Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile no pretende actuar como una producción reparadora. Se destaca, más bien, por un despliegue que privilegia lo informativo, adoptando la función del documental tradicional y utilizando para ello dos de sus recursos fundamentales: las imágenes de archivo y los testimonios. Sin embargo, es imposible observar estas imágenes desde un lugar neutral, como si en dicho mostrar no estuvieran implicados énfasis —puntos de vistas—, miradas y contra-miradas, pero también nuestras memorias, afectos, olvidos y lo que aún permanece abierto esperando justicia.
Por Laura Lattanzi
La exhibición de la serie Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile en la plataforma audiovisual con mayor cantidad de suscriptores en el mundo, Netflix, tiene sin duda un impacto social y político a considerar. Efectivamente ha generado una visibilidad extendida sobre uno de los fenómenos más perversos de la historia chilena reciente: la instalación y desarrollo de una colonia de origen alemán en donde se produjeron abusos y violaciones a menores, tráfico de armas, adiestramiento de paramilitares, torturas y asesinatos; todas prácticas que tuvieron su entramado más activo durante la dictadura cívico-militar.
Este impacto es un detalle que podríamos considerar en primera instancia efectivo en cuanto a la visibilización que genera una apertura del debate sobre lo ocurrido en la sociedad civil. Sin embargo, no podemos solo concentrarnos en la cantidad de visionados: se hace necesario atender también a los elementos narrativos y estéticos que la serie propone. Y esto no es un ejercicio meramente formal o referencial al campo del cine o la cultura en general, sino que nos permite explorar los factores que operan directamente sobre los discursos —los tradicionales, los emergentes— y sobre nuestras miradas. Se trata entonces de profundizar en sus puntos de vista.
La serie-documental tiene seis episodios, que recorren los inicios de la colonia en Alemania hasta la actualidad. La primera parte relata los inicios de Paul Schäfer como evangelizador y consejero de jóvenes en su país, donde comienza a formar la colectividad. Al ser demandado legalmente por abuso de menores en Alemania, decide escapar, y gracias a sus vínculos con el embajador chileno, quien le facilita tres mil hectáreas del fundo El Lavandero, en la región del Ñuble, la comunidad se traslada a Chile. Una vez acá, comenzará la construcción y puesta en marcha de la colonia, la que se presentará como una sociedad benefactora de raíz cristiana promotora de un modo de vida austero, pero que en realidad era sostenida por el trabajo esclavo y prácticas de máximo control, torturas y abuso —sexual, psicológico— de sus miembros.
La segunda parte de la serie (capítulos tres y cuatro) se centra en la época de la Unidad Popular, cuando se instaura un miedo y rechazo al comunismo entre los colonos, y en la dictadura militar, durante la cual la colonia será un agente activo del terrorismo de Estado, incluso como espacio de detención y tortura. Los últimos dos capítulos relatan el período de la postdictadura y cómo se logro perpetuar el poder con la complicidad y los favores de políticos que permitieron continuar con estas prácticas nefastas en democracia hasta la detención de Paul Schäfer en Argentina, la que se logra gracias al testimonio de jóvenes que lograron escapar de la comunidad.
Uno de los grandes hallazgos que tiene la serie es la recuperación de un material de archivo inédito que grabaron los mismos colonos en distintas épocas. A partir del montaje de estas imágenes podemos acceder a la vida cotidiana de la colonia, a los discursos de su líder adoctrinando en una particular interpretación del cristianismo. También podemos recorrer las miradas de los niños alemanes y chilenos, observar su devoción. La presencia de Salo Luna resulta fundamental como narrador que articula el relato con una presencia y voz atrapantes para la cámara, lo que otorga emotividad a la vez que sitúa y/o genera contrapuntos con las imágenes de archivo. Luna va contextualizando desde lo nacional —las redes políticas, jurídicas y militares que se tejen con la colonia—, lo local —la población aledaña de la que él era parte— y lo interno, dando así cuenta también de la orfandad y el terror que hay en esas miradas.
