Ángel Parra habría celebrado su cumpleaños número ochenta el 27 de junio de 2023, año en que la colección de sus objetos y archivos llegó desde París al Museo Violeta Parra. Desde allí se extenderá al público una invitación a conocer la vida intensa, itinerante y comprometida del cantor que en estas páginas evocan sus hijos Ángel y Javiera.
Foto: Joel Saget / AFP
En su vida de destierros y regresos, Ángel Parra (1943-2017) construyó versos y canciones, elaboró repertorios y discografías de largo aliento, levantó una peña folclórica en su país natal y otras después en sus viajes, y confeccionó instrumentos, accesorios para tocar su guitarra y juguetes. Juguetes de madera: ese es un oficio que aprendió mientras fue preso político en un campo de concentración tras el golpe de Estado de 1973, y que le permitió en adelante construir desde pajaritos tallados hasta un caballo de patas móviles para tirar con un cordel y jugar a galopar en el aire, según sabe, en detalle y de memoria, su hija Javiera.
—Y era divertido, porque el caballito tenía un jinete, que en realidad era él. Era el bandido americano, que es la portada de ese disco donde mi papá sale con un sombrero y un pañuelo —recuerda ella—. Y la cara era igual.
Ese autorretrato en miniatura, hecho a imagen y semejanza del personaje ilustrado en la tapa del disco El bandido americano viene a bailar que Ángel Parra publicó en 1988, estuvo por décadas entre el bagaje conservado por el autor chileno en el pequeño departamento o studio parisino que tuvo como lugar de trabajo y creación, desde los años del extrañamiento al que fue confinado por la dictadura de Pinochet hasta su muerte en 2017, a los 73 años. La prisión en la que aprendió ese oficio y el exilio en el que debió construir una nueva vida son dos de los muchos aspectos en la biografía de Ángel Parra de los que hay huella en sus objetos atesorados. Fiel a la mencionada vida de idas y regresos de su dueño, ese equipaje también terminó por cruzar el océano para quedarse en Chile, recibido este año en el Museo Violeta Parra (hoy albergado en el MAC Quinta Normal), donde está siendo catalogado e inventariado para una futura apertura al público. Montado en su caballo de madera para galopar sobre el aire, el bandido americano viene a bailar esta vez de vuelta al país donde nació.
***
En el número 87 de la rue de l’Ouest, barrio de Montparnasse, estaba el lugar de trabajo del artista, y es un sitio familiar para su hijo, el también músico Ángel Parra, quien pasó ahí parte de su formación juvenil como guitarrista mientras estudiaba en París entre 1985 y 1988.
—Las cosas que están en ese lugar representan la historia de los cuarenta años de estadía de mi padre en Francia —dice Ángel hijo—. Instrumentos, escritos, fotos, muchos casetes, una tornamesa, sus vinilos… por ejemplo, había cuadernos de música, de partituras, de cuando mi papá tomó clases de guitarra antes del golpe. Y ahí está su escritura, hay unas pequeñas líneas de solfeo, es muy tierno. En ese lugar tenía su guarida y su mundo.
Ese solo inventario preliminar esbozado por su hijo muestra cómo los archivos de Ángel Parra sobrepasan incluso su estada de décadas en Francia, para desbordar hacia etapas anteriores y extender una invitación a conocer su vida completa. Nacido en 1943 en Valparaíso, con doce años ya estaba acompañando a su madre, la eminente folclorista y creadora Violeta Parra, a recopilar saberes de cultores tradicionales. Empezó a grabar en 1958, y entre 1961 y 1964 emprendió junto a su hermana Isabel Parra y a su madre un primer viaje a Europa, a cuyo regreso inauguró en 1965 y, también con Isabel, un escenario memorable en Santiago para la música chilena en la Peña de los Parra.
Detenido tras el golpe de Estado como parte de los atropellos a los derechos humanos desatados por la dictadura desde el mismo 11 de septiembre, Ángel Parra pasó por los centros de prisión y tortura del Estadio Nacional y el campo de concentración de Chacabuco en 1973 y 1974, antes de partir al exilio, primero a México, en 1974, y luego a Francia, en 1977. Desde ahí y por escenarios de diversos continentes se hizo parte del movimiento cultural y político de solidaridad con Chile. Su compañera de vida a contar de entonces, Ruth Valentini, asumió décadas después el trabajo de recopilación y sistematización de los archivos que este año hizo llegar al museo. Sus descendientes Ángel y Javiera Parra complementan a su vez ese legado con las memorias personales de distintos momentos del recorrido de su padre.
