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Ya no basta ser mujer: del cuarto propio autoral a la comunidad política feminista

Probablemente la mayoría jamás ingrese a los circuitos editoriales, y esta misma discusión parezca ajena, pero ¿qué es esto que estamos viviendo, sino una revolución de la toma de la palabra, y la potencia de que la literatura se vuelva un espacio de democracia radical?

Por Sofía Brito

El feminismo se ha vuelto palabra y sentido común, como dijera Julieta Kirkwood. Es por esto que el debate que abre Lorena Amaro nos encuentra en un momento especialmente particular para quienes habitamos estos territorios. En los últimos años, quienes nos hemos reconocido (o hemos sido reconocidas) desde el vocablo mujer comenzamos a agruparnos en diversos espacios feministas como primera militancia. Espacios tales como asambleas estudiantiles, la Red de Docentes Feministas, la Asociación de Abogadas Feministas, la Red de Actrices de Chile, Trabajadoras de la Música, asambleas territoriales o comisiones feministas de estas asambleas. En los lugares de trabajo más precarizados, este estallido de organizaciones se plasma en la interpelación a las clásicas políticas sindicales que históricamente han sido llevadas desde la masculinidad hegemónica de la izquierda, constituyéndose espacios de encuentro, “poderes de facto”, que van desde asambleas de mujeres hasta la creación de grupos de WhatsApp de compañeras trabajadoras. Más de dos millones de mujeres desbordaron las calles este 8 de marzo. Los casos de Ámbar y Antonia nos despertaron de la cuarentena, para nuevamente gritar fuerte y claro: El patriarcado es un juez. Sin duda, en muchos de esos espacios y manifestaciones la palabra sororidad ronda como un imperativo de respeto/hermandad entre mujeres, que nos exige una política con otros tratos. No es la forma, he escuchado constantemente estos días.

Cansadas de los pactos entre caballeros, recuerdo aquellas primeras organizaciones feministas formadas al alero de las movilizaciones estudiantiles del 2011. La política de pantalones largos. La política se hace “sin llorar”, decían. Como la restauración patriarcal ha borrado nuestras luchas de la Historia oficial, tuvimos que buscar entre líneas algo en el marxismo que nos validara, entonces aparecieron Julieta Kirkwood, Rosa Luxemburgo, Clara Zetkin y Alexandra Kollontai. Mientras, leíamos a escondidas a Alejandra Castillo, Judith Butler, Rita Segato y María Lugones. Por ahí por el 2015, ante el llamado de Ni una menos nos encontramos con aquellas generaciones que habían luchado contra la dictadura, y con todas aquellas mujeres que resistían a los pactos patriarcales en diferentes movimientos sociales: salud, vivienda, migración, comunidades lesbianas, No+AFP, trabajo sexual, subcontrato, autodeterminación de los pueblos, derechos sexuales y reproductivos. Y entonces, pese a que se estaba instalando como verdad la consigna “todas las mujeres contra todas las violencias”, o el #MeToo gringo, comprendimos que no éramos un sector de la sociedad. Pese a la neutralización y silenciamiento que intentan trazar las “agendas de género” o “agendas mujer”, hemos estado en la disputa de todos los movimientos y luchas. Y si bien estábamos acostumbradas a hablar del “feminismo” en términos de singularidad, prontamente fue necesario comenzar a retomar las lecturas sobre aquellos feminismos múltiples, e inclusive en disputa, que por supuesto la fuerza restauradora del neoliberalismo intentan acallar bajo la idea universal del ser  mujer, el cual a través del mito del empoderamiento individual, construye una nueva moral femenina, que ya no es necesariamente para el marido, sino para nuestra constitución como individuas, para el ingreso en aquel Contrato Social —siguiendo las lecturas de Carole Pateman—  del que fuimos excluidas, a través de un pacto sexual implícito.

Entonces, nos fue imprescindible hablar de raza y hablar de clase, y hablar de “no todas las mujeres”, y discutir nuestras intuiciones, pensar en encuentros y desencuentros, volver a pensar en la disputa cuando hablábamos de una política feminista. Queríamos presencia en el espacio público y cuestionar lo privado, pero ¿para qué feminismos?, ¿para quiénes?, ¿existe algo así como una sujeta del feminismo?, ¿buscamos desmantelar estos sistemas de opresión o echar a andar un capitalismo colonial con rostro de mujer?

En esta línea, creo que las discusiones que se han abierto, tanto por quienes han tomado la palabra en este mismo medio, como la gran cantidad de reacciones en redes sociales son urgentes para el campo literario, pero también (o porque también lo son) para todas/todes/todxs quienes nos reconocemos en algo así como una comunidad política feminista insurgente, que desde la efervescencia de las diversas luchas que nos reúnen hemos buscado construir otra política y otra democracia. La masificación del feminismo en una era donde las redes ya no se entraman solo en los muros, lienzos y asambleas, sino también en los perfiles de Instagram, Twitter y Facebook —acentuándose aún más en medio de una pandemia mundial—, provoca torceduras de la palabra a niveles que, por supuesto, no habíamos visto en la historia.