A medida que avanza el relato, se van delineando algunos énfasis que adquiere el punto de vista de la narración. En primer lugar, podemos mencionar cómo la serie se centra sobre todo en la figura del líder, Paul Schäfer, presentado como un personaje carismático perverso, y si bien en varias partes se menciona la participación de políticos y actores de poder (tanto en Alemania como en Chile) en la instalación y desarrollo de la colonia, muchas veces este enfoque parece ser reducido por la caracterización de la comunidad como una “secta” liderada por un hombre extravagante. Esto puede observarse también en la gráfica de portada de la serie, dominada por la figura-retrato de Schäfer, o incluso en la primera declaración que hace Salo Luna, quien dice que juró vengarse de él. Esta insistencia en centrarse en la figura de una personalidad persuasiva, sumada a la consideración de la colonia como una “secta” —que además ha llevado a varios comentaristas a vincular esta serie con otras producciones documentales de Netflix, como la dedicada a Osho, Wild Wild Country— puede, por momentos, matizar las complicidades institucionales (político, militares, judiciales) que permitieron y favorecieron la permanencia de esta comunidad por décadas.
Otro elemento que ha resultado polémico es el de la centralidad que adquieren los testimonios de los miembros de la colonia (tal como mencionan los exniños chilenos víctimas en su declaración pública del 14 de octubre de 2021). En la serie hay una prevalencia de las voces de los colonos, en algunos casos se trata de victimarios que se encuentran condenados por los graves crímenes que cometieron, y en otros de colonos alemanes que se presentan como víctimas y victimarios de lo sucedido, en tanto participaron activamente en algunas de sus acciones, pero siendo ellos también abusados física, sexual y psicológicamente.
En este sentido, se instala una zona opaca en donde algunos/as de quienes formaban parte de Colonia Dignidad se posicionan como víctimas, ya que también sufrieron los abusos de la colonia, pero son victimarios al haber reproducido, justificado y, en algunos casos, actuado a favor de las operaciones que allí se cometieron. Esta opacidad parece colarse en la puesta en escena de estos testimonios: los colonos aparecen en sus casas, en donde los elementos del decorado (muebles, papel mural) denotan una suerte de continuidad de la vida austera, cerrada de la colonia, así como también las poses y miradas que se establecen entre ellos, que destacan por sus gestos contenidos, reprimidos y a la vez desorientados. El ambiente, por momentos, se tiñe de un aire ominoso. También es interesante mencionar la figura de las mujeres colonas cuyo testimonio va ganando presencia a medida que avanza el relato, apareciendo en primera instancia como las esposas que escuchan con distancia y recogimiento, para luego dar cuenta de su vida activa en la comunidad. Destacan también otros testimonios, como el de Roberto Thieme, líder del grupo de extrema derecha Patria y Libertad durante la Unidad Popular, quien desde una oficina con grandes vidrios en lo alto de un edificio habla de manera abierta y altiva sobre su paso por la colonia y sus visiones sobre la dictadura en Chile.
Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile no pretende actuar como una producción reparadora. Se destaca, más bien, por un despliegue que privilegia lo informativo, adoptando la función del documental tradicional y utilizando para ello dos de sus recursos fundamentales: las imágenes de archivo y los testimonios. Sin embargo, es imposible observar estas imágenes desde un lugar neutral, como a veces pretenden quienes dicen que hay que “mostrar sin parcialidades” lo sucedido, como si en dicho mostrar no estuvieran implicados énfasis —puntos de vistas—, miradas y contra-miradas, pero también nuestras memorias, afectos, olvidos y lo que aún permanece abierto esperando justicia.
Observar estas imágenes nos recuerda las palabras del ensayista Georges Didi-Huberman, quien menciona cómo una imagen arde cuando se acerca a la realidad: “arde del deseo que la mueve, de la direccionalidad que la estructura, por el enunciado con el que carga”. Ver Colonia Dignidad produce una incomodidad, un desasosiego; celebramos la recuperación y sobrevivencia de las imágenes, por un lado, pero por otro no podemos dejar de posicionarlas, juzgarlas y estremecernos frente a ellas.
Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile Dirección: Birgit Rasch, Cristián Leighton y Gunnar Dedio Alemania/Chile, 2021 Una temporada de seis episodios En Netflix
«Nina Avellaneda no se llama así y la misma elección de su seudónimo resuena literariamente. Ese ‘Avellaneda’ le pertenece tanto a Borges como al Quijote apócrifo y es una buena cosa que esté explorando una dicción reflexiva, tenue, por momentos onírica, en un panorama como el de nuestra literatura, cada día más finalista y adicta al formato de las series. Lo de Avellaneda tiene definitivamente otro sabor», dice Lorena Amaro sobre la autora de Souza.
