Ante la apertura de campos de refugio temporales para migrantes en el norte de Chile a fines del año pasado y principios de este, la académica Nanette Liberona, de la Universidad de Tarapacá, llama a pensar estos lugares como espacios “de encierro y separación de los desplazados, los refugiados, los clandestinos y otros indeseables (…), cuyas características son semejantes a las de los campos de concentración nazi”.
Por Nanette Liberona Concha
El norte de Chile, y particularmente la región de Tarapacá, se ha visto tensionado en los últimos dos años por los movimientos migratorios que han seguido produciéndose de forma autónoma a pesar del cierre fronterizo. Personas de diversos orígenes han atravesado las fronteras sudamericanas hasta llegar a nuestro país en busca de refugio, no en el sentido jurídico de la palabra, sino buscando un lugar para protegerse. El refugio, entonces, entendido como estrategia de sobrevivencia ante el abandono y la violencia de los Estados, ante las crisis multidimensionales generadas en tiempos de auge del neoliberalismo, ante los desastres naturales, ante el recrudecimiento de la crisis económica producto de la pandemia.
Si consideramos que el refugio es una categoría jurídica amparada por un Sistema de Protección Internacional, cuya misión es otorgar protección a hombres, mujeres, niños y niñas, que se ven obligados/as a migrar de sus países de origen con el fin de salvar sus vidas; todas las personas que se desplazaron forzadamente hacia Chile durante la pandemia deberían considerarse refugiadas. Así lo entendieron países como Colombia y Brasil respecto de la llegada de cientos de personas venezolanas, a las que se les otorgaron visas humanitarias. Así lo entendió también la Corte Interamericana de Derechos Humanos cuando recomendó a los Estados en 2018 considerar la migración de personas venezolanas como una migración forzada[1]. Así lo entendió, por su parte, la Corte Suprema de Chile cuando dejó sin efecto las expulsiones colectivas realizadas a ciudadanos venezolanos, tras invocar normas fundamentales del Derecho Internacional de los Refugiados[2].
No obstante, el gobierno de Sebastián Piñera insistió en estigmatizar esta migración calificándola como “ilegal”, aplicando todas las estrategias políticas y mediáticas posibles para que la población local la viera como invasora y generadora de una “crisis” que llegó incluso a paralizar la ciudad de Iquique en dos ocasiones. Esto acompañado de una política de desidia declarada por parte de las autoridades, que consistió en no hacer absolutamente nada para evitar los conflictos urbanos, sociales y culturales que comenzaron a hacerse cada vez más grandes en la ciudad. Varias plazas públicas se transformaron en campamentos improvisados, donde reinaba la insalubridad, la desesperanza, el hambre y la violencia. Las playas también fueron ocupadas con carpas y otras prácticas de vida. Si no fuera por la ayuda solidaria de organizaciones de la sociedad civil, el número de personas fallecidas y enfermas habría sido mayor al que se contabiliza actualmente.
Un ejemplo de lo anterior fue el caso de la mayoría de las mujeres y niñas que vivían en la plaza Brasil, las que a pesar de ser diagnosticadas con infección urinaria no se atrevían a acercarse a los establecimientos de salud por miedo a ser detenidas y expulsadas[3], ya que se les exigía una “autodenuncia” para recibir una atención médica. Esto significa informar a la PDI del ingreso por paso no habilitado, quedando en un registro que luego puede ser utilizado para una expulsión. Así, en lugar de reconocer a esta población su condición de refugiada y concederles el estatuto como tal, se le desalojó violentamente de la ciudad mediante un operativo policial, al mismo tiempo que fue ahuyentada por la furia de grupos nacionalistas y atacada masivamente en marchas que no fueron reprimidas por las fuerzas públicas.
La historia del Sistema de Protección Internacional se forja a finales de la Segunda Guerra Mundial, con la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, y se ha desarrollado de manera importante en el seno de la ONU a través de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Al término de la guerra, los Estados parte de la ONU llegaron a lo que se denominó un “consenso antirracista”, en el que se comprometían a erradicar toda forma de racismo y a resguardar a sus víctimas. Desde entonces, ACNUR ha sido el órgano encargado de hacer valer este consenso. De la misma manera, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) es otra institución de la ONU que ha velado porque los movimientos migratorios sean reconocidos por los Estados y gestionados de manera tal que no alteren, sobre todo, su soberanía nacional. Esto, sin considerar la autonomía de las migraciones, cuya fuerza propia lleva a sortear todas las barreras que los Estados han ido fortaleciendo para controlar mejor y sacar provecho de estas poblaciones.