Movimientos como Ni una Menos, el Mayo feminista, y la irrupción de “Un violador en tu camino” del colectivo Las Tesis, no solo provocan el desborde masivo de pañuelos verdes en las calles, gritos y arengas colectivas; en la intimidad de la toma de consciencia feminista, los primeros dolores se expresan a través de la funa o denuncia pública como soporte literario.  Compañeras y compañeres que probablemente en un comienzo ni siquiera se nombraban desde el feminismo comparten sus testimonios de violencia. Compañeras y compañeres que mucho menos podrían llamarse a sí mismes como escritores, o reclamar un espacio en el mundo autoral. Probablemente la mayoría jamás ingrese a los circuitos editoriales, y esta misma discusión parezca ajena, pero ¿qué es esto que estamos viviendo, sino una revolución de la toma de la palabra, y la potencia de que la literatura se vuelva un espacio de democracia radical?

Tal como reivindica el texto de Alejandra Costamagna, uno de los primeros escritos que recordé en medio de este debate fue “Contra el derecho” de Alia Trabucco. En estos tiempos constituyentes, donde a quienes tuvimos la mala ocurrencia de estudiar Derecho se nos llama desde cabildos y asambleas territoriales para explicar la Constitución de 1980, la necesidad de un derecho que se acerque cada vez más a la literatura, un derecho minúscula, que se desvista de aquella clásica definición de “órdenes respaldadas por amenazas”, se hace cada día más urgente. Un derecho donde no haya una tecnocracia como única fuente habilitada para su interpretación, un derecho no escrito por abogados, un derecho que —como decía en su constitución culebra, Nona Fernández— sea escrito con faltas de ortografía.

En el marco de esta discusión, Alia nos advierte de “la tram(p)a que tiene que ver con el poder y con la posición de la crítica y la academia. Una posición que también deberíamos discutir en tiempos destituyentes, donde los lugares de enunciación y los entramados de poder están en plena reconfiguración”. Creo que esta reconfiguración constituyente nos permite reimaginar la idea de crítica en miras de la apertura de espacios, la generación de alianzas y amistades, tal como se ha sostenido en “La mirada de los comunes: cine, amor y comunismo”. En el prefacio, los comunes (Ivana Peric y Nicolás Ried), presentan la crítica como un modo de poner las cosas en relación, alejándose de la imposición de estandarizaciones de la buena o mala obra, por el contrario, se instalan

“como conversadores, como aquellos que buscan una excusa para conversar, porque todos lo hacemos, y eso es político en un contexto en que cada cosa está mediada por el intercambio mercantilizado de la opinión (…) la crítica debe ser el arte de presentar nuevos amigos. El arte de las afinidades, de las alianzas y de la interdependencia colectiva. La crítica, en definitiva, no sirve si no hace más que diferenciar lo consumible de lo que no merece la pena ser visto; la crítica solo sirve cuando muestra la comunidad que late entre todo lo que parece estar separado”.

La propuesta de los comunes se asocia entonces con la comunidad de escrituras que forma Judith Butler en “¿Qué es la crítica? Un ensayo sobre la virtud de Foucault”, donde nos recuerda la noción de crítica como aquella posibilidad de ser gobernadxs de otro modo, como “no ser gobernado de esa forma, por ese, en nombre de esos principios, en vista de tales objetivos y por medio de tales procedimientos (…)”. La crítica sería el derecho a preguntarse por los límites de lo que podemos saber y ser dentro de un sistema normativo dado, “mostrar cómo el saber y el poder operan para constituir un modo más o menos sistemático de ordenar el mundo con sus propias ‘condiciones de aceptabilidad de un sistema’, pero también ‘para seguir los puntos de ruptura que indican su aparición’”. La pregunta sobre cómo no ser gobernadxs de ese modo, implica des-sujetarnos a través de nuevas amistades, alianzas, afinidades, modos híbridos de comprender la realidad, ahí donde el neoliberalismo nos ha separado por esferas de saberes, poderes y normativas sobre lo que debemos y no ser. “Una apuesta a diseñar nuevas fuerzas de emancipación subjetiva supone prácticas de lectura y escritura movilizadas por una sensibilidad política, semiótica y poética irreductible y no inocente, articulada (…), que supone una deliberada desobediencia epistémica, que interviene en las tecnologías de construcción del conocimiento (…)”, como resume la activista de la palabra, valeria flores.

