Pedro Maldonado: “La neurociencia hoy tiene la capacidad de intervenir el cerebro”

El Profesor Titular de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile lleva una buena parte de su vida explorando el cerebro humano. Hoy, con el mundo científico empeñado en descifrar los misterios de la mente, Maldonado —quien acaba de lanzar el libro Por qué tenemos el cerebro en la cabeza— pone la mirada en los debates que se vienen: inteligencia artificial, privacidad mental, neuroderechos, eugenesia, ciencia y poder. “La neurociencia ha traído avances que pueden afectar la manera en que nuestro cerebro es usado y compartido”, advierte.

Por Francisca Siebert | Fotografías: Felipe Poga

Desde hace años que a Pedro Maldonado le gusta llevar del laboratorio a la calle la conversación sobre el cerebro humano. “Hay preguntas increíbles que uno también quiere saber y muchos mitos, por supuesto. Y en un momento pensé que yo tenía material para contarlo”, cuenta sobre el origen de Por qué tenemos el cerebro en la cabeza (Debate), libro que lanzó a fines de agosto, y que gira alrededor de esta máquina biológica sobre la que la ciencia avanza esperando lograr la gran revolución: conocer cómo funciona y lograr su manipulación. 

Hasta aquí, aún sabemos poco sobre este órgano que posee cerca de 100 mil millones de neuronas y un número astronómico de conexiones. “Conocemos menos del 15 por ciento”, dice Maldonado, doctor en Fisiología de la Universidad de Pensilvania, director del Departamento de Neurociencias de la Facultad de Medicina e investigador del Instituto Milenio de Neurociencia Biomédica (BNI).

Sobre sus inicios en la ciencia, cuenta: “Entré a estudiar Biología el año 78 porque quería seguir a Jacques Cousteau”. A la larga no tomó el camino de la biología marina, sino el de la fisiología del sistema nervioso. Así llegó al laboratorio de Epistemología experimental de Humberto Maturana y Francisco Varela: su tesis de magister, titulada “El sistema frontal y lateral de los pájaros” —un estudio conductual sobre la retina de los pájaros—, fue el último trabajo publicado en conjunto por ambos.

Ser neurocientífico y haber estado en el laboratorio con Maturana y Varela es, a estas alturas, algo bastante histórico. ¿Cómo fue estar ahí?

Fue increíble. Ambos eran personas extremadamente brillantes y complementarias: Francisco era riguroso, muy hábil tomando ideas y concretándolas; Humberto es más brillante proponiendo ideas nuevas. Y como en esa época había repoca plata, pasamos mucho tiempo discutiendo frente a la pizarra, lo que fue un entrenamiento teórico muy fuerte, durante el que aparecieron ideas de ellos dos que todavía son muy vigentes, y que quizá recién ahora se están tomando más en serio en el mundo de la neurociencia.

“Hoy existen técnicas que permiten tener una línea de pensamientos de un sujeto. Si esto se llega a sofisticar, una persona podría estar sujeta a que todos sus pensamientos y su privacidad mental esté expuesta al escrutinio de alguien”.

Conocer el cerebro es un desafío impostergable para la humanidad. El Proyecto BRAIN (Brain Research Through Advancing Innovative Neurotechnologies), en el que el gobierno de Estados Unidos está invirtiendo 6 mil millones de dólares, es una muestra de eso. ¿Cómo ve los avances de esta iniciativa?

BRAIN está diseñado para crear tecnología que permita mirar el cerebro completo de un humano en tiempo real. Actualmente son muy pobres las técnicas que tenemos en neurociencia para hacer eso. El problema es que, en ciencia, la tecnología es una herramienta, no una explicación. La aproximación de BRAIN va en una buena dirección, pero por sí solo no va a explicar nada.

Pese a lo poco que se conoce del cerebro, Rafael Yuste, director de BRAIN, y un grupo de neurocientíficos firmaron hace unos años una declaración en la revista Nature en la que hablaban sobre neuroderechos, alertando sobre el riesgo inminente al que están expuestas nuestras mentes. ¿Cuál es su opinión?

La neurociencia en la última década ha traído muchos avances importantes que pueden empezar a afectar la manera en que nuestro cerebro es usado y compartido, y a eso apuntan los neuroderechos. Esto va a tener impacto dentro de los próximos diez o veinte años, pero no podemos esperar hasta entonces para empezar la discusión.

En esa declaración se plantearon cinco neuroderechos inalienables: la privacidad mental, la identidad personal, el libre albedrío, el acceso equitativo y la no discriminación en el acceso a las neurotecnologías. ¿Puede que estos derechos estén en riesgo hoy?

Hoy existen técnicas de imageonología que permiten tener una línea de pensamientos de un sujeto. Si esto se llega a sofisticar, lo que es cosa de tiempo, una persona podría estar sujeta a que todos sus pensamientos y su privacidad mental esté expuesta al escrutinio de alguien. Ahí hay una amenaza, en términos de que alguien puede saber lo que quiero y lo que pienso. Por otro lado, lo que soy y lo que pienso pueden ser datos, por lo tanto, mi identidad como persona puede no estar sujeta a mi propia voluntad, y entonces el libre albedrío también estaría en riesgo. Esto no sólo involucra los datos: la neurociencia hoy tiene la capacidad de intervenir el cerebro, y si yo logro mejorar el cerebro, eso puede generar inequidad en la población, pensando en la posibilidad de que existan humanos potenciados, lo que crea todo un problema ético, que también es parte de esta discusión. Como también lo es la relación cerebro-máquina, que es algo que ya está ocurriendo.

¿Y cuál es el debate que se abre en torno a la relación cerebro-máquina?

Desde hace diez años los científicos tienen acceso a las señales eléctricas de las personas, y eso pueden usarlo en pacientes que no logran mover el cuerpo para que lo hagan a través de un brazo robótico o con su propio brazo. Yuste plantea que si hay un paciente que maneja con la mente un brazo robótico, y ese brazo me muele la mano al saludarme, ¿quién es el responsable? ¿La persona que me apretó la mano? ¿El técnico que la fabricó? ¿El programador que hizo el software? Si conecto mi cerebro a un celular y logro tener una supermemoria en contraste con la tuya, habrá personas que van a poder ser superhumanos y otros no, y eso creará una diferencia. ¿Hasta qué límite vamos a llegar? ¿Quiénes van a poder tener acceso? Todas esas cosas están ocurriendo a una velocidad de avance mucho más rápido que leer los pensamientos. 

La idea de un superhumano suena peligrosa. Es inevitable, además, pensar en la desventaja en que esto dejará a los países y a las personas más pobres, ¿no?

El debate de la inteligencia artificial va por el mismo lado, y tiene relación con el cerebro, porque por primera vez lo que busca la tecnología no es reemplazar las habilidades físicas de las personas, sino las habilidades mentales. Esa ha sido un área que nunca se ha tocado, y ahora la tecnología tiene la capacidad de hacer ese tipo de cosas. Sabemos que cualquier tecnología siempre tiene el potencial para ser usada para beneficio o no, y es responsabilidad de la sociedad velar porque la ciencia contribuya al bienestar y no a una mayor segregación de las personas o países.

Los científicos saben el impacto que puede tener la inteligencia artificial en el desarrollo, pero la inversión en ciencia sigue siendo baja en Chile. ¿Cómo entra la Inteligencia Artificial en este modelo?

La gran ventaja de la inteligencia artificial como tecnología es que es más democrática quizás que otras tecnologías porque requiere creatividad humana, y eso existe en todas partes del mundo. Ahora, la ciencia necesita también apoyo financiero, es la semilla para el desarrollo tecnológico y eso no está muy claro. Muchas veces se argumenta que la ciencia se puede comprar, que el conocimiento se compra, pero en realidad estamos comprando tecnología, no conocimiento, y eso nos hace dependientes del conocimiento extranjero. Ellos son los que terminan vendiendo alambres de cobre y nosotros produciendo el cobre. Y mientras no nos volquemos a una sociedad del conocimiento, esa diferencia se va a mantener.

En este horizonte que abre la inteligencia artificial, ¿corremos el riesgo de seguir llegando tarde?

Por supuesto. Esto implica un apoyo inicial de recursos y es problemático, porque muchas veces no se entiende por qué se debe invertir en ciencia, dicen que es caro, habiendo otras necesidades de país más importantes. La respuesta es que uno no puede predecir con exactitud dónde la ciencia va a dar sus frutos y, por lo tanto, tiene que generar una masa crítica de científicos.

¿Cómo explicaría la relevancia que tiene la ciencia para el país?

El ejercicio de preguntarse y responderse es superimportante. El pensamiento crítico, que es parte fundamental de la ciencia, es una enorme herramienta para las personas porque les da poder, les permite tomar buenas decisiones basadas en el conocimiento. Yo digo que la ciencia es la herramienta democrática más poderosa que puede tener un país, no sólo por el producto científico, sino porque la práctica científica empodera. Las democracias se basan en el aporte de las personas, de poder contribuir con sus reflexiones y sus decisiones. ¿Por qué ciertos países son los más poderosos? Porque tienen poder científico y ese poder está basado en la ciencia que tienen. ¿Y quién lo entendió ahora? China, que está poniendo cuatro y tanto por ciento de su PIB en ciencia, porque eso les va a dar poder, poder y desarrollo. 

El desafío que requiere equidad

“Las decisiones que tenemos entre manos como humanidad requieren de todos, todas y todes. Esto, claro, no puede desconocer que nuestra sociedad humana actual no es una igualitaria, sino que profundamente estratificada y segregada, donde el poder y la influencia están […]

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José Maza: “Los Premios Nacionales deberíamos ser intelectuales públicos”

Este 2 de julio, el astrónomo más popular de Chile romperá todos sus récords: reunirá a más de 15 mil personas en el estadio La Portada de La Serena, donde dará una charla magistral y será el “telonero” del eclipse total de sol. Invitado al programa radial Palabra Pública, el académico de la Universidad de Chile habló de su fama, de la importancia de la divulgación científica y del papel de las universidades en el acercamiento de la cultura a la gente.

Por Jennifer Abate y Evelyn Erlij

—En relación al éxito que fue la presentación de su último libro Eclipses en abril, en el Teatro Caupolicán, ¿cómo se explica que un científico llene un estadio con seis mil personas? ¿Podría llenar el Estadio Nacional, como lo dijo esa vez?

—No, creo que ahí me fui de lengua. En el Caupolicán fueron cinco mil personas, en la Medialuna de Rancagua fueron seis mil, en Peñaflor, cuatro mil, y otros cinco mil en Concepción. Así que cinco mil personas en Santiago no es algo para tirar cohetes. La charla en Peñaflor partió a las 9 de la noche y ya eran más de las 11 y no terminaba. Tuve que salir arrancando porque la gente me perseguía para sacarse una selfie conmigo y para que le firmase autógrafos.

—Se proclamó el “telonero” del eclipse del 2 de julio, y tiene sentido, ya que a menudo se le asocia a la figura del rockstar. ¿Cómo se siente en ese papel, llenando estadios y caminando al auto resguardado por guardias?

—Espero que esto no avance más. Siempre me he sentido uno más dentro del grupo, nunca me he sentido importante. He sido uno del montón. Pero tener notoriedad me produce cierto agrado. La otra vez estuve literalmente de telonero en un concierto de rock en el Teatro La Cúpula, dando una charla. También estuve hace poco dando una charla en la plaza de Quilpué donde tocaba el grupo Congreso y fue un evento con música, charla y poesía. La cultura es una sola, ¿por qué hay conciertos de rock y festivales de poesía? Hagamos una mezcla. A lo mejor el que va sólo por el rock, descubrirá la ciencia o viceversa. Así se van formando puentes. Me encanta la poesía, la música y la ciencia, así que estaría feliz con una alianza entre esas disciplinas.

