Conceptos como miedo, enfermedad y muerte toman matices distintos en un contexto que altera los rituales habituales. Carlos Ossa, Doctor en Filosofía y académico del Instituto de la Comunicación e imagen de la Universidad de Chile, analiza cómo la palabra y la memoria pueden ser discutidas en medio de la crisis sanitaria actual, que conlleva una crisis política, pero también del lenguaje.
Por Florencia La Mura
“Casi todo el tiempo no sé qué decir y constantemente me piden que diga algo”, dice Mariana Enríquez, la escritora argentina de terror más aclamada en la actualidad, en una columna titulada La ansiedad. “Como persona que trabaja con el lenguaje debería colaborar en la discusión pública. Pensando, escribiendo, interpretando. Pero cada día que pasa, pensar en esta pandemia se convierte en una neblina pesada: no veo, estoy perdida”, se lamenta Enríquez, en una búsqueda no sólo por su sentir, sino por las palabras para intentar nombrarlo.
Esta pandemia no es una historia de terror, dice Enríquez en su texto, es una distopía y en ella el virus es este “enemigo poderoso” del que se nos habla. Es un ente peligroso que ha traído de vuelta el lenguaje de la guerra. Para Carlos Ossa, académico del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile (ICEI), quien estudia la comunicación en la sociedad actual desde una mirada interdisciplinaria, este lenguaje es inherente al neoliberalismo, donde la palabra es presa de un sistema político que la vuelve meramente instrumental. Cifras y estudios aparecen como lo más relevante en un contexto que se mueve dentro de lo científico como una palabra incuestionable, pero esto deja fuera a todo aquello que no se mueva dentro de este lenguaje específico.
¿Cómo entonces, sacamos a la palabra de la literalidad? ¿Cómo logra moverse en el confinamiento? Ossa, quien ha enfocado sus investigaciones en la estética y la política, opina que la discusión debiera enfocarse en hacerse preguntas respecto al presente para así pensar el futuro, tomando el lenguaje como el punto de partida para repensar el sistema político. Esa neblina que menciona Enríquez puede disiparse si sacamos a la palabra del espacio donde ha estado atrapada.
El lenguaje verbal es nuestra principal forma de comunicación, pero en momentos de incertidumbre cuesta verbalizar. ¿De qué manera podemos comunicarnos ahora que el habla es quizás lo más importante?
Estamos en una escena donde hay ausencia de cierto tipo de palabras y hay exceso de otras, que en un contexto normal podrían convivir en la contradicción y en el aislamiento, incluso separadas e indiferentes las unas de las otras. Pero en este marco combaten por querer darle visibilidad a una cierta explicación de las cosas que, independientemente de la forma y argumento, es insuficiente. La palabra está en una condición de conflictividad radical, ya que ha sido instruida al uso meramente instrumental, al ejercicio productivista, al carácter económico. No puede vislumbrar otro relato porque quedó encerrada en esta discursividad que por un lado la ahoga y por otro lado, esta crisis le pide que restituya un cierto verosímil. La única manera que tenemos de comunicar el sentido, de apropiarnos de él, y también de sentir su falta es a través del efecto de la palabra, de lo que esta pueda decir o no. Y a pesar de que estamos en un régimen altamente tecnológico y estamos usando tecnologías expresivas, a pesar de que pensemos que suspenden lo verbal, lo subordinan a lo iconográfico. Lo que más pedimos no es solamente que aparezca una palabra, sino que esta traiga con ella un cierto pacto, porque sentimos que el contrato social en que vivíamos se ha roto.
¿Cómo la idea del “enemigo externo” que plantea el gobierno reproduce esta radicalización de la palabra?
En el neoliberalismo, la palabra no puede ser plurisignificante porque eso distorsiona su valor productivo. Tiene que ser sumamente asertiva en lo que describe, porque no solamente transporta una cierta explicación, también transporta una economía de los cuerpos y las relaciones. Ese lenguaje ha sido muy exitoso para instalarse en el mundo médico, policial, político y educativo, logrando instalar un modo de comunicar que se funda en una dicotomía, hay un afuera y un adentro. En el contexto que vivimos y antes, con el estallido social, se ve obligado a homogeneizarse, a unirse en torno al único lenguaje que lo caracteriza, porque el neoliberalismo es una lengua de guerra. Cuando hablas de competencia y remites a toda la lengua que habitualmente circula por los medios, te das cuenta de que es así, que está sosteniéndose sobre la idea de una fragilidad que debe ser combatida y que gracias al conocimiento experto puede ser estabilizada. Por ende, ante los fenómenos que la alteran y la cuestionan, tiene que construir un otro imaginario que le permita cierta unidad semántica, un imaginario del nosotros que históricamente ha tenido mucho éxito cuando se metaforiza en la figura de un mal externo.
