El periodista estadounidense, académico y excorresponsal en Chile durante la dictadura estuvo en Santiago en septiembre de este año para presentar el libro Chile en el corazón (Debate), una investigación sobre los secuestros y asesinatos de dos ciudadanos de Estados Unidos pocas semanas después del golpe militar. Colaborador activo en la prensa chilena, Dinges mira con preocupación la falta de pluralismo en los medios locales y advierte de los riesgos de culpar a fuerzas externas por el golpe de 1973.
Por Sofía Brinck
Fotos: Alejandra Fuenzalida
El sábado 7 de agosto de 1976, el diario estadounidense The Washington Post publicó un artículo titulado “A U.S. Dilemma: Chileans Vanish” (“Un dilema para Estados Unidos: chilenos se desvanecen”). El texto podría haber sido uno más en la extensa cobertura internacional que tuvo la dictadura, si no fuese por una particularidad: fue una de las primeras alertas en la prensa extranjera de que chilenos y chilenas estaban desapareciendo luego de haber sido detenidos por fuerzas de seguridad estatales. La nota denunciaba cinco ciclos de desapariciones desde 1974, cada uno dedicado a un grupo político específico, y concluía con una hipótesis que ganaba fuerza entre abogados y grupos de derechos humanos de la época: quienes habían desaparecido estaban muertos. El artículo no tenía firma, solo advertía que era un despacho especial para el periódico.
Cuarenta y siete años después, el periodista John Dinges (Iowa, 1941) recuerda que en sus días como corresponsal de The Washington Post y la radio ABC en Chile —uno de los pocos periodistas estadounidenses que vivió en el país durante esos años— debía firmar con un seudónimo o simplemente no firmar, para no poner en riesgo su seguridad y su vida. La nota era suya, pero el crédito de la investigación era compartido.
“Durante la dictadura casi no había competencia periodística, era más importante colaborar. Había muchos periodistas chilenos que no podían publicar acá y que me daban sus notas, para que se supiera afuera”, recordó en una clase magistral que dio en septiembre pasado en la Facultad de Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile. El problema del artículo fue cómo explicarle a sus editores estadunidenses lo que estaba pasando: en el diario querían usar la palabra missing, que significa que algo falta o está perdido. Pero, para Dinges, eso no lograba describir la realidad que se vivía en Chile y peleó por que se cambiara por dissappeared, desaparecidos, que finalmente no se usó en el título, pero sí en el cuerpo del texto. Sería probablemente —según sus recuerdos y los de la periodista María Olivia Mönckeberg, también presente en la sala— la primera vez que se usaba ese término en la prensa para referirse a las más de tres mil personas que serían víctimas de desaparición forzada durante la dictadura.
“La palabra ‘desaparecido’ no se usaba en Chile, pero porque no había posibilidades de una conversación libre”, aclara Dinges. No recuerda si fue el primero o no, pero sí sabe que una de sus fuentes, el abogado José Zalaquett, ya la acuñaba para tratar de explicar los patrones de la represión.
Dinges había llegado a Chile en 1972, siguiendo el proyecto de la Unidad Popular. El golpe lo marcó profundamente, pero en lugar de retornar a su país, decidió quedarse. Desde ese momento, ha estado ligado a Chile: trabajó como corresponsal varios años y ha sido fundador de diversos proyectos fundamentales del periodismo nacional, como la revista de oposición Apsi (1976-1995), el Consorcio de Investigación Periodística (CIPER), junto a Mónica González; y Archivos Chile, un proyecto de investigación que se basa en la búsqueda de información mediante leyes de transparencia.
Como parte de su larga trayectoria, Dinges también fue editor de la radio pública estadounidense NPR y académico por más de veinte años —actualmente emérito— de la Universidad de Columbia. Recibió el Premio Maria Moors Cabot de periodismo, y es autor de libros como Assassination on Embassy Row (1980), junto a Saul Landau, sobre el asesinato de Orlando Letelier; y The Condor Years: How Pinochet and his Allies Brought Terrorism to Three Continents (2003, traducido como Operación Cóndor: Una década de terrorismo internacional en el Cono Sur).
Has sido espectador y participante de la historia de Chile durante los últimos 50 años. ¿Cómo ves al país en este aniversario del golpe de Estado?
