Los años de las vacas gordas

Después de recorrer Casi, casi me quisiste, la exposición de la artista Claudia Lee en el MAC Parque Forestal, se hace aún más evidente la equivocación de quienes creen en la necesidad de superar las diferencias originadas en el pasado para construir el futuro a partir de ese olvido.

Por Antonio Urrutia Luxoro

La adolescencia era verdadera, la democracia no.
—Alejandro Zambra

I

El 11 de septiembre del 73 la sociedad chilena experimentó un severo trauma cognitivo que se fue acentuando en el tiempo. Los principales síntomas se manifestaron de manera más evidente en el lenguaje, tras el castigo sistemático a los cuerpos. Primero, el silencio perplejo que no fue capaz de emitir palabra alguna para denominar la magnitud de la violencia. Después, la confusión de nombres y conceptos apropiados para designar el estado de las cosas: pronunciamiento, golpe de Estado, liberación nacional, dictadura, dictablanda, el milagro de Chile, detenidos desaparecidos, etc. Una dificultad verbal enorme para establecer los límites entre guerra y paz. Para culminar con el olvido fulminante del repertorio gramatical previo a la fisura, se intentaron borrar las huellas del pasado combativo y se suministraron placebos a las víctimas para anestesiar el dolor de las pérdidas. Mientras en los 90 tomábamos onces-comidas con Julio Videla en TV abierta durante la crisis asiática, los criminales paseaban tranquilamente por los principales centros comerciales de la capital.

II

El último año del siglo pasado, Claudia Lee ingresó a la carrera de Bellas Artes (mención Escultura) en la desaparecida Universidad ARCIS. En la célebre institución originada en los 80 para la enseñanza de las artes, humanidades y ciencias sociales, pululaban prominentes figuras de la llamada “izquierda cultural”, altos dirigentes políticos y uno que otro intelectual francés invitado. Todos peces gordos, que de vez en cuando se dejaban caer en Las Vacas Gordas, unas concurridas y sofisticadas parrilladas ubicadas en la calle Huérfanos, a pocas cuadras de ARCIS. Iniciada la transición a la democracia, ARCIS fue un enclave pionero en acoger la discusión de diversos temas que tiempo después coparon la agenda del pensamiento contemporáneo. Me atrevo a decir que de manera bastante más fructífera que las universidades tradicionales de la capital, donde abundan académicos otrora timoratos que engrosan las magras páginas de sus investigaciones con ideas primero agitadas en la gloriosa Universidad ARCIS. Entre las numerosas tertulias artísticas e intelectuales que subieron el nivel de la discusión cultural en aquellos años de vacas gordas, se desarrollaron una serie de coloquios y seminarios en torno a diversos asuntos cruciales en el cambio de siglo. Uno de esos asuntos cruciales circula en el cuerpo de obra de Claudia Lee, actualmente expuesto en el ala norte del segundo piso del Museo de Arte Contemporáneo (sede Parque Forestal), en el contexto de la muestra Casi, casi me quisiste.

III

Quizás el más significativo de esos debates, al momento de aproximarse a los más de veinte años de trayectoria artística de Claudia Lee, es la pregunta por la relación entre memoria, historia y subjetividad. Una subjetividad golpeada por la pérdida del lenguaje producto del trauma histórico y el desarraigo, que la artista, junto a Claudio Guerrero (curador de la muestra y académico en los últimos años de ARCIS), reconstruyen a través de un amplio y lúdico recorrido, que da cuenta del desmembramiento de la memoria cultural, política y afectiva. Una fractura en la historia padecida no solo por Chile y América Latina, sino que también por la propia artista, su lenguaje y cuerpo de obra. Su experiencia de vida ha sido ruda. Nació mientras su padre estaba en el exilio. Cuando retornaron se enfrentó al choque cultural y fue víctima de crueles bromas infantiles alusivas a su familia. Una de las experiencias autobiográficas puesta en obra por Lee, y recogida en el relato curatorial consistió en un accidente de tránsito que cambió de manera radical la vida de la artista y su manera de relacionarse con el mundo a través de las palabras. Hace unos años, fue atropellada por un bus del Transantiago. Fue sometida a una cirugía de alta complejidad en su cráneo. Las secuelas incluyeron un cuadro de afasia crónica (ha tenido que asistir a sesiones de terapia para recuperar sus capacidades comunicativas verbales).

Casi, casi me quisiste.
Contramemorias de Claudia Lee.
Crédito fotografía: Alexis Llerena.

IV

La exposición acopia archivos personales, soportes audiovisuales realizados en colaboración con otros artistas, vegetales en proceso de descomposición o reacondicionamiento, residuos de proveniencia animal, colecciones de envoltorios y otros objetos producidos industrialmente. Acumulaciones de recuerdos y porquerías que reflejan el paso del tiempo. Cachureos vivos, inertes, biográficos e históricos cuyo origen y disposición también reflejan la identidad de su dueña. Además de la memoria dislocada del lenguaje en su cuerpo de obra, Claudia Lee plantea una reflexión sobre cierta estética asociada a la “chilenidad”, superando los códigos esencialistas que la han construido en virtud de su arraigo a un espíritu nacional vinculado al costumbrismo de diversa índole (folclórico, deportivo y culinario). Dicha reflexión visual sobre “lo chileno”, más allá del atavismo, sucede en la medida de que la exposición sitúa su acervo material y simbólico —incluso valiéndose de emblemas nacionales, como el cóndor o el copihue—, en el orden del consumo y la escatología. Lo que se come y se caga es reflejo de la identidad del consumidor, en un modelo de sociedad capitalista con tendencia a la instalación de nichos de mercado cada vez más individualizados. Todo esto prescindiendo de figuraciones humanas, pero recurriendo a un hábil sentido de la ironía que alude a los rastros de lo humano. Lo humano como excremento y documento de la memoria. Al fin y al cabo, Chile es un país amojonado, plagado de heridas.

Fecas de ganado apiladas minuciosa y monumentalmente formando surullos de dimensiones escultóricas. Baratijas de tercera mano ofrecidas sobre un paño, emulando el barroquismo gitanesco del comercio informal. El kitsch de un pavo navideño plástico contradictoriamente bello, que alegoriza una de las máximas del subdesarrollo local: la copia es más original que el original (los chilenos siempre podemos ser más gringos). La retrospectiva de Claudio Guerrero sobre el cuerpo de obra de Claudia Lee permite una lectura condicionada a la posible herencia formal de su origen en ARCIS, principalmente a través de la sintonía con la obra de Brugnoli, Errázuriz y otros. Sin embargo, su potencia conceptual radica en la aparente falta de contingencia (es agradable que su trabajo no sea amnésico ni tenga pretensión de pionerismo). A pesar de su condición retrospectiva que se aferra a un punto de origen pretérito, Casi, casi me quisiste. Contramemorias de Claudia Lee no rememora la nostalgia fetichista de un pasado superado. Coloca el suspenso de un pasado continuo, uno que sigue aconteciendo: el anacronismo de la Transición. La posibilidad latente de que, como sociedad, aún padezcamos afasia de la memoria (una incapacidad colectiva para evitar la repetición histórica de tragedias en clave de farsa).

V

A pesar del creciente negacionismo impulsado por la centroderecha respecto a los crímenes ocurridos en dictadura, y también a las posteriores violaciones de los derechos humanos ocurridas después del retorno a la democracia, en este caso, la afasia de la memoria no consiste en la falta de información ni en la carencia de palabras apropiadas para designar el horror (no así en la falta de justicia). En el contexto de la derrota de la centroderecha por parte de las fuerzas de izquierda reunidas en la candidatura de Gabriel Boric, la afasia de la memoria no consiste exclusivamente en “verdad y reconciliación”. Se trata de la manera en que, bajo ese pretexto disfrazado de crecimiento económico, se ha divorciado la relación entre política y sociedad desde la transición hasta la actualidad. De ese modo, la afasia de la memoria podría persistir en la medida en que se recurra a las mismas dinámicas de gobernabilidad implementadas bajo el orden cosmético de los años 90 (hielos gigantescos de exportación, candidatos disfrazados de obreros y mentirosos apretones de mano entre políticos que simulan pertenecer a sectores opuestos). Si antaño el ala progresista de la Concertación debía presentar certificados de buena conducta a quienes formaron parte del gobierno dictatorial, hoy podríamos correr el riesgo de que el gobierno entrante manifieste las mismas conductas, esta vez, ante quienes no tuvieron problemas en congraciarse con civiles y militares que participaron del gobierno dictatorial.

VI

A propósito de la construcción visual de memorias e identidades en la retrospectiva de Claudia Lee resulta pertinente revisitar los posibles anacronismos de la Transición en el contexto actual, determinado por el plebiscito de salida a la Convención Constitucional y la derrota electoral –momentánea– de la centroderecha. Del mismo modo, resulta pertinente la aproximación a la identidad nacional que la artista hace circular en sus instalaciones, ya que —como lo han advertido diversos analistas— el meollo del debate constitucional se ubica en el sujeto político de la Constitución. Si la Constitución vigente se sostiene en la familia y la propiedad privada como subjetividad política, ¿cuál debe ser el sujeto político que permitirá aprobar el futuro texto constitucional? Después de recorrer la exposición de Lee, se hace aún más evidente la equivocación de quienes creen en la necesidad de superar las diferencias originadas en el pasado para construir el futuro a partir de ese olvido. También se hace evidente la amnesia y el pionerismo de quienes piensan que es necesario tirar todo por la borda y escribir desde cero. Allí, en el transcurso del Estado desarrollista y social destituido ilegítimamente el 73, todavía queda mucha historia que restituir más que destituir.