No es extraño que la lengua del «enemigo», de un afuera que amenaza la estabilidad del sistema, aparezca repetida en el discurso de distintos sistemas políticos y gobiernos, porque obedecen a la misma lógica semántica. Está asociado con lo que Kant llamaría ese binomio inseparable de la guerra y el comercio. Ahora estamos en guerra porque lo único que está amenazado es el comercio, entonces hay que salvar al comercio para eliminar la guerra y volver a la prosperidad. Es muy difícil que en un modelo semiótico como este la cuestión de la virulencia y los comportamientos no se relacionan necesariamente con la idea de competencia por capturar el significado. Pero para hacerlo tienes que desplegar una narrativa radical en la que le hagas sentir a la población que está inmersa en un peligro tan inmenso que solamente una lengua experta puede resolverlo.
Desde los medios hay un reflejo del discurso que en muchas ocasiones no contempla crítica o análisis más profundos. ¿De qué manera se mueve la literalidad de la palabra?
La tarea de los medios ha sido apoyar la estrategia de la reclusión y para ello han exacerbado, desde una vestidura científica, la estimulación del miedo como justificación de un comportamiento políticamente correcto, que no se presenta como ideología, sino como auxiliar de un relato científico que distribuye las normas para comportarse en una crisis sanitaria. En ese escenario, la única palabra que puede tener lugar es la de la ciencia y la policía. Ambos coinciden en copar el espacio enunciativo en la perspectiva del cuidado y la vigilancia. Son dos palabras que en un escenario de estas características no piensan ni examinan la intensidad o la estructura lógica de su discurso, sino que, al contrario, se sienten totalmente validadas y autorizadas porque representan lo “objetivo”. Cualquier otra enunciación queda fuera y los medios están reproduciendo en el nivel de la información, pero además -en las opiniones que circulan diariamente por ellos- los miedos satánicos de los que alimenta su poder la ultraderecha.
Los medios se han anclado con ese relato del miedo como principio rector de la convivencia contemporánea, entonces el otro, en vez de volverse el horizonte del sentido, es restituido en esta figura de la desigualdad que trae consigo un mal y que debe ser combatido, alimentándose del lenguaje de la guerra. Tiene que demostrar que su palabra no está debilitada para poder resolver los problemas que ha generado un fenómeno que rompió todos los límites de la comprensión aparente, que excede nuestros rituales y ha puesto en tela de juicio toda nuestra modernidad que, con todo su desarrollo científico, no ha sido capaz de contener una situación sanitaria como esta.
¿Cómo se modifica nuestra relación con la muerte en el contexto actual?
Todo el siglo XX fue un siglo mortal, el lenguaje fue usado para convocar la muerte, hay una relación con el lenguaje que ha estado ejerciendo y desarrollando su historia sin mayores cortapisas. Ahora miramos la muerte y hace seis meses atrás nos resultaba indiferente, no solamente aquella de los seres humanos, sino también de la flora y la fauna. De pronto vuelve a estar entre nosotros, reclamando no ser olvidada por la palabra y obligando a establecer los rituales que durante siglos hemos tenido con ella. En el contexto de esta necesidad política de ordenar lo que generó el neoliberalismo, el único efecto amedrentador, la única fuerza inhibitoria de una revuelta política, va a estar dada por esta idea de una enfermedad que puede ser mortal. Entonces, el estallido social que lleva la palabra a la calle, es sustituido por la pandemia, que lleva la palabra al espacio privado. Pasamos de un movimiento en que la palabra busca incrementar una escena emancipatoria en la ciudad a otra en la que la palabra restituye la fragmentación del individuo en relación a los otros, por lo tanto, la palabra no comunica, sólo informa. Solamente deja testimonio del suceso, pero no explica qué significado previo y posterior va a tener para nosotros.
Una agrupación de escritores en Bélgica está regalando poemas a familiares de fallecidos por Covid-19. ¿Cómo analiza esta iniciativa desde la búsqueda del sentido?
Pensar en cuál es la palabra que domina y tiene la experticia mayor resulta un poco discutible, ya que en el fondo es la combinación de las experticias de las palabras, su capacidad de articular los mundos posibles que están en nuestra imaginación y necesidad de vida, lo que ayuda a resolver los problemas. Entiendo que las respuestas que vienen desde el punto de vista del arte tienden a hacerse cargo de algo que el escenario deforme de una palabra técnica no toma en cuenta ni de lo que se hace cargo, que es el duelo. La palabra y la imagen ayudan al duelo, permiten relacionarse con lo irrepresentable que ha dominado los últimos seis meses de la vida contemporánea con la figura de la muerte que, aunque no es excesiva, se ha vuelto impactante. Todas estas actividades artísticas, lo que buscan, a partir de la escena del duelo, es darle lo que siempre ha sido su trabajo, perder lo perdido. Poder aceptar que lo que ya no está es una ausencia a la que debemos conmemorar mediante un gesto de presencia que nunca nos devuelve nada, sino que profundiza y acrecenta que estamos sufriendo.
Entendiéndolo como el espacio político que es, ¿cómo se desarrolla la idea del enemigo y del contagio en los espacios digitales?