—¿Y cómo explica esa fanaticada que lo sigue?

—Es complicado. La astronomía está cada día más en los medios, como por ejemplo cuando se dio a conocer la imagen de un hoyo negro que está en el cúmulo de Virgo, a sesenta millones de años luz. Esas cosas están en la tele. Y se logró esa imagen con ayuda del observatorio chileno ALMA. La mitad de las noticias del mundo que se refieren a Chile son de astronomía. La astronomía es parte de la imagen país. Chile tiene los mejores cielos del mundo y la mitad de los telescopios del mundo están acá. Con los que están construyendo, serán un 70 por ciento. Eso es porque el país es excepcionalmente bueno para hacer astronomía. Creo que eso influye mucho.

Por otro lado, yo soy un poco deslenguado y hablo las cosas sin pelos en la lengua. Y, sobre todo, he tomado temas de astronomía que son bastante más cotidianos. Si yo hablo “del hoyo negro de Messier 87” nadie entiende nada. Es como hablar de un mundo imaginario. Lo mismo con los eclipses: en las charlas que daré en torno al eclipse solar total del 2 de julio hablaré sobre este fenómeno y también sobre cómo será el eclipse total de sol que cruzará la Araucanía en 2020. Estoy bajando el conocimiento del Olimpo y hablando en el lenguaje de la gente. Y estoy en esto desde el cometa Halley, en 1986. Ese año di muchas entrevistas, fui a la tele. También escribí varios Icarito de La Tercera, siete suplementos enteros. Nada surge de repente, esto es como una bola de nieve que hoy agarró un cierto volumen.

—Cuenta la leyenda que cuando estuvo en Tucson, Arizona, en 1976, había un ciclo de charlas de divulgación del astrónomo Nick Wolff que inspiraron su primera charla pública en Chile llamada “El universo: puedo sentirlo en mis huesos”. ¿Cómo comienza a interesarse en la comunicación científica?

—Siempre quise ser ingeniero, desde que tengo uso de razón. Pero luego me interesó la astronomía y comencé a buscar libros de divulgación de astronomía. Leí varios cuando tenía entre 13 y 15 años, hasta que a los 17 entré a Astronomía en la Universidad de Chile. Los libros de astronomía y los grandes divulgadores de mi época, como Fred Hoyle, me producían un gran entusiasmo. Luego tuve la suerte que, cuando estaba estudiando en Canadá, en dos ocasiones fue a Toronto Carl Sagan, el gran divulgador de astronomía del siglo XX. Y el tipo era notable, así que leí todos sus libros y vi la serie Cosmos entera.

Creo que la divulgación científica siempre la tuve dando vueltas en la cabeza. A la primera oportunidad que tuve, con ocasión del cometa Halley, hice un libro para enseñar astronomía. Luego de eso, he ido retrabajando la puntería, porque ese era un texto que escribí para mí cuando tenía 15 años. Volviendo al presente, a los tres últimos libros que saqué les ha ido muy bien. Polvo de estrellas lleva 18 ediciones y en total se han vendido 50 mil copias.

—A usted le interesa desmontar ciertas teorías que circulan, como las de los terraplanistas, las historias sobre el fin del mundo o la veracidad del horóscopo. ¿Cree que entre tanta fake news es más necesaria la voz de los científicos?

—Sin duda. Yo me he hecho algo de camino, pero ha sido a puro pulso, porque no hay oportunidades. En diarios he ofrecido columnas y me dicen que a la gente no le interesa, pero en todos esos diarios tienen un horóscopo, porque eso sí les interesa. Todos sabemos que el horóscopo es mentira, pero parece que es un juego que todos quieren jugar. Alguien de un programa de televisión me preguntó qué opinaba de los terraplanistas y dije que me parecía el colmo. Pero más lata me da que los editores pongan a esa gente en los medios. Si uno pasó por la escuela y no hizo la cimarra, entonces aprendió las leyes básicas de Newton y, por ende, que la Tierra no puede ser plana.

Cuando escribí los Icarito, el editor de suplementos me dijo “la gente no entiende esto” y me rayó el texto con todo lo que él no entendía. Tuve que corregirlo, hasta que ya al tercer suplemento no me corregía más. Si uno hace un esfuerzo, va a lograr entender. Pero claro, el editor pone basura como el horóscopo y no temas de ciencia porque “no lo van a entender”.

«No puedo salir a la calle y hablar igual que en la academia. A lo mejor sí vulgarizo mucho (el lenguaje científico), pero así logro empatía con la gente (…). Escribo para un público transversal, quiero que los adultos y los niños aprendan a pensar».

—Para usted es relevante enseñar ciencias exactas de una forma que sea comprensible para toda la gente. ¿Dónde está la línea, según usted, que divide la divulgación científica de lo que se podría llamar una “banalización del conocimiento”?

—Creo que el problema es el siguiente: se trata de divulgar ciencia entre gente que no conoce la disciplina. Si uno quiere hacer divulgación científica no puede hablar sobre el hoyo negro de Messier 87 o de la galaxia en el Cúmulo de Virgo, porque la gente que no estudió ciencias no conoce el contexto de esos fenómenos. Es como si quisiera explicarte un capítulo de una teleserie, siendo que no viste los anteriores, entonces no vas a entender qué pasó. Si yo divulgo esa teleserie, debo comenzar por el capítulo 1, no por el 45.

En la ciencia pasa lo mismo, es muy acumulativa. Si uno quiere hacer divulgación tiene que bajar la complejidad para llegar a un nivel comprensible para la gente a la que quiere llegar. Y sí, es banalizar. Pero hablo desde tan arriba todos estamos perdiendo el tiempo. Una vez hubo en Chile una charla de Stephen Hawkings y el presidente de entonces, Eduardo Frei, dijo “parece que estoy un poco oxidado, porque no entendí mucho”. Él, que era ingeniero, no entendió. No quiero hacer leña del árbol caído, pero Hawkings no hacía divulgación. Todos lo veneraban por ser una persona de una tenacidad extraordinaria, pero como divulgador científico no me lo creo.

—¿Se ha encontrado con críticas de parte de sus colegas científicos? Pasa en otras disciplinas, como en la filosofía: quienes escriben para ser leídos masivamente son criticados por quienes permanecen en las aulas universitarias.

—La verdad es que no. Mis colegas han sido bastante generosos en no criticarme. Pero, por otro lado, -y no quiero parecer soberbio- no me importaría que me critiquen, porque yo estoy convencido de que esto vale la pena. A lo mejor hay muchos caminos para lograr un mismo propósito y he encontrado el mío. Algunos dicen –como en una crítica que leí- que vulgarizo el lenguaje para hablar de astronomía, que debería usar uno más elevado. Que, a lo mejor, de esa manera igual llegaría a la gente. Yo sé hablar bastante bien, hablo un castellano muy correcto. Pero no puedo salir a la calle y hablar igual que en la academia. A lo mejor sí lo vulgarizo mucho, pero así logro empatía con la gente. Cuando el conductor del metro me dice que ha leído mis libros me alegro mucho, porque estoy escribiendo justamente para él. No estoy escribiendo para mis colegas, ellos no van a aprender nada nuevo con mis libros. Escribo para un público transversal, quiero que los adultos y los niños aprendan a pensar. Quiero contribuir con un granito de arena en ese proceso. Y si me critican con razón, logré mi objetivo, porque tuvieron que pensar para discutir lo que está escrito ahí, así que me parece estupendo.

—Una de sus teorías es que a la gente en Chile no se le ha permitido mucho pensar. ¿Podría desarrollar esa idea?

—En el siglo XIX tuvieron analfabetos a toda la población. El 95% de los niños en 1880 eran analfabetos. Y los señores políticos de este país, todos los grandes presidentes, se olvidaron que había que enseñar a leer y escribir, porque a ellos se les enseñaba en la casa con una institutriz traída de Francia o de Londres. Incluso nuestro gran Andrés Bello dijo: “a cada cual hay que darle la educación que necesita”, y el obrero no necesitaba educación, ¿para qué? Había un elitismo terrible. Los que tenían el sartén por el mango no querían que nadie supiera leer y escribir.

En el siglo XX nos permitieron aprender a leer y escribir, pero sin que nadie entendiera lo que leía. Hasta el día de hoy en las escuelas rurales tienen en una misma pieza a niños de primero a cuarto básico juntos y eso es lo único que se les enseña. No queremos que la gente piense, y creo que la universidad tiene la obligación de darle cultura a la gente, transversalmente.

«En la universidad todos los académicos somos juzgados por cuánta docencia hacemos o cuántos papers publicamos (…). Los Premios Nacionales deberíamos tener un papel distinto en la vida universitaria. Es muy importante que un profesor de la Universidad de Chile se pare ante 10 mil personas y conteste las preguntas que le quieran hacer».

—Usted es Premio Nacional de Ciencias Exactas 1999. ¿Cuál cree usted que es el papel de quienes han recibido este premio en Chile? ¿Cree que hay una cierta responsabilidad de intelectual público entre quienes han recibido este galardón?

—Creo, efectivamente, que los que hemos recibido el Premio Nacional deberíamos ser, en alguna medida, intelectuales públicos, con más participación en los medios. En la universidad todos los académicos somos juzgados por cuánta docencia hacemos o cuántos papers publicamos, y yo me muevo todo el tiempo haciendo charlas en distintas partes de Chile. Los Premios Nacionales deberíamos tener un papel distinto en la vida universitaria. Creo que es muy importante que un profesor de la Universidad de Chile se pare ante 10 mil personas y conteste las preguntas que le quieran hacer. Me parece que si somos la universidad pública por excelencia en Chile, entonces nos debemos a la ciudadanía. Entonces tengo la obligación de contarle a la gente por qué vale la pena mirar el cielo y contestarle si me quieren preguntar otra cosa.

El otro día un médico decía, en relación al suicidio del expresidente de Perú, Alan García, que cuando el cerebro cuando recibe una conmoción muy grande se produce un edema que deriva en una hipoxia y en una isquemia. Yo decía: “¿a quién le está hablando este caballero?”. Edema, hipoxia e isquemia. A veces, la divulgación que hacen está llena de esas palabras. He leído libros que explican cosas y en la página 20 ya no entiendo nada. Creo que la divulgación no es contar lo que uno está haciendo como científico, porque a veces no es contable para el público. Yo nunca en mi vida he trabajado en eclipses, pero me parece que es un fenómeno que cualquier astrónomo conoce bien. Soy uno experto en eclipses como cualquiera de los otros cien astrónomos en Chile. Al no salir explicando el fenómeno en términos simples, uno deja el espacio para que lo cubran todos estos chantas que se dedican a vivir del cuento.

—Se habla del Antropoceno para referirse a esta época en que la Tierra estaría cambiando por la actividad humana. Las visiones respecto del futuro parecen ser sombrías, en particular por el avance del calentamiento global. ¿Qué visión tiene de los tiempos que vienen?