—Lo veo como un país democrático que tiene un juego político muy apasionado. Hay libertad de expresión, no hay restricciones en lo que las personas pueden decir, y el juego político gira de derecha a izquierda, como debe ser. Eso es una señal de la salud de la democracia en Chile.
En el último tiempo han surgido discursos que relativizan o incluso niegan lo que pasó durante la dictadura, algo que no parecía posible hace diez años, en el aniversario de los 40 años. ¿A qué crees que se debe?
—El negacionismo es un símbolo de nuestros tiempos. El fenómeno de Trump, en Estados Unidos, es básicamente negacionismo: no importan los hechos, lo que dice un líder se impone en la conciencia de sus seguidores. El hecho de que la gente tenga dificultades para decir si algo es verdad o no, o que las definiciones de verdad y de los hechos vengan de su subjetividad, de sus prejuicios, de sus opiniones políticas, sociales o identitarias da para una discusión filosófica. Determinar qué es verdad y qué no mirando los hechos “es mucho trabajo”, dicen. Es más rápido saltar a una conclusión que concuerde con mis presunciones. Hay una tendencia de decir “no me importa tu investigación, tiene que tener una falla, porque no concuerda con mi opinión”. Es un problema muy grande, pero yo sigo adelante. Nosotros luchamos contra la marea. Pascal [Bonnefoy], Peter [Kornbluh], yo y otros investigadores chilenos, como Javier Rebolledo y Jorge Escalante, buscamos los hechos.
Tuviste la oportunidad de conocer el periodismo chileno que existía en la Unidad Popular, en la dictadura, en la transición. ¿Cómo crees que ha cambiado?
—En Chile, hubo libertad de expresión hasta 1973 y luego a partir del 90, aun cuando Pinochet estuviese como jefe de las Fuerzas Armadas. El periodismo en dictadura no podía funcionar muy bien, estaba cortado. Pero había periodistas de buena voluntad que querían llegar a la verdad. Cuando no podían publicar acá, yo podía publicar la misma historia afuera. A veces [estos temas] llegaban de rebote a El Mercurio, porque tenían una columna sobre Chile en el exterior, y mis artículos del Washington [Post] aparecían resumidos ahí.
Pero durante la dictadura hubo buen periodismo, como en la revista Apsi, que tú cofundaste. Se dice que ese periodismo, de revistas como Análisis y Hoy, se acabó con la democracia, porque se dejó morir a esos medios.
—Eso es un mito, pero en todos los mitos hay algo de verdad. El periodismo a partir del 90 es mucho mejor que el periodismo durante la dictadura. No me refiero al trabajo de los periodistas, sino al hecho de que sí se podía publicar. Las revistas murieron porque dependían de ayuda extranjera. Como Chile había vuelto a tener democracia, ya no era importante subvencionar esas publicaciones. Yo critico a los gobiernos en democracia, que no hicieron nada para fomentar la diversidad. Después de dos o tres años, Chile se quedó con El Mercurio, La Tercera y sus productos. Muchos medios murieron por falta de plata. El periodismo acá está muy reducido ideológicamente, porque los únicos diarios son de centroderecha, o derecha, y eso no debe ser. Sería importante tener diarios que no tengan ideología. Pero si no puedes alcanzar ese ideal, por lo menos hay que tener una diversidad de posiciones políticas representadas en los medios, como pasaba durante la Unidad Popular. Esa es mi única crítica al periodismo actual.
Jorge Rodríguez Elizondo, Premio Nacional de Humanidades, dijo en septiembre en The Clinic que “estamos en circunstancias parecidas a las que antecedieron al golpe, pero cómo actúen las fuerzas va a ser distinto”. ¿Qué opinas?
—No se compara para nada con el ambiente de violencia que había en esa época. La polarización en el 73 se dio con el discurso de la izquierda «hay que resolver esto con la lucha armada”, y por el lado de la extrema derecha, «hay que resolver el problema con un golpe militar». El discurso político giraba en torno a si se habían pasado los límites de la Constitución o no, si se justificaba derrocar al presidente. No tienes nada de eso ahora. Yo soy muy crítico de la Unidad Popular y de Allende, porque él no supo resolver la crisis democráticamente. Habría tenido que dividir a su propia coalición y llegar a un acuerdo con la Democracia Cristiana para hacer reformas más moderadas, lo que le habría traído el rechazo de la extrema izquierda, del MIR. Ese discurso fracasó por culpa tanto de la Unidad Popular, que no pudo llegar a un acuerdo porque estaba dividida, como de la oposición, que al no tener un acuerdo decidió apoyar el golpe y salirse de la Constitución. Ese discurso constitucionalmente violento no existe hoy. Nadie está pidiendo un golpe militar, y no hay nadie en el gobierno que esté diciendo que esto se va a resolver por las armas. “El pueblo a las armas” no es un discurso que se escuche estos días.
