobre esta materia se pueden identificar en el deber, por parte del Estado, de entregar asistencia jurídica especializada en materia de protección de derechos, y contemplar la existencia de una Defensoría de los Derechos de la Niñez que, si bien hoy existe como órgano autónomo, no está contemplada en la constitución de 1980.
En esta propuesta constitucional, la niñez y la adolescencia pueden ser reconocidas en su especificidad, pero también diferenciadas de otras instituciones sociales como la familia y la escuela, lo que históricamente ha generado un efecto de indiferenciación de las experiencias particulares que viven cotidianamente niñas, niños y adolescentes en diferentes contextos. Uno de los principales escollos para avanzar en el ejercicio efectivo de los derechos de la niñez son aquellas representaciones que los comprenden como una extensión o propiedad de sus padres, o como seres presociales que deben esperar para participar de la vida en sociedad. Por el contrario, lo que se ha observado en la vida cotidiana es que este grupo negocia, actúa, decide y tiene deseos, es decir, construye sus puntos de vista, los expresa de diferentes formas y afecta con su subjetividad su entorno más próximo. La experiencia muestra cómo los niños no están al margen de la vida social, sino que despliegan diversas estrategias de forma creativa desde donde interpretan, producen y aportan a la cultura, pero también a partir de las cuales resisten la reproducción de las asimetrías de poder que operan silenciándolos o excluyéndolos de ámbitos que son relevantes para sus vidas.
El reconocimiento de su capacidad de agencia y su rol como actores sociales no implica negar la condición de vulnerabilidad y dependencia que forma parte de la estructura de las relaciones entre la niñez y el mundo adulto. En consecuencia, el rol que tienen madres, padres y las familias en la protección de los derechos de la infancia es central en la propuesta constitucional, por cuanto el Estado también debe resguardar que niñas y niños no enfrenten situaciones que impliquen la separación de sus grupos familiares y apoyar a quienes ejercen roles de cuidado. En suma, niñas, niños y adolescentes son un grupo que requiere de especial cuidado y la Constitución, en ese sentido, puede ser un instrumento que permita aumentar los niveles de protección y, a la vez, revindicar los derechos de este grupo invisibilizado todavía en nuestros días en su condición de sujetos.
A pesar de que las transformaciones sociales y culturales sobre las representaciones de la niñez son procesos largos y complejos, su reconocimiento constitucional constituye un hito jurídico, político y ético de gran relevancia para pensar avances que posibiliten la construcción de una convivencia social de mayor integración, pero también el desarrollo de políticas públicas sensibles a las necesidades de este grupo. El nuevo texto constitucional propone que niñas, niños y adolescentes no solo sean vistos como sujetos que deben ser protegidos de riesgos y amenazas, sino también como personas que tienen la capacidad para actuar sobre sus propias vidas, sobre las vidas de otros y pueden participar progresivamente en la toma de decisiones sobre asuntos que les afectan, contribuyendo de forma activa con sus voces y puntos de vista.