—Está la tontería de decir “yo no creo”. Cuando uno dice “yo creo” o “no creo” es porque no quiere usar la razón. Hay elementos contundentes que demuestran que la Tierra se ha ido calentando. Acabo de leer una cosa terrible que dijo (el Secretario de Estado de los Estados Unidos) Mike Pompeo, donde agradece que se derrita todo el océano Ártico, porque ahí hay grandes riquezas y vamos a tener otras oportunidades. Y él lo encuentra estupendo. No se da cuenta, el tonto, que cuando se derritan todos los hielos, las penínsulas van a quedar todas debajo del agua, como Florida y Nueva York.  El hombre tiene que entender que debe dejar de tirar gases invernaderos. Una cosa que el hombre hará para ir a marte es crear una máquina que chupe anhídrido carbónico de la atmósfera marciana, rompa la molécula de CO2 y produzca oxígeno. Deberíamos tener esas máquinas, que funcionan como árboles, y a lo mejor así podríamos arreglar el efecto invernadero. El hombre tiene esa inteligencia. Tiene la falta de previsión para embarrarla también, pero tiene la inteligencia para encontrar soluciones.

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Esta entrevista se realizó el 10 de mayo de 2019 en el programa radial Palabra Pública, de Radio Universidad de Chile, 102.5.

El Big Bang de la divulgación científica

El interés por los libros de ciencia en Chile no es nuevo, pero el espacio antes reservado para autores extranjeros hoy es compartido por investigadores chilenos como José Maza, Mario Hamuy, María Teresa Ruiz, Gabriel León y Andrés Gomberoff, entre varios otros. Son los protagonistas de un fenómeno que ha tomado por asalto las librerías locales.

Por Ricardo Acevedo | Ilustración: Fabián Rivas

José Maza se despide y abandona el escenario en medio de una ovación. Frente a él, seis mil personas aplauden —algunas de pie—, mientras las luces de la Medialuna Monumental de Rancagua comienzan a apagarse. A la salida, y tras una hora de show, una multitud armada con lápices y libros como Marte: La próxima frontera (2018) y Somos polvo de estrellas (2017) se aglomera para pedir autógrafos. 

Aunque todo —salvo por los libros— parece indicar el fin de un concierto de rock, la escena ocurrió luego de la charla del popular astrónomo y divulgador científico de la Universidad de Chile, José Maza Sancho, transformado hoy en un éxito de ventas en las principales librerías del país: 70 mil ejemplares se han vendido de sus dos últimos libros, mientras que uno nuevo, Eclipses, salió a la venta en abril y lo lanzó ante 6 mil asistentes en el Teatro Caupolicán, evento donde dijo: “Si me consiguen el Estadio Nacional, lo llenamos también”. 

Maza es uno de los protagonistas de un fenómeno editorial que se ha tomado las librerías, con divulgadores científicos chilenos llevando temas complejos a un público masivo que los está convirtiendo en bestsellers: astronomía, física, hallazgos y curiosidades de la ciencia, por nombrar algunos temas, ostentan hoy un lugar privilegiado en los rankings de venta. 

Aunque el interés por este tipo de libros no es nuevo, sí lo es el hecho de que este espacio, antes reservado para divulgadores extranjeros —como Carl Sagan, Stephen Hawking, Neil Degraise y Yuval Harari—, ahora también cuenta con reconocidos investigadores locales. Una ecuación cuyos resultados se han visto reflejados en un aumento en las publicaciones: según cifras de la Cámara Chilena del Libro, los títulos nacionales en la categoría Ciencias puras crecieron en un 74 por ciento desde el año 2000, y en el área de Tecnología aumentaron en un 81 por ciento. Sumados, en 2016 llegaron a 598 títulos, mientras que en el año 2000 eran 333, incluyendo autores nacionales e internacionales.

“La divulgación científica se instaló en nuestras vitrinas”, comenta un librero del centro de Santiago, mientras apunta la sección de recomendaciones y novedades, donde la ciencia comparte espacio con los “top venta” de la literatura contemporánea. Recorriendo algunas librerías, se encuentran nombres como los del físico Andrés Gomberoff (Física y berenjenas; Einstein para perpelejos); el bioquímico Gabriel León (La ciencia pop 1 y 2, volúmenes que pronto serán publicados en checo; Qué son los mocos); el matemático Andrés Navas (Lecciones de matemáticas para el cerebro; Un viaje a las ideas: 33 historias matemáticas); o los astrónomos y Premios Nacionales José Maza, María Teresa Ruiz (Hijos de las estrellas; Desde Chile un cielo estrellado. Lecturas para fascinarse con la astronomía) y Mario Hamuy (El universo en expansión, pronto a publicar un nuevo libro sobre eclipses), entre otros autores chilenos que forman parte de este fenómeno.

Juan Manuel Silva, editor de Planeta —que publica a Maza, Navas y Hawkings—, explica que hoy existe un mayor interés por la ciencia, algo que, según dice, tiene que ver con la cercanía que se produce entre los científicos nacionales y el público, pero también con una mayor necesidad por consumir información, lo que ha sido gatillado por las nuevas tecnologías. Según su opinión, se podría hablar de al menos tres factores: “el cambio en el modo de consumir, el enriquecimiento intelectual de la masa crítica y la aparición de figuras chilenas en la ciencia”.

La Encuesta de Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología, dada a conocer por la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica (CONICYT) en 2016, ayuda en parte a comprender este fenómeno. De acuerdo al estudio, este interés por las ciencias existe: el 58 por ciento manifiesta que le interesa el tema, mientras que el 68,4 por ciento dice lo mismo respecto de la tecnología. La encuesta, sin embargo, revela que la gente no sabe mucho acerca de estas materias: el 76,9 por ciento afirma sentirse poco o nada informado sobre ciencias, mientras que el 65,2 por ciento dice lo mismo respecto de la tecnología.

Científicos de carne y hueso

El autor de La ciencia pop, Gabriel León, cree que los divulgadores chilenos han sabido canalizar esta necesidad, mostrando que los científicos son gente común como cualquier lector, y que la ciencia no es algo de “otro planeta”. “Lo que más me interesa es que las personas logren vislumbrar las motivaciones de los científicos, que puedan entender por qué muchas veces nos encerramos en el laboratorio, en un microscopio, en el telescopio o en una pizarra con ecuaciones, tratando de entender la naturaleza, que es lo que nos apasiona. El motor de todo esto es la emoción asociada a los descubrimientos. Creo que transmitir esa emoción es el ejercicio más interesante de la divulgación científica”, opina. 

El éxito editorial de León ha sido tal —incluyendo sesiones de firmas para fans en librerías—, que en 2016 tomó la decisión de dejar la ciencia experimental. Cerró su laboratorio y decidió dedicarse por completo a la comunicación científica. “La premisa fundamental es bastante básica: los científicos son personas y les ocurren las mismas cosas que a cualquier ser humano normal. Ese ha sido el eje de las historias de ciencia que cuento: humanizar al científico y no mostrarlo como este personaje de delantal, solitario, con los pelos parados y que hace cosas que nadie entiende”, agrega el autor, doctor en Biología celular y molecular.

Con una fórmula similar, el físico Andrés Gomberoff comenzó a escribir columnas en medios de comunicación como revista Qué Pasa sobre temas científicos de contingencia: descubrimientos, efemérides o un nuevo Premio Nobel; cualquier hito o noticia podía dar pie a estas dosis semanales que luego se transformaron en Física y berenjenas, una recopilación de 40 textos que acercan la ciencia a la vida cotidiana y que acaba de ser traducida al coreano. En su segundo libro, Einstein para perplejos, abordó la vida y obra de este científico alemán, y luego vino Belleza física: El aperitivo, una serie de cápsulas audiovisuales basadas en los contenidos de sus libros.

A Gomberoff no le sorprende el éxito que está experimentando la divulgación científica y recuerda que grandes nombres en la historia de la ciencia, como el propio Einstein o los físicos Erwin Schroedinger y Richard Feynman, siempre tuvieron mucho interés en comunicar sus ideas al público masivo, que los seguía y validaba como líderes de opinión. “De la misma manera que el Chino Ríos hizo que los chilenos se interesaran en el tenis, hoy existe una generación de científicos haciendo cosas buenas y eso también ha alimentado el deseo de la gente. La ciencia es algo tan hermoso, que vale la pena que nadie se la pierda”, afirma. 

“La premisa fundamental es bastante básica: los científicos son personas y les ocurren las mismas cosas que a cualquier ser humano normal. Ese ha sido el eje de las historias de ciencia que cuento: humanizar al científico y no mostrarlo como este personaje de delantal, solitario, con los pelos parados y que hace cosas que nadie entiende”, dice Gabriel León.

Jorge Babul, académico de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile, cree que el intento de científicos como Gomberoff y León por llegar al lector usando un vocabulario simple es positivo, en especial para ayudar a expandir el horizonte de las personas: “Permite un enriquecimiento personal. Por ejemplo, si abro el diario y no entiendo los beneficios que trae la investigación acerca del genoma humano, me estoy perdiendo todo un mundo. Creo que lo más importante es que esto ya partió y hay varios académicos escribiendo cosas que todo el mundo debería saber”, asegura. 

¿Moda o nicho?

Si bien es cierto que cuando se trata de vender libros la moda influencia a muchos lectores, tanto autores como editores coinciden en que este es un nicho estable. A diferencia del auge de publicaciones del área “juegos y pasatiempos” —motivada por la afición al sudoku—, todo apunta a que la ciencia está conquistando a un público transversal y ávido de conocimiento. Según los últimos datos oficiales del Ministerio de Educación respecto del nivel educacional de los chilenos, existe efectivamente más gente interesada por la “cultura científica”: en los últimos 10 años, la cantidad de titulados de carreras profesionales del área casi se duplicó. Si en 2007 se titularon 63.408 nuevos profesionales, en 2017 esa cifra llegó a 123.209. 

La diversidad y transversalidad del público lector se refleja, además, en un interés renovado de parte de los más jóvenes, como lo explica el astrónomo y Premio Nacional de Ciencias Exactas 2015, Mario Hamuy. “Algunos padres me han contactado para decirme que sus hijos admiran mi labor y han hecho trabajos sobre mí. Ahí es cuando uno entiende la importancia de lo que hacemos y lo esencial que es difundir y divulgar, porque los niños tienen muchas preguntas y, a la vez, necesitan inspiración para cambiar el mundo”, explica el astrónomo, que hasta el año pasado ejerció como Presidente de CONICYT. Según él, el auge de la divulgación se debe al esfuerzo en los últimos años por parte de investigadores y periodistas especializados. 

Otro ejemplo es Rodrigo Contreras, astrónomo de la Universidad de Chile y coautor de Bruno y el Big Bang, un libro ilustrado para niños que busca convertir en una saga y en el que aborda conceptos esenciales de la astronomía. Cuenta que su propio caso sirve para entender la importancia de la divulgación científica: al cumplir 18 años, no sabía qué hacer con su vida y, sin mucho entusiasmo, ingresó a la carrera de Ingeniería Civil. “Fue mientras asistía a unos cursos electivos de física cuántica que se me abrió la mente —dice—. Existía un universo microscópico bajo mis narices y otro universo enorme sobre mi cabeza que yo desconocía, pero que me parecieron fascinantes. ¿Por qué me demoré tanto en descubrirlos? Porque no existían medios ni estímulos suficientes que me permitieran conocerlos”.

