«Esta no es una biografía de Parra, le explicó [sic] a toda la gente a la que le explico el libro. Miento cuando digo eso, y digo la verdad. Esta no es una biografía de Parra. Esta es una biografía con Parra. Es una biografía contra Parra. Parra es en este libro apenas un abrigo, una máscara más», escribe Rafael Gumucio en la página 164 de Nicanor Parra, rey y mendigo, y es difícil no reparar en que esta intensidad evoca otros propósitos, aunque apuntase ya tres –o cuatro o diez– veces su falta de disposición para cumplir con el rol de biógrafo competente hablando de sí o de Víctor Herrero, autor de Después de vivir un siglo (2017), la biografía de Violeta Parra. Así, quedamos ante la ya tópica historia acerca de la imposibilidad de contar una historia, en la que abunda la ambigüedad con la que Gumucio ha cumplido con el encargo: se trata de una semblanza urgente —los exabruptos por parte de la familia de Parra en su funeral parecen hablar de ello— que se cierra sobre sí misma en apartados breves que, como en Mi abuela, Marta Rivas González (2013), atiende a las preocupaciones de su autor con un catálogo de yeites o recursos acotados y efectivos, propios del columnista diario que Gumucio es y ha sido en diversos medios y formatos.
Esta crónica del libro que no pudo ser pero que ha de ser a como dé lugar, del encargo que se transforma en otra cosa, parece más preocupada de consignar las contradicciones de un hombre que pretendía vivir en la contradicción que de reflexionar sobre la naturaleza de sus fuentes: tiende a detenerse en la correspondencia más o menos plausible entre la vida y la obra del homenajeado y abusa de la cita, la entiende como un asiento firme donde relajar la neurosis del que opta por constatar en lugar de insistir en el rastreo, la acechanza y el acoso como medios para aprehender una vida y, luego, narrarla. Insiste, por ejemplo, en creer fundamental que Enrique Lihn le preguntase a Parra cuándo lo dejaría pasar y ocupar el centro de la literatura chilena, hecho cuya importancia se diluye cuando se coteja con esto que Lihn le escribía a Pedro Lastra en abril de 1988: «… aunque nos divertimos y entendemos bien, nuestros encuentros son muy espaciados y no deliberados. Me cansa la idea de oírlo hablar de sí mismo. Él se adelanta en lo que uno va siendo y lo exagera. Es un brillante espejo apremiante, de verdad y de vicio». No pretendo desmentir siquiera el encaje genérico, me interesa discutir la acumulación como método y la urgencia como única explicación a la forma final de este libro que cae en la repetición y en la burda ilación de algunos hechos, como cuando Gumucio le achaca a los movimientos estudiantiles de 2011 continuidad en la acción destructiva de la dictadura sobre el Internado Nacional Barros Arana. Lo curioso es que hay algo –¿la literatura? – que posterga las carencias que he expuesto y que permite llegar al final. Sirva esta frase como ejemplo: «Mi esposa me ve tan confundido en mi equívoco que me perdona».
Casi asumo que se trata de un libro importante, pero hay que precisar: importante es la colección en la que se inscribe, la noción de patrimonio que ha formulado la política editorial de Ediciones Universidad Diego Portales. Con importante quiero decir que merece atención, sobre todo en su voluntad de dar testimonio. Según su etimología, publicar viene de hacer público,y a eso se adscribe Enrique Lihn en la cornisa, de Claudia Donoso, un libro armado en torno a una entrevista inédita que no trae consigo ninguna novedad, pero cuyo valor está en que -más allá de las fotos que incluye, más allá del poema inédito- ratifica y subraya la importancia y el valor del pensamiento de Lihn al tiempo que ofrece una versión no menos compleja pero sí más amable del extraordinario Conversaciones con Enrique Lihn (1980), atribuido a Pedro Lastra, pero que, como este, tal y como se apura en decir Claudia Donoso en la nota introductoria, es un libro escrito a cuatro manos. Acerca de la autoconciencia de Lihn se ha hablado largo y tendido: el carácter reflexivo de su poesía habla de ello, sus ideas acerca de lo literario y su incapacidad para adscribir las distinciones genéricas convencionales abundan sobre ello, pero cada nuevo testimonio sobre su persona, y este lo es, invita a pensar en que es probable que Alejandro Zambra tenga razón y Lihn sea, él solo, una literatura entera.
Carmen Berenguer le dijo a Federico Galende en el libro Filtraciones que Lihn era la calle y eso explicaría su voluntad de exponer constantemente su inteligencia. Exhibirla, sí, pero también ponerla en “situación de sufrir daño o perjuicio”: el detalle con el que consigna la percepción de sí y de su trabajo lo deja a la intemperie, aunque sabe —y hasta dice— que la intemperie no es propicia para el despliegue de una inteligencia como la suya. Esta aparente contradicción invita a interrogar lo dado y a no sucumbir ante los condicionantes que supone la historia; Lihn, que casi siempre está al límite de la confesión descarnada, advierte, como quién no quiere la cosa, la existencia de una ética del trabajo intelectual sobre la que es preciso insistir. Por ejemplo: «Escribo con frecuencia contra el lenguaje, literario o no, debido a los excesos o abusos a que da lugar, y lo hago en el interior de la literatura, consciente de que la escritura es mi círculo vicioso: la palabra como modo de crear realidades sustitutas que solo existen en el lenguaje». Este libro permite entrar en el Lihn que todo lo interroga, empezando por él mismo, y por ello permite leerse como una extensa nota al pie de una frase que dejó escrita en el último libro que pudo mandar imprenta, y que Lumen rescató hace poco con un anexo: «Yo me aferro a la literatura que, como es la precariedad misma, no debe engañar». No se me ocurre una mejor consigna para invitar a leer a Lihn. La segunda mejor sería este libro, delicado y celebratorio de su figura, que se ofrece con casi cuarenta años de retraso como lo que supuso su origen, su punto de partida: una entrada a su vida y a su obra (o viceversa).