Entonces, la crítica se vuelve una herramienta política para aquella democracia radical que implican estos nuevos modos de tomar la palabra. Un modo de constituir(nos) como comunidad más allá de nuestros cuartos propios, más allá de aquel trazado liberal que encierra la intimidad en lo privado desde la propietarización autoral. Así como también forjar alianzas/amistades que permitan de- sujetarnos de la construcción del ser mujeres como referencia invariable dentro y fuera del texto, y que permita desterritorializar nuestras prácticas del binarismo. Retomando a Nelly Richard, en “¿Tiene sexo la escritura?”: “La crítica feminista debe romper con la creencia determinista de que la función anatómica (ser mujer/ser hombre) y el rol simbólico (lo femenino/lo masculino) se corresponden naturalistamente bajo el mito de la Identidad-Una del cuerpo de origen. Solo así lograremos hacer extensiva la valencia contestataria de lo femenino al conjunto de las prácticas anti hegemónicas que se complicitan, transversalmente, con sus marcas de alteridad”.


Surgidos desde la incomodidad, los espacios feministas no pueden renunciar al disenso, ni resolver todas las formas de violencia o conflicto a través del aniquilamiento u ostracismo de la otra/otre/otrx, a través de catalogaciones tales como “femicidio literario”, ya que es evidente que tratar a otra de femicida significa su funa, su cancelación, e inclusive su responsabilidad penal.


Creo que efectivamente, los feminismos han logrado ampliar las lecturas de las fuerzas transformadoras, abriendo paso a la gran variedad de disputas que son necesarias para el desmantelamiento del sistema neoliberal. La contradicción capital-trabajo como único marco posible para la izquierda, ha sido complementado por diversas experiencias de luchas sociales, aportes teóricos, interpelaciones artísticas, que se han ido entramando en contraposición a dicho canon patriarcal. No obstante, el nudo de la sororidad y la pregunta por las formas corre el riesgo de —en palabras de Diamela Eltit— “amparar indiscriminadamente la producción artística de las mujeres a partir de las irregularidades sociales que gravitan en su contra como ciudadanas”, y entonces, nuevamente nos preguntamos: ¿qué mujeres?, ¿es suficiente ser mujer?, ¿qué pasa con el resto de lxs cuerpxs oprimidxs? ¿es acaso, un maternalismo lo que buscamos?, ¿una moral feminista?, ¿un nuevo corsé?, como señalan Cynthia Rimsky y Betina Keizman.

Sinceramente, espero que no. El virus de la cancelación —como lo han llamado Nicolás Cuello y Lucas Disalvo— supone una nueva razón punitiva, donde el feminismo (nuevamente en singular) se transforma en un dogma, “un sistema de verdad que se adjudica la capacidad de sujetar, disciplinar, encauzar o cercenar las posibles irradiaciones de nuestros coloridos cuerpos, sexualides, modos de vida…”. Surgidos desde la incomodidad, los espacios feministas no pueden renunciar al disenso, ni resolver todas las formas de violencia o conflicto a través del aniquilamiento u ostracismo de la otra/otre/otrx, a través de catalogaciones tales como “femicidio literario”, ya que es evidente que tratar a otra de femicida significa su funa, su cancelación, e inclusive su responsabilidad penal. La utopía sorora de los espacios seguros o los lugares puros se han convertido, tal vez, en aquel nuevo corsé. Pero sin disensos, sin crítica es imposible que tracemos feminismos de lo múltiple, donde cuestiones como el antirracismo y la clase desbaraten el ideal de mujer blanca heterosexual que el neoliberalismo espera de nosotras.

Para ir cerrando estas líneas, me gustaría agradecer las reflexiones colectivas que entre zoom y zoom he podido compartir con Camila Valenzuela, las integrantes del taller de poesía de Julieta Marchant, Nicolás Ried y Victoria Ramírez Mansilla. Así como también, el teclado filudo de Daniela Catrileo y el colectivo mapuche Rangiñtulewfü, de quienes constantemente me considero una aprendiz en la tarea de descolonizar nuestros feminismos.

Mi entrada al mundo de la escritura, fue también, incómoda. La denuncia pública y el Mayo feminista de 2018 hicieron que el periodismo intentara vincular la plaquette de poesía que había lanzado el año anterior, con mi caso de violencia de género (primera plaquette, que dicho sea de paso, gracias a las lecturas críticas de grandes compañeras, he tratado de ir reescribiendo con el paso del tiempo en diversos talleres de poesía). En algún sentido, dicha plaquette se volvió parte del expediente del proceso sumario y la denuncia pública, pese a que constantemente recalqué que no existían conexiones entre dicho proceso escritural y la revuelta. Comprendí entonces, de una manera bastante cruda, la relación entre literatura y política, o más bien, la literatura como política en sí. Fue la “Líquida Avanzada” de Nona Fernández, la que me hizo comprender de forma crítica mi propia historia. Más allá de las pistas autorales que se intentaban trazar, su escritura desprendió mi historia del nombre propio, para pasar a ser un relato colectivo, parte del tejido feminista, del cual cada experiencia es un nudo. Creo fervientemente que es esa comunidad de lecturas críticas, la que nos hace comprendernos y repensarnos, y así sentirnos un poquito menos solas.