En 2014, el libro Un monde de camps, dirigido por Michel Agier[4], reunió veinticinco etnografías realizadas en países de Asia, África, América Latina y Europa, en las que se analizaron intervenciones humanitarias lideradas por ACNUR e implementadas por diversos organismos humanitarios que trabajan en colaboración. Estas etnografías revelan la permanencia y consagración de la figura del “Campo”, entendida como un espacio de encierro y separación de los desplazados, los refugiados, los clandestinos y otros indeseables. Un espacio cuyas características son semejantes a las de los campos de concentración nazi. ¿Qué decir del consenso antirracista? El ACNUR es entendido como el brazo izquierdo del imperio.
En octubre de 2021 se implementó un campamento en Colchane, localidad altiplánica y fronteriza con Bolivia, en medio del contexto de propagación de contagios por covid-19 y de un incremento del ingreso de población migrante al país. El espacio fue ubicado al costado del Complejo Fronterizo de Colchane, como uno de los “resguardos temporales destinados a la estadía transitoria de migrantes que no dispongan de residencia permanente en Chile”. Fue implementado y operacionalizado mediante un Fondo de Emergencia, transferido desde la Subsecretaría de Interior del Ministerio del Interior y Seguridad Pública a la Delegación Presidencial de Tarapacá en septiembre de 2021. Diversos medios de comunicación como INFOBAE[5] y el sitio oficial de UNICEF[6] señalaron que estos dineros provenían de la ONU, a través de ACNUR y la OIM, en tanto organismos internacionales responsables en materia de migrantes y refugiados.
El objetivo de habilitar estos “resguardos temporales” (luego se instalaría otro en Huara) era de posibilitar “una asistencia humanitaria de primera respuesta y el adecuado control migratorio y sanitario para salvaguardar la salud general de la población”, tal como lo menciona la Resolución Exenta 2916/21[7], punto 7. No obstante, estos objetivos no se han cumplido, ya que las condiciones de habitabilidad y de asistencia humanitaria entregadas por el proveedor Trescientos Setenta Ltda. están lejos de los estándares definidos técnicamente por las entidades expertas en atención humanitaria, considerando las extremas condiciones climáticas del lugar. Las personas migrantes son retenidas durante cuatro días para cumplir una cuarentena sanitaria luego de la aplicación del PCR, en un estrecho campamento sin zonas de sombra. El 15 de abril pasado encontramos al interior de este espacio a unas 100 personas aproximadamente, las que mencionaron encontrarse deshidratadas. Además, señalaron pasar frío y no recibir agua ni alimentos, motivo por el cual pedían ayuda desesperadamente a las personas que transitaban por el otro lado de la reja.
En Iquique comenzó a funcionar en enero de 2022 el albergue Lobito por un periodo de tres meses, plazo que se extendió luego desde marzo hasta junio. Inicialmente se trasladaron doscientas familias, incluyendo a setenta niños y niñas, las que quedaron segregadas en un campamento alejado de la ciudad, sin alimentación, agua, asistencia en salud, ni posibilidad de trabajar para solventar sus necesidades elementales. Lobito está ubicado a 22 km al sur de Iquique, en el desierto costero del norte de Chile. Las condiciones climáticas son de aridez extrema del paisaje y del clima desértico, con una alta radiación diaria y bajas temperaturas nocturnas, factores que dificultan la habitabilidad. Solo se puede llegar al sector en vehículo particular, pues no hay transporte público en esa dirección. Luego de una denuncia por parte de organizaciones de la sociedad civil migrantes y promigrantes, que habían solventado la alimentación diaria de estas familias con apoyo de algunas fundaciones y ONGs, se develó que el proveedor a cargo (el mismo de Colchane) se limitaba a entregar un galletón y un jugo al día por persona, contra todo lineamiento técnico en atención humanitaria a migrantes. Afortunadamente, ahora se entregan dos comidas diarias y mejoró el acceso a atención en salud, pero no se provee de agua potable.
En los casos presentados de Colchane e Iquique, más que pensar en resguardos temporales o albergues, identificamos en la figura del “Campo” un espacio de retención y control de una población, en el cual se privatiza la “asistencia humanitaria”. Recordando a Agier, podemos identificar que no se trata de una excepción, sino de una forma de gobernar a los indeseables. Esperemos que las nuevas autoridades eviten las lógicas onusianas de gestión de las migraciones y apliquen las normas existentes a las personas en búsqueda de refugio.
[1] RESOLUCIÓN 2/18 CIDH. Migración forzada de personas venezolanas.
[2] https://www.diarioconstitucional.cl/articulos/importante-fallo-de-la-corte-suprema-sobre-recurso-de-amparo-y-migracion/
[3] Liberona, N., Piñones, C., Corona, M., & García, E. (2021). Diagnóstico de salud de la población migrante venezolana irregularizada en Iquique.
[4] Agier, Michel (dir.), Un monde de camps. La Découverte, 2014, 424 p.
[7] Resolución Exenta 2916 del 13 de octubre de 2021, de la Delegación Presidencial de Tarapacá.