Los divulgadores coinciden en que lo esencial para poder masificar el conocimiento científico es saber transmitir al público las emociones asociadas a los descubrimientos. Muchos lo sienten como un deber, como una forma de devolverle la mano a la sociedad por todo lo que recibieron durante su formación académica. “Los científicos trabajamos con fondos públicos, entonces es justo contarle a la gente no sólo lo que hacemos encerrados en nuestros laboratorios, observatorios u oficinas, sino también transmitirles la motivación que nos lleva a ser científicos y los beneficios que esto puede traer si, como país, invertimos en ciencia”, opina Contreras. 

Según las cifras, aún estamos lejos de ese objetivo: Chile sigue siendo el país de la OCDE con la más baja inversión en ciencia (0,4 por ciento del PIB), y la Encuesta de Percepción Social de la Ciencia también arrojó luces sobre este aspecto: apenas un 3,5 por ciento de los chilenos menciona la ciencia como primera opción en cuanto a áreas donde se deba aumentar la inversión pública, privilegiando sectores como medio ambiente, obras públicas y justicia. “Nuestros gobernantes deben dejar de pensar que la ciencia es un lujo: hay que entenderla como la clave para insertar a Chile en la sociedad del conocimiento”, recalca Mario Hamuy, quien, como varios de sus colegas, cree que la ciencia permite a las personas adoptar una visión del mundo basada en la evidencia, lo que, a su vez, los capacita para tomar mejores decisiones y ser mejores ciudadanos.

La Segunda Encuesta Nacional de la Ciencia, cuyos resultados serán dados a conocer en los próximos meses, dirá si Chile ha avanzado en estas materias. Por ahora, el fenómeno de los libros y los divulgadores científicos promete seguir en ascenso, de la misma forma en que José Maza planea seguir rompiendo récords. ¿Su próximo desafío? Llenar el Estadio La Portada de La Serena con 10 mil asistentes durante su próxima charla en junio, con ocasión del eclipse de sol en Coquimbo.

Gabriel León – Crédito Penguin Random House
Andrés Navas – Crédito Mónica Molina
José Maza – Crédito Mónica Molina
Andrés Gomberoff – Crédito Penguin Random House
María Teresa Ruiz – Crédito Penguin Random House

Genoma humano: infinitas posibilidades de un modelo para armar y desarmar

El anuncio del primer borrador del genoma humano el año 2000 fue presentado como una revolución total en la ciencia. El mapa genético entregaría la clave para el diagnóstico, la prevención y el tratamiento de la mayoría, si no de todas, las enfermedades humanas. Poco más de una década más tarde, la técnica de edición de ADN, CRISPR/Cas9, anotaba otro golpe a favor de la ciencia y hacía realidad lo que parecía imposible: modificar las instrucciones genéticas de la vida. En los últimos días, el mundo científico sufrió otro remezón tras el anuncio del investigador chino, He Jiankui, quien aseguró haber modificado genéticamente a dos gemelas, quienes habrían nacido inmunes a diversas enfermedades, entre ellas al VIH. La crítica de sus pares no tardó en llegar, abriendo un debate ético que hoy se hace inevitable: nuestra transformación, y eventualmente, la de nuestra descendencia.

Por Francisca Siebert | Ilustraciones David S. Goodsell, Scripps Research Institute

“La ciencia genómica tendrá un impacto auténtico en nuestras vidas y, más aún, en las vidas de nuestros descendientes. Revolucionará el diagnóstico, la prevención y el tratamiento de la mayoría, si no todas, las enfermedades humanas”, dijo Bill Clinton, presidente de los Estados Unidos, el 26 de junio del año 2000 al anunciar en la Casa Blanca, junto al primer ministro de Gran Bretaña Tony Blair, que el mundo ya disponía del primer borrador del genoma humano.

Miles de millones de dólares y años de trabajo de una empresa que unió a un consorcio de países desarrollados y al mundo privado costó la secuenciación de las 3 mil millones de bases del genoma humano, aquella trama de texto cuyo abecedario nos constituye como seres vivos. Hoy, a 18 años de ese hito, la técnica avanzó lo suficiente como para permitirnos acceder masivamente a esa información. Clonación, uso de células madre, secuenciación y edición genómica. El destino biológico de los organismos vivos, y particularmente de los seres humanos, parece estar hoy –casi- en nuestras manos.

“Los costos de secuenciar el genoma están bajando estrepitosamente, al punto de que al día de hoy se puede tener un genoma razonable por unos 1000 dólares. Con eso, uno puede hacer un diagnóstico detallado de muchas enfermedades y características de un individuo. Creo que eventualmente vamos a estar todos enfrentados a la decisión de secuenciarnos o no”, advierte Miguel Allende, director Centro de Regulación del Genoma, para quien esta posibilidad es uno de los dos elementos que están generando una revolución en el área de genética y genómica.

Mientras el primer genoma humano secuenciado se obtuvo a partir de varios individuos, diversos proyectos científicos alrededor del mundo han secuenciado el ADN de millones de hombres y mujeres de diversas edades, etnias y condiciones físicas, y conforme el procedimiento pasó a ser parte de un servicio de mercado, cuyo valor además se vuelve cada día más accesible, su realización por motivos médicos o personales se multiplica.

No obstante, por mucho que la ciencia haya podido acceder al código, la secuenciación del ADN no describe lo que el organismo o el individuo es, sino su potencial genético, es decir, sus posibilidades y limitaciones.

“Podemos secuenciar nuestro genoma, podemos detectar diferencias entre nuestra secuencia y la “normal” que sean relevantes para nuestra salud y, secuenciando a nuestros familiares, reconocer aquellas mutaciones heredadas versus las que aparecieron por primera vez en nosotros (mutaciones somáticas). El ADN es la molécula de la herencia, pero no de la esencia ni de la trascendencia”, apunta Miguel Allende en el libro La lógica de los genomas.

Así, por ejemplo, se ha llegado a detectar que las mujeres con una mutación en el gen BRCA1 tienen un 55 por ciento de probabilidad de manifestar un cáncer de mama, versus el 12 por ciento de probabilidades que tienen aquellas que no cuentan con la mutación. La mutación en este caso abre una pista relevante para la medicina, sin embargo, la interacción celular y entre genes, la suma de mutaciones, los factores ambientales y la historia de cada persona intervienen en el desarrollo o no de la enfermedad.

Medicina a tu medida

Mónica Acuña, magíster en Bioestadística, profesora de la Facultad de Medicina e integrante del Instituto de Ciencias Biomédicas, es fundadora de Genytec, el primer laboratorio privado en realizar test de ADN en el país, hace ya más de 20 años. Además, es el único que actualmente ofrece en Chile los servicios de farmacogénetica, disciplina que estudia las variaciones genéticas responsables de la respuesta a fármacos, y farmacogénomica, la cual realiza estas indagaciones con herramientas todavía más sofisticadas.

“Yo genotipifico al paciente para uno o más genes, directamente utilizando ADN, y le puedo decir al médico que de acuerdo a su genotipo el paciente es metabolizador lento, rápido o ultra rápido del fármaco. O bien le puedo decir que el individuo es resistente o sensible al fármaco”, dice la Dra. Acuña, quien realiza diversos tipos análisis genéticos con el fin de orientar a los médicos respecto a las estrategias terapéuticas a seguir.

“Esto es lo que se llama medicina personalizada”, señala la investigadora, quien comenta que esta indagación requiere realizarse sólo una sola vez en la vida y tiene un costo que por lo bajo va entre 300 mil y 500 mil pesos. La secuenciación de todo el ADN de los pacientes no es necesaria para la medicina personalizada a no ser que la complejidad del caso lo amerite.

Los test genéticos, que son extendidamente usados en países como Estados Unidos, Brasil y buena parte de los europeos, también son utilizados por pacientes que tienen familiares con patologías que pueden prevenirse, como es el caso del cáncer de mama, o por aquellos que, teniendo una patología, quieren conocer su variante para adecuar sus tratamientos y obtener más información sobre las perspectivas de la enfermedad.

“No todos los Parkinson son iguales, ni todos los cánceres, aunque sea el mismo tipo genético. De acuerdo a la variante que presente el cáncer puede ser más o menos agresivo. La esperanza de vida también cambia para una variante y para otra, y eso también se necesita saber. Todo eso ya es información que se le puede entregar al paciente”, dice la Dra. Acuña.

Pese a la amplia gama de posibilidades que hoy entrega la farmogenética, la investigadora del ICBM sigue manteniendo la cautela respecto a lo que esta disciplina puede ofrecernos: “La genética no se conoce a cabalidad, sabemos que hay genes involucrados en ciertas patologías, pero no se conoce la totalidad, sobre todo en las llamadas enfermedades complejas”.

No obstante esta dosis de realidad, la académica está cierta de que conociendo y sabiendo más cada día, va a ser posible aumentar la prevención, entregar más terapias y generar fármacos más baratos a través de la ingeniería genética. “Eso es lo que se pretende y para los Estados es súper importante porque la prevención reduce los costos. La cantidad de dinero que se necesita hoy es tremenda, la genética va a resolver el problema del financiamiento de la salud de aquí a unos años más, previniendo las enfermedades”, concluye.

CRISPR: la revolución del copiar y pegar

Tras la secuenciación del ADN humano en 2003, las cartas estaban echadas: el próximo paso era lograr la manipulación del genoma, cuestión que tardó algunos años en llegar y que finalmente lo hizo en 2012 de la mano de dos mujeres: Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier.

“Una grieta en la creación”, así calificó la bioquímica Doudna de la Universidad de California, a CRISPR/Cas9, una técnica de edición de ADN que permite alterar la secuencia, modificando las instrucciones genéticas de la vida.

CRISPR, detalla Miguel Allende, es una técnica que, a través de herramientas moleculares, permite entrar en el genoma y realizar cambios bastante precisos y casi a voluntad en éste. “Eso significa que podríamos llegar a hacer correcciones o reparar enfermedades, o generar genes que estén funcionando mejor en los casos patológicos. El más claro es el cáncer, pero también hay muchas enfermedades degenerativas, todas de origen genético, que uno podría tratar de curar con bastante más precisión que antes”, afirma Allende.

Jimena Sierralta, Profesora Titular de la Facultad de Medicina de la U. de Chile y subdirectora del Departamento de Neurociencias, es una de las científicas que desde hace algún tiempo trabaja con CRISPR en Chile, específicamente en un tipo de mosca drosófila.

“CRISPR es una técnica que tiene, desde el punto de vista teórico, una potencialidad inmensa. Dependiendo de qué tipo de células se repare, permitiría reparar a la persona, o también eventualmente a su descendencia”, apunta Sierralta, quien estima que a futuro se esperaría poder revertir una mutación en las células germinales del padre o de la madre, y lograr así que sus hijos no las porten.

“Las tijeras genéticas”, como popularmente se conoce a CRISPR, es una técnica que también podría utilizarse en algunos cánceres que son muy intratables, como los astroliomas u otros cerebrales. Según Sierralta podría eventualmente intentarse, a través de inyecciones localizadas, una estrategia que matara ese tumor por medio de la deleción (procedimiento que se asemeja a borrar un trozo del ADN) de algún gen esencial del mismo. “Eso no se ve tan lejano porque ha habido un gran desarrollo de virus que se van específicamente a algunas células y no infectan todo sino que trabajan de manera muy localizada en el lugar donde uno los inyecta solamente”, afirma la académica.