Casi, casi me quisiste, Contramemorias de Claudia Lee
Museo de Arte Contemporáneo (sede Parque Forestal)
Hasta el 9 abril de 2022
La exposición considera una serie de actividades de extensión, como un acto performático a cargo del artista Ivo Vidal (26 de marzo) y el cierre agendado para el 9 de abril, donde la artista presentará Desde con cornucopia, continuando el proyecto realizado el 2019 en el módulo de experimentación AK-35.

La muerte en dos tiempos

«En tiempos en que la muerte es cotidiana y las cifras de fallecidos pierden sentido, quizá es pertinente preguntarse por la forma en que las obras de arte mueren también. Su fin se da cuando dejamos de verlas y de reconocernos en ellas, no solo cuando son físicamente destruidas», escribe Diego Parra a propósito de la exposición La muerte y otras miserias. Reflexiones sobre lo poshumano, de la artista argentina Mariana Najmanovich, que estuvo hasta diciembre en el MNBA.

Por Diego Parra

El deseo por preservarnos eternamente nos ha llevado al desarrollo de nuevas tecnologías que prometen hacernos vivir más y retrasar el envejecimiento. Pareciera que desde las ciencias médicas se invierte tanto o más tiempo en crear tratamientos para darle término a la decrepitud, que en dar soluciones a enfermedades crónicas como la diabetes o algunas formas de cáncer. Es curioso cómo esta lucha contra el tiempo adquiere un carácter poshumano, ya que muchos de los métodos que encubren el desgaste natural del cuerpo pasan por trabajarlo como una masa moldeable. Un ejemplo es la serie Botched, donde un par de cirujanos plásticos intervienen a personas que desean arreglar partes de su cuerpo. La mayoría de las consultas terminan con los médicos dibujando esquemas sobre la piel y explicando lo fácil que es convertir a alguien en una nueva versión de sí mismo. Esto ocurre también en el quirófano, donde solo vemos cómo el cirujano, cual ingeniero, resuelve cómo mover las “partes humanas” para que una vez cicatrizado todo, se vea bien.

Este imaginario médico puede ser bastante inquietante, porque en cuanto sacamos lo humano, lo que queda es el cuerpo como máquina, una estructura compleja que, si se logra descifrar en su mecánica interna, podría ser rápidamente “hackeado”. 

Hasta diciembre, en el Museo Nacional de Bellas Artes, se expuso La muerte y otras miserias. Reflexiones sobre lo poshumano, de la artista argentina Mariana Najmanovich, curada por Gloria Cortés Aliaga y compuesta por una serie de pinturas de la autora que fueron contrastadas con una selección de obras de la colección del museo. Este tipo de ejercicio curatorial es bastante común hoy, donde piezas antiguas son puestas a dialogar con otras actuales, de modo que se produzca en el espectador aquello que se ha llamado una “experiencia contemporánea”, en la que el pasado se ve reinterpretado a la luz del presente y viceversa. Podemos cuestionar esta suposición, puesto que el sentido que produce la contigüidad espacial de dos trabajos no genera necesariamente un diálogo exitoso o tan interpelante como para llamarlo “contemporáneo”. En este caso ocurre algo curioso, puesto que las obras de Najmanovich pierden potencia al lado de las pinturas del museo, lo que se produce quizás por el gran contrapunto en cuanto a las dimensiones de las piezas, ya que la artista opta por pequeños óleos sobre papel y tela mientras que el museo se impone con sus grandes soportes y marcos dorados. Hay algo en relación al efecto de presencia de las obras que no cuadra. Es como si los trabajos contemporáneos fueran expulsados de un espacio del que son ajenos, tanto por forma como por contenido.

Najmanovich trabaja una serie de pinturas que impactan por el imaginario de terror “hospitalario”, donde los tonos fríos priman y transportan a espacios de muros blancos iluminados por tubos fluorescentes. Las imágenes evocan una estética similar a la de películas como La mosca (1986), de David Cronenberg, o Re-Animator (1985), de Stuart Gordon, por la mezcla de elementos médicos y tecnológicos con cuerpos humanos que abandonan su humanidad. Quizá esta evocación pop termina viéndose subordinada a los grandes lienzos del museo, que de un modo académico resuelven el asunto de la muerte bajo códigos teatrales y, a su vez, con una técnica que aún hoy sigue seduciendo. Najmanovich exhibe rostros perversos que interpelan al espectador con miradas monstruosas y también otras caras que extrae de fotografías sin identificación. 

En el montaje parece haber un ánimo por competir con las obras del museo, como cuando se usan marcos que imitan a los de las pinturas académicas, lo que deprecia en algún grado a las piezas contemporáneas. Esto, porque son tipos de obras distintas, que provienen de paradigmas artísticos distintos, y tratar de omitir esto no contribuye a un diálogo profundo entre las piezas, pues tiende a aplanar sus diferencias naturales. El contrapunto antiguo-contemporáneo no es solo un ejercicio de la pura sensibilidad (del aspecto), es también la tensión entre cosmovisiones disímiles.

Junto con las pinturas de la autora, hay una serie de objetos inquietantes (“Gabinete de piel”), puesto que son una imitación de la piel humana y de algunas partes del cuerpo, como lenguas, orejas, bocas y párpados. La asociación con las películas de terror se hace aún más evidente, ya que las mesas donde están dispuestos pasan inmediatamente a ser identificables con el mobiliario de una morgue. Estas piezas desconciertan más cuando sabemos que muchos de ellos son bienes que se compran y que tienen usos médicos. Algunas de estas imitaciones de piel son superficies para que los estudiantes de medicina practiquen la costura de puntos y también se usan para aprender a tatuar. Lo que perturba es siempre el parecido que puede haber entre la imitación y lo real, especialmente en partes del rostro que son zonas altamente gestuales y que, por ello, se vinculan mucho más con el individuo y su identidad. 

Vale la pena aquí recordar una serie de trabajos realizados en 1966 por la artista Valentina Cruz, en particular la pieza “Botiquín de primeros auxilios”, en la que se reproducían en un escaparate médico una serie de bocas abiertas embutidas en frascos de vidrio, junto con algunos utensilios médicos y otras reproducciones de un rostro de perfil. El material usado por Cruz fue el látex, algo muy innovador en su tiempo por sus orígenes industriales (hoy Najmanovich usa silicona). Si bien las obras están separadas por décadas, podemos reconocer en ellas una cierta vinculación formal y temática, que transita también por la redefinición de lo humano en las actuales condiciones culturales. Al mismo tiempo, es el imaginario médico-sanitario el que permite dicha reflexión, y es que parte del régimen biopolítico imperante puede comprenderse desde tal lugar, pues muchas de nuestras reservas críticas son suspendidas en virtud del discurso científico entendido como neutral y universal.

La muerte y otras miserias. Reflexiones sobre lo poshumano
De Mariana Najmanovich 
Curada por Gloria Cortés Aliaga 
Museo Nacional de Bellas Artes.

Una cuestión llamativa que creo expresa bien aquella discordancia entre las obras del museo y las actuales fue que al entrar en la sala encontré dos textos de muro, uno de la curadora y otro de la artista, donde cada una presentaba su propia idea de la exposición y sus objetivos. Uno podría preguntarse por la capacidad que tuvo la curaduría de suturar críticamente aquellas divisiones que ocurren al presentar obras que temporalmente chocan y se escinden. Esto creo que da cuenta de que la fisura es profunda y abierta, puesto que pareciera que cada sector defiende lo suyo y se contenta con ello, puesto que las obras no parecen tocarse al punto de generar preguntas nuevas. Hay una evidente pérdida de especificidad en las piezas antiguas, que uno desearía poder conocer mejor en su historia, para así producir un verdadero diálogo temporal y no solo un contraste meramente formal entre el pasado y el presente. Eso sí, hay que reconocerle a la curaduría el hecho de desempolvar obras desde los depósitos del MNBA, una labor siempre a destacar, ya que sin duda es más fácil irse a la segura con las obras ya canónicas.

En tiempos en que la muerte es cotidiana y las cifras de fallecidos pierden sentido, quizá es pertinente preguntarse por la forma en que las obras de arte mueren también. Su fin se da cuando dejamos de verlas y de reconocernos en ellas, no solo cuando son físicamente destruidas. Por ello, sacarlas a relucir —ya sea contrastándolas con obras actuales o no— permite, tal como afirma Boris Groys, “sanar” a las obras de su enfermedad mortal que es no ser visibles. Sin exposiciones que nos recuerden que siguen allí, el museo se convierte en el lugar del reposo final: un mausoleo.

Viñetas de un linaje materno

«Con sutileza, sin análisis ni comentarios explícitos, la novela muestra de modo magistral las complejidades de las relaciones madre-hija y el peso inmenso del amor por una madre con problemas de salud mental», escribe Lucía Stecher sobre Debimos ser felices, de la uruguaya Rafaela Lahore.