Por Lorena Amaro
Un texto que comienza con el hallazgo en el metro de un hombre igual a Jorge Luis Borges y termina con un sueño en que el escritor revela la presencia de Dios en el sonido de un estanque, remarca tal vez demasiado su filiación borgeana. No solo el Doppelgänger tiene en nuestro idioma una reminiscencia borgeana, sino también muchas de las ideas que desarrolla Nina Avellaneda en esta singular novela, Souza (Komorebi Ediciones). Así, por ejemplo, la de la posibilidad de poseer la memoria de otros, motivo que Borges explora en más de un texto y que aquí se merodea, porque el protagonista, un obrero chileno llamado Souza, puede hablar en portugués fluido sin haber estado nunca fuera de Chile, y conocer a Ellis Regina —y mucha música brasileña de los 70—, sin tener idea de cómo entraron a su vida. El protagonista de la historia es, asimismo, un personaje como Funes, ese campesino al que un golpe en la cabeza lo orilla a una vida memoriosa, extraordinaria y monótona a la vez. Souza es también un hombre de trabajo con una habilidad inusual y una intimidad inesperada. Pero a esta serie de intertextos, algunos bastante obvios, se incorporan otros elementos, más subrepticios, que me parece que, con menos estridencia, vinculan esta narrativa con estéticas más desafiantes, anómalas e incomprendidas, tal vez menos transitadas por lxs escritorxs chilenxs, como la de Clarice Lispector.
Los personajes de Avellaneda, básicamente Souza y su amiga Luiza, una actriz alcoholizada y quince años mayor, que en su madurez avizora el fracaso y la soledad, recuerdan en mucho a los personajes lispectorianos, sobre todo a la protagonista de La hora de la estrella, Macabea, muchacha nordestina de destino trágico e insignificante, cuya vida es manejada por un narrador metaliterario que la ama, pero que no vacila en propinarle a su personaje toda suerte de giros crueles y violentos. Souza tiene también este tipo de narrador que reflexiona sobre el destino de sus personajes, totalmente anudado a su escritura: “Organizo mis días de modo que cuando en la mañana me pregunte: ¿Qué tengo que hacer hoy? la respuesta sea nada. Desde ese instante en adelante suceden las cosas que me importan, es decir, escribir cuanto sea necesario para darle una figura a la existencia de Souza. (…) No sé escribir de otro modo, lo lamento tanto, abandonaría a mis personajes en la cabeza de cualquiera que pudiera ofrecerles un destino de romance, pero es imposible, cuando los separo de mí desaparecen”. Modelarlos es interrogarse sobre la identidad: varios dobles se cruzan en la narración, vulnerando esa identidad que aparece cuestionada también en el oficio de Luiza, la actriz, aquella que puede proyectar múltiples identidades.
Souza y Luiza son protagonistas de “vidas mínimas” y he aquí que se marca una diferencia con el narrador lispectoriano: mientras Macabea es sometida a un desenlace trágico, el único posible para ella, Souza y Luiza son liberados, emancipados. Avellaneda los modela a contrapelo de las convenciones sociales y novelescas: los encuentros y desencuentros de Souza y Luiza son como aquel viejo “encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”. Este parece ser el empeño de este breve libro: ir a contrapelo de las normas y crear un espacio narrativo inesperado, poético, susurrante, en que Souza, un obrero, una figura hoy despojada incluso de su relato romántico y revolucionario, vinculado a una forma de vida precaria, subsistente, es testigo no solo de su propio desdoblamiento, sino que también, a despecho del canibalismo neoliberal que busca suprimir su subjetividad, realiza la hazaña cotidiana de observar su entorno, sorprenderse, conmoverse: “a Souza no le queda más que ver la calle y sus personas. No se cansa de mirarlas porque nunca una se repite”. El texto rompe las ideas preconcebidas sobre una vida obrera, ligada al trabajo físico, para mostrar, por lo mismo, su dimensión ascética, su carácter repetitivo y eventualmente contemplativo.
