El propósito, entre otros, de visibilizar los derechos culturales, es activar su musculatura y erradicar ese concepto de cultura controlada, que la reduce a una concepción estática con márgenes rígidos, distante de las personas, inocua, homogénea y sello de tradiciones patriarcales marcadas por la exclusión.
Por Andrea Gutiérrez
“Dame la perseverancia de las olas del mar,
que hacen de cada retroceso un punto de partida para un nuevo avance”.
Gabriela Mistral
De perseverancia estamos construidas, de este legado enorme que nos precede. Y desde allí es que me animo a traer una reflexión inicial que, provista de la cálida conversación colectiva con mis pares, me ha impulsado a hablar de derechos culturales. Más que encerrarme en un concepto quisiera dejar abiertas puertas y ventanas para quien quiera incorporarse a complementar, hacer crecer, dar vuelta o simplemente divagar sobre ellos, pues estoy segura que, desde mi (nuestro) lugar, carezco de la posibilidad de abordar todas sus dimensiones, y por eso decido recorrerlos por una ruta que siento más propia y que lanzo al ruedo con la esperanza de que sea habitada por ideas que quizás no alcanzaron a mis palabras.
Lo cierto es que el proceso constituyente es una instancia que aparece con un horizonte medianamente claro, un plebiscito que apruebe la construcción de una nueva constitución para Chile. No estoy considerando en este escrito la postura antidemocrática que me parece es optar por el rechazo, me emplazo a no quedarme varada ahí y a afinar el ojo aportando una nueva narrativa (no mía, por cierto) sobre los derechos culturales. La ruta que he elegido es desde una perspectiva feminista. No puedo hacerlo de otra forma, pues es desde ésta que quiero que avizoremos la reformulación del orden social de significaciones hegemónicas, patriarcales y colonialistas. Trato de no permitirme ninguna conversación social sin tener alerta los sentidos a cuál es realmente el tablero en el que estamos desplegándonos.
Me interesan los derechos culturales por dos motivos. Primero porque son derechos humanos. Y segundo, porque garantizarlos nos permite entrar en la disputa de un cambio paradigmático y no funcional, donde el mundo de las artes y las mujeres podemos implicarnos en dar cabida a nuevas formas de (re)conocimiento a voces que han sido silenciadas por el canon. El primer obstáculo que debemos sortear es el desconocimiento de estos derechos, más allá de su enunciado. Los derechos culturales se instituyen cuando se los consagra como derecho humano en la Declaración Universal de Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948, emitida por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en el artículo 27, que señala que: “Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten, toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora, con el propósito de proteger el acceso a los bienes y servicios culturales, protege el disfrute de los mismos y su producción intelectual”.
Pero en la declaración universal, las culturas son mucho más que un artículo. Son consideradas también uno de los mecanismos indispensables para hacer posible la existencia y validez de los derechos fundamentales. El propósito, entre otros, de visibilizar los derechos culturales, es activar su musculatura y erradicar ese concepto de cultura controlada, que la reduce a una concepción estática con márgenes rígidos, distante de las personas, inocua, homogénea y sello de tradiciones patriarcales marcadas por la exclusión. La promoción de su urgente consideración en una nueva Constitución busca tener en cuenta permanentemente la diversidad cultural, admitiendo su naturaleza dinámica, dialogante, abierta, sostenida por las percepciones, opiniones y acciones de una comunidad en movimiento. Vimos mucho de esto en la contienda simbólica de octubre en adelante, donde las manifestaciones culturales que emergían libres eran aplastadas por el blanco uniforme para silenciarlas. Es relevante que nos preguntemos qué tradiciones queremos mantener, qué practicas culturales queremos cambiar, a quién falta por sumar, cómo está y cómo estará representada la voz de las mujeres en todo aquello.
Otro desafío interesante que creo podemos darnos es la tarea de revisar las recomendaciones de las relatoras especiales de derechos culturales de la ONU. Particularmente Farida Shaheed y Karima Bennoune, quienes han mostrado un compromiso con el ejercicio de los derechos culturales de las mujeres en el mundo, pues sabido es que la participación libre de la mujer en la vida cultural es restringida por múltiples mecanismos coercitivos y estructurales, que muchas veces no detectamos o asociamos únicamente a prácticas o privaciones brutales que ejercen ciertas culturas. Pero lo cierto es que la participación y expresión cultural de las mujeres vive también limitaciones que tenemos integradas como propias del género, como son la doble o triple jornada laboral que coarta sus libertades o las múltiples manifestaciones de violencia física, política, económica y simbólica. Estos y otros impedimentos están presentes en la vida de las mujeres tanto para el disfrute, como en la realización de sus creaciones artísticas.
Por ello agregaría a esta reflexión la invitación a revisar las investigaciones de pensadoras feministas como Rita Segato, que han problematizado sobre la violencia como presencia limitante estructural en la vida de las mujeres, o Alejandra Castillo, en torno a las limitaciones políticas de la mujer en la esfera pública androcéntrica, pues nos ayudan a mantenernos despiertas y críticas. La participación y representación pública de las mujeres está atravesada por sus condiciones de vida y esto se manifiesta con claridad en la esfera cultural, reconocerlo es una manera de hacer frente al sistema de dominación del que somos parte tanto hombres como mujeres.
