“El mundo político, empresarial y académico no ha sabido entender cómo la ciudadanía habita los territorios, algo que se volvió evidente en la crisis social que comenzó en Chile a partir del 18 de octubre. Tampoco estamos entendiendo las dificultades que enfrentan, en lo cotidiano, la mayoría de los habitantes”.
Por Paola Jirón
Esta pandemia global revela lo fundamental que resulta hoy la movilidad en todos los aspectos del mundo social, en múltiples escalas, con diversas relaciones y dimensiones, y al mismo tiempo enciende la alerta sobre los efectos impredecibles que su restricción implica en términos de desigualdades. Esto no sólo se refiere a lo esencial de la movilidad con relación al uso del espacio público y el transporte –que muchos hemos tenido que abandonar–, sino que también a comprender que, pese a que nos quedemos quietos, muchas otras cosas se siguen moviendo, lo que permite que muchos nos mantengamos fijos. Esta es parte de la importancia de los territorios relacionales y móviles en el nivel macro de la vida cotidiana.
El territorio relacional va mas allá de entender a la ciudad meramente como contenedora, como un lugar donde sucede la vida, como un espacio visto desde arriba que podemos controlar o definir cómo se va a comportar. Entender el territorio relacional implica reconocer que este nos impacta así como nosotros lo impactamos con nuestras prácticas y que lo que sucede en un lugar tiene impactos en otro, aunque sea lejano y a veces imperceptible. También implica entender que no es igual para todos y que diversas personas lo viven de manera distinta según sus múltiples identidades. Y, sobre todo, es comprender que el territorio es dinámico. Es decir, que los territorios no son fijos, ya que quienes los habitamos, humanos y no humanos, los vivimos en constante movimiento.
En esta línea, la movilidad o, más precisamente, las movilidades, pueden ayudar a comprender la importancia del territorio en la crisis actual. La movilidad no se refiere sólo a la manera en que las personas, sus cuerpos, las cosas –incluidos los virus– y las enfermedades se mueven, sino que también a cómo se encuentran interrelacionadas y son interdependientes con la movilidad –virtual, imaginativa y comunicativa de recursos, ideas, conocimiento, dinero, trámites, pedidos– todos los otros movimientos que nos permiten desplazarnos en el mundo actual. En concreto: ¡todo se mueve! Y, al mismo tiempo, estas movilidades también se encuentran inexorablemente vinculadas a múltiples formas de inmovilidad.
Esto quiere decir que para que yo pueda funcionar desde mi casa, otros se siguen moviendo, incluidas aquellas personas que retiran la basura, realizan repartos a domicilio, manejan buses, son funcionarios públicos o profesionales de la salud y, también, los bancos que siguen circulando dinero, los medios de comunicación que siguen transmitiendo imágenes o los miles de mensajes que continúan circulando por las redes sociales para mantener la cercanía social pese al distanciamiento físico. En otros términos, aquellas personas que podemos permanecer fijas en estos momentos somos las privilegiadas, tenemos el lujo de poder mantenernos en casa.
Es precisamente este privilegio de inmovilidad el que nos ha develado la fragilidad, precariedad y desigualdad del sistema en el que vivimos hoy, ya que la salud, el comercio, los cuidados, el transporte y el empleo son demasiado frágiles, lo que hace que en menos de una semana millones de personas hayan quedado sin remuneración y a merced de sistemas que no dan abasto. La precariedad se expresa en las formas de vivir, donde los más pobres tienen que seguir funcionando, arriesgando su salud y la de los demás; muchas mujeres tienen que dedicarse al cuidado de los niños y enfermos y, además, seguir trabajando; muchos adultos mayores, que ya se encontraban solos, tienen que aislarse aún más para no morir; incluso algunas mujeres deben permanecer encerradas con sus posibles victimarios.
Se habla de aislamiento, pero la reclusión no es posible para todos. Dejar en cuarentena a algunos para que no continúe el esparcimiento del virus se presenta como la única solución. Sin embargo, esta mirada fija del territorio no concuerda con la dinámica móvil del virus y de las personas que lo portan. En otras palabras, es difícil pensar que dejando a algunos pocos inmóviles en sus casas vamos a controlar el contagio, ya que el resto de la población se sigue moviendo. Esta es precisamente una forma en que los fijos pueden permanecer en sus privilegios. Sin embargo, este privilegio de la inmovilidad durará muy poco porque el territorio se mueve, porque todo se mueve.