Pese a la amplia gama de alternativas que son posibles de imaginar utilizando CRISPR, la complejidad que plantea el genoma y sus interacciones vuelve a levantarse como el gran desafío que tiene esta técnica para seguir adelante. “Tú cambias un gen, pero la respuesta del humano completo es la interacción entre los genes, no es el gen en particular. Es muy difícil además hacer el CRISPR para muchos genes a la vez. Todavía no sé de alguien que haya logrado hacer un CRISPR ni siquiera para dos genes a la vez. Entonces, cambiar muchos genes a la vez en un ser humano, no es posible pensarlo todavía”, asegura Sierralta.

Las dificultades, sin embargo, están lejos de detener el camino emprendido en el ámbito de la edición genómica. La técnica, estima la subdirectora del Departamento de Neurociencias, seguirá mejorando y especificándose con el tiempo, y de tener éxito, podría cambiar radicalmente mucho de lo que hoy damos por sentado.

Nuevos y mejores humanos

Dado que existe la posibilidad de modificar un gen que está defectuoso, también entonces es momento de pensar en la posibilidad de modificar un gen que no necesariamente lo está.

Aumentar nuestra potencia muscular, mejorar nuestra memoria, combatir obesidad, la calvicie, la intolerancia a ciertos alimentos o producir anticuerpos sin la necesidad de vacunar son algunas modificaciones que podríamos realizar por medio de la edición genética.

Y aunque por el momento la manipulación genética de manera heredable está prohibida en la gran mayoría de los países, tanto en China como en Estados Unidos ya se ha intervenido el genoma de embriones humanos, demostrando que su manipulación es perfectamente posible. Aunque la decisión en ambos países fue no llevar dichos embriones a término, el duelo biomédico entre ambas potencias avanza y el debate ético que esto supone no tardará en permear a la sociedad civil.

“Habrá una inmensa presión sobre los científicos y tecnólogos para las aplicaciones menos cuestionables éticamente y sobre las cuales probablemente haya también menos restricciones regulatorias, al ser materia de opción personal. Le doy unos 20 años al desarrollo de acceso masivo a estas opciones”, sentencia en su libro Miguel Allende, al tiempo en que llama a sumarnos desde ya a un debate que nos involucra a todos.

Mónica Bello: “Un artista puede llevar a los científicos a lugares a los que no están habituados”

La encargada del área artística del mayor laboratorio de investigación en física de partículas del mundo estuvo en Chile para presentar Simetría, un programa de residencias en colaboración con el observatorio ALMA, el VLT Paranal Observatory y la Corporación Chilena de Video, que permitirá a artistas chilenos y suizos realizar pasantías e intercambios de creación en estos importantes núcleos científicos.

Por Ana Rodríguez | Fotografía de portada: ARS Electrónica

Mónica Bello es historiadora del arte y desde su proyecto de maestría estuvo dedicada al cruce entre arte, la ciencia y las capacidades comunicativas de ambos. A partir de entonces comenzó a trabajar con científicos y a rodearse de aquellos que trabajaban las llamadas “ciencias de la vida” en una época en que empezaban las investigaciones sobre el genoma humano y la vida molecular. Siempre en esa línea, el 2015 llegó a trabajar como curadora de la línea artística de la Organización Europea para la Investigación Nuclear, más conocido por sus siglas CERN y famosa por albergar las investigaciones en torno al Gran Colisionador de Hadrones. Fue ahí, dice Mónica, donde “se abrió otra dimensión de lo que es la ciencia para mí”.

¿En qué consiste el ala artística del CERN?

– El CERN es un laboratorio de investigación nuclear. Nació en 1954 pero hoy en día se dedica a la investigación de física de partículas que es la investigación de las leyes fundamentales de la materia. Tomar la materia –un pelo, por ejemplo- y llevarla a su mínima composición, hasta que ya no se pueda ver más dentro. El programa de arte está orientado a artistas y a los científicos, tiene lugar dentro del laboratorio, en este contexto de investigación en torno a la materia y a las leyes fundamentales del universo. Los científicos que un artista se puede encontrar allí se dedican a la ingeniería, a teoría, a la experimentación. Y todos se dedican a lo mismo: entender cómo podemos conocer la materia viajando al principio de los tiempos, al Big Bang. Entonces es un lugar extraordinario y fascinante para cualquier artista, porque siempre nos hemos preguntado quiénes somos, a dónde vamos, de dónde venimos. Y eso es lo que se investiga allí.

¿Por qué en este centro científico nace la inquietud de traer artistas, qué los hizo pensar en esta línea de trabajo?

– Siempre han venido artistas. Desde el principio del laboratorio ha habido artistas que querían entrar y ver qué ocurría ahí. La razón de ello es que, siendo ciencia, la aplicación concreta de esa ciencia nunca ha estado muy evidente. De modo que había cierta magia en torno a lo que sucedía en el laboratorio que los artistas querían investigar. En el momento en el que el laboratorio empieza a abrirse más a la sociedad y al público, empieza a haber más demanda. El 2011 deciden crear una política cultural y a partir de ella sentar las bases de un programa de residencias y de producción de nuevos proyectos artísticos en torno a arte y ciencia. Para trabajar seguimos una metodología bastante pauteada en donde los artistas conocen a los científicos e investigan muchas perspectivas de laboratorio. Les facilitamos acceso a experimentos; mentores científicos que están con ellos los acompañan y los asesoran. Y tienen un espacio, forman parte de la comunidad, están con nosotros entre uno y tres meses.

¿En qué sentido crees que el arte y la ciencia se to­can? ¿De qué manera se relacionan estas formas tan aparentemente distintas de acercarse a la realidad?

– En el contexto del CERN es evidente, o a mí me parece evidente, más que en otros lugares, dado que los científicos se preguntan acerca de nociones funda­mentales y muy concretas. Qué es la materia, de qué está hecha, qué ocurrió en el momento del Big Bang, qué sucede ahora en un universo más frío. Qué inte­racciones existen y cómo afecta a todo, a la formación o expansión del universo, a los fenómenos observables. Preguntarse esto requiere de muchísima imaginación y muchísima capacidad de inventiva y una creatividad muy grande, que se practica científicamente, como un deporte. Los científicos que trabajan en el CERN son grandes inventores, inventores de ideas y de experimen­tos. De modo que no se alejan del arte. Un artista que se concentra en su trabajo con rigor y metodología y que tiene una práctica sólida, lo hace desde las mismas pautas que los científicos que yo conozco. Sin embargo, los objetivos son distintos. El objetivo de la ciencia es la certeza de que algo que puedas repetir acabe siendo consensuado por una comunidad más grande y que se consolide como una hipótesis comprobada. Sin embar­go, el artista no necesita que su hipótesis sea compro­bada, pero sí que tenga un carácter más comunicativo.

El arte tiene también una función más de hacer pre­guntas que de responderlas.

-Exactamente.

¿Qué resultados o qué experiencias destacarías de estas residencias?

– Dentro de poco presentaremos diez nuevas producciones que son nuevas obras que parten de la cola­boración con diferentes instituciones y el trabajo de las residencias de algunos artistas. Una de ellas es una obra que se llama Halo, del dúo británico Semiconductor. Estos artistas estuvieron en residencia con nosotros en 2015 y cuando se fueron continuaron en contacto con los científicos, siguieron viniendo a menudo, por lo menos una o dos veces al año, y desarrollaron varias lí­neas de trabajo. En esta línea concreta de Halo trabaja­ron con los datos en bruto de un experimento, el Atlas, y con esos datos generaron una instalación inmersiva en donde los espectadores se sienten rodeados de un escenario en donde existen colisiones de partículas al­rededor. Estos artistas trabajaron con los datos de las colisiones que tienen lugar en el gran colisionador de partículas y con científicos que les enseñaron y apoya­ron a la hora de digitalizarlos en algo más experiencial. Esta es una de las grandes obras de nuestro programa.

¿Cómo ha sido el desafío para los artistas de acer­carse a estas llamadas “áreas duras” del conocimien­to? ¿Hay una diferencia de códigos al hablar?

– Sí, totalmente. Estamos en un momento donde los artistas necesitan de herramientas y del apoyo que en este caso les estamos ofreciendo para poder entender el código de las ciencias y generar un lenguaje. Por ex­periencia veo que con este apoyo haces que exista una masa crítica que es capaz de transmitir al ciudadano ese mismo lenguaje de diferentes formas. Sin duda estamos en un momento temprano, porque la física es el gran desconocido de la ciencia para casi todos nosotros.

¿Cómo te lo explicas?

– Yo creo que es educación lo primero. La física no se enseña bien. Se enseña como las matemáticas, como un cálculo, cuando la física tiene una capacidad intui­tiva muy interesante; es un juego mental. Sin embargo, hay cosas que son muy difíciles de entender. Necesita­mos más allá de nuestros sentidos y a menos que desde pequeños nos enseñen cómo pensarlas de otra manera, no tenemos esa intuición desarrollada. Los científicos tienen en su formación un trabajo muy radical para desarrollar esa intuición. Otros tienen el don. Pero la mecánica cuántica en sí misma te habla de una natu­raleza que no es lineal, una naturaleza en donde algo sucede al mismo tiempo en distintos sitios y por azar. No hay leyes. Donde incluso, si alguna vez un expe­rimento lo pudiera permitir, existiera la teletranspor­tación. Cosas que al final se han utilizado en ciencia ficción, pero en términos del día a día, en educación no se han mostrado como una certeza. De modo que tiene muchas fronteras para llegar a entenderlo y nin­guno de nosotros, con excepciones, tiene ese lenguaje.

Estando en un lugar donde se hicieron los descu­brimientos más importantes de la ciencia recientes, como el Bosón de Higgs, ¿de qué manera el acerca­miento a la materia misma puede potenciar el trabajo artístico? ¿Cómo refresca los desafíos del arte actual?

– El arte actual se enfrenta, como cada uno de noso­tros, a un crecimiento exponencial de unas capacidades que van más allá de lo humano. Cualquier artista que venga al CERN verá que la dimensión y la complejidad de las máquinas con las que observamos la naturaleza ahora van más allá de nuestra naturaleza humana. Se ve la naturaleza a través del lente de la ciencia y la ciencia es una grandísima complejidad. Entonces nosotros lo que podemos ofrecer es un contexto en donde el artista pueda negociar y pueda trazar su propio itinerario, en un lugar que es radicalmente distinto a lo que estamos habituados. La cien­cia que se hace en estos laboratorios es una ciencia que ya está en un presente continuo muy acelerado y al artista lo ponemos en contacto con los científi­cos que están haciéndola. Y ya no sólo es en torno a la ciencia, también son las preocupaciones de un científico, es lo que conocemos, lo que vemos, lo que queremos ver, inducimos a la máquina a verlo, estamos más allá de la máquina. Las ontologías. Cuál es nuestro marco de conocimiento y si nosotros lo estamos situando y construyendo. O sea que a un nivel filosófico también hay muchísima capacidad de desarrollo de un discurso artístico, sociológico, etnográfico, incluso económico y diplomático de la ciencia. Hay mucha diversidad posible y nosotros lo que estamos proporcionando ahora es un contexto para eso.

Es un contexto en el que quizás también se facilita la reflexión política sobre la ciencia

– Es posible eso también, no es lo único, pero es una perspectiva que es posible, porque estamos en el laboratorio más importante del mundo, o uno de los cinco más importantes del mundo, donde se construye la ciencia y el conocimiento y se definen las rutas de la ciencia. De modo que también estar en ese contexto dice mucho de la dimensión humana de las cosas. La capacidad del artista, en ese sentido, es que el artista con sus preguntas es capaz de llevar al científico a lugares a los que no están habituados. Por ejemplo, un artista con su experiencia profesional del preguntarse y maravillarse ante las cosas es capaz de llevar al científico a preguntar­se cosas que nunca se plantea en su trabajo.