Por Lucía Stecher 

¿Cómo recordamos, qué recordamos, cuándo y por qué recordamos? ¿Me acuerdo realmente de lo que viví o más bien de lo que me contaron? ¿Dónde empieza mi historia, cómo se entrelaza con la de mi familia, cómo se trenzan las memorias compartidas? ¿Qué mundo reconstruyen las fotografías, los olores, las palabras, las imágenes? ¿Cuánto del pasado sigue vivo en el presente, de cuántas formas es posible releer el pasado? Debimos ser felices (Montacerdos), de la escritora uruguaya Rafaela Lahore, se articula en torno a una serie de recuerdos personales y familiares de la protagonista, que muestran el carácter construido, frágil, personal y colectivo de los esfuerzos por reconstruir nuestras memorias. Ya en la portada aparece uno de los soportes fundamentales para los procesos de evocación: la mirada detenida en fotografías del pasado. La foto de la portada es comentada por la joven narradora de la novela en dos de las viñetas que componen el libro. 

Debimos ser felices
Rafaela Lahore
Montacerdos, 2020
154 páginas

O más bien: lo que comenta es la escena en que su madre mira la fotografía y pronuncia con tristeza la frase que da título al libro: “Debimos ser felices”. En esa foto aparecen los tres personajes principales de la historia que leemos, la narradora cuando niña, su madre y su abuela. El ambiente playero que las rodea y las miradas risueñas de las tres contrastan con la cita de la madre, que tiñe la escena con un sentimiento totalmente distinto al que insinúa la imagen. De la interpretación de esa foto y la nota suicida de su madre que la protagonista encuentra entre sus papeles —“Antes de que yo naciera, mi madre ya había escrito una nota de suicidio”, es la oración que abre la novela— parten en gran medida los esfuerzos de reconstrucción del pasado que despliega la narradora de este libro. 

En Debimos ser felices un conjunto de viñetas de extensión relativamente corta presentan los recuerdos y reflexiones de la protagonista, quien con un tono contenido y un lenguaje pulido evoca su pasado, el de su madre y el de su familia materna. Al leer esta novela me acordé de Camanchaca, de Diego Zúñiga, en el que un narrador también joven emprende un viaje con su padre, a lo largo del cual va enhebrando memorias, relatos e historias que en forma fragmentaria le permiten reconstruir su vida. En ambos libros destacan la mirada y el lenguaje despojado con que se reconstruye un pasado personal y familiar que en muchos momentos parece pesar demasiado sobre el presente de sus protagonistas. 

En la novela de Lahore se yuxtaponen fragmentos de diversos orígenes temporales y espaciales; el pasado y el presente se confunden y conjugan, se muestran transitorios, inconclusos, susceptibles de ser transformados por nuevas memorias y relatos. Los tiempos verbales dan cuenta de esa inestabilidad: a veces se cuenta en presente una escena de la infancia, mientras un recuerdo más cercano es narrado en pretérito; la protagonista cuenta, como si las hubiera presenciado, historias que ha ido recogiendo de otros familiares. Escenas mínimas, memorias cotidianas que por algún motivo logran escapar del olvido, se entretejen con el recuerdo de momentos decisivos: la muerte del abuelo, de cada uno de los tíos, mudanzas importantes. Entre medio, encontramos las escenas en que la narradora se dirige, siempre susurrando, a su madre, quien pasa periodos tirada en la cama sin fuerzas para hacer nada: “Mamá, susurro, pero ella no responde. Las celosías están cerradas, blindando el día y ella está acostada dándome la espalda, tapada con una frazada de lana (…). Mamá, susurro de nuevo. No contesta, pero no insisto. Ya me acostumbré a que se quede así, sin hablar, como si el silencio fuera otra forma del cansancio”. 

La protagonista busca en la historia de su familia materna señales que le permitan comprender la depresión de su progenitora. En el origen podría estar, por lo menos en parte, la figura de Amantino, el padre violento que también tenía ideaciones suicidas, que llamaba a sus hijos por apodos —a la madre de la narradora le decía “la loca”—, que no reconocía a sus otros hijos porque creía “que un hombre no debía andar desparramando el apellido”. Esa frase la repite más adelante un tío de la protagonista en relación con sus propios hijos, lo que muestra la reproducción de una cultura de abandono paterno. En cambio, entre la abuela, la madre y la hija se establece una relación de protección y cuidado, la que sin estar exenta de conflictos ni ambigüedades constituye el principal sostén afectivo de las tres. Son los recuerdos de distintas visitas, de viajes, de miradas, regalos y cariños los que a lo largo de distintas viñetas dan cuenta de este tejido afectivo fundamental. En muchas de ellas el mundo nos es presentado desde la perspectiva de una niña que vive entre Montevideo y el campo uruguayo, que observa el modo en que sus parientes se relacionan con la naturaleza y los animales y que establece, como se suele hacer en la infancia, asociaciones curiosas, que llevan en sí una fuerza particular. Quizás la más llamativa es la asociación entre las moscas, la vejez y la muerte. En una escena de su infancia, en que sus tías conversan, la niña fija su atención en las moscas pegadas a sus cuerpos: “no entiendo por qué no las espantan, por qué las dejan quedarse sobre sus pantorrillas limpiándose las patas. Callada, mientras me como las uñas, siento que la vejez es eso y me da un poco de vergüenza”. Más adelante, cuando ve a su tío Braulio muerto y con la cara rodeada de moscas, concluye que “la muerte es tener moscas sobre la cara”. 

Ese mundo que se recuerda y reconstruye es también un lugar que la protagonista de algún modo necesita dejar. Para crecer tiene que diferenciarse de su madre depresiva, mudarse a vivir sola aunque su abuela se lo reproche. Con sutileza, sin análisis ni comentarios explícitos, la novela muestra de modo magistral las complejidades de las relaciones madre-hija y el peso inmenso del amor por una madre con problemas de salud mental. La culpa se cuela entre los deseos y la necesidad de autonomía. Por momentos, la distancia parece ser la única salida; en otros, aparecen los acercamientos susurrados, la preocupación y la ternura. En un tono totalmente carente de sentimentalismo y melancolía, la protagonista al final parece aceptar la dificultad de su madre para ser feliz, y en la carta que cierra el libro da cuenta de la importancia del trabajo de escritura para comprender la historia que las une y al mismo tiempo encontrar caminos para construir otro relato de su propia vida.   

Fuego redentor

«Mis hermanos sueñan despiertos cuenta con el contexto y la ira incandescente, ígnea del clima postoctubrista a su favor, una llama aún viva que espera en cualquier momento volver para quemarlo todo. Una metáfora —el fuego— que ha estado bien presente en el cine chileno reciente», escribe Iván Pinto sobre la última película de Claudia Huaiquimilla.

Por Iván Pinto 

A dos años del estallido y en un presente convulsionado por sus efectos políticos, una película como Mis hermanos sueñan despiertos arroja una determinada conciencia narrativa que hace eco de la situación del país. Se trata del segundo filme de Claudia Huaiquimilla luego de Mala junta (2016), una de las películas más celebradas de la década pasada, que abordó desde un lenguaje directo y un sólido realismo dramático la realidad de dos adolescentes que se movían en los márgenes urbanos y rurales del Chile contemporáneo, con el telón de fondo del conflicto en el Wallmapu. 

Como en aquel filme, Huaiquimilla vuelve a centrarse aquí en la vida de dos adolescentes que viven el desamparo, concentrándose ahora en el relato de dos hermanos, Angel y Franco, quienes se encuentran en un centro de reclusión del Sename. El tema no es menor: se trató de un asunto interpelado directamente por las movilizaciones de 2019 a la luz de los diversos casos de abuso acontecidos en estos recintos y que habían hecho noticia en los últimos años.

Ángel y Franco buscan salir adelante al interior del centro, en un contexto adverso que dificulta la reinserción. Ángel, el mayor, cuenta con el apoyo motivacional de una tutora —interpretada por Pali García— y se enfoca en dar la Prueba de Admisión Universitaria. Franco, por su parte, desconfía de esa posibilidad y parece particularmente afectado por el abandono de su madre. Mientras cada uno lucha por sobrevivir en el día a día, es el ambiente opresivo del espacio y la institución el que se instala como una densa capa que doblega cuerpos y voluntades.

La película, a diferencia de Mala junta, enfatiza menos las acciones que el clima psicológico de los menores en el centro. Un lugar árido y absorbente donde la pesada rutina apenas se ve acolchonada por tranquilizantes administrados a diario. En ese contexto, Huaiquimilla se enfoca en las interacciones sociales. Por un lado, el vínculo entre los hermanos, una especie de pacto indisoluble, en el cual Ángel no querrá dar ningún paso sin que su hermano lo acompañe. Por otro, la relación al interior con sus compañeros: una suerte de comunidad afectiva parece darse en resistencia a la dura cotidianeidad a la que son expuestos.

Mis hermanos sueñan despiertos contiene en su tratamiento una recreación empática del clima solidario de los adolescentes reclusos, combinando actores y no-actores desde un coa y un habla realista, verosímil, fluido. Uno de sus fuertes es la construcción de los diálogos, constituidos en base a personajes que se comunican, interpelan, dialogan, comparten. Este intento por “representar” el universo desde una forma cercana es parte de un esfuerzo constante del filme, partiendo por la investigación propia del proceso de guion, con la que se quiso dotar de realismo y verosimilitud a la cinta, hasta la banda sonora, que incluye el rap que hizo un chico recluso y que cumple un rol importante en el desarrollo de una escena.

Mientras sus vidas se mueven en un frágil hilo de supervivencia, el antagonista real de los hermanos no es tanto un personaje externo o el espacio físico de la cárcel como una determinada sujeción mental y afectiva. Esto último es importante: el enfoque de Huaiquimilla se centra en el aspecto de una violencia más abstracta, que remarca la condición psicosocial de sus personajes. Por sobre una mirada a los excesos y vejámenes ocurridos en la vida real, la crítica de la película apunta a una violencia sistémica y estructural, una especie de círculo opresivo del cual no se puede salir. Frente a eso, el escape posible para los personajes son los sueños o la subversión. 

El mundo onírico aparece a lo largo de todo el metraje. Huaiquimilla alterna una secuencia de imágenes de los protagonistas en lo que podría ser un espacio idílico, un lugar imposible que ancla al espectador en la contracara feliz de una realidad asfixiante. Este espacio “por fuera de lo real” conduce a una especie de redención simbólica para un grupo de personajes que no tienen salida.

La subversión, por su parte, aparece junto a Jaime (Andrew Bargsted, que actuó en Mala junta), quien atrae a los personajes a una suerte de impulso nihilista. Será precisamente él, luego de varios acontecimientos trágicos al interior del recinto, el que acelere las acciones que desencadenan el filme hacia un fuego incandescente movido por la rabia contra la institución.

El esfuerzo de “representación” de un otro —en este caso, menores reclusos— nos retrotrae a los nudos más complejos de este eje, a saber: la posibilidad (o no) de la “toma de la palabra” del otro, pregunta densa y de larga contestación al interior de las batallas más cruciales del cine social y político, así como de largos debates sobre subalternidad, lenguaje y representación. En este aspecto, el filme se acerca más bien a determinadas opciones alegorizantes que hicieron del cine de Costa Gavras, Pontecorvo o incluso Ken Loach una opción específica dentro de las tradiciones del “cine de izquierda”, como es el “cine de mensaje”.  Esto se grafica en la cinta con la escena final, donde el sacrificio es propuesto a modo de cierre, buscando en la impotencia del espectador un llamado a la acción. Una catarsis “dura” que construye mártires en vez de complejizar representaciones.

Ese enfoque parece hacer caso de un determinado lugar para la ficción en el seno mismo del clima postestallido social, acaso, el llamado del cine a cumplir esta función redentora por vía de operaciones concretas de identificación emocional, narración y montaje. No es que esto no pueda hacerse, pero al retrotraernos a Mala junta, esas ambiciones eran menos rígidas y más focalizadas en las situaciones y contradicciones de los propios personajes, dejando que las acciones permitan al espectador sacar sus propias conclusiones. Un tipo de realismo que prescindía de ese esfuerzo didáctico y que acá está subrayado con algo de mesianismo y buena consciencia. 

Mis hermanos sueñan despiertos cuenta con el contexto y la ira incandescente, ígnea del clima postoctubrista a su favor, una llama aún viva que espera en cualquier momento volver para quemarlo todo. Una metáfora —el fuego— que ha estado bien presente en el cine chileno reciente —Visión Nocturna, Tarde para morir joven, Princesita o la reciente El cielo está rojo— y que en Mis hermanos sueñan despiertos no solo es un afecto colectivo, sino también lo que lleva todo a la asfixia o la autoinmolación. Un camino trágico y sin salida frente al cual solo es posible soñar o huir, y no esperar que algo cambie.

Mis hermanos sueñan despiertos
Chile, 2021
85 minutos
Dirección:  Claudia Huaiquimilla 
Guion: Claudia Huaiquimilla, Pablo Greene 
Elenco: Iván Cáceres, César Herrera, Paulina García 
Productora: Inefable, Lanza Verde

Imágenes que arden

Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile no pretende actuar como una producción reparadora. Se destaca, más bien, por un despliegue que privilegia lo informativo, adoptando la función del documental tradicional y utilizando para ello dos de sus recursos fundamentales: las imágenes de archivo y los testimonios. Sin embargo, es imposible observar estas imágenes desde un lugar neutral, como si en dicho mostrar no estuvieran implicados énfasis —puntos de vistas—, miradas y contra-miradas, pero también nuestras memorias, afectos, olvidos y lo que aún permanece abierto esperando justicia. 

Por Laura Lattanzi

La exhibición de la serie Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile en la plataforma audiovisual con mayor cantidad de suscriptores en el mundo, Netflix, tiene sin duda un impacto social y político a considerar. Efectivamente ha generado una visibilidad extendida sobre uno de los fenómenos más perversos de la historia chilena reciente: la instalación y desarrollo de una colonia de origen alemán en donde se produjeron abusos y violaciones a menores, tráfico de armas, adiestramiento de paramilitares, torturas y asesinatos; todas prácticas que tuvieron su entramado más activo durante la dictadura cívico-militar. 

Este impacto es un detalle que podríamos considerar en primera instancia efectivo en cuanto a la visibilización que genera una apertura del debate sobre lo ocurrido en la sociedad civil. Sin embargo, no podemos solo concentrarnos en la cantidad de visionados: se hace necesario atender también a los elementos narrativos y estéticos que la serie propone. Y esto no es un ejercicio meramente formal o referencial al campo del cine o la cultura en general, sino que nos permite explorar los factores que operan directamente sobre los discursos —los tradicionales, los emergentes— y sobre nuestras miradas. Se trata entonces de profundizar en sus puntos de vista. 

La serie-documental tiene seis episodios, que recorren los inicios de la colonia en Alemania hasta la actualidad. La primera parte relata los inicios de Paul Schäfer como evangelizador y consejero de jóvenes en su país, donde comienza a formar la colectividad. Al ser demandado legalmente por abuso de menores en Alemania, decide escapar, y gracias a sus vínculos con el embajador chileno, quien le facilita tres mil hectáreas del fundo El Lavandero, en la región del Ñuble, la comunidad se traslada a Chile. Una vez acá, comenzará la construcción y puesta en marcha de la colonia, la que se presentará como una sociedad benefactora de raíz cristiana promotora de un modo de vida austero, pero que en realidad era sostenida por el trabajo esclavo y prácticas de máximo control, torturas y abuso —sexual, psicológico— de sus miembros. 

La segunda parte de la serie (capítulos tres y cuatro) se centra en la época de la Unidad Popular, cuando se instaura un miedo y rechazo al comunismo entre los colonos, y en la dictadura militar, durante la cual la colonia será un agente activo del terrorismo de Estado, incluso como espacio de detención y tortura. Los últimos dos capítulos relatan el período de la postdictadura y cómo se logro perpetuar el poder con la complicidad y los favores de políticos que permitieron continuar con estas prácticas nefastas en democracia hasta la detención de Paul Schäfer en Argentina, la que se logra gracias al testimonio de jóvenes que lograron escapar de la comunidad. 

Uno de los grandes hallazgos que tiene la serie es la recuperación de un material de archivo inédito que grabaron los mismos colonos en distintas épocas. A partir del montaje de estas imágenes podemos acceder a la vida cotidiana de la colonia, a los discursos de su líder adoctrinando en una particular interpretación del cristianismo. También podemos recorrer las miradas de los niños alemanes y chilenos, observar su devoción. La presencia de Salo Luna resulta fundamental como narrador que articula el relato con una presencia y voz atrapantes para la cámara, lo que otorga emotividad a la vez que sitúa y/o genera contrapuntos con las imágenes de archivo. Luna va contextualizando desde lo nacional —las redes políticas, jurídicas y militares que se tejen con la colonia—, lo local —la población aledaña de la que él era parte— y lo interno, dando así cuenta también de la orfandad y el terror que hay en esas miradas. 

A medida que avanza el relato, se van delineando algunos énfasis que adquiere el punto de vista de la narración. En primer lugar, podemos mencionar cómo la serie se centra sobre todo en la figura del líder, Paul Schäfer, presentado como un personaje carismático perverso, y si bien en varias partes se menciona la participación de políticos y actores de poder (tanto en Alemania como en Chile) en la instalación y desarrollo de la colonia, muchas veces este enfoque parece ser reducido por la caracterización de la comunidad como una “secta” liderada por un hombre extravagante. Esto puede observarse también en la gráfica de portada de la serie, dominada por la figura-retrato de Schäfer, o incluso en la primera declaración que hace Salo Luna, quien dice que juró vengarse de él. Esta insistencia en centrarse en la figura de una personalidad persuasiva, sumada a la consideración de la colonia como una “secta” —que además ha llevado a varios comentaristas a vincular esta serie con otras producciones documentales de Netflix, como la dedicada a Osho, Wild Wild Country— puede, por momentos, matizar las complicidades institucionales (político, militares, judiciales) que permitieron y favorecieron la permanencia de esta comunidad por décadas.

Otro elemento que ha resultado polémico es el de la centralidad que adquieren los testimonios de los miembros de la colonia (tal como mencionan los exniños chilenos víctimas en su declaración pública del 14 de octubre de 2021). En la serie hay una prevalencia de las voces de los colonos, en algunos casos se trata de victimarios que se encuentran condenados por los graves crímenes que cometieron, y en otros de colonos alemanes que se presentan como víctimas y victimarios de lo sucedido, en tanto participaron activamente en algunas de sus acciones, pero siendo ellos también abusados física, sexual y psicológicamente. 

En este sentido, se instala una zona opaca en donde algunos/as de quienes formaban parte de Colonia Dignidad se posicionan como víctimas, ya que también sufrieron los abusos de la colonia, pero son victimarios al haber reproducido, justificado y, en algunos casos, actuado a favor de las operaciones que allí se cometieron. Esta opacidad parece colarse en la puesta en escena de estos testimonios: los colonos aparecen en sus casas, en donde los elementos del decorado (muebles, papel mural) denotan una suerte de continuidad de la vida austera, cerrada de la colonia, así como también las poses y miradas que se establecen entre ellos, que destacan por sus gestos contenidos, reprimidos y a la vez desorientados. El ambiente, por momentos, se tiñe de un aire ominoso. También es interesante mencionar la figura de las mujeres colonas cuyo testimonio va ganando presencia a medida que avanza el relato, apareciendo en primera instancia como las esposas que escuchan con distancia y recogimiento, para luego dar cuenta de su vida activa en la comunidad. Destacan también otros testimonios, como el de Roberto Thieme, líder del grupo de extrema derecha Patria y Libertad durante la Unidad Popular, quien desde una oficina con grandes vidrios en lo alto de un edificio habla de manera abierta y altiva sobre su paso por la colonia y sus visiones sobre la dictadura en Chile. 

Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile no pretende actuar como una producción reparadora. Se destaca, más bien, por un despliegue que privilegia lo informativo, adoptando la función del documental tradicional y utilizando para ello dos de sus recursos fundamentales: las imágenes de archivo y los testimonios. Sin embargo, es imposible observar estas imágenes desde un lugar neutral, como a veces pretenden quienes dicen que hay que “mostrar sin parcialidades” lo sucedido, como si en dicho mostrar no estuvieran implicados énfasis —puntos de vistas—, miradas y contra-miradas, pero también nuestras memorias, afectos, olvidos y lo que aún permanece abierto esperando justicia. 

Observar estas imágenes nos recuerda las palabras del ensayista Georges Didi-Huberman, quien menciona cómo una imagen arde cuando se acerca a la realidad: “arde del deseo que la mueve, de la direccionalidad que la estructura, por el enunciado con el que carga”. Ver Colonia Dignidad produce una incomodidad, un desasosiego; celebramos la recuperación y sobrevivencia de las imágenes, por un lado, pero por otro no podemos dejar de posicionarlas, juzgarlas y estremecernos frente a ellas. 

Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile
Dirección: Birgit Rasch, Cristián Leighton y Gunnar Dedio
Alemania/Chile, 2021
Una temporada de seis episodios 
En Netflix

Delirio y emancipación

«Nina Avellaneda no se llama así y la misma elección de su seudónimo resuena literariamente. Ese ‘Avellaneda’ le pertenece tanto a Borges como al Quijote apócrifo y es una buena cosa que esté explorando una dicción reflexiva, tenue, por momentos onírica, en un panorama como el de nuestra literatura, cada día más finalista y adicta al formato de las series. Lo de Avellaneda tiene definitivamente otro sabor», dice Lorena Amaro sobre la autora de Souza.

Por Lorena Amaro

Un texto que comienza con el hallazgo en el metro de un hombre igual a Jorge Luis Borges y termina con un sueño en que el escritor revela la presencia de Dios en el sonido de un estanque, remarca tal vez demasiado su filiación borgeana. No solo el Doppelgänger tiene en nuestro idioma una reminiscencia borgeana, sino también muchas de las ideas que desarrolla Nina Avellaneda en esta singular novela, Souza (Komorebi Ediciones). Así, por ejemplo, la de la posibilidad de poseer la memoria de otros, motivo que Borges explora en más de un texto y que aquí se merodea, porque el protagonista, un obrero chileno llamado Souza, puede hablar en portugués fluido sin haber estado nunca fuera de Chile, y conocer a Ellis Regina —y mucha música brasileña de los 70—, sin tener idea de cómo entraron a su vida. El protagonista de la historia es, asimismo, un personaje como Funes, ese campesino al que un golpe en la cabeza lo orilla a una vida memoriosa, extraordinaria y monótona a la vez. Souza es también un hombre de trabajo con una habilidad inusual y una intimidad inesperada. Pero a esta serie de intertextos, algunos bastante obvios, se incorporan otros elementos, más subrepticios, que me parece que, con menos estridencia, vinculan esta narrativa con estéticas más desafiantes, anómalas e incomprendidas, tal vez menos transitadas por lxs escritorxs chilenxs, como la de Clarice Lispector.

Los personajes de Avellaneda, básicamente Souza y su amiga Luiza, una actriz alcoholizada y quince años mayor, que en su madurez avizora el fracaso y la soledad, recuerdan en mucho a los personajes lispectorianos, sobre todo a la protagonista de La hora de la estrella, Macabea, muchacha nordestina de destino trágico e insignificante, cuya vida es manejada por un narrador metaliterario que la ama, pero que no vacila en propinarle a su personaje toda suerte de giros crueles y violentos. Souza tiene también este tipo de narrador que reflexiona sobre el destino de sus personajes, totalmente anudado a su escritura: “Organizo mis días de modo que cuando en la mañana me pregunte: ¿Qué tengo que hacer hoy? la respuesta sea nada. Desde ese instante en adelante suceden las cosas que me importan, es decir, escribir cuanto sea necesario para darle una figura a la existencia de Souza. (…) No sé escribir de otro modo, lo lamento tanto, abandonaría a mis personajes en la cabeza de cualquiera que pudiera ofrecerles un destino de romance, pero es imposible, cuando los separo de mí desaparecen”. Modelarlos es interrogarse sobre la identidad: varios dobles se cruzan en la narración, vulnerando esa identidad que aparece cuestionada también en el oficio de Luiza, la actriz, aquella que puede proyectar múltiples identidades. 

Souza y Luiza son protagonistas de “vidas mínimas” y he aquí que se marca una diferencia con el narrador lispectoriano: mientras Macabea es sometida a un desenlace trágico, el único posible para ella, Souza y Luiza son liberados, emancipados. Avellaneda los modela a contrapelo de las convenciones sociales y novelescas: los encuentros y desencuentros de Souza y Luiza son como aquel viejo “encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”. Este parece ser el empeño de este breve libro: ir a contrapelo de las normas y crear un espacio narrativo inesperado, poético, susurrante, en que Souza, un obrero, una figura hoy despojada incluso de su relato romántico y revolucionario, vinculado a una forma de vida precaria, subsistente, es testigo no solo de su propio desdoblamiento, sino que también, a despecho del canibalismo neoliberal que busca suprimir su subjetividad, realiza la hazaña cotidiana de observar su entorno, sorprenderse, conmoverse: “a Souza no le queda más que ver la calle y sus personas. No se cansa de mirarlas porque nunca una se repite”. El texto rompe las ideas preconcebidas sobre una vida obrera, ligada al trabajo físico, para mostrar, por lo mismo, su dimensión ascética, su carácter repetitivo y eventualmente contemplativo. 

Souza
Nina Avellaneda
Komorebi Ediciones, 2021
66 páginas

Luiza y Souza viven en dos márgenes sociales: ella, como actriz, como artista que necesita alimentarse de experiencias estéticas para hallar fuerza y levantarse cada día; él, como obrero que admira en Luiza ese centro que es el teatro: “El teatro es mi vida, le dijo una o dos veces. Y él pensó en la suya. No hay un centro en la mía, acaso sea la vida misma. Entonces como contrapunto para dialogar, se explicó en voz alta: vivir es mi vida”. Como escribe Carlos Henrickson en su hermosa reseña de esta novela, dando absolutamente en el clavo, “la distinción de Souza, la que lo arroja al centro de la narración, no es su mayor grado de asimilación de alta cultura, sino la conciencia íntima de ser otro”. El personaje rompe así con la idea discriminatoria de que es el capital cultural lo que puede convertirte, finalmente, en un sujeto de reconocimiento. 

Observar. Emanciparte. Ver a tu propio doble saltando hacia el vacío. Lejos de una sobreabundancia de narraciones demasiado nítidas y efectivas, Souza invita, con más aciertos que desaciertos, a tantear el sueño y el silencio: “Y si dejáramos de hablar. Si hiciéramos el recorrido de cada día desprovistos del lenguaje articulado. Y si eso resultara un alivio. Y si por fin escucháramos otra cosa que seres humanos. Y la voz se descubriera por la risa. / Qué palabra repetirías en el hueco de tu mano (…) Cuando escribo tiemblo, cuando leo me recojo, cuando miro descreo. Cuando escucho pienso. / Conversar, pensar con otro. Y en silencio, qué sucedería en ese pacto. Qué sería el silencio si dejáramos de hablar”.

Nina Avellaneda no se llama así y la misma elección de su seudónimo resuena literariamente. Ese “Avellaneda” le pertenece tanto a Borges como al Quijote apócrifo y es una buena cosa que esté explorando una dicción reflexiva, tenue, por momentos onírica, en un panorama como el de nuestra literatura, cada día más finalista y adicta al formato de las series. Lo de Avellaneda tiene definitivamente otro sabor. Aunque puede pulir un poco más sus digresiones (“De pronto me embiste una sensación que viene a cuajar un trabajo que no logro saber en qué momento exacto he hecho ni cómo”), la suya es una propuesta narrativa inusual y prometedora, con la potencia del delirio, que aparta al lenguaje de los surcos establecidos y permite asomarse, con mirada oblicua, a los confines de la experiencia contemporánea. 

La fuerza de lo sencillo (que no es simple)

“Si bien la ficción nos sitúa en un supuesto camarín doméstico, estas actrices en realidad no están representando actrices, más bien son cuerpos que portan una problemática extensible a muchas otras mujeres. Un juego prismático de realidades que es lo que llamamos una dramaturgia de la oblicuidad, una estrategia de supervivencia”, escribe Mauricio Barría sobre La violación de una actriz de teatro, de Carla Zúñiga y dirigida por Javier Casanga.

Por Mauricio Barría

2018 quedó en nuestra memoria como el año de la revolución feminista. Lo que comenzó como aisladas denuncias de abuso en algunas carreras universitarias, muy pronto se extendió a la mayoría de los centros educacionales en Chile y contagió a otros espacios sociales y laborales con un gran impacto mediático. La fuerza de esta movilización puso en evidencia las practicas naturalizadas de violencia y discriminación que la sociedad patriarcal ha ejercido contra las mujeres, al mismo tiempo que le permitió a muchas de ellas hacerse de valor y romper con el ciclo ininterrumpido de la impunidad, denunciando públicamente a sus acosadores y haciendo visibles los pactos de silencio de quienes hacían vista gorda de lo que sabían. De todo esto no se libró el campo cultural. 

La violación de una actriz de teatro es el último texto de la destacada dramaturga Carla Zúñiga, quien vuelve a unirse al director Javier Casanga luego de que se disolviera la compañía La Niña Horrible. Una dupla que ha logrado producir una poética singular, en la que se conjuga el uso recursos melodramáticos con lo paródico de una estética drag queen. En este sentido, Historia de amputación a la hora del té (2014), La trágica agonía de un pájaro azul (2016) y El amarillo sol de tus cabellos largos (2018) son ejemplos notables. 

En esta oportunidad, la compañía quedó conformada por solo dos actrices, Coca Miranda y Carla Gaete. Se suma el sobresaliente trabajo de diseño escénico de Sebastián Escalona, José Carrera y Elizabeth Pérez, y la música de Alejandro Miranda.

Lo primero que llama la atención de la obra, estrenada en el amplio escenario principal de Matucana 100, es el estilizado espacio. El vacío de la caja es atravesado de manera oblicua por una suerte de delgada pasarela que corta en secante su lado derecho de forma completamente asimétrica. La pasarela, además, rebasa el borde del escenario, introduciéndose como un artefacto violento en la platea e impidiendo el uso de las tres primeras corridas de butacas. Las actrices se disponen según marca la diagonal; nuestra percepción se disloca de la frontalidad habitual y somos obligados a mirar con sesgo. Entre pasarela de desfile de moda o corredor, galería o muelle, el espacio tiene algo de lugar de pasaje, un largo umbral de paso. 

El montaje propone un acercamiento al tema de forma directa si nos detenemos en la anécdota del argumento: la protagonista es una actriz consolidada (Coca Miranda), de mediana edad, que se ha visto arrastrada por las circunstancias a tener que vivir de hacer teatro por Zoom. Estamos en plena temporada virtual de un remontaje de un éxito teatral. Esta situación parecerá el primer detonante de su colérica actitud y su decisión de no realizar la función de ese día. La acompaña la productora de la obra (Carla Gaete), una colega también, pero que como es habitual en nuestro campo teatral, se ha dedicado a esta área de gestión. Al principio, la actriz parece estar hastiada de tener que hacer funciones en este formato “computacional”, pues siente estar traicionando la auténtica condición del teatro como arte vivo. Sin embargo, comenzamos a percatarnos de que su malestar es bastante más profundo. Entonces, se cuenta que una imagen, un fantasma, visita a esta actriz. El fantasma —el retorno de lo reprimido— termina por manifestarse cuando confiesa a su compañera que ha sido víctima de una violación por parte del director, y que eso sucedió cuando la obra, con tablero vuelto, era exhibida en una prestigiosa sala teatral. El momento de la confesión genera una inflexión, un giro de la trama en 90 grados, y de ahí en adelante la cuestión se torna compleja: poco después, la productora confesará haber sido víctima del mismo hombre ante la mirada de la propia actriz.

Si bastara con describir la anécdota literaria de un montaje, sería correcto decir que hasta ahí la referencia es directa. La actriz representa una actriz que ha sido objeto de violación, sin embargo, el poder de esta obra reside en la misma operación del espacio: la oblicuidad de la enunciación, el permanente desvío de la misma. En efecto, Coca Miranda propone un personaje que está continuamente en un límite entre la parodia de la diva y la representación real de una mujer abusada. Lo que ahí ocurre no se lee en la superficie de la actuación, lo inquietante es eso que el texto hace emerger: la turbación desgarrada de una mujer que, tras haber sido violentada, se ha protegido mediante una enmarañada fantasía escénica que juega confundiendo la verdad de los hechos, haciéndolos pasar por sueños. 

La parodia no es transparente, en este caso, pues asoma desde su espalda la cicatriz sangrante de un recuerdo. En este sentido, el trabajo con la parodia alcanza un nivel de precisión y contención magníficos. No hay una palabra ni una escena que sobre, todo está dicho de forma aritmética. El juego de la repetición constante, el recurso del rodeo, la aparente inmovilidad de la trama que tiende a romperse cuando de tanto en tanto llama por celular el director, dan cuenta, a mi modo de ver, de lo que trata realmente La violación de una actriz de teatro. El juego de la culpa —reversión tan habitual en mujeres que han sufrido abusos— es instalado con sutileza y evidencia al mismo tiempo. El personaje, desde su distancia paródica, tensiona esta escena de la confesión, que podría fácilmente caer en un sentimentalismo melodramático y compasivo, lo que desactivaría la denuncia. 

El texto y la puesta en escena, que son mutuamente indisociables, logran colocarnos en la zona indiscernible de la verdad y la falsedad más absoluta que opera en ambos personajes. Juego de miradas, la violación como la escena primaria de estas mujeres que se debaten entre la doble urgencia de tramar una fantasía culposa para huir, y la necesidad de salir de ella para reconstituirse en sujetos. Si bien la ficción nos sitúa en un supuesto camarín doméstico, estas actrices en realidad no están representando actrices, más bien son cuerpos que portan una problemática extensible a muchas otras mujeres. Un juego prismático de realidades que es lo que llamamos una dramaturgia de la oblicuidad, una estrategia de supervivencia. 

La obra trasunta una profunda reflexión sobre el dolor, no tanto al vinculado a la acción misma del abuso, sino a la de la impotencia de reaccionar ante este. Pero ellas no son víctimas: Carla Zúñiga logra desplazarlas de este lugar común a través de una parodia lúcida. Estos cuerpos tratan durante una hora de entender por qué callaron, por qué replicaron la actitud cómplice con su perpetrador ante el abuso de otras mujeres cometido por el mismo hombre. Cómo somos capaces de construir pequeños teatros mentales para autoconvencernos de la verdad de una situación. Al final, la verdad brota, porque está inscrita en el cuerpo. No es posible huir de lo que nos ha pasado, pero tampoco el agresor queda impune para siempre. Aunque cubierta por todo un aparataje teatral, la verdad brota como un leve destello de luciérnaga. 

La violación de una actriz de teatro
Dirección: Javier Casanga
Dramaturgia: Carla Zuñiga 
Elenco: Coca Miranda, Carla Gaete

Entre el activismo y la teoría

«¿Un cuerpo equivocado? , de Constanza Valdés, nos aproxima a la colectividad trans desde una voz en primera persona generosa no solo en el relato de su vida como mujer trans, sino en su discurso teórico sólidamente fundado».

Por Patricia Espinosa H.

“Cuando reviso mi vida y me detengo en cosas de mi personalidad, veo pequeñas migajas de un camino que siempre estuvo ahí para que yo lo transitara. Por eso entiendo mi historia como una transición premeditada que no podía dejar de ocurrir, y por eso también me involucré en el activismo y la política. Nuestras historias individuales de vida tienen una responsabilidad con el mundo y la comunidad, y debemos ser resistencia en todos los espacios” (17).  Este párrafo condensa gran parte de lo que es ¿Un cuerpo equivocado? (La Pollera), de la abogada, activista y candidata a diputada Constanza Valdés (1991). Estamos ante la historia de vida de una feminista trans que ha experimentado la violencia en sus diversas manifestaciones y que ha logrado transitar hacia la política y el servicio comunitario, levantando un discurso sobre la igualdad y la denuncia a un sistema excluyente de toda diversidad. 

A través de los cinco capítulos de este volumen ensayístico, la autora expone un testimonio personal, para luego progresivamente ingresar al territorio de la crítica teórico-cultural en torno a aspectos jurídicos de la identidad de género en el Chile de hoy.  

Desde su identidad y derecho de habla, y sin ambigüedades, la autora denuncia un espacio público transfóbico. Su prioridad será siempre establecer una potente interpelación que apunte a desbaratar un entramado hegemónico que ejerce una violenta coerción a nivel cultural, jurídico, social y educacional contra las personas trans. 

La zona autobiográfica del libro nos permite ingresar a la violencia familiar, escolar y universitaria relatada con un énfasis íntimo, cercano, donde resulta imposible no sentir empatía y rabia por cada una de las agresiones que Valdés experimentó y experimenta. Sin embargo, el aspecto más llamativo de este segmento es el hecho de no detenerse en las responsabilidades individuales, sino acentuar las responsabilidades estructurales, dejando en claro que se trata de un problema socio-cultural que solo podría cambiar mediante leyes y educación. 

De ahí que la autora otorgue gran relevancia al activismo —“los cambios no provienen espontáneamente” (22)—, lo que hace que su discurso esté constantemente tensionado entre este y la teoría, herramienta o arma fundamental para el desmontaje contrahegemónico. “Callar no es una alternativa” (23), señala poco después, impulsando la necesidad de buscar maneras de expresar desacuerdos, pero también democratizar espacios y dar representatividad a quienes han sido históricamente marginadxs: “nuestra historia y nuestras luchas las construimos nosotres” (23), apunta al cierre del primer capítulo, conformando así un lugar de habla y crítica, pero también una identidad: el de las personas trans. 

En los capítulos siguientes, el libro se orientará a la exposición de diversos conceptos teóricos. A partir de una enorme vocación pedagógica, la autora se propone enseñar, asumiendo con paciencia que hay carencias y errores  conceptuales que deben aclararse para conseguir un gran cambio cultural. No es usual que la teoría ocupe un sitio más importante que el ego intelectual de quien la emite. Esto incide en privilegiar al sujeto emisor más que al destinatario. Si este último/a comprende o no, es su problema. Pues bien, en esta ocasión Valdés transgrede todas esas formulaciones excluyentes y expone la teoría con ductilidad, con un impulso generoso, que permite asimilar conceptos y evitar errores frecuentes en el uso de ciertos términos, incluso en la academia. 

¿Un cuerpo equivocado?: Identidad de género, derechos y caminos de transición
Constanza Valdés
La Pollera, 2021
126 páginas

Su ruta teórica posee dos conceptos clave: trans e identidad de género. El término trans “agrupa a todas aquellas personas cuya identidad de género es distinta del sexo/género asignado al momento de nacer. Dentro de este gran paraguas están incluidos los hombres y mujeres trans, las personas trans no binarias, las personas de género fluido, y todas aquellas identidades que son distintas del sexo/género asignado al nacer” (29).  Respecto a la identidad de género, Valdés denuncia cuatro principales mitos y prejuicios sobre la identidad trans: “Las personas que son transexuales nacieron en un cuerpo equivocado” (26).  Este equívoco se sostiene en “una noción binaria de sexo/género” y  en “la idea de que la genitalidad, el sexo asignado al momento del nacimiento” (ibíd.) legitimaría  solo la identidad de género binaria y la patologización de cualquier otra identidad. El segundo mito es: “una persona trans solo puede conocer su identidad de género después de los dieciocho años” (ibíd.). De acuerdo a la autora, este mito refuerza el adultocentrismo y segrega a los menores de edad en su condición de sujetes disidentes. El tercer mito dice que “la transexualidad es una patología” (27), vinculando transexualidad con enfermedad mental; finalmente, el cuarto mito dice: “las personas trans solo transicionan, o lo hacen en razón de su orientación sexual” (28). 

Resulta valioso que la autora refuerce una postura antiesencialista; esto significa que no puede haber una homogenización del ser trans ni menos una única vivencia trans. La diversidad y el antiesencialismo se arraigan a la escritura de Valdés, permitiendo con ello escapar de una caracterización identitaria excluyente que limite la experiencia de vida de un sujete expuesto a la constante violencia. 

El eje argumentativo global del volumen es la afirmación de una identidad de género en todas las personas, una vivencia de cuerpo. De acuerdo a ello, será posible afirmar que no existe nadie que carezca de una percepción respecto a su propio género. A lo anterior, hay que agregar que el sexo asignado al nacer no tiene una correlación obligatoria con el género (ibíd.), salvo en un mundo que impone como norma la heterosexualidad y la cisgenericidad. 

Las instituciones, por tanto, son las principales responsables de la exclusión y discriminación de personas trans. Consiente de las dificultades que enfrenta y ha enfrentado para lograr cambios, Valdés no abandona jamás su actitud pedagógica y su energía activista. De ahí que se agradezca que se enfoque no solo en las personas trans, sino también en una diversidad de marginadxs por la ley y la sociedad. 

Queda claro después de leer estas páginas que el camino para conseguir la no-discriminación es muy largo.

¿Un cuerpo equivocado? es un libro importante que nos aproxima a la colectividad trans desde una voz en primera persona generosa no solo en el relato de su vida como mujer trans, sino en su discurso teórico sólidamente fundado, el que sin duda aporta en demasía a comprender los fundamentos discursivos y experienciales de la identidad transgénero.

Guatero espacial. Un manual para el arte contemporáneo

La exposición “Museo en Campaña”, que hasta el 31 de octubre estará en la Galería Gabriela Mistral, queda al debe en dos sentidos, opina Diego Parra: “como exposición de la colección —en el contexto de los 30 años de este espacio—, pero más importante: como intervención en el espacio público”. Hablar de “provocación” de antemano como carta de presentación es peligroso, advierte, “porque son los espectadores quienes deberían decidir si algo los provoca o no, no la institución. Pero también porque se asume que ser crítico consiste únicamente en provocar por provocar”.

Por Diego Parra Donoso

“Provocadora” y “subversiva” son los adjetivos que la curaduría de “Museo en campaña”, de la Galería Gabriela Mistral, usa para describir una enorme bolsa de plástico metalizado que emerge desde la tradicional vitrina del espacio ubicado en la Alameda, junto al Ministerio de Educación. Mi primer acercamiento fue desde la esquina de Teatinos, cuando hacía la fila para comprar algo en la farmacia. Solo pude ver una cosa enorme que sobresalía en la vereda, habitualmente copada de vendedores ambulantes y gente que circula entre supermercados, negocios, restoranes y oficinas públicas. Luego, decidí ir a la exposición en cuestión para constatar esos adjetivos que signan la intervención realizada por Javier González Pesce, el curador-artista, y Smiljan Radic, reconocido arquitecto chileno.

Lo primero que me llamó la atención fue el quiosco ubicado frente al espacio, ya que se veía apretujado por esta manga metálica, como si estuviera siendo expulsado de su usual emplazamiento. Los frutos secos y animales plásticos que se venden ahí quedaban escondidos por la intervención, y el quiosquero en su interior estaba sentado con cara de pocos amigos. Le pregunté qué le parecía que le taparan la pasada, y la respuesta fue bastante previsible. Tampoco están los tradicionales ambulantes que tanta discusión provocaron la semana pasada, ante la decisión de la alcaldía de Santiago de “legalizar” a mil de ellos. Lo más probable es que tanta atención dedicada al lugar los terminara ahuyentando, por lo menos hasta que esa bolsa reflectante desaparezca, la vitrina sea repuesta en su lugar y la vereda retome su flujo cotidiano.

Al entrar a la intervención en sí (que se parece a una de esas bolsas de vino de baja calidad llamadas coloquialmente “guateros espaciales”, por su envoltorio metalizado), vemos un conjunto de obras desconectadas entre ellas. Unas piedras, unos fierros, una pintura en el suelo, fideos descomponiéndose en un tupperware, unas pantallas, entre otros elementos. Nada en el espacio tiene fichas, nada parece separar a una obra de otra, por lo que bien podríamos estar viendo un objeto cualquiera que alguien dejó allí o una sublime pieza contemporánea. Sin ir más lejos, una escalera de tijeras que se usan para encender y apagar todos los días el mecanismo que infla el globo podría perfectamente sumarse a la exposición, donde participan Rodrigo Araya, Magdalena Atria, Fabiola Burgos, Jorge Cabieses-Valdés, Patricia Domínguez, Nicolás Franco, María Karatntzi, Martín La Roche, Alejandro Leonhardt, Francisca Sánchez y Johanna Unzueta.

Frontis de la Galería Gabriela Mistral. Crédito: GGM

Sin bien suelo ser poco prejuicioso con las obras contemporáneas y su heterodoxia a nivel técnico (me parece un argumento conservador hablar de la falta de virtuosismo del artista), “Museo en Campaña”, en su interior, supone un fracaso de marca mayor. Las obras no alcanzan a tocarse entre sí y dejan en el vacío más absoluto al espectador (al “común” o al “especializado”), pues son piezas que carecen de contexto, ya sea el original de sus primeras exposiciones, donde eran parte de alguna serie o un trabajo mayor; o por la falta de entorno que el globo metálico produce al aislar por completo el espacio galerístico. Lo curioso aquí es que la galería ya es en sí misma una zona diferenciada del entorno urbano que la acoge, los muros blancos, la iluminación fría y su gran vitrina son la confirmación de aquello. Por lo que volver a aislar al arte de su contexto, ahora mediante una membrana opaca, me parece un error, especialmente en un lugar público que ha sido testigo constante de la verdadera apropiación e intervención: la Alameda.