***
A la casa de la avenida Los Leones 1278, en Santiago de Chile, se remontan los primeros recuerdos de familia de Ángel y Javiera. Es el lugar donde crecieron junto a su madre Marta Orrego y su padre, y donde vivían cuando Ángel Parra fue hecho prisionero.
—A los siete años ya me daba cuenta de lo que estaba pasando —dice su hijo— y lo entendí de sopetón el día en que se llevaron preso a mi papá. Me acuerdo patente de ese momento, de que estaba con mi hermana ese día. Estuvimos al cuidado de mis hermanas grandes en la casa de Los Leones durante los meses que estuvo preso, en Chacabuco y antes en el Estadio Nacional, donde mi mamá fue como quinientas veces a preguntar si estaba ahí.
El mismo Ángel guarda otra impresión del verano siguiente, a comienzos de 1974 en el balneario de Isla Negra.
—Un día apareció mi papá, y el recuerdo es impactante. Esa noche me acompañó a la cama, me contó unos cuentos, yo le pregunté sobre lo que había pasado y no me contó nada salvo las cosas creativas y los espectáculos que hacían en Chacabuco. Las cosas que un niño podría entender—recuerda. Fue esa vida la que la familia abandonó en 1974 para partir a México, desde donde Marta, Ángel hijo y Javiera volvieron a Chile en 1977, mientras el padre partía a Francia.
—Con el preámbulo de la visita que ellos tuvieron junto a la Violeta (en 1961), mi papá tenía una conexión con Francia superespecial —comenta Ángel, y Javiera pone en contexto:
—Era la época de la resistencia y de los conciertos solidarios, lo que agregaba un punto más contradictorio aún al momento del que venía mi papá: post-cárcel, post-Chacabuco, post-torturas, post-pérdida de amigos, quiebre matrimonial, inestabilidad anímica. Él iba a Japón, a Rusia, tocaban por todos lados; me acuerdo del Auditorio Nacional en México repleto, lleno varias veces, y venían Silvio (Rodríguez), Pablo (Milanés), Serrat, todos colaboraban en esos conciertos gigantescos, no solo para Chile sino para Latinoamérica.
***
París, diciembre de 1987: es la data inscrita al pie de una misiva que Ángel Parra escribió para un amigo, pero que también es una carta abierta a modo de manifiesto de esos días, dirigida a Víctor Jara como destinatario simbólico. Forzada a mostrar signos de apertura después de catorce años de represión y terrorismo de Estado, la dictadura chilena había empezado a “autorizar” el regreso de personas exiliadas, en listas entre las cuales en los últimos días de 1987 figuró Ángel Parra.
“Formaba parte de los perdonados, era parte del paquete de regalo de Pascua que la dictadura ofrecía este año”, escribe el autor en esa conversación imaginaria con Víctor Jara, asesinado por militares en 1973. “Perdón, ¿pero de qué, Dios mío, me pregunto? ¿Me están perdonando tus 40 balas por la espalda? ¿Mi padre a quien no volveré a ver? (…) Parece que debo hacer una reverencia y agradecer el perdón del régimen”, agrega, antes de revelar a su amigo una decisión: “No acepto los perdones ofrecidos”.
Recién un año y medio después, Ángel Parra aterrizó en Santiago de Chile, en un regreso rubricado como documento con el disco en vivo que grabó en el Teatro Teletón, junto a su hijo Ángel y al bajista Pablo Lecaros en el escenario, el 6 de mayo de 1989.
—Verlo volver fue increíble, la intensidad de estar en Chile, la cantidad de amigos… hicimos una gira en van de Arica a Punta Arenas y mi papá estaba extasiado por el cariño de la gente —recuerda su hijo, antes de conectar ese recuerdo con una memoria previa—. En el campo de concentración lo habían querido obligar a cantar temas de los Quincheros y todo eso, y siempre se negó. Él nunca nos habló de eso, pero compañeros de prisión como Ángel Arias o Juan Botto me contaron cosas que me removieron. Mi papá volvió a Chile con la dignidad de cantar “Cuando amanece el día” y ya nadie lo podía censurar. Dijo “No pienso pedir perdón” y eso es un gesto de valentía increíble.