Lo digital opera aquí en el sentido anverso. Es el espacio de la neutralización que permite jugar caprichosamente con la palabra confín y confinamiento, ya que al estar recluidos damos forma a un fin: no seremos presa ni efecto de este contagio, liberamos en el mundo digital esa interacción que ya no podemos realizar en el mundo social. Es la palabra pública, que se intercambia materialmente, la que nos pone en peligro porque está contagiada, y en cambio, la palabra esterilizada del dispositivo digital nos hace mantener el intercambio cotidiano que antes hacíamos de la otra forma, pero liberado de la angustia y de la incertidumbre de poder ser víctimas de su toque. Ahí viene lo curioso, porque lo que hace funcionar a la palabra es que te toque. Con la lógica digital, la palabra más que tocarnos solamente nos pone en contacto, disminuye toda su potencialidad política agresiva y, al mismo tiempo, debilita toda la energía psíquica que gastamos cuando estamos interactuando con un otro.
El régimen digital disminuye la tensión y nos permite contener más el tiempo, salir de la productividad acelerada, del estrés de una vida entregada a la producción y el consumo y poder encontrarnos con una dimensión del tiempo que nos estaba siendo excluida pero que solamente podemos comunicar de una forma que no sería la más idónea para poder dar cuenta de este momento distendido en el que la palabra se tiene que preocupar un poco de ti mismo. Ese es el primer mandamiento del neoliberalismo pandémico: cuídate a ti mismo porque de ese modo salvarás a los otros. Lo digital me proteje al mismo tiempo que me aisla.
¿Qué rol juega la tecnología en la memoria, ya que ambas se intercalan en nuestro espacio íntimo?
La infraestructura tecnológica altera las reglas del tiempo, puesto que los rituales de muerte y de vida están suspendidos en su interacción simbólica. Las ceremonias de todo tipo pierden la temporalidad que les permitía colocar en lo cotidiano una obra distinta. En ese sentido, la memoria está más inclinada a un ejercicio de pregunta y al mismo tiempo de conexión con lo que falta en la vida, y por ende hay una especie de ensimismarse en el detalle del diario vivir, asumiendo que ese día a día puede ser inquietante debido a las distintas formas de ocuparlo. En muchos hogares ocurre la necesidad de convertirlo en un nuevo espacio de reflexión, de producción más alegórica, por lo tanto, deja de ser solamente el destino donde se va a descansar del trabajo y se puede volver una máquina industrial, una máquina poética o una máquina violenta.
La memoria de cómo habitamos el espacio diario también está siendo conmocionada por este doble ejercicio, ya que la producción ha sido desplazada hacia lo privado y a través de la tecnología intentamos recuperar la comunicación que nos ha sido mermada por el confinamiento. La casa se está volviendo una extensión del mundo del trabajo, entonces nada cambia, sólo se modifica la configuración material. Hay una alteración del tiempo y de nuestra representación del espacio que también está trayendo consecuencias. Cuando termine la pandemia, ¿vamos a salir más violentos, más fragmentados, más intolerantes? Es decir, casi iguales, ¿o vamos a salir más solidarios, igualitarios y deseantes? Esa transformación está muy ligada a ese espacio privado que los críticos habían advertido que había sido desmantelado por esta racionalidad neoliberal que convertía todo a un valor de cambio. Nuestra sociabilidad está en juego y es resultado de qué lenguaje usamos, qué palabras usamos y cuáles dejamos de usar para decir otras. Durante décadas hemos sido obligados a usar un diccionario bastante restringido de palabras que obedecían a la lógica del intercambio y una palabra mayúscula atravesaba nuestra existencia personal como pública: la deuda. La pregunta es ¿mañana nuestra lengua tiene que seguir hablando la deuda o tiene que sustituir la deuda por otra palabra que nos permita imaginar algo diferente?
¿De qué manera podemos cambiar la búsqueda de sentido para dejar de pensar el lenguaje como una deuda?
Eso es parte de una política del presente, que ahora puede ser más imaginable que hace un tiempo atrás. La única racionalidad que podíamos aplicar era agotar la denuncia del sistema, sin pensar en otra ética. En cambio, creo que hoy se entiende que, como decía Raymond Williams, nunca va a haber un régimen que pueda repensar la vida. Siempre van a haber tensiones al interior del propio orden, no todo es claro y compacto. Hay una especie de quiebre en la temporalidad cerrada que veníamos experimentando y podemos pensar en una alternativa, pero hay que construirla políticamente. Lo que hay que aprovechar ahora, más que sugerir «políticas culturales», es imaginar cuáles son las conversaciones sociales de las que deberíamos hacernos cargo para entender que no sólo está en juego un modelo económico, sino que una manera de organizar la existencia que debe aceptar la diferencia, la diversidad, la heterogeneidad.
La pregunta por cuál es el horizonte en el que queremos vivir los próximos 50 años es capital, ya no se trata del aquí y ahora. Cualquier trabajo del lenguaje, de la estética, de una economía alternativa a la que existe, tiene que fundarse en otra teoría del presente y en otro modelo de pensamiento crítico, que no se recicle en explicarlo con un nivel de detalle exasperante, cómo funciona el neoliberalismo. Tengo la impresión de que el mundo, no como un ente abstracto sino como el espacio de la habitabilidad, nos está haciendo preguntas decisivas y tenemos que sentarnos a pensarlas y discutirlas.