La deuda de la salud dental en Chile

Según cifras recientes, en Chile el 62,5% de los niños de 12 años tiene caries y sólo el 1% de las personas de más de 64 años tiene todas sus piezas dentales. Para enfrentar este escenario crítico, hace cerca de una década el sistema público cambió su estrategia y pasó de un enfoque curativo a uno integral, que contempla los factores sociales que impactan en la salud dental. La Facultad de Odontología de la U. de Chile, que contribuye con el mayor número de especialistas a los hospitales y consultorios, se tomó el desafío en serio y hoy forma a profesionales capacitados para enfrentar el problema desde un enfoque comunitario y sintonizado con las vidas de las personas.

Por Jennifer Abate | Fotografías: Pexels, Felipe Poga y Facultad de Odontología

Desde su creación, hace 72 años, la Facultad de Odontología de la Universidad de Chile ha tenido una misión clara: contribuir a mejorar la salud oral de los chilenos. Pero la tarea no es fácil. En 2016, el “Estudio de preferencias sociales para definir las garantías explícitas en salud GES” reveló que 16,8% de los niños de dos años tienen caries, así como el 49,6% de los de cuatro, 70,4% de los de seis y 62,5% de los que alcanzan los 12 años. Y con el tiempo, la situación sólo empeora. Según el mismo reporte, sólo 1% de la población de más de 64 años tiene todos sus dientes.

Las explicaciones sobran: la salud dental en Chile es cara y no todas las personas tienen acceso a los tratamientos que necesitan. Para qué hablar de educación en torno a prevención de enfermedades bucales. Sin embargo, a juicio de Pilar Barahona, académica y Directora de Internado de la Facultad de Odontología de la Universidad de Chile, las cosas están cambiando. “El hecho de que se impusiera un enfoque biopsicosocial (combinación de factores biológicos, sicológicos y sociales para comprender a los pacientes) a nivel de los centros de salud familiar (Cesfam) ha hecho que las universidades vayamos sintonizando con las necesidades de salud del país. Sin miedo a equivocarme, podría decir que las cosas comenzaron a cambiar desde 2010”.

Desde ese momento la Facultad comenzó a hacer cambios importantes a fin de cumplir con su deber como la unidad que mayor número de profesionales aporta al sistema público de salud en este ámbito, según Barahona. La innovación de la malla curricular con la que se forman sus estudiantes cumplirá en 2018 cinco años, y gracias a ella los jóvenes han podido acercarse al nuevo enfoque comunitario con el que se están enfrentando las desalentadoras cifras de la salud dental en Chile.

Hoy, la Facultad puede decir con certeza que la salud oral tiene que ver mucho más con los contextos de las personas que con enfermedades puntuales y que sólo cuando se hacen intervenciones que consideren todos los factores se pueden tener buenos resultados.

La salud dental como marca de clase

¿De qué depende acceder al trabajo al que se aspira y, desde ahí, a una remuneración deseada? Para muchos esta respuesta está en factores estructurales, como el acceso equitativo a la educación y otros derechos. Sin embargo, para muchos chilenos la solución está en una cuestión tan básica como remediable: tener o no tener dientes. En Chile lo último depende de tener recursos económicos o no.

En un intento por evidenciar esta situación y aportar desde la U. de Chile a la democratización del acceso a la salud oral, la doctora y académica Iris Espinoza realizó la investigación “Inequidades en caries y pérdida dentaria en adultos de Chile 2007-2008”, que la hizo llegar a una cifra demoledora: en Chile, quienes tienen mayor educación poseen ocho dientes más en relación a quienes sólo han accedido a la educación básica.

Se trata de una realidad conocida, pero de alcances insospechados y altamente negativos en diferentes ámbitos de la vida de una persona. La “buena presencia” que suele ser exigible en las postulaciones laborales está directamente relacionada con tener dientes en buenas condiciones, es decir, una dentición ojalá completa, bien alineada y con dientes sanos o restaurados con materiales estéticos similares al color natural. De no tener una buena salud bucal, un potencial empleador suele estigmatizar a quienes buscan trabajo. Como destaca la doctora Iris Espinoza, “tener una buena salud bucal es una marca social y de clase. Un estudio de marketing en Estados Unidos describe que una persona sin dientes se considerará que pertenece a un nivel social bajo, podría ser poco sociable y no adecuada para la atención de público o para puestos de trabajo de mayor jerarquía. Por lo tanto, el hecho de tener o haber sufrido de enfermedades bucales genera una serie de aprensiones que determinan discriminación y limitación de las opciones laborales”. Estos mismos prejuicios, según la académica, son comunes en Chile y demuestran la importancia de la salud bucal más allá de la función de masticar los alimentos.

Según Espinoza, los dientes se pierden cuando las caries y enfermedades periodontales (de las encías) progresan a estados avanzados o irreparables, una situación que es mucho más frecuente cuando por falta de recursos económicos no se puede optar a un tratamiento restaurador con un odontólogo. La académica destaca que “al inicio de la odontología y durante gran parte del siglo XX, la principal solución frente a un dolor dental fue extraer los dientes o molares afectados en los servicios de urgencia. Una práctica que en nuestro país se mantenía debido a la limitación de recursos económicos, de personal e infraestructura para otorgar amplia atención dental a la mayor parte de la población y por la escasa oferta de horas en los servicios de atención primaria para realizar tratamientos restauradores en adultos. De este modo, la situación dental de los adultos
en Chile terminó siendo un reflejo de la pobreza en la población de adultos. Quien tuvo capacidad de pagar accedió a tratamientos preventivos y de restauraciones dentales”.

La investigación mencionada corresponde a la tesis del Doctorado en Salud Pública de Espinoza, que a su juicio realiza una contribución relevante, pues “avanzamos en demostrar que junto con la alta prevalencia de los problemas dentales existen profundas desigualdades sociales en pérdida dentaria y en el acceso a tratamiento odontológico en adultos en Chile. Además, por primera vez incorporamos la valoración de la influencia del contexto territorial desde una perspectiva de determinantes sociales de la salud, considerando el nivel socioeconómico regional medido con el Índice de Desarrollo Humano (IDH) y la presencia de flúor en el agua potable, que corresponde a la principal medida preventiva de caries en salud pública en la explicación del nivel de salud bucal de los adultos. Los resultados de medición de estas inequidades permitirán tener un parámetro para evaluar en el futuro el efecto de los programas y políticas públicas”.

La clave: prevención y trabajo comunitario

La directora de la Escuela de Pregrado de la Facultad de Odontología, Nora Silva, señala que para superar el enfoque curativo, que opera cuando las personas ya tienen sus piezas dentales dañadas, esta unidad está enfocada actualmente en la prevención de los problemas asociados a una mala salud dental y en la promoción de hábitos saludables. “Nosotros hoy estamos apuntando a eso. Si bien es cierto que lo curativo, que tiene que ver con el tratamiento de los problemas, vas a tener que hacerlo siempre, porque hay población con daño y ese porcentaje seguirá, con los niños podemos prevenir y promover y esperamos, con esa estrategia, tener al cabo de unos años una población con una mejor salud oral. Esto lo hacemos a través de convenios con instituciones estrictamente públicas, donde más nos necesitan, que son hospitales y consultorios urbanos y rurales”.

Es precisamente la línea de acción que ha impulsado el decano de la Facultad de Odontología, Jorge Gamonal, quien señala que estamos en un momento crucial: “La caries y las enfermedades periodontales en la actualidad son consideradas una enfermedad crónica no transmisible, como la enfermedad cardiovascular, diabetes, cáncer y enfermedades respiratorias crónicas, debido a que comparten los determinantes sociales y los factores de riesgo de éstas, que a su vez son las responsables de alrededor de dos tercios de las muertes en el mundo. Lamentablemente, en Chile la población muestra un alto daño dental, que se manifiesta en que, en promedio, son 16 los dientes perdidos en el grupo etario entre 65 y 74 años, con una cantidad de desdentados totales que bordea el 25% de la población”.

Intentando dar con estrategias para contribuir a disminuir estas alarmantes cifras, hace años que la Facultad de Odontología llegó a la conclusión de que los tratamientos no bastan y que hay que atacar, como plantea el estudio de la profesora Espinoza, las condiciones que llevan a una mala salud oral e intervenir desde ahí. Una de ellas es la falta de conocimiento sobre la relevancia de estos temas, que la Universidad de Chile está empeñada en desterrar a partir de actividades comunitarias de alto impacto.

Así lo explica el decano Gamonal, quien señala: “debido al daño dental existente en la población chilena hemos incorporado en nuestro accionar diversos programas de extensión-vinculación con el medio, con una fuerte impronta en la responsabilidad social y pública, tendientes a mejorar la calidad de vida de la población chilena, de tal forma que hemos desarrollado programas con estudiantes, académicos y funcionarios en nuestra comunidad dirigidos a disminuir el daño y mejorar la calidad de vida de los chilenos”.

El ejemplo más insigne es la Fiesta del Cepillo de Dientes, que se realizó por primera vez en 1917 y que este año celebró en la Casa Central sus 100 años con una presentación de 31 Minutos. La iniciativa de extensión, que vincula a los niños con el uso del cepillo y el cuidado de sus dientes, está dirigida a mejorar los indicadores de salud bucal con el fin de disminuir el daño provocado por las caries y el mal cuidado de los dientes, sobre todo en los sectores más vulnerables del país, donde la salud dental de los niños se deteriora entre los 2 y los 4 años, edad en la que empieza un camino de enfermedades bucales que sólo aumentan a medida que pasan los años.

La encargada actual de esta y otras iniciativas que forman parte del proyecto de odontología social y comunitaria, la académica y Directora de Extensión de la Facultad de Odontología, Marta Gajardo, dice que “en las conversaciones con los profesores de los colegios te das cuenta del impacto, porque los niños a los que llegamos con esta actividad comienzan a utilizar más sus cepillos de dientes y les enseñan a sus hermanitos. El impacto que tiene en los niños y  en toda la comunidad educativa siempre es significativo, pues parte del recuerdo de una actividad recreativa que asocian con una conducta saludable”.

Andrés Celis, académico vinculado a la Dirección de Extensión de la Facultad, es enfático en señalar que lo importante no es la fiesta en sí, sino “que viene a ser la etapa final de un proceso que dura todo el año, prácticamente, pues a quienes invitamos a la fiesta es a las escuelas básicas y jardines infantiles que tenemos en el proyecto”.

Y el resultado ha sido evidente. Según Celis, “a los niños que fueron a la Fiesta del Cepillo de Dientes en cuarto básico, en 2011, el año pasado los dimos de alta en octavo básico y todos se fueron del colegio sin actividad de caries.  Esto prueba algo simple: nosotros no hacemos esto porque sea algo choro, sino porque es la única forma de tener impacto. Si no se trabaja con la comunidad, no hay impacto. Nosotros les decimos a los estudiantes que esto no es una opción, esto es la odontología ahora, este es el estado del arte actual de nuestra profesión”.

El sello de la Universidad de Chile

A juicio del decano Jorge Gamonal, los estudiantes de la Facultad de Odontología tienen un sello que los distingue. “Hemos intentado dar un sello a nuestros egresados, que tiene que ver con la misión y visión de la Universidad de Chile, al cual hemos agregado las características del perfil de profesional que deseamos formar y entregar a la sociedad. Nuestros esfuerzos van dirigidos a tener un profesional donde destaque el espíritu de hacer, que debe aparecer en el desarrollo del ejercicio profesional sobre todo en los momentos de adversidad, ya sea en el sector privado como el sector público; ya sea como dentista general de zona o como un colega que se queda en Santiago o en regiones en el ejercicio privado de la profesión; y que sean capaces de desarrollar todas sus capacidades de trabajar no sólo por sus derechos sino también cumpliendo con sus deberes; que la movilización por una causa y aunque aquella sea una muy buena causa, esta no los inmovilice; que las propuestas sindicales o gremiales que levanten no afecten al paciente más desposeído-vulnerable, pues de seguro somos para el paciente con problemas odontológicos la única posibilidad de resolución de sus problemas”.

Maisa Rojas, directora del Núcleo Científico Milenio: “Las desigualdades sociales exacerban los impactos del cambio climático”

Licenciada en geofísica, doctora en Física de la Atmósfera de la Universidad de Oxford, la académica del departamento de Geofísica de la U. de Chile e investigadora en (CR)2 está dedicada a comprender la evolución y la dinámica del clima en el hemisferio sur, aunque su reflexión –que pone en valor la importancia de la interdisciplinariedad llega hasta puntos más profundos, que involucran una mirada novedosa sobre el necesario cambio de mentalidad actual. Una transformación para la que, según explica, se hace necesario abandonar la construcción y concepción masculina del planeta.

Por Ximena Póo | Fotografías: Felipe Poga

Un mapa gigante, donde los continentes se mueven en un fondo azul profundo, cuelga de una de las paredes del Departamento de Geofísica de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas. Está invertido. América del Sur, África y Oceanía están arriba. En otra esquina figura un pequeño estante donde se ubican prolijamente algunos instrumentos para recoger datos que den pistas sobre el clima y sus transformaciones. Una sala de reuniones se emplaza en el centro, rodeada de fórmulas dibujadas en las paredes vidriadas. En la oficina la vida se resuelve entre pantallas, papeles en las paredes, fotografías que recuerdan viajes a terreno, cascos de bicicletas, libros y revistas especializadas.

En medio de todo, con vista a la calle Blanco Encalada, trabaja Maisa Rojas. “Estamos en medio de un cambio de paradigma”, dice mientras pensamos cómo en pocos años la Universidad de Chile ha ido comprendiendo que el trabajo colaborativo e interdisciplinario debe estar en el centro del quehacer académico. “Estamos llegando a un punto de inflexión respecto de cómo se ha desarrollado la ciencia en los últimos 500 años”, afirma. La tendencia es mundial. Y aquí no se puede ser menos.

Hacer ciencia mientras se intenta que la Tierra siga siendo habitable cuando, comenta, “uno de los forzantes más notorios de la situación actual es el aumento de la población. Un mundo con siete billones de habitantes es muy distinto a uno con nueve billones. Yo creo que hay planeta para todos los que somos, pero sí tiene que haber un cambio”.

Maisa Rojas es profesora asociada en el Departamento de Geofísica. “Mi formación académica incluye una licenciatura en Física en la Universidad de Chile y un doctorado en Física de la Atmósfera de la Universidad de Oxford, con tesis sobre la dinámica de la atmósfera media. Luego me especialicé en la modelización del clima regional como investigadora postdoctoral en el “International Research Institute for Climate and Society” (IRI, University of Columbia, USA). A lo largo de mi carrera he desarrollado dos áreas de investigación principales: paleoclima y de cambio climático regional. Las herramientas de análisis común son los modelos climáticos numéricos”.

Su investigación paleoclimática está centrada en la comprensión de la evolución y la dinámica del sistema climático en el hemisferio sur durante los últimos 25.000 años. Se trata de una indagación alojada en el Núcleo Científico Milenio “Paleoclima del Hemisferio Sur”, que dirige. “La otra área de investigación que he desarrollado es modelamiento regional de cambio climático, incluyendo la evaluación de sus impactos en diferentes sectores de la sociedad, en particular en la agricultura y los recursos hídricos. Este tema desarrollo como investigadora asociada en el Centro para el Clima y la Resiliencia (CR)2. A través de mi carrera científica he podido desarrollar mi interés por el trabajo interdisciplinario, fundamental para abordar la problemática de cambio climático. Participé en el consejo presidencial sobre cambio climático y agricultura. También fui autora principal del capítulo de Paleoclima para el quinto informe del IPCC”.

Hasta ahí una historia larga reducida a unos pocos párrafos que no alcanzan a dar cuenta de toda la densidad y valor que tienen sus investigaciones y su mirada respecto de cómo hacer ciencia hoy, cuando la crisis mundial respecto del desarrollo es total y definitiva. Debemos parar para analizar y detener el daño en medio de esta nueva era, el Androceno, que distingue la incidencia de la actividad humana en el sistema Tierra y que, si siguen los patrones masculinos (depredación, extracción, conquista, competencia), nos llevará a fases más críticas donde el cambio climático es decidor.

“Soy una convencida de que el rol de la mujer va a ser fundamental para resolver todos los problemas que tenemos en el planeta; lo vemos a nivel de ciencia, de pensar en grupos interdisciplinarios para tratar problemas complejos. El cambio climático es el último síntoma de toda una sociedad que está en crisis. Es el resultado de una construcción masculina del planeta y su desarrollo; esta crisis no es ambiental, es de desarrollo”, afirma convencida también de que “si queremos ser una facultad fantástica del siglo XXI tenemos que ponernos a la punta en la inserción de mujeres y de hacer ciencia desde una forma menos masculina de ver la vida”.

Paradigma

El Núcleo Científico Milenio Paleoclima del Hemisferio Sur es financiado por el Programa lniciativa Científica Milenio (ICM) del Ministerio de Economía, adjudicado mediante concurso público en diciembre de 2013. Su objetivo es “estudiar cómo ha evolucionado el clima durante los últimos 25.000 años en el hemisferio sur. Entender la evolución y dinámica del planeta durante este periodo es necesario para poder poner en el contexto correcto el periodo actual de cambio climático”. Sus principales lugares de estudio han sido la Patagonia chilena y el océano adyacente, zonas estratégicas para este tipo de estudios, ya que constituye la única masa continental de este hemisferio que cruza una extensión en latitud tan extensa (desde los subtrópicos hasta latitudes subpolares). El equipo está compuesto por un grupo interdisciplinario de investigadores e investigadoras de la Universidad de Chile, la Universidad de Magallanes y la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Rojas trabajaba en la evolución pasada del clima cuando comenzó a formar el grupo que dio origen al Núcleo, del que es su directora. Hoy se dedica especialmente a analizar cómo las actividades del ser humano inciden en el clima y sus cambios: polución, acumulación, industrialización y el uso de combustibles fósiles, y muchos otros factores están en la base de un modelo en crisis terminal. “Me pareció alucinante la creatividad que existe para interrogar la naturaleza y cómo el clima influye en muchos aspectos del planeta. Y así fue mi primer acercamiento al paleoclima. Y ha sido bastante enriquecedor, en el sentido de que yo especialmente he aprendido mucho de otras disciplinas. Para estudiar el clima uno tiene que entender y saber de muchas subdisciplinas de las ciencias de la Tierra, porque finalmente el clima es el producto de la interacción entre la atmósfera, los océanos, la biosfera, la criosfera y la litosfera incluso. Son áreas que tradicionalmente las estudian los glaciólogos, la geología, la oceanografía, la ciencia atmosférica y otras. Se requiere, entonces, de todas estas disciplinas, porque de otra manera no se logra entender”, advierte.

El cambio de era está dado por esas formas de abordaje y también porque la ciencia está dilucidando si ya finalizó el periodo Holoceno (época post-glaciación hasta ahora) y hoy estamos entrando a la era del Antropoceno, donde “el ser humano ha producido una perturbación significativa en el sistema climático, de manera que ese impacto se vaya a ver en una de las capas de la Tierra. En un millón de años más, un geólogo o geóloga va a ver una capa y dirá ‘mira, aquí comienza la intervención humana’. Un indicador es el plástico y otro es la bomba atómica”, sostiene.

“Ha sido enriquecedor darme cuenta de la complejidad del Sistema Tierra; de cómo estas interacciones son muchísimas, inesperadas a veces, bastante inexploradas algunas, y que son tan fundamentales para, en último caso, explicar la vida en el planeta. Son esas preguntas fundamentales sobre de dónde viene la vida. Darse cuenta de que es un sistema complejo y que requiere de todos esos ingredientes y engranajes, para mí ha sido lo más revelador”. Así Maisa Rojas va delimitando sus preocupaciones y asegura que los análisis respecto del clima (aumento de la temperatura y mayor frecuencia de anomalías, sequías, inundaciones, desprendimiento de glaciares, entre otros) plantean que se hace urgente “entender que el crecimiento y el consumo no pueden ser infinitos; no se puede seguir pensando que el planeta es infinito”. El rol de científicas como ella es “traducir el conocimiento sobre este sistema físico para que nos demos cuenta de que tenemos que cambiar cosas fundamentales de nuestra manera de vivir”.

Límites planetarios

El avance tecnológico vertiginoso y esa visión de un mundo infinito de recursos naturales “que están aquí para que los podamos aprovechar, finalmente nos ha llevado al cambio climático, que es un síntoma de que algo estamos haciendo mal. Todo se transforma y, por lo mismo, debemos saber que nada se crea y se destruye. Ese es el paradigma al que tenemos que volver para resolver la crisis del cambio climático”, reflexiona al tiempo que sostiene que esta crisis es “una gran oportunidad para construir un desarrollo que sea sostenible y que nos va a permitir una mejor relación con el medioambiente y entre nosotros mismos”.

La Revolución Industrial -y el posterior desarrollo tecnológico y científico- ha generado progresos, pero también “sociedades desiguales, con mucha contaminación ambiental, con sesgos importantes; no ha solucionado los problemas de pobreza, guerras, migraciones forzadas. No hemos logrado avanzar y hemos llegado a un punto en el que la cosa se está poniendo seria. Hemos llegado a límites planetarios”, dice.

En cuento al clima, explica, “hay algunas regiones a las que llamamos hot spots, puntos en que, por ejemplo, las emergencias del cambio climático van a ocurrir antes. Identificar esas zonas no quiere decir que en otras no está ocurriendo nada. Aquí es importante distinguir impactos que son climáticos, como la sequía, pero el impacto que va a tener sobre distintas sociedades va a depender de la resiliencia de esa sociedad o comunidad y, por lo tanto, de las vulnerabilidades. Las desigualdades sociales exacerban los impactos del cambio climático y es por eso que, incluso, dentro de una misma ciudad el impacto de una ola de calor no es el mismo para quien vive en una comuna pobre sin acceso a aire acondicionado o sin áreas verdes; el cambio climático es exacerbado por relaciones de desigualdad social”.

Sobre todo lo anterior pesa el poder geopolítico, en el sentido de que “la era de los combustibles fósiles estuvo determinada por un poder internacional. En cambio, todos los países tienen alguna energía renovable a la que acudir. Esto es potencial y debe hacerse bien. Por ejemplo, en Chile la energía solar debe ser apoyada, pero hay que decir que los grandes proyectos solares son de conglomerados económicos importantes, y hay que observar que eso se debe a barreras de financiamiento. Hay lugares en Chile sin energía eléctrica y que podrían ser autónomos, donde en cada casa y en cada comunidad se aplique el modelo solar”.

Como país debemos, afirma convencida, apostar por la independencia energética y el cambio urgente de las matrices que sostienen la energía. Reconoce que se ha avanzado, sobre todo en aceptar acuerdos internacionales (París es uno, sobre reducción de gases de efecto invernadero) que requieren ser honrados (no actuar como Estados Unidos) y en considerar investigaciones científicas para producir transformaciones. Pero falta: aún Chile invierte menos del 0,5% de su PIB en I+D, muy por debajo del resto de los países de la OCDE.

Maisa Rojas mira sus datos. La megasequía que nos afecta en Chile se agravará si no se actúa rápido, cuando un grado de aumento de la temperatura global es un hecho. “Chile tiene mucho potencial, pero se tiene que tomar en serio lo que pasa. Los países ricos son ricos porque en algún momento decidieron invertir en ciencia, tecnología e innovación”, enfatiza mientras pensamos por un segundo en que el consumismo – centro del modelo- debe ser derribado por las 3R (reducir, reutilizar y reciclar). Tres palabras que nos hacen mirar de nuevo el mapa, el mapa al revés al que deberíamos ubicar en el centro del nuevo modelo.

Obesidad: La curva que Chile no ha logrado bajar

A Chile le ha ido mal en la prevención del sobrepeso. De eso saben quienes han estudiado y seguido de cerca el proceso acelerado de lo que ha sido denominado como epidemia a nivel mundial y que tiene como población más vulnerable a la infancia. Ad portas de cumplirse un año de la implementación de la Ley de Etiquetado, la misma que ha puesto en jaque el potencial de innovación de la industria de alimentos, el Instituto de Nutrición y Tecnología de los Alimentos de la U. de Chile amplía el concepto de seguridad alimentaria para exigir frente a este escenario ya no derecho a la alimentación, sino derecho a una de calidad en términos de nutrientes y educación para acceder a ella.

Por María Jesús Ibáñez | Fotografías: Fotos INTA/Photodune.net y Alejandra Fuenzalida

Niños cada vez más grandes, así podría describirse la actual postal de la infancia en Chile, donde uno de cada cuatro niños entre cinco y siete años sufre de obesidad y un 26,4% tiene sobrepeso. Se trata del escenario del segundo país en la región que más alimentos ultraprocesados consume -con un promedio anual per cápita de 201,9 kilos-; o del país que de líder en la superación de la desnutrición infantil pasó al primer escaño en sobrepeso de América Latina. La franja larga y angosta al extremo sur de la región hoy tiene 11 millones de personas, el 63% de la población, con malnutrición por exceso de alimentos.

De acuerdo a la última Encuesta de Consumo Alimentario, sólo el 5% de los chilenos come de manera saludable; la dieta del 95% restante se caracteriza por exceso de energía, de grasas saturadas, azúcares y sodio. Visto desde la nueva Ley de Etiquetado que rige en Chile desde junio del 2016, la canasta familiar nacional se compondría principalmente por alimentos marcados con octágonos negros y la palabra “Alto en”.

Son diversos los factores socioeconómicos asociados al estilo de vida de los chilenos que dificultan la adherencia a las pautas nutricionales recomendadas para mantener una vida saludable, explican desde el Instituto de Nutrición y Tecnología de los Alimentos Doctor Fernando Monckeberg Barros (INTA). “Se han mecanizado los trabajos, ya casi no nos transportamos a pie y pasamos la mayor parte del día sentados. Hemos cambiado drásticamente el consumo de alimentos naturales por la comida procesada y ultraprocesada alta en energía”, explica Camila Corvalán, doctora en Nutrición e investigadora en el Centro de Prevención de Obesidad y Enfermedades Crónicas del INTA.

A esto se suma el actual vacío de educación alimentaria en los colegios, la inferior disponibilidad de alimentos naturales en el diario vivir de la población, principalmente urbana, y el costo muchas veces más elevado de la comida saludable. “Frente a estos escenarios hemos de reinstalar el concepto de ‘seguridad alimentaria’. Es decir, no es solo derecho a la alimentación, es derecho a una de calidad. No es superar el hambre, porque hoy día casi no tenemos el hambre en Chile, lo que tenemos es un problema de acceso a alimentación de calidad en términos de nutrientes”, dice Corvalán.

Las actuales guías alimentarias indican que la mayor parte de lo que debe comer una persona son alimentos naturales (frutas, verduras, semillas, legumbres, etc.) y no más de un 10% de alimentos elaborados. Un número lejano a la realidad nacional, donde ya para el año 2000 los chilenos gastaban un 60% del presupuesto familiar mensual en alimentos procesados.

Si ya esa cifra es preocupante, atender a la composición nutricional de estos productos líderes en las cocinas chilenas lo es más. “Aproximadamente el 80% de éstos no habría pasado la prueba de la nueva ley de Etiquetado de no ser porque parte de la industria optó por reformular su producción”, cuenta la investigadora.

Todo alimento alto en azúcares, sodio, grasas saturadas y/o calorías hoy exhibe un octágono negro con la palabra “Alto en…” que a la fecha se ha hecho reconocible para la mayoría de los chilenos, dada su aparición en gran parte de los alimentos envasados. Éste es uno de los tres grandes ejes en los que trabaja la Ley 20.606, que comenzó a regir a partir del 27 de junio del 2016. Los otros dos apuntan a la restricción de marketing de estos productos en menores de 14 años y a la prohibición de su venta y publicidad en los establecimientos educacionales.

A nueve meses de su implementación, los ojos están sobre esta legislación tanto nacional como internacionalmente, puesto que Chile es el primer país en implementar la estrategia de desincentivar el consumo de alimentos a través de logos. “Lograr que se instalen acciones que regulan lo que ocurre sobre las industrias es súper difícil, y más aún en una estructura como la nuestra, donde existe una economía de libre mercado. La gran pelea de la implementación de la ley era entre economía y salud”, explica la investigadora.

La industria es un terreno y un factor que está presente en el ambiente alimentario de la población y lo seguirá estando a raíz del estilo de vida de país desarrollado hacia donde avanza Chile. Ante ese escenario, la apuesta es a que la oferta de alimentos saludables no quede fuera de este sector que, desde la mirada interdisciplinaria de expertos, debe comprometerse con la innovación de sus productos. Y ahí una de las aristas claves del primer Centro Tecnológico para la Innovación en Alimentos (CeTA) en Chile, en el que trabaja la Casa de Bello.

Plantas piloto para la innovación alimentaria

De acuerdo a un estudio encargado en 2007 por el Consejo Nacional de Innovación para la Competitividad, Chile carece de plantas piloto especializadas en el desarrollo de nuevos productos. Es decir, existe una falta de infraestructura y equipamiento tecnológico para la reformulación de alimentos que no se ajusta con las necesidades del país. Esto hasta el 2015, cuando la Corporación de Fomento de la Producción (Corfo) entregó 9.700 millones de pesos para crear el primer Centro Tecnológico para la Innovación en Alimentos (CeTA): un proyecto de alcance nacional que permitirá aumentar la disponibilidad de alimentos saludables junto con potenciar las exportaciones del sector agroindustrial.

Ejecutado por la Universidad de Chile con la participación del INTA, las Facultades de Ciencias Agronómicas, Ciencias Veterinarias y Pecuarias, Ciencias Químicas y Farmacéuticas con la coordinación de la Vicerrectoría de Investigación y Desarrollo (VID), en conjunto con las universidades Católica de Chile, Andrés Bello, de Talca y de la Frontera; y las fundaciones Chile y Fraunhofer, CeTA forma parte del Programa “Fortalecimiento y Creación de Capacidades Tecnológicas Habilitantes para la Innovación” de Corfo.

El Centro Tecnológico busca trabajar en tres grandes ejes: mejorar los procesos industriales, los ingredientes de los alimentos y los empaques de estos, todo con el fin de garantizar el sello saludable. Esto a través de la implementación de plantas pilotos que permitirán que el sector productivo, principalmente Pequeñas y Medianas Empresas que no suelen contar con plantas, puedan acceder a la innovación y a la materialización de estas reformulaciones mediante el desarrollo y escalamiento comercial de nuevos ingredientes y alimentos saludables.

Edgardo Santibáñez, director de Innovación de la VID, destaca los beneficios en cuanto al desarrollo económico de Chile en el sector alimentario, que representa el 25% del PIB y es el segundo más importante en exportación después del cobre. “Nosotros exportamos materia prima con poca agregación de tecnología de mayor valor o mayor sofisticación, entonces la idea es avanzar en eso. Esto no es renunciar a exportar recursos naturales, ya que estos son una buena base para sostener el desarrollo económico. Sino que es desarrollar estas otras tecnologías con el fin de llegar a otros mercados, satisfacer otras necesidades y aumentar el valor generado por nuestra fuerza de trabajo y nuestros recursos”.

La necesidad de una política estatal

De acuerdo a la OMS, la obesidad ya es una epidemia. Una que trae consigo una serie de enfermedades crónicas no transmisibles y de origen nutricional que hoy generan particular preocupación dada la aparición temprana en la población. Enfermedades que surgían después de los 50 años hoy lo hacen en menores de 10: la diabetes mellitus tipo 2, asociada a la obesidad, y los factores de riesgos cardiovasculares como el colesterol alto y la hipertensión, entre otras. “No es exagerado decir que vamos a tener una población adulta joven enferma”, señala Verónica Cornejo, directora del INTA.

“Hoy día los niños conocen los alimentos en los supermercados y no tienen idea de que existen plantaciones, cómo son, en qué regiones se producen, en qué condiciones, quiénes son los que trabajan para producirlos, en fin, todo un tema de educación que llega, por supuesto, a la salud humana, y que hoy no existe. Entonces pienso que es un asunto complejo, integral y continuo que hoy debe plantearse así. Y en esto el Campus Sur de la U. de Chile tiene las herramientas y estamos de acuerdo en ese enfoque transversal”, afirma el Decano de la Facultad de Ciencias Agronómicas, Roberto Neira.

Desde ahí el INTA también pone una mirada crítica sobre la ley 20.606 que radica en entender que ésta es sólo un primer paso al que le faltan asuntos claves como la educación alimentaria. “Es una muy buena iniciativa. Nosotros consideramos que había que hacerlo y había que apoyar. Sin embargo, también creemos que detrás de esto tiene que haber una implementación que permita conocer el porqué de estas acciones a la gente, por qué no elegir algo que dice ‘Alto en sodio’ y por qué comer saludable. Y eso es educación. Si no hay educación detrás no te sirve de nada”, afirma Cornejo.

Nelly Bustos, nutricionista e investigadora del INTA, explica los alcances de la educación alimentaria, especialmente cuando la población más vulnerable está en la infancia. “Estamos generando políticas públicas, programas y normativas, pero seguimos sin tener una educación alimentaria obligatoria en los colegios que permita que niños y niñas generen estilos de vida saludables”.

En ese sentido, la directora del Instituto explica que para lograr ocuparse de los distintos factores del ambiente alimentario de la población se requiere de una política de Estado capaz de desarrollar un trabajo articulado y colaborativo de los distintos ministerios que se necesitan: Agricultura, Salud, Educación, Desarrollo, Deporte, Hacienda y Relaciones Exteriores, entre otros. “El asunto se ve de forma bastante distinta a como se veía antes, de que cada quien trabajaba en su especialidad. Hoy estamos en un proceso en que la necesidad y la consciencia pública nos está empujando a un cambio de paradigma”, advierte Neira.

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