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El retorno de Juan Dávila: cuidado con los curadores

El pintor chileno —residente en Australia desde 1974— regresa al país con Contrato social (trilogía chilena), una muestra que recuerda que, a veces, en vez de “liberar el sentido de las obras”, la curaduría puede operar “obligando a los espectadores a moverse exclusivamente en la cancha que les fue delimitada por un texto”.

Por Diego Parra Donoso | Foto principal: César Zúñiga/Matucana 100

La idea de ver una nueva exposición del renombrado artista Juan Dávila seduce a cualquiera, en especial por la dificultad que supone acceder a algunos de sus trabajos en Chile. Sus pinturas no suelen estar a disposición del público, en particular las de los ochenta, que fueron las que fraguaron su imagen de pintor-entre-los-pintores. Matucana 100, por segunda vez, nos trae a Dávila (primero fue en 2016 con la exposición Imagen residual) y, en esta ocasión, con una muestra que originalmente estaba planificada para 2020, año de la pandemia, y que tuvo que posponerse hasta ahora. La expectativa, como imaginarán, era altísima.

El último proyecto de Dávila se llama Contrato social (trilogía chilena) y fue curada por el español Paco Barragán, quien también estuvo a cargo de la muestra de 2016. De acuerdo con el texto que escribió para la exposición, esta revisa “críticamente” (un concepto, a estas alturas, insignificante) tres periodos de la historia chilena: primero, la indígena; luego, la colonial y, finalmente, la neoliberal. Es decir, Dávila —siguiendo los dichos del curador— tiene una obra “relacionada con cuestiones polémicas aún irresueltas en la sociedad chilena como el mestizaje, la brutalidad, el indigenismo, el militarismo o el clasismo”. Vaya poder de síntesis.

Al entrar a la exhibición, el largo texto de Barragán nos detalla —una vez más— lo “crítico” que es Dávila y lo enciclopédico que es su trabajo, citando, de paso, a Foucault, Rousseau, Naomi Klein y Marx (namedropping, le llaman en inglés). Este tipo de contorsionismos conceptuales suelen ser propios de los curadores contemporáneos, quienes buscan demostrar cuánto saben y cuán expansivos son los trabajos que están mostrando. Me parece, más bien, que esto esconde una incapacidad de liberar el sentido de las obras, obligando a los espectadores a moverse exclusivamente en la cancha que les fue delimitada por un texto que, en este caso, dirige el trabajo de Dávila hacia un diálogo entre autores del norte global, ignorando cualquier intervención desde el sur.

Exposición Contrato social (trilogía chilena), de Juan Dávila. Crédito: César Zúñiga/Matucana 100

El recorrido sigue por un largo pasillo en forma de “L”, en el que no sabemos qué habrá adelante. Arriba, en tanto, unos focos muy potentes nos ciegan un poco, por lo que al salir de dicho camino nos sentimos desorientados. La gran sala de M100 fue desocupada y no hay ninguna obra a la vista, solo unas luces que cuelgan del techo y nos indican que hay tres cubículos que podemos visitar, el resto es puro vacío. Estos tres espacios son la “innovación” museográfica por la que apuesta el curador, ya que redujo la zona de exposición a salas totalmente controladas por el artista: la obra y su contexto son, entonces, una misma cosa.

Cada uno de los recintos tiene espejos que cubren completamente los muros, y sobre ellos vemos las pinturas de Dávila. No hay telas, no hay papeles, no hay cartones; solo espejos. Esto sorprende, ya que como espectadores no podemos ver las figuras pintadas sin vernos a nosotros mismos. Se genera una mise en abyme, donde el fondo o último plano deja de existir, y lo que se ve depende exclusivamente del punto de vista del observador (puede generarse el efecto de espejos infinitos, el encuentro entre distintas figuras representadas y, por cierto, entre estas y el reflejo de los visitantes). El dispositivo ideado por Dávila es sin duda interesante, incluso ocurrente, pero a la vez un poco efectista por su inmediatez y simpleza.