—No fue altanero, soberbio ni nada por el estilo, pero con un nivel de orgullo bien puesto. Algo que nunca en la vida hizo fue quebrar eso. La dignidad. Tenía una concepción del honor muy bella. Decidió volver al final, porque lo que él quería era eso: era decir “yo vuelvo cuando yo quiera a mi país”. Siempre chorizo. Nunca in-chorizo —sonríe Javiera—. De hecho, el rol de mi papá nunca fue el de víctima. Nunca nos contó lo que le había pasado (en prisión). Y siempre lo que nos unió fue el humor. Ese era el lazo indestructible con él.
Aunque su retorno a Chile nunca fue definitivo, desde 1989 Ángel Parra retomó un contacto con el país en viajes frecuentes y en prolíficas grabaciones, muchas de ellas compartidas con Ángel hijo y Javiera Parra en la producción musical y las voces, respectivamente.
—Siempre nos metió, al Angelito lo hizo tocar con él desde muy chico y cada vez que íbamos a Francia trataba de que yo cantara un par de canciones o algo de la Violeta —recuerda Javiera—. Nos subía al escenario casi sin preguntarnos. “¿Usted, mijita, va a cantar hoy día conmigo ‘Run Run’?”. Y yo, así como: “Sí”. Veníamos tocando con mi papá y teníamos ese ejercicio más o menos hecho.
—Cuando llegué a Francia fue muy bonito ese intercambio que tuvimos con la influencia del jazz que yo llevaba —agrega Ángel—. Él siempre estaba despierto a aprender, es algo que heredó de su mamá, también. Y eso me hizo bien en mi formación como músico, para aprender a no tener protagonismo. O sea, hice giras con mi papá, y en todos esos conciertos yo era un guitarrista que estaba empezando, era él el centro de atención y tuve que aprender a costalazos a acompañarlo.
Solo al cierre de esa saga de discos compartidos los roles se dieron vuelta, en Las últimas composiciones de Violeta Parra, la nueva lectura del histórico LP grabado por Violeta Parra en 1966. La recreación de ese trabajo en 2017 fue dirigida por Ángel hijo, con la participación de su padre y de Javiera Parra entre un elenco de voces invitadas.
—Es increíble el nivel de agradecimiento a mi hermano por haberme invitado a participar de ese disco —reconoce ella—, donde grabamos las canciones guiados por el consejo de mi papá. Él estaba enfermo, pero estoico, nos escuchaba, se emocionaba mucho de ver la búsqueda que estábamos haciendo, y era la mejor manera de consolarnos como hermanos por lo que nos estaba pasando por la pérdida del papá. Cantar ese repertorio para mí fue el homenaje directo a mi padre.
También en un disco compartido está la primera constancia de ese vínculo. Es Al mundo-niño le canto, LP que Ángel Parra grabó en 1968 y donde, si bien sus hijos eran demasiado jóvenes para participar, sí están presentes en “Canción para Angélico” y “Canción para Javiera” como parte del repertorio. Y es todavía un recuerdo de niñez, el primero que Ángel hijo tiene sobre esa música:
—Cuando volvimos de México había un mueble en la casa donde mi papá tenía el tocadiscos, la grabadora de reel, y ahí estaba ese disco, que fue el que me ayudó a procesar todos mis problemas de infancia. En ese living estaba el teléfono por el que hablábamos con mi papá y le grabábamos casetes con unas especies de programas de radio en que le cantábamos y hablábamos.
—Ese disco es reflejo de una etapa muy feliz de mi papá —refiere Javiera—, que es la Peña de los Parra, él produciendo discos, lleno de gente joven, montando canciones con Víctor (Jara), con Rolando (Alarcón), con la Chabe (Isabel Parra), casado con mi mamá, con el Angelito y conmigo guaguas, con la UP, donde iban a hacerse tantas cosas bonitas. Entonces, claro: cuando uno habla ahora de los cincuenta años, nadie habla de toda esa luz detrás de los cincuenta años. Y nadie habla del quiebre que fue para esos miles de personas que votaron, porque Allende ganó por voto popular. Había una efervescencia creativa sobre todo muy linda. Para mí esa es la época más feliz de mi papá. Una época iluminada.