En una sola novela no caben todos los testimonios que habitan los archivos judiciales. Pero tal vez la polifonía se encuentre en el conjunto de novelas que se han escrito y se siguen escribiendo, tantos años después, sobre nuestro pasado reciente, esas novelas que reconstruyen nuestra memoria colectiva, nuestra posmemoria, que sacan a la luz las voces que en su momento fueron silenciadas por la dictadura.
Por Lola Larra | Ilustración: Fabián Rivas
En octubre de 1998 yo vivía en Madrid, todavía trabajaba como periodista, y uno de los diarios para los que era corresponsal me llamó para cubrir la detención de Pinochet. Y aunque me inquieté porque yo no escribía de política, pensé que el destino, o el azar, me había puesto allí, en ese preciso momento, en ese lugar, para darme la oportunidad de saldar cuentas con ese personaje que hacía más de dos décadas había obligado a mi familia a exiliarse en Venezuela.
Saldar cuentas… creo que fue un sentimiento que muchos tuvimos cuando los agentes de Scotland Yard, autorizados por el juez Nicholas Evans, se acercaron a la cama donde dormía el dictador para comunicarle que estaba bajo arresto. Sólo habían pasado unas horas desde que el juez Baltasar Garzón había firmado la orden de detención en Madrid. Era la medianoche del viernes 16 al sábado 17, y hasta las dos de la madrugada el paciente permaneció incomunicado en su habitación del octavo piso de la London Clinic. Dos largas horas —irrepetibles horas, ni fotografiadas ni filmadas para el recuerdo— en las que el dictador estuvo a solas con uniformados que no estaban allí para obedecerlo sino para apresarlo.
Con un amigo periodista nos lanzamos hacia la Audiencia Nacional. La antesala del despacho de Garzón era un hervidero de abogados, fiscales y reporteros, y se había convertido en el foco de atención de la prensa mundial. Cualquiera podría pensar que el lugar desde donde se había gestado esa acción histórica es, por lo menos, un edificio imponente ubicado en alguna de las imperiales avenidas que cruzan Madrid. Pero la Audiencia Nacional es una construcción moderna de aspecto decididamente ministerial, situada en una pequeña calle y provista de oficinas nada glamurosas.
Dos años atrás, en 1996, en esas mismas oficinas se habían aceptado los expedientes recabados por los abogados de la acusación particular, Carlos Slepoy y Joan Garcés. Con su meticuloso trabajo habían logrado documentar una lista de más de cuatro mil desaparecidos y recabar más de quinientas mil firmas que apoyaban la causa. Los cargos que se le imputaban a Pinochet incluían delitos de genocidio, tortura y terrorismo. Setenta y seis delitos coordinados con Argentina en la Operación Cóndor. Cuatro mil desapariciones. Más de ochocientas causas judiciales contra su régimen. Nueve procedimientos criminales contra su propia persona y procesos abiertos no sólo en España, sino también en Alemania, Suecia y Argentina.
Eran datos que manejaban todos los periodistas que nos rodeaban. Pero mi amigo y yo queríamos encontrar algo más, información que entonces, en los inicios de internet, sin Twitter, y cuando la difusión de las noticias demoraba aún algunas horas, había que salir a buscar a la calle. Alguien nos contó, por ejemplo, que Garzón había redactado la orden de detención en unas horas, que tenía 18 páginas y que lo hizo el mismo día que tomaba declaración a dos testigos de otro caso completamente distinto. Eran detalles para sumar a su leyenda de trabajador impenitente.
“Nunca pude ver las cajas con los archivos de Slepoy y Garcés, pero esa fue la primera vez que me fasciné con el poder y las posibilidades de los documentos judiciales, una fuente de memoria inagotable de la que tantos escritores han bebido para muchas cosas, entre otras, para bucear en la maldad de nuestra especie”.