Los derechos culturales como ejercicio colectivo configuran un motor de transformación social, por ende, de interés para quienes creemos que nos debemos como sociedad una revisión profunda en las dinámicas sociales, entre ellas las relacionales de poder, presentes en las condiciones laborales, las formas de representación del género, la libertad de expresión y creación, el reconocimiento a los pueblos indígenas y la participación cultural. Levantar este debate nos permitiría ampliar la discusión.
La ocupación contingente del sector cultural, tan necesaria para afrontar la emergencia, debe ser nutrida o enmarcada en una conversación mayor que desborde los límites de la estructura sectorial fragmentada, que nos tiene de cabeza en la política correctiva, a la que no le resto valor, pero estoy segura que esta red puede fortalecerse si también nos damos a pensar en una matriz estructural que supere el modelo subsidiario que, a través de sus sistemas de producción, promueve la atomización y las fracturas.
Ampliar la mirada con una reflexión transversal nos daría la comunión y libertad para impugnar discursos hegemónicos y normas culturales impuestas. Este es el momento para aquello, para cambiar la forma en que hemos dialogado los últimos treinta años y sumarnos sin complejos a la radicalidad de la crisis que desató la revuelta social. Las injusticias, violencia y desigualdades que reclama el sector artístico cultural, nos anteceden y no obedecen exclusivamente a nuestra realidad actual. Reitero, majaderamente, que obedecen a un orden estructural, que a pesar de que se presente frente a nuestros ojos con las particularidades que tiene nuestro quehacer, forma parte del descontento que nos activó en las calles pidiendo dignidad. No podemos dejar de habitar esta realidad trastocada, pero sí podemos hacernos conscientes y volcarnos como cuerpo a un debate y una reflexión que nos implique, más allá de la demanda inminente, para que no confundamos la premura del hoy con el mañana que queremos construir.
Además de lo escrito, quiero terminar de relacionar los derechos culturales como una demanda que debiese ser absorbida por el movimiento feminista. Aunque ya lo es, aún falta nombrarla. Sabido es que para el movimiento feminista la defensa de los derechos humanos no es un ámbito desconocido, así como para la defensa de los derechos humanos no es novedoso el rol fundamental y protagónico de las mujeres, incorporar la dimensión de los derechos culturales como parte fundamental y transversal de los derechos humanos, tal y como lo señala el informe de la relatora especial en derechos culturales de la ONU: “los derechos culturales de la mujer proporcionan un nuevo marco para promover todos los demás derechos. La realización de la igualdad de derechos culturales de la mujer debería ayudar a reconstruir el género de manera que trascienda los conceptos de inferioridad y subordinación de la mujer, mejorando así las condiciones para el disfrute pleno y en pie de igualdad de sus derechos humanos en general. Esto requiere un cambio de perspectiva: de considerar la cultura un obstáculo a los derechos humanos de la mujer a garantizar la igualdad de derechos culturales de la mujer.”
El motivo es nítido, pues el feminismo tiene ese llamado superior de transformación del orden social que debe ser cultural, no debe ser nunca el poder por el poder, debe surgir de la búsqueda incesante de la deconstrucción neoliberal y patriarcal. No queremos buscar cupos en un espacio público cuyos márgenes nos oprimen, queremos transformarlo. Pero además estamos dispuestas, desde las redes que habitamos, a reflexionar junto a nuestras compañeras para aportar. Pues tal como señala Miranda Fricker “no podemos hablar de sociedades que respetan los derechos culturales, y mucho menos los de las mujeres, si no cuestionamos cómo estamos construyendo en nuestras democracias”. Y ése es precisamente el momento en que nos encontramos, porque como mujeres y particularmente como creadoras y trabajadoras culturales, poseemos un espíritu crítico que se nutre de la sabiduría del colectivo histórico y sus experiencias de vida.
Me motiva creer que nos situamos en este desafío mayor, el de promover y discutir los derechos culturales en profundidad. Que es, a su vez, discutir el cambio de las estructuras democráticas con sentido de pertenencia desde donde estamos situadas. Así podremos ir más allá de la frase armada de campaña, implicándonos con la conciencia despierta de que la existencia del cuerpo legal no garantiza per se un ejercicio pleno, pero que la disputa también es simbólica, no en un afán minimizante, sino que en aquél más profundo, complejo y arraigado socialmente, aquél que sustenta e impulsa la realidad material.
Quisiera también alentar a quienes son más escépticas y escépticos a que legislar sobre esto no implica la necesidad de tener un concepto previo de culturas, tampoco significa normar aquello que nunca será regulable. Mi propósito es hacer germinar la inquietud y la rebelde esperanza de que sean también los derechos culturales una posibilidad de subvertir el orden androcéntrico, que nuestras olas obstinadas se hagan presentes en la participación cultural, considerando que el disfrute de este derecho protege la dignidad de las mujeres y las niñas en sus culturas y resuenan en un relato de un estado plurinacional que nos incluya cabalmente.