Al ser interdependientes, cada vez que solicitamos un delivery, que pasan a retirarnos la basura, que los conserjes de edificios llegan a trabajar o que alguien cruza la zona de cuarentena, las probabilidades de que el virus circule aumentan. La preocupación en estos momentos es que aquellos que están en estas zonas no salgan, pero quienes están guardados también pueden contagiar a los que están fuera sólo por la interdependencia de la movilidad.
Esta crisis devela grandes desigualdades territoriales no únicamente por la falta de atención a los campamentos sin agua, la mala dotación de servicios de salud y otras infraestructuras en áreas más pobres de la ciudad, sino que, principalmente, por no contemplar que el territorio se mueve a medida que las personas se mueven y que, entonces, muchas personas están obligadas a moverse para subsistir. Esto significa que muchos tienen que salir a trabajar en auto, bici, caminando o en transporte público, y que muchos también tienen que hacer trámites, ir al médico, sacar licencias, permisos, cobrar cheques o seguir tratamientos.
Se habla de formas de controlar el territorio desde la inteligencia territorial, es decir, a partir de sistemas tecnológicos inteligentes. Y sería muy útil contar con dicha información, sin embargo, por mucho que existan los softwares y capacidad técnica de manejar grandes bases de datos inteligentes –que permitan hacer proyecciones, modelar el futuro y controlar a la población–, nuestros datos y formas de enfrentar la crisis son precarias, particularmente cuando no existe claridad respecto a cómo manejar dicha crisis. Hemos visto que no sabemos cómo pararnos en una fila para comprar en el supermercado manteniendo la distancia; cómo los lugares donde es necesario hacer trámites no cuentan con los implementos de seguridad para sus empleados y menos para los clientes; y cómo los centros médicos que debieran hacerlo, no cumplen los protocolos. No se trata de que los datos no sean fidedignos, sino que son incompletos. Existe mucha información difícil de obtener de los sistemas de grandes datos que resultan cruciales al momento de tomar decisiones, más allá de controlar y saber dónde están las personas a cada momento.
Esto significa que los habitantes de la ciudad llevamos en nuestros cuerpos un tipo de inteligencia que nos permite enfrentar esta crisis de otra manera o de formas complementarias. Pero el mundo político, empresarial y académico no ha sabido aprovechar dichos saberes ni entender cómo la ciudadanía habita los territorios, algo que se volvió evidente en la crisis social que comenzó en Chile a partir del 18 de octubre. Tampoco estamos entendiendo las dificultades que enfrentan, en lo cotidiano, la mayoría de los habitantes. Débilmente comprendemos la diversidad de experiencias de este habitar, pues no todos habitamos de manera similar. Las decisiones de la vida cotidiana se toman considerando muchas dimensiones con las que vivimos todos los días, y aún no comprendemos cómo las materialidades, los objetos, el espacio generan e inhiben posibilidades para las personas.
La forma en que expertos de distintas disciplinas descomponen su especialidad, fragmentan el territorio como forma de comprender la ciudad y la intervienen con sistemas e infraestructuras aisladas entre sí da cuenta de la exigua comprensión que existe respecto a cómo vivimos desde esta forma parcial y sectorial de pensar e intervenir, la que fragmenta aún más la vida de las personas y, por ende, las precariza.
Que Chile se sorprendiera con una crisis que no veía venir nos develó la poca conexión que existe entre las disciplinas que mantienen fragmentados su análisis y aplicación a políticas públicas. La inteligencia territorial debiese ir más allá de contar con datos macro sobre cómo se comportan de manera agregada los individuos. Es fundamental contar con la inteligencia situada, proveniente de lo/as mismos habitantes para enfrentar esta crisis. No es que el conocimiento de los expertos no sirva, sino que es incompleto y requiere complementarse y mediar con muchos otros conocimientos. Y eso es urgente hoy: reconocer el habitar y en particular el conocimiento habitado.
Este conocimiento nos muestra fragilidad y precariedad en nuestro habitar y, a la vez, nos devela otras formas de vivir entre nosotros y nos demuestra altos niveles de colaboración, solidaridad, preocupación por el prójimo; ingenio y astucia para enfrentar la crisis; formas alternativas y creativas de movimiento que nos permitirán salir mejor de esto. De estos saberes podemos aprender tanto en tiempos de crisis como en los momentos en que tengamos que retomar la vida, que definitivamente será distinta. Y la manera de pensar las ciudades debe empezar a comprender estas formas móviles en que se habitan los territorios, no sólo para algunos privilegiados, sino que para todos.