Mientras mi amigo intentaba sonsacar declaraciones entre abogados y jueces, yo me quedé pensando en los expedientes de Slepoy y Garcés. ¿Dónde los guardaban? ¿Eran muchas cajas? ¿Cuántas? ¿De qué tamaño? De pronto necesitaba ver las cajas. Porque aquella noche, cuando escribía el reportaje, quería describirlas. Contar cómo eran, de qué color, viejas o nuevas… Mi amigo me dijo que seguro eran un montón de cajas llenas de carpetas muy gruesas y pesadas. Que podía usar los adjetivos que quisiera sin traicionar a la verdad: pesadas, voluminosas, enormes, ¡pon lo que quieras!
Sin embargo, para mí era importante visualizar esas cajas.
¿Qué extensión tiene la perseverancia de los abogados?
¿Qué volumen ocupa la paciencia de los familiares de las víctimas?
¿Cuánto pesa una espera de años?
¿Qué apariencia —hojeada, gastada en los bordes, amarillenta— tienen las evidencias de la crueldad?
¿Cuántas carpetas hay que acumular para demostrar la infamia?
Nunca pude ver las cajas con los archivos de Slepoy y Garcés, pero esa fue la primera vez que me fasciné con el poder y las posibilidades de los documentos judiciales, una fuente de memoria inagotable de la que tantos escritores han bebido para muchas cosas, entre otras, para reconstruir y contar la miseria humana, la vileza, la locura, y también para bucear en la maldad de nuestra especie, y de cómo puede afectar y cambiar la vida de todo un país.
Al lado de su estudio, el escritor francés Emmanuel Carrère tiene una pequeña bodega donde guarda maletas y viejos colchones, y también el sumario del caso de Jean-Claude Romand, ese impostor que en enero de 1993 mató a su mujer, a sus hijos y a sus padres. Más que un sumario se trata de una quincena de sumarios que sirvieron a Carrère para escribir su novela más famosa, El adversario (2000). A propósito de ellos, dice: “Todos los que han escrito crónicas de sucesos han tenido, como yo, la intuición de que esas decenas de miles de hojas cuentan una historia y que hay que extraerla como un escultor extrae una estatua de un bloque de mármol”.
Si bien la imagen de Carrère es hermosa, para mí los archivos judiciales no son un bloque de mármol mudo, quieto y silencioso. Por el contrario, me resultan inquietantemente vivos y locuaces. Un sumario es una polifonía de voces, la suma de todas las voces. Y, especialmente en el caso de los que registran violaciones a los Derechos Humanos, son las voces de aquellos que han sido vilmente silenciados.
Frente a ese archivo judicial donde todo se suma, está la novela, donde la economía del lenguaje, o la pulcritud de una estructura, te obliga a restar. En la novela siempre hay que elegir. Por mucho que se usen múltiples narradores o varios puntos de vista, hay que terminar eligiendo las voces que van a hablar y las miradas a través de las cuales veremos el mundo. Hay que seleccionar, funcionar más como el conductor de una sinfonía que como el compilador de una polifonía. Y ese trabajo puede resultar extremadamente complicado. ¿Qué dejar fuera? ¿Qué dejar dentro? ¿Con qué criterios? ¿Qué es lo esencial a fin de cuentas? ¿Cuáles voces son las que permitirán contar mejor esa historia? ¿A qué memoria seremos fieles? ¿Cuáles memorias rescataremos?
En una sola novela no caben todas las voces que habitan un sumario. Pero tal vez la polifonía se encuentre en el conjunto de novelas que se han escrito y se siguen escribiendo, tantos años después, sobre nuestro pasado reciente, esas novelas que alertan sobre la impunidad y que reconstruyen nuestra memoria colectiva, nuestra posmemoria, que sacan a la luz las voces que en su momento fueron silenciadas por la dictadura. La memoria de un país, finalmente, debería intentar recordar la voz de aquellos que no tuvieron voz, otorgarles el peso y el volumen que merecen.