Presunciones y un misterio
A John Dinges no le gustan las presunciones, esas cosas que se asumen, pero que no tienen cimientos concretos. Las presunciones se modelan por nuestras pasiones, y si bien pueden ser útiles a la hora de orientarnos, jamás deberían tomarse como hechos probados, advierte. Él es un hombre de evidencias, de archivos y reporteo riguroso. Siguiendo un camino preciso de investigación —conocido en el periodismo como el “método Dinges”—, el investigador plantea una hipótesis, se sumerge en archivos, entrevista a fuentes, chequea información, entrevista de nuevo y finalmente junta todo y se pone a escribir. Tras eso, ya no tiene presunciones, sino certezas, que a veces confirman sus creencias iniciales y otras lo llevan por caminos inesperados.
Eso es precisamente lo que le ocurrió con su último libro, Chile en el corazón (Debate), que vino a presentar a Santiago en el marco de los 50 años del golpe y donde cuenta la historia de Charles Horman y Frank Teruggi, dos estadounidenses asesinados en septiembre de 1973. Antes de su investigación, había hechos y varias presunciones. El Informe Rettig consigna que Frank Teruggi, de 24 años, estudiante de la Universidad de Chile, había sido detenido en su departamento en Ñuñoa y había sido trasladado al Estadio Nacional, donde fue visto por última vez. Y que Charles Horman, de 31 años, cineasta y escritor, había sido apresado en su casa en Vicuña Mackenna, desde donde se sustrajeron documentos, y que había sido llevado al Estadio Nacional, a pesar de que su detención nunca fue reconocida por las autoridades. El informe reporta que los cuerpos de ambos llegaron a la morgue con impactos de bala, y concluye que fueron ejecutados “por agentes del Estado al margen de todo proceso legal, constituyendo ello una violación a sus derechos humanos”. Hasta ahí llegaban los hechos, pero las razones de las detenciones, más allá de ser partidarios de la Unidad Popular, entraban en el campo de las presunciones.
La historia de Charles Horman era la más conocida de las dos, pero a la vez la que tenía menos certezas. Su caso había inspirado la película Missing (1982), del director Costa-Gavras, ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes y de un Oscar a Mejor guion adaptado. Siguiendo la hipótesis más aceptada en esos años, fruto de las investigaciones del padre de Horman en Chile, la película concluía que Charles, por accidente, habría tenido acceso a información que relacionaba a Estados Unidos con el golpe y habría muerto por “saber demasiado”, con probable conocimiento de su propio país. Era también la versión del libro The Execution of Charles Horman: An American Sacrifice (1978), de Thomas Hauser, de la familia, e incluso de Dinges mismo. Pero, tras años de investigación, la evidencia dijo otra cosa.
“Yo pensaba que podía comprobar que Estados Unidos había tenido algo que ver con la muerte de los dos norteamericanos y resultó que no era así, que las evidencias simplemente no existían. Y tuve que concluir que no tuvo participación en sus asesinatos, pero que sí hizo muchas cosas para defender al gobierno militar y para aceptar versiones falsas de lo que había pasado”, cuenta Dinges. Las explicaciones de las instituciones de la época variaron desde la negación absoluta de la detención de los estadounidenses, a aceptarla pero decir que habían sido liberados o a afirmar que habían muerto en enfrentamientos entre izquierdistas. “Es un misterio”, rezaba un papel que Dinges pegó al lado de su escritorio durante el proceso de investigación, que le recordaba su objetivo principal: entender qué le había pasado a Horman y Teruggi, y por qué.
¿Cuánto influyó la versión de la película Missing en todo lo que se asumió en torno a estos casos?
—Estamos hablando de una película de 1982, cuando el conocimiento del caso era muy parcial. No había posibilidad de tener información. El padre [de Horman] sí había conseguido muchos documentos, más de los que yo había esperado. Pero su presunción era que Chile no habría matado a un norteamericano sin el consentimiento de la embajada. Llega a la conclusión de que lo mataron por orden de Estados Unidos porque sabía algo de la historia del golpe, porque había conocido a varios militares norteamericanos. Esa era la información en ese momento y en la película la presentan como una hipótesis o una sospecha, no se dice que está confirmado.
Cuentas en tu libro que una de las razones detrás de la muerte de Charles Horman tiene que ver con un viaje que hizo a Nueva York, en agosto de 1973. En el libro revelas que fue a recolectar dinero para los cordones industriales y que encontraste mucha reticencia entre sus cercanos para hablar del tema. ¿Cuál crees que era el riesgo de mostrarlo como una persona comprometida?
—Horman estaba involucrado de una manera secreta, hasta ahora, en apoyar la defensa armada de la Unidad Popular. Fue a Nueva York y les pidió a tres amigos que aportaran dinero para comprar armas para los cordones industriales, donde se pensaba que iba a estar la defensa del gobierno. La familia no me ha hablado de esto, pero tampoco lo niega. A Horman en la película lo presentaron como una persona no involucrada, un poco ingenua, que trabajaba haciendo dibujos, caricaturas. Su trabajo e involucramiento político no formaron parte de la historia oficial. Mi investigación rompe el esquema de la persona que no tenía nada que ver, que era simpatizante de la UP, pero que no hizo nada para que lo mataran. Y eso es un tema delicado, porque revelando esto yo no quiero decir que se justifique su muerte. Él no hizo nada que justificara una represalia. Tal vez era ingenuo o imprudente, pero el retrato que hago de él es el de un hombre que va desde la observación a la participación. Es importante saber que estaba haciendo cosas, que fue la muerte de un héroe. No fue un accidente, no fue el azar de haber estado en el lugar equivocado.
Tu investigación concluye que ese involucramiento político es el que hace que los militares lo fueran a buscar.
—Tanto él como Teruggi tenían libros de marxismo en su casa, pero tengo mis dudas sobre si Horman los había leído o no, porque él no hablaba mucho de ideología. Creo que Horman decidió que quería aportar algo. Pudo juntar cerca de mil dólares, o tal vez más, y volvió a Chile con eso. No sabemos a quién se los entregó. Y aquí uno tiene que plantear escenarios. Si la persona que recibió el dinero fue detenida después del golpe con mil dólares, es posible que haya dado el nombre de Horman. Y por eso llegaron a su casa. Eso no puedo confirmarlo, pero hay que plantear la pregunta. Lo que sabemos es que el escuadrón militar que llegó a su casa lo estaba buscando a él. No a un extranjero cualquiera, sino a Charles Horman.
Tanto tu libro, como Pinochet desclasificado, de Peter Kornbluh, muestran que hubo complicidad de Estados Unidos en el golpe y apoyo económico antes y después, pero ambos desarman la idea de que ellos estuviesen detrás de la decisión de derrocar a Allende.
—Se tiene la idea de que Chile fue un escenario vacío de chilenos, donde se enfrentaron la Unión Soviética y Estados Unidos como protagonistas, y que los chilenos eran observadores. Eso es falso, los actores eran los chilenos y la responsabilidad principal recae en ellos. Estados Unidos hizo todo lo posible para que cayera Allende, pero las matanzas, la tortura, todo ese proceso sistemático de crueldad del gobierno militar es chileno. Eso tienen que reconocerlo. No fue trabajo de Estados Unidos, ni de Francia, ni de otros afuera. La responsabilidad recae en los militares y sus compañeros civiles. Y no solo de hacer el golpe, sino de exterminar físicamente a la izquierda como factor político. Eso no vino de afuera, fue una idea interna.
¿Estamos tratando de buscar otros culpables que no seamos las y los chilenos?
—Hay una paranoia frente a Estados Unidos que es merecida. Ha jugado un papel nefasto en América Latina y, por lo tanto, se tiende a pensar que cualquier cosa que digas sobre ellos es verdad, que no tienes que probarlo. Pero se desvía la atención si tratas de probar que todo vino de Estados Unidos. No es que se quiera eximir de culpa a los militares chilenos, pero yo creo que se produce ese efecto. Es una distorsión terrible de la historia imaginar a los militares siguiendo órdenes de Estados Unidos, como diciendo “sí mi señor, voy a derrocar a Allende”, porque no fue así. La orden no vino de afuera, vino de adentro, y es importante que la gente lo reconozca.