Luiza y Souza viven en dos márgenes sociales: ella, como actriz, como artista que necesita alimentarse de experiencias estéticas para hallar fuerza y levantarse cada día; él, como obrero que admira en Luiza ese centro que es el teatro: “El teatro es mi vida, le dijo una o dos veces. Y él pensó en la suya. No hay un centro en la mía, acaso sea la vida misma. Entonces como contrapunto para dialogar, se explicó en voz alta: vivir es mi vida”. Como escribe Carlos Henrickson en su hermosa reseña de esta novela, dando absolutamente en el clavo, “la distinción de Souza, la que lo arroja al centro de la narración, no es su mayor grado de asimilación de alta cultura, sino la conciencia íntima de ser otro”. El personaje rompe así con la idea discriminatoria de que es el capital cultural lo que puede convertirte, finalmente, en un sujeto de reconocimiento.
Observar. Emanciparte. Ver a tu propio doble saltando hacia el vacío. Lejos de una sobreabundancia de narraciones demasiado nítidas y efectivas, Souza invita, con más aciertos que desaciertos, a tantear el sueño y el silencio: “Y si dejáramos de hablar. Si hiciéramos el recorrido de cada día desprovistos del lenguaje articulado. Y si eso resultara un alivio. Y si por fin escucháramos otra cosa que seres humanos. Y la voz se descubriera por la risa. / Qué palabra repetirías en el hueco de tu mano (…) Cuando escribo tiemblo, cuando leo me recojo, cuando miro descreo. Cuando escucho pienso. / Conversar, pensar con otro. Y en silencio, qué sucedería en ese pacto. Qué sería el silencio si dejáramos de hablar”.
Nina Avellaneda no se llama así y la misma elección de su seudónimo resuena literariamente. Ese “Avellaneda” le pertenece tanto a Borges como al Quijote apócrifo y es una buena cosa que esté explorando una dicción reflexiva, tenue, por momentos onírica, en un panorama como el de nuestra literatura, cada día más finalista y adicta al formato de las series. Lo de Avellaneda tiene definitivamente otro sabor. Aunque puede pulir un poco más sus digresiones (“De pronto me embiste una sensación que viene a cuajar un trabajo que no logro saber en qué momento exacto he hecho ni cómo”), la suya es una propuesta narrativa inusual y prometedora, con la potencia del delirio, que aparta al lenguaje de los surcos establecidos y permite asomarse, con mirada oblicua, a los confines de la experiencia contemporánea.
“Si bien la ficción nos sitúa en un supuesto camarín doméstico, estas actrices en realidad no están representando actrices, más bien son cuerpos que portan una problemática extensible a muchas otras mujeres. Un juego prismático de realidades que es lo que llamamos una dramaturgia de la oblicuidad, una estrategia de supervivencia”, escribe Mauricio Barría sobre La violación de una actriz de teatro, de Carla Zúñiga y dirigida por Javier Casanga.
Por Mauricio Barría
2018 quedó en nuestra memoria como el año de la revolución feminista. Lo que comenzó como aisladas denuncias de abuso en algunas carreras universitarias, muy pronto se extendió a la mayoría de los centros educacionales en Chile y contagió a otros espacios sociales y laborales con un gran impacto mediático. La fuerza de esta movilización puso en evidencia las practicas naturalizadas de violencia y discriminación que la sociedad patriarcal ha ejercido contra las mujeres, al mismo tiempo que le permitió a muchas de ellas hacerse de valor y romper con el ciclo ininterrumpido de la impunidad, denunciando públicamente a sus acosadores y haciendo visibles los pactos de silencio de quienes hacían vista gorda de lo que sabían. De todo esto no se libró el campo cultural.
La violación de una actriz de teatro es el último texto de la destacada dramaturga Carla Zúñiga, quien vuelve a unirse al director Javier Casanga luego de que se disolviera la compañía La Niña Horrible. Una dupla que ha logrado producir una poética singular, en la que se conjuga el uso recursos melodramáticos con lo paródico de una estética drag queen. En este sentido, Historia de amputación a la hora del té (2014), La trágica agonía de un pájaro azul (2016) y El amarillo sol de tus cabellos largos (2018) son ejemplos notables.
En esta oportunidad, la compañía quedó conformada por solo dos actrices, Coca Miranda y Carla Gaete. Se suma el sobresaliente trabajo de diseño escénico de Sebastián Escalona, José Carrera y Elizabeth Pérez, y la música de Alejandro Miranda.