Es también llamativo que esta intervención (¿artística?, ¿curatorial?) venga a celebrar los 30 años de la GGM —de los cuales nueve han contado con la dirección de Florencia Loewenthal—, puesto que debía revisar hitos de su colección, pero se optó por una propuesta sin mayor capacidad de inscribir las piezas en un sentido histórico y estético (esta es la segunda vez que ocurre, la primera vez fue en 2017 en el Centro Nacional de Arte de Cerrillos, con la exposición “Lo que ha dejado huellas”, curada por la artista Magdalena Atria). La intervención claramente envuelve a las obras, y de un modo fagocitante las anula en su individualidad, es decir, el globo adquiere carácter de obra y el resto de los artistas quedan un poco a la deriva y víctimas de lo que la curaduría disponga, sin demasiada agencia. Guardando las proporciones, este problema es de larga data. En 1972, Daniel Buren y Robert Smithson se quejaban de lo expansivo de las decisiones curatoriales del suizo Harald Szeemann en la documenta V, quien se apropiaba de la creatividad de los artistas para coronarse a sí mismo como metacreador. Volviendo a la colección de la GGM, si hay algo que esta requiere es una investigación que ponga en valor sus piezas, que estas adquieran sentido tanto en el lugar que las alberga, como en el país en el que se desenvuelven. Una obra que está guardada en los depósitos, sin investigación o activación alguna, es literalmente una obra muerta.

No quisiera dejar de analizar la intervención en sí, puesto que este género siempre permite pensar asuntos propios del espacio público urbano, pero también del arte contemporáneo en  su complejidad y contradicciones. En una primera instancia siempre es valorable que el arte logre “tomarse” zonas que normalmente están sometidas a un estricto control con respecto a sus flujos peatonales, puesto que desde el privilegio que supone la autonomía del arte se pueden instalar problemas y preguntas que toda la comunidad donde este se inserta puede aprovechar. De hecho, muchas intervenciones sirven como acciones camufladas, donde los artistas ceden dichos lugares protegidos a las comunidades movilizadas para que las usen a su antojo. Este no es el caso: González Pesce y Radic desarrollan una intervención aislada y reticente al trato con la ciudad. Lo dije al principio: los ambulantes se fueron quizá atemorizados por la atención que atrae el lugar, y también por la invasión de la vereda. Tal vez, el dato más decidor sea que el quiosquero con cara de pocos amigos recibió un pago por el artista-curador para que no reclamase por lo mucho que esta “subversiva y provocadora” intervención afectaba su trabajo. ¿Qué tipo de intervención urbana es esa que debe pagar al entorno para “no molestar”? Cualquier obra que trabaje sobre el espacio público debe ser capaz de desarrollar una propuesta específica que tome como antecedente lo que hay en ese lugar. Cuando el arte desciende como un alienígena sobre el entorno y expulsa a los menos privilegiados de su lugar, lo que está haciendo es ser funcional al poder y fracasar en su función de arte crítico.

Foto de la intervención. Crédito: Diego Parra

Además, vale la pena tener en cuenta que la “radicalidad” de la propuesta —que, según dijo González Pesce en una entrevista dominical, no teme ser vandalizada— queda bastante puesta en entredicho al notar que el sector donde se ubica debe ser de los lugares mejor resguardados de Santiago. Carabineros se ubican en un pasaje cercano de manera permanente, mientras que el edificio del MINEDUC tiene vallas papales desde que tengo uso de memoria, y ni hablar del Palacio de la Moneda. Diariamente, la intervención es desinflada y guardada en la galería para evitar a esa “calle” que supuestamente no le temen ¿Habrán pensado los autores en lo seguro que es jugar en ese entorno? Hablar de “provocación” de antemano e insistir en esa idea como carta de presentación es algo arriesgado, porque las propuestas pueden no estar a la altura. Son los espectadores quienes deberían decidir si algo los provoca o no, no la institución. Pero también porque se asume que ser crítico consiste únicamente en provocar por provocar, y sabemos que eso no es así. La provocación como gesto vacío (y pequeñoburgués) solo repercute en los limitados espacios del arte y sus amigos, pero nunca en la sociedad de manera más amplia.

Quizá la imagen de un globo lleno de aire, es decir, lleno pero vacío al final del día, sea lo que mejor resume esta propuesta de González Pesce. Y también supone un profundo error desde la GGM, que parece no entender que las colecciones deben ser trabajadas por expertos en el tema antes que por artistas que las usen como ocasión de nuevas obras propias. La exposición “Museo en Campaña” queda al debe en dos sentidos: como exposición de la colección, pero más importante, como intervención en el espacio público. No deja de ser preocupante que el artista-curador haya optado por desconocer (u omitir) el carácter conflictivo propio de la calle, pasando por encima de todo lo que debía ser un insumo para su proyecto. Mi sensación final es que estamos frente al manual de todo-lo-que-no-hay-que-hacer cuando un artista trabaja con el espacio público en la ciudad. Si hay alguien que puede sacar cuentas alegres, seguro es el quiosquero que una vez que reciba su compensación, podrá notar los beneficios de un arte subversivo.

Museo en campaña
Curada por Javier González Pesce y Smiljan Radic
Hasta el 31 de octubre, en Galería Gabriela Mistral

Reaperturas, presencias y fantasmas

«Paren la música es, desde su génesis, un proyecto inusual», escribe Mauricio Barría sobre la tercera parte de la afamada trilogía de Alejandro Sieveking. El estreno, que además es el primer montaje de la temporada 2021 del Teatro Nacional Chileno (TNCH), se tiñe del sutil humor negro y sentido del absurdo del dramaturgo, quien anuncia su muerte y la de su compañera Bélgica Castro, en un tríptico que funciona como una suerte de memoria escénica de sus vidas.

Por Mauricio Barría

Paren la música es un doble estreno. Además de ser el primer montaje de la temporada 2021 del TNCH, la obra marca también la reapertura de esta sala luego de pasar un año y seis meses cerrada por la pandemia, que hizo que la actividad teatral abandonara su espacio natural para recluirse y sobrevivir en la virtualidad de las pantallas.

Este doblez resulta paradójico, ya que la última actividad que tuvo lugar sobre este escenario, justo una semana antes de que se decretara la cuarentena, fue el funeral (o acaso la última función) de dos grandes artistas chilenos y Premios Nacionales: Alejandro Sieveking y Bélgica Castro. Fue esta, quizás, la última acción performativa de esta pareja que despilfarraba humor negro y agudeza.

Ahí, pues, yacían esos dos féretros sobre el escenario de la Sala Antonio Varas, casi como una premonición de lo que hoy, en ese mismo lugar, y luego de 18 meses, sucedió ante una sala con su máximo aforo. Tal vez la vida no sea otra cosa que un continuo déjà vu de una escena única que no acaba.

Paren la música es, desde su génesis, un proyecto inusual. Es la tercera parte de una trilogía que inicia con Todo pasajero debe descender (2012) y sigue con Todos mienten y se van (2019). Sieveking dejó inconclusa esta tercera parte, escrita a partir de los materiales originales por Nona Fernández. Una trilogía en la que, conforme a su sutil humor negro y sentido del absurdo, el dramaturgo anuncia su muerte y la de su compañera; un tríptico que funciona como una suerte de memoria escénica de sus vidas.

Esta tercera parte se centra en la figura de Bélgica Castro, de su memoria extraviada y de la reunión de la pareja en otra dimensión. Bajo la metáfora ambigua de una obra en construcción que debe cerrar —y que es al mismo tiempo una obra en el sentido inmobiliario y teatral—, representa también la despedida de la actriz. Como en los trabajos anteriores, Bélgica se llama Gregoria, entre personaje ficcional y alter ego de la actriz real. La obra parte de una situación que cita el espacio de un café, que es donde transcurre Todo pasajero debe descender. Gregoria espera a su supuesto biógrafo, Guillermo (encarnado por Sieveking en los episodios anteriores), quien resulta ser una suerte de custodio de su memoria. La espera inicia junto a un obrero de esa construcción (Felipe Cepeda) que, más bien, es una demolición. Lo que está derrumbándose es ese viejo café en el que Gregoria y Guillermo acostumbraban verse.

Desde el comienzo se hace evidente que la repetición será la figura sobre la que se erige el texto, desde las referencias a datos que retornan, la mención del signo piscis de la actriz o una serie de recuerdos que no sabemos si sucedieron o no. Como un pulso narrativo, la repetición materializa muy bien la deriva de esta mente perdida en el tiempo. Con todo, la dramaturgia se estructura de forma progresiva, en la lógica del paulatino develamiento de una verdad. Al rato, sabemos que ella espera a alguien que murió hace meses en ese mismo lugar. La naturalización de lo fantástico, a pesar de lo conocido, resulta emocionante por la referencia a lo real de esta historia.

El personaje de Gregoria, maravillosamente interpretado por Catalina Saavedra, fue En todo pasajero debe descender encarnado por Bélgica Castro, como si de su alter ego se tratara. Sabemos que cuando hablan de Víctor, un antiguo amigo, se refieren a Víctor Jara, y que el biógrafo hace referencia al propio Alejandro Sieveking. De este modo, lo que en principio podría parecer una poética del realismo mágico y absurdo —que conocemos tan bien en la dramaturgia de Sieveking en textos como Ánimas de un día claro (1959), Los tres tristes tigres (1967) o La mantis religiosa (1971)— se convierte en un tipo de alegoría sobre el teatro, su dañada condición en pandemia y su vínculo esencial con la memoria colectiva.

«Paren la música», Teatro Nacional Chileno.

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

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Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.