A 50 años del golpe civil-militar, las ciudades chilenas continúan funcionando bajo la premisa neoliberal, es decir, como espacios dominados por el consumo, segregados y excluyentes. Sin embargo, los esfuerzos por recuperar el disfrute de la vida urbana y las oportunidades, especialmente para quienes han sido privados de ello, permanecen como un desafío.
Crédito: Cris Bouroncle / AFP
El derecho a la ciudad fue definido en 1968 por Henri Lefebvre como un clamor y una demanda, un llamado radical y revolucionario a la acción, a la apropiación de la vida urbana, donde seamos todas y todos quienes construyamos y disfrutemos de la ciudad. El golpe civil-militar de 1973 provocó un trágico y abrupto corte a todo intento por avanzar hacia ciudades y barrios más justos e inclusivos desde la autogestión popular, el activismo o la propia política estatal. Amparada en el terror, la dictadura inició una serie de medidas que reconfiguraron las bases de la ciudad y la llenaron de máquinas generadoras de riqueza y espacios de consumo, garantes de una vida individualista y segregada. Si entendemos las ciudades no como meros repositorios de prácticas sociales, sino como partes constituyentes —condicionantes de y condicionadas por— dichas prácticas, podremos ver como el espacio urbano es reflejo de las políticas y la ideología impuestas a partir de 1973.
Tras el golpe, la ciudad comenzó a entenderse como un poderoso dispositivo de generación de riquezas mediante la explotación del suelo y la mercantilización de la vivienda y la vida urbana. La infame Política Nacional de Desarrollo Urbano, de 1979, definiría el suelo como un bien no escaso, cuyas reglas de localización e inversión en vivienda serían dictadas por los principios de la oferta y la demanda, lo que inició un proceso especulativo sobre el suelo garantizando la ganancia inmobiliaria. Estos cambios implicaron un abrupto debilitamiento de la planificación urbana y territorial, reduciéndola a instrumentos reguladores. Los ajustes a esta política, realizados en 1985, solo operarían como tibios cambios a una visión de ciudad donde el mercado se constituye como el principal determinante del desarrollo urbano.
La violencia y represión en poblaciones y campamentos también tuvo profundos impactos en la configuración de la ciudad. A las graves violaciones a los derechos humanos sufridos por pobladoras y pobladores de escasos recursos se sumó un proceso de segregación a gran escala, correspondiente a las operaciones de erradicación de más de 28 mil familias provenientes de comunas como Las Condes, Ñuñoa o Santiago, relocalizadas en comunas periféricas como La Granja, Puente Alto o Pudahuel, carentes en ese entonces de equipamientos, infraestructura y conectividad adecuada. La desarticulación y eliminación de asentamientos populares como solución habitacional, así como los simbólicos cambios de nombres de poblaciones emblemáticas —como Nueva La Habana, hoy Nuevo Amanecer en la comuna de La Florida— son muestras de un engranaje represivo profundamente conectado con los procesos de desarrollo urbano neoliberal: especulativo, segregador, excluyente y generador de riquezas en nuevos suelos y áreas de oportunidad disponibles.
Si el mercado del suelo se convirtió en un activo de enriquecimiento y acumulación basada en operaciones de desarrollo urbano, la vivienda social, de acuerdo con los investigadores Hidalgo, Paulsen y Santana, dejaría de ser vista como un derecho social y se convertiría en un nuevo engranaje del mercado inmobiliario. Bajo el principio de la subsidiariedad, y como parte de los procesos de desarticulación de las políticas sociales y el debilitamiento del Estado, la vivienda se sustentaría en la postulación individual y despolitizada, y en la competencia entre quienes no pueden acceder al mercado, rompiendo con toda idea de construcción colectiva y colaborativa. Esta base, que hasta hoy sostiene la política habitacional subsidiaria chilena, dejó un déficit cercano al millón de viviendas hacia el retorno a la democracia y gatilló una producción masiva de viviendas bajo la misma estructura de financiamiento público y ejecución privada, lo que agudizó la segregación y fragmentación de la ciudad a gran escala.
Las transformaciones estructurales de la dictadura, amparadas en la violencia y el autoritarismo, suprimieron temporalmente la acción política y popular como motor para ejercer el derecho a la ciudad, imponiéndose el llamado libre mercado y la privatización de la vida cotidiana por sobre los principios de equidad y redistribución. Sin embargo, las luchas de la época por la recuperación de la democracia y la libertad siempre estuvieron relacionadas a la ciudad, a la resistencia en las poblaciones y a la recuperación del espacio público. Cuando son los propios habitantes quienes se apropian y resignifican sus espacios comunes, antes expropiados por la fuerza, es cuando resurge el derecho a la ciudad.
Reconquistar este derecho es un proceso lento y complejo, y está en nuestras manos hacernos conscientes de él para ejercerlo. El clamor y la demanda suelen surgir en momentos de crisis, donde las alternativas se hacen más visibles: la lucha por la vivienda digna y bien localizada, la superación del modelo subsidiario o al menos su uso desde una perspectiva colectiva y colaborativa; la creación de espacios autogestionados, la protesta social y las acciones colectivas contra la gentrificación de barrios; la oposición a las zonas de sacrificio y un largo etcétera. La espiral ascendente de manifestaciones masivas en Chile, cuyo apogeo fue el estallido social de 2019, indican que muchos cambios son necesarios, y nuestros espacios públicos son la plataforma para expresarlos.
A 50 años del golpe civil-militar, las ciudades chilenas continúan funcionando bajo la premisa neoliberal, expresada en espacios segregados, excluyentes y dominados por el consumo. Sin embargo, los esfuerzos por recuperar el disfrute de la vida urbana, de las cercanías y de sus oportunidades, especialmente para quienes han sido sostenidamente privados de ello, permanecen como un desafío. El derecho a la ciudad no es algo dado por una institución o por una norma, es una conquista colectiva cuyo norte se ve lejano, pero cuyas posibilidades de ejercerlo están frente a nosotros.