Las pinturas en sí muestran claras diferencias: los dos primeros cubículos están pintados con un cuidado y atención evidentes, mientras que el tercero queda algo inconcluso, a tal punto que se vuelve enigmático (algo propio de los pintores y escultores que aplican el non finito: ¿lo hicieron a propósito o les faltó tiempo? Nunca lo sabremos). A nivel de figuración, el primer espacio remite a lo “indígena” mediante el uso de iconografía prehispánica (imágenes de códices, un rewe, el grabado de un acéfalo o Blemio, entre otros); el segundo, a lo colonial, con la representación de una pareja criolla-indígena que carga con un bebé mestizo (metáfora de la nación chilena que funda una república igualmente mestiza), un mapa de los territorios virreinales, una imagen de enfermos de viruela y, por último, un español cortando las manos de Galvarino (el día de la inauguración, en el texto curatorial se mencionaba a Lautaro en lugar de Galvarino, un error que luego se corrigió). Y en el tercero vemos una caricatura del tío Sam, que lleva de la correa a un militar aparentemente chileno (por su uniforme), una indígena que emerge flotando con canelos en la mano desde algo así como una nube o niebla anaranjada y un círculo que no sabemos qué representa. El curador afirma que este último ciclo es trabajado con una “economía de imágenes exquisita”, lo que parece dar a entender que el artista lo terminó quizá a medias o ya con pocas ideas.

Exposición Contrato social (trilogía chilena), de Juan Dávila. Crédito: César Zúñiga/Matucana 100

Juan Dávila es un pintor que se hizo conocido en los ochenta por transitar a través de la historia con absoluto descaro, y por un despilfarro total de recursos pictóricos e iconográficos. Por lo mismo, es torpe hacernos creer que las obras se desenvuelven en la cronología lineal que propone Barragán, quien insiste en detallar fechas y descripciones de lo que vemos. La explosión semántica y sensible del posmodernismo propio de Dávila no puede ser —incluso hoy, en una exposición floja como esta— domada por un montón de datos y una supuesta erudición historiográfica que cualquiera podría obtener de Wikipedia.  

La última sala es un espacio donde vemos una gran línea de tiempo, que va desde la colonia hasta nuestros días, y en la que se detallan acontecimientos políticos importantes, incluso los últimos plebiscitos constitucionales. Frente a ella, hay tres objetos: un canelo en un recipiente con agua, un morrión (un casco de conquistador español) y un ejemplar de El ladrillo,texto que condensa la política económica de la dictadura. Todo esto sería una síntesis de cada uno de los episodios revisados por el artista a través de una serie de obviedades ilustrativas que —creo— solo podrían haber salido de la mente del curador y no de un pintor como Dávila, que si bien era explícito en su imaginario sexual, nunca fue “ilustrativo” o pedagógico. Esto hace que la sala en cuestión sea el mayor atentado que esta exposición hace a su obra.

Contrato social (trilogía chilena) no será un episodio importante en la trayectoria de Dávila, y lo cierto es que deja bastante que desear en sus ambiciones “críticas” de analizar toda la historia de Chile. Uno no puede evitar recordar la sofisticación y elegancia del impasse del Bolívar travesti que protagonizó el pintor en 1994, con la que hizo temblar, sin ninguna parafernalia, la historia de todo un continente. Lo interesante de esta muestra es que, a partir de una lectura deficiente o mañosa del trabajo de Dávila por parte del curador, la obra —en su contextualización y mediación— termina siendo debilitada. Un gran artista como él queda reducido a un mero ilustrador por la intervención reduccionista de Barragán. En ocasiones, un mal trabajo es capaz de convertir una obra exquisita en un producto de fácil consumo.


Contrato social (trilogía chilena), de Juan Dávila
En Matucana 100 (Galería principal), hasta el 2 de junio de 2024.
Entrada liberada