Lo primero que llama la atención de la obra, estrenada en el amplio escenario principal de Matucana 100, es el estilizado espacio. El vacío de la caja es atravesado de manera oblicua por una suerte de delgada pasarela que corta en secante su lado derecho de forma completamente asimétrica. La pasarela, además, rebasa el borde del escenario, introduciéndose como un artefacto violento en la platea e impidiendo el uso de las tres primeras corridas de butacas. Las actrices se disponen según marca la diagonal; nuestra percepción se disloca de la frontalidad habitual y somos obligados a mirar con sesgo. Entre pasarela de desfile de moda o corredor, galería o muelle, el espacio tiene algo de lugar de pasaje, un largo umbral de paso.
El montaje propone un acercamiento al tema de forma directa si nos detenemos en la anécdota del argumento: la protagonista es una actriz consolidada (Coca Miranda), de mediana edad, que se ha visto arrastrada por las circunstancias a tener que vivir de hacer teatro por Zoom. Estamos en plena temporada virtual de un remontaje de un éxito teatral. Esta situación parecerá el primer detonante de su colérica actitud y su decisión de no realizar la función de ese día. La acompaña la productora de la obra (Carla Gaete), una colega también, pero que como es habitual en nuestro campo teatral, se ha dedicado a esta área de gestión. Al principio, la actriz parece estar hastiada de tener que hacer funciones en este formato “computacional”, pues siente estar traicionando la auténtica condición del teatro como arte vivo. Sin embargo, comenzamos a percatarnos de que su malestar es bastante más profundo. Entonces, se cuenta que una imagen, un fantasma, visita a esta actriz. El fantasma —el retorno de lo reprimido— termina por manifestarse cuando confiesa a su compañera que ha sido víctima de una violación por parte del director, y que eso sucedió cuando la obra, con tablero vuelto, era exhibida en una prestigiosa sala teatral. El momento de la confesión genera una inflexión, un giro de la trama en 90 grados, y de ahí en adelante la cuestión se torna compleja: poco después, la productora confesará haber sido víctima del mismo hombre ante la mirada de la propia actriz.
Si bastara con describir la anécdota literaria de un montaje, sería correcto decir que hasta ahí la referencia es directa. La actriz representa una actriz que ha sido objeto de violación, sin embargo, el poder de esta obra reside en la misma operación del espacio: la oblicuidad de la enunciación, el permanente desvío de la misma. En efecto, Coca Miranda propone un personaje que está continuamente en un límite entre la parodia de la diva y la representación real de una mujer abusada. Lo que ahí ocurre no se lee en la superficie de la actuación, lo inquietante es eso que el texto hace emerger: la turbación desgarrada de una mujer que, tras haber sido violentada, se ha protegido mediante una enmarañada fantasía escénica que juega confundiendo la verdad de los hechos, haciéndolos pasar por sueños.
La parodia no es transparente, en este caso, pues asoma desde su espalda la cicatriz sangrante de un recuerdo. En este sentido, el trabajo con la parodia alcanza un nivel de precisión y contención magníficos. No hay una palabra ni una escena que sobre, todo está dicho de forma aritmética. El juego de la repetición constante, el recurso del rodeo, la aparente inmovilidad de la trama que tiende a romperse cuando de tanto en tanto llama por celular el director, dan cuenta, a mi modo de ver, de lo que trata realmente La violación de una actriz de teatro. El juego de la culpa —reversión tan habitual en mujeres que han sufrido abusos— es instalado con sutileza y evidencia al mismo tiempo. El personaje, desde su distancia paródica, tensiona esta escena de la confesión, que podría fácilmente caer en un sentimentalismo melodramático y compasivo, lo que desactivaría la denuncia.
El texto y la puesta en escena, que son mutuamente indisociables, logran colocarnos en la zona indiscernible de la verdad y la falsedad más absoluta que opera en ambos personajes. Juego de miradas, la violación como la escena primaria de estas mujeres que se debaten entre la doble urgencia de tramar una fantasía culposa para huir, y la necesidad de salir de ella para reconstituirse en sujetos. Si bien la ficción nos sitúa en un supuesto camarín doméstico, estas actrices en realidad no están representando actrices, más bien son cuerpos que portan una problemática extensible a muchas otras mujeres. Un juego prismático de realidades que es lo que llamamos una dramaturgia de la oblicuidad, una estrategia de supervivencia.
La obra trasunta una profunda reflexión sobre el dolor, no tanto al vinculado a la acción misma del abuso, sino a la de la impotencia de reaccionar ante este. Pero ellas no son víctimas: Carla Zúñiga logra desplazarlas de este lugar común a través de una parodia lúcida. Estos cuerpos tratan durante una hora de entender por qué callaron, por qué replicaron la actitud cómplice con su perpetrador ante el abuso de otras mujeres cometido por el mismo hombre. Cómo somos capaces de construir pequeños teatros mentales para autoconvencernos de la verdad de una situación. Al final, la verdad brota, porque está inscrita en el cuerpo. No es posible huir de lo que nos ha pasado, pero tampoco el agresor queda impune para siempre. Aunque cubierta por todo un aparataje teatral, la verdad brota como un leve destello de luciérnaga.
La violación de una actriz de teatro Dirección: Javier Casanga Dramaturgia: Carla Zuñiga Elenco: Coca Miranda, Carla Gaete
«¿Un cuerpo equivocado? , de Constanza Valdés, nos aproxima a la colectividad trans desde una voz en primera persona generosa no solo en el relato de su vida como mujer trans, sino en su discurso teórico sólidamente fundado».
Por Patricia Espinosa H.
“Cuando reviso mi vida y me detengo en cosas de mi personalidad, veo pequeñas migajas de un camino que siempre estuvo ahí para que yo lo transitara. Por eso entiendo mi historia como una transición premeditada que no podía dejar de ocurrir, y por eso también me involucré en el activismo y la política. Nuestras historias individuales de vida tienen una responsabilidad con el mundo y la comunidad, y debemos ser resistencia en todos los espacios” (17). Este párrafo condensa gran parte de lo que es ¿Un cuerpo equivocado? (La Pollera), de la abogada, activista y candidata a diputada Constanza Valdés (1991). Estamos ante la historia de vida de una feminista trans que ha experimentado la violencia en sus diversas manifestaciones y que ha logrado transitar hacia la política y el servicio comunitario, levantando un discurso sobre la igualdad y la denuncia a un sistema excluyente de toda diversidad.
A través de los cinco capítulos de este volumen ensayístico, la autora expone un testimonio personal, para luego progresivamente ingresar al territorio de la crítica teórico-cultural en torno a aspectos jurídicos de la identidad de género en el Chile de hoy.
Desde su identidad y derecho de habla, y sin ambigüedades, la autora denuncia un espacio público transfóbico. Su prioridad será siempre establecer una potente interpelación que apunte a desbaratar un entramado hegemónico que ejerce una violenta coerción a nivel cultural, jurídico, social y educacional contra las personas trans.
La zona autobiográfica del libro nos permite ingresar a la violencia familiar, escolar y universitaria relatada con un énfasis íntimo, cercano, donde resulta imposible no sentir empatía y rabia por cada una de las agresiones que Valdés experimentó y experimenta. Sin embargo, el aspecto más llamativo de este segmento es el hecho de no detenerse en las responsabilidades individuales, sino acentuar las responsabilidades estructurales, dejando en claro que se trata de un problema socio-cultural que solo podría cambiar mediante leyes y educación.
De ahí que la autora otorgue gran relevancia al activismo —“los cambios no provienen espontáneamente” (22)—, lo que hace que su discurso esté constantemente tensionado entre este y la teoría, herramienta o arma fundamental para el desmontaje contrahegemónico. “Callar no es una alternativa” (23), señala poco después, impulsando la necesidad de buscar maneras de expresar desacuerdos, pero también democratizar espacios y dar representatividad a quienes han sido históricamente marginadxs: “nuestra historia y nuestras luchas las construimos nosotres” (23), apunta al cierre del primer capítulo, conformando así un lugar de habla y crítica, pero también una identidad: el de las personas trans.
En los capítulos siguientes, el libro se orientará a la exposición de diversos conceptos teóricos. A partir de una enorme vocación pedagógica, la autora se propone enseñar, asumiendo con paciencia que hay carencias y errores conceptuales que deben aclararse para conseguir un gran cambio cultural. No es usual que la teoría ocupe un sitio más importante que el ego intelectual de quien la emite. Esto incide en privilegiar al sujeto emisor más que al destinatario. Si este último/a comprende o no, es su problema. Pues bien, en esta ocasión Valdés transgrede todas esas formulaciones excluