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A la sombra del museo

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Es posible imaginar museos y centros culturales como árboles estables, sólidos y frondosos, que aún expuestos a la falta de riego resisten a la obsolescencia. Sin embargo, la poca atención deteriora sus tejidos y, con ello, la posibilidad de imaginar y crear un futuro distinto.

Por Beatriz Coeffé y Victoria Guzmán | Foto: Felipe Díaz González

Los museos son espacios extraños. En esta parte del mundo, son copias híbridas de algo que se inventó en otro lado, ocultando tras una fachada neoclásica un ambiente decididamente criollo. En parte templo y tumba, laboratorio y parque, son espacios donde jugar, besarse, aprender, aburrirse, pasear, pensar e incluso emocionarse. Todo ello a pesar de lidiar con precariedades desmedidas: falta de papel higiénico en los baños, ausencia de asignaciones para artistas y colaboradoras, falta de condiciones para la accesibilidad universal. Limitaciones presupuestarias que devienen en ambientes sobreexigidos, donde es fácil que proliferen el amiguismo, el abuso y la competencia. Este es el panorama tensionado de los museos y centros culturales hoy. Odiados y deseados, son sin duda espacios de negociación, política y representación en los sentidos más amplios, dadas sus narrativas aún hegemónicas, coloniales y patriarcales.

Pero algo interesante está pasando en los museos hoy, una creciente conciencia de su poder e impacto; del rol que están llamados a jugar en la disputa por la vida en común. Una transformación que sin duda se vio acelerada por el estallido social y sus exigencias de posición política, que llevaron al plácido Museo Nacional de Bellas Artes a crear un pequeño archivo de cacerolas usadas durante las protestas; al Museo de Arte Contemporáneo a acoger parlamentos en sus escaleras, con sus columnas imponentes y el Parque Forestal de telón de fondo; al Museo de la Solidaridad Salvador Allende a repletarse de personas que querían saber más sobre el impacto de una constitución en su vida. Pareciera que en estos tiempos de crisis, los espacios culturales se están transformando desde adentro, pues muchas/os de sus trabajadoras/es están tomando posición sobre el papel que están llamados a desempeñar. Porque un museo está hecho de su historia y colección, de su presupuesto y arquitectura, pero sobre todo de las personas que lo habitan, construyen y activan día a día. Es en este contexto de cambios y tensiones que imaginamos los museos y centros culturales como árboles estables, sólidos y frondosos, que aun expuestos a la falta de riego resisten a la obsolescencia; que se han enraizado en sus barrios y ciudades, les han dado sentido y prestado más o menos sombra según sus capacidades y esfuerzos internos.

A pesar de lo evidente que puede ser pensar el museo —sólido edificio— como refugio, pareciera menos evidente el rol que desempeña en un contexto de neoliberalismo desenfrenado, en que el espacio público es limitado y comprimido constantemente. Los espacios culturales son hoy un paréntesis dentro del caos exterior, donde se detiene el tiempo. Su misma cotidianeidad en relación a los públicos los convierte de forma natural en remansos de descanso, paseo y sorpresa: pequeños jardines —como el del Museo de la Solidaridad Salvador Allende o el Centro Patrimonial Recoleta Dominica—, extensos parques —como el del Centro Cultural de Valparaíso— o multifacéticas explanadas —como la del Centro Gabriela Mistral o el Museo de la Memoria—; bastiones que desafían el ritmo acelerado y productivista de la ciudad contemporánea. A la vez, mientras somos testigos del abandono y destrucción del patrimonio a causa de la presión inmobiliaria, muchos museos y centros culturales oponen resistencia —a pesar de su precariedad presupuestaria— resguardando no solo colecciones y archivos, sino también inmuebles con alto valor arquitectónico e histórico. 

Los museos también ofrecen a las personas la posibilidad de interacción con la cultura material y con las epistemologías de las culturas que generaron y disfrutaron aquellos objetos que llamamos “patrimonio”. Nos referimos a la variedad de colecciones que pululan por el territorio: las voces de la historia y memoria que emergen de los objetos que aloja el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos; las obras de arte empapadas de política de la colección del Museo de la Solidaridad Salvador Allende; el orgullo de la cultura rural y campesina de espacios como el Museo Comunitario de Alhué; los saberes y las praxis indígenas que viven en los artefactos y creaciones del Museo Precolombino. Los anteojos trizados de Salvador Allende en el Museo Histórico Nacional; Greta, la ballena azul que asombra en el Museo de Historia Natural. Son objetos que nos hablan de nuestro presente y pasado; son la forma que toman nuestros saberes situados en toda su polifonía y diversidad. No solo nos permiten aprender y maravillarnos: movilizan agencias incalculables al abrir un espacio para pensar lo político a través de lo material. Más importante aún, no son imperturbables, sino más bien plásticos y expansivos: cambian con las derivas de la historia, abriéndose a nuevas exigencias y expectativas de una ciudadanía constituyente. 

Imagen de una sesión de Coloquio de perros, realizada en octubre de 2019 fuera del Museo de Arte Contemporáneo Parque
Forestal. Crédito: Felipe Díaz González

Por último, es en el museo donde esa materialidad se pone al servicio de nuestros imaginarios colectivos. En el encuentro e intercambio con cada colección se producen roces y provocaciones que exacerban la imaginación para pensarnos en futuros diferentes. La escala micropolítica de este juego permite que pase desapercibido, y son los equipos de mediación los que se reapropian imaginativamente de artefactos y obras para generar nodos de encuentro en los que, a la larga, tanto visitantes como mediadora/es —y el museo mismo— son transformados. Un ejemplo reciente es un gigantesco tablero de Monopoly que apareció en una de las salas del Museo de Arte Contemporáneo, sede Quinta Normal. Ahí, el equipo de EducaMAC invitaba a los públicos a darle un giro al tablero original: se generó un espacio para pensar de manera colectiva otro Santiago que incluyera diversas subjetividades, desde adultos mayores a cuerpos disidentes y racializados, e incluso a plantas y animales. Juego, sí, pero sobre todo ejercicio situado y cotidiano que urde mundos nuevos cuyas resonancias podrían convertirse en anhelo y, luego, en realidad. Al recorrerlo se generan narrativas pensadas local y arraigadamente, pero siempre en diálogo con las más urgentes necesidades de cambio social a nivel global.

A pesar de la fortaleza interior de estos árboles, la falta constante de atención deshidrata los tejidos, y fatiga cualquier acción posible. La eterna promesa de un presupuesto cultural acorde a las necesidades de un país de la OCDE —un 1% del gasto público— que logre situar el acceso al patrimonio y a la imaginación como prioridad se sigue aplazando. No es casualidad que este artículo se escriba mientras se encuentra paralizado el Servicio Nacional del Patrimonio Cultural tras el anuncio de un presupuesto 2024 de un lacónico 0,4%. No podemos seguir dependiendo de que trabajadores sobreexigidos subsidien el desarrollo de la cultura en Chile con su tiempo y bolsillos, entregando sustento y nutrición para resistir una deuda endémica. La sombra está en peligro y, con ello, la posibilidad de imaginar y crear un futuro distinto.