Desestimar la escritura de la premio Nobel francesa bajo el argumento de que “cuenta su vida, así con mucha pompa en el destrozo, y que eso es todo”, como han dicho algunos, «es un ejemplo perfecto de la histórica minimización de temas ‘femeninos’ que durante siglos se han considerado poco literarios”, dice la escritora mexicana Isabel Zapata. “Es por eso que hoy no tiene la misma relevancia política que Karl Ove Knausgård o Emmanuel Carrère cuenten hasta el más mínimo detalle de su cotidianidad a que una mujer hable de la suya”.
Por Isabel Zapata
Todo parece confundirse cuando se habla de la escritura del yo, ese género medio elusivo que el reciente premio Nobel de literatura, otorgado a Annie Ernaux el pasado 6 de octubre, ha puesto al centro de la discusión en el mundo literario. Los libros de la escritora francesa, que ella misma ha preferido llamar sociobiográficos que autobiográficos, mezclan memoria, experiencia personal y retrato social, enfocándose más en la historia cultural y las condiciones sociológicas que en resolver conflictos interiores: “Las autobiografías parten de uno mismo y se limitan a dejar el contexto histórico en el fondo. Yo aspiro más bien a inscribirme a mí misma en ese paisaje, como si fuera una figura más”.
Para pensar en la peculiar textura de los libros de Ernaux es preciso primero cuestionar la idea de que la autoficción da cuenta de experiencias “verdaderas”, o que sucedieron tal y como son contadas (Antonio Machado lo escribió mejor que nadie, y hasta en verso: “Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa”). Conviene además tener en mente que lo autobiográfico es valioso cuando da paso a lo contemplativo: a la lírica y al ensayo, como ha señalado Carolina Sanín, y que la escritura se convierte en literatura cuando contribuye a una comprensión más amplia de lo humano. En palabras de Margarita García Robayo: “Una cosa es decirle a tu lector ‘esto te lo cuento porque me pasó a mí’, y otra ‘esto te lo cuento porque (también) te pasó a ti’”.
Yo nunca me he sometido a un aborto, por ejemplo, pero he vivido procesos médicos cargados de dolor, como los que Ernaux aborda en El acontecimiento (2000). Nunca he perdido la cabeza por un amante ruso varios años menor que yo, pero sé lo que es medir el tiempo en relación a la presencia o la ausencia del ser amado, es decir que “he experimentado el placer como dolor futuro” del que ella habla en Pura pasión (1992). No vi a mi madre perderse en la demencia, la perdí en una oscuridad distinta, pero eso no impide que algo en mí se encienda al leer No he salido de mi noche (1997). Para que un libro que habla de una experiencia ajena nos atraviese, es necesario tener un poco de imaginación.
Pero más allá de clasificaciones que vuelven rígida la discusión y la estancan, es esencial señalar que Annie Ernaux no es la primera persona que escribe a partir de sus propias vivencias, ni la única que ha buscado retratar a la sociedad colocándose al centro de ella. Está ni más ni menos que Colette, que escribió algunos de los libros más aplaudidos y polémicos de su época, o Carmen Laforet, que a mediados del siglo pasado tuvo que aclarar que su célebre libro Nada no era una novela autobiográfica, “aunque el relato de una chica estudiante como yo, e incluso la circunstancia de haberla colocado viviendo en una calle de esta ciudad donde yo misma he vivido, haya planteado esta cuestión más de una vez”. Los ejemplos se han multiplicado, por suerte, en años recientes. Sin ir más lejos, tres de las más grandes escritoras mexicanas vivas han explorado los inestables terrenos de la escritura del yo y la memoria familiar: Margo Glanz con Las genealogías o Yo también me acuerdo, Myriam Moscona en Tela de sevoya y Cristina Rivera Garza en Autobiografía del algodón, entre tantas otras.
Por muy distintos que estos libros sean entre ellos, estar escritos por mujeres los vincula. ¿Y qué más da que sean mujeres?, preguntarán algunos, perdiendo de vista que en nuestras vidas rara vez algo privado es estrictamente privado, pues el relato íntimo de una mujer revela también algo sobre las fuerzas que la oprimen. No es irrelevante que una mujer hable de sí misma del modo en que se nos ha repetido una y otra vez que no debe hacerse: desde el cuerpo, atrevidamente, sin pudor ni necesidad de disculparnos a cada rato. Para nosotras, escribir siempre ha sido un reclamo de libertad.
Si haber recibido el Nobel es o no un reconocimiento que Ernaux se mereciera, no lo sé. La literatura es, después de todo, un complejo entramado de gustos y de afinidades y no me interesa defender a nadie, ni a mí misma. Tampoco se me escapan los problemas de dicho premio, que apenas en 2017 se suspendió por denuncias públicas contra Jean-Claude Arnault, dramaturgo, fotógrafo y un hombre con bastante poder en el ambiente artístico sueco por estar casado con la poeta Katarina Frostenson, entonces integrante de la Academia. Además de ser percibido como superficial, eurocentrista y turbio, la carga política del Nobel inquieta a cualquier lectora o lector atento, al punto que hace poco la misma Ernaux confesó al periódico belga Le Soir que temía el posible momento de recibirlo: “Me sentiría atrapada entre el deseo de decir no, ‘no lo quiero’, como Jean-Paul Sartre, y otro de poder decir cosas como hizo Albert Camus”.
Sin embargo, me parece que desestimar la escritura de Ernaux bajo el argumento de que “… cuenta su vida, así con mucha pompa en el destrozo, y eso es todo”, como hace Alberto Olmos en un reciente artículo, es un ejemplo perfecto de la histórica minimización de temas “femeninos” que durante siglos se han considerado poco literarios y que la creciente cantidad de voces de mujeres en el mundo editorial ha puesto recientemente sobre la mesa: las maternidades, el aborto, la lujuria femenina, el sistema de cuidados, la menstruación, los traumas del abuso sexual, vaya, hasta las visitas al supermercado que tan soporíferas le resultan a Olmos. Es por eso que hoy no tiene la misma relevancia política que Karl Ove Knausgård o Emmanuel Carrère cuenten hasta el más mínimo detalle de su cotidianidad, por muy bien que lo hagan, a que una mujer hable de la suya. Y es que al escribir, Ernaux está haciendo su vida vivible y digna, y con ella la de muchas de sus lectoras. “He tenido hijos y nietos, y eso me ha hecho muy feliz. Pero haber sido escritora puede que sea todavía más importante. Me da el sentimiento de no haber venido al mundo para nada”.
En uno de los fragmentos más memorables de El acontecimiento, Ernaux escribe: “Me he quitado de encima la única culpabilidad que he sentido en mi vida a propósito de este acontecimiento: el haberlo vivido y no haber hecho nada con él. Como si hubiera recibido un don y lo hubiera dilapidado. Porque por encima de todas las razones sociales y psicológicas que pueda encontrar a lo que vivo, hay una de la cual estoy totalmente segura: esas cosas me ocurrieron para que diera cuenta de ellas”. Quizás a eso se refiere al afirmar, en una conversación con Isabelle Charpentier, que la literatura es un arma de combate. El combate de las mujeres, agrego yo, y me aferro a mi espada.
Esta columna fue publicada originalmente el 14 de octubre en The Washington Post
Lectura de foto (portada de libro):
En Chile, la editorial Los Libros de la Mujer Rota acaba de publicar La otra hija, de Annie Ernaux, con traducción de Ghalo Galo Ghigliotto y prólogo de la escritora Nayareth Pino Luna.
Crédito de foto de Ernaux: Hannah Assouline/Opale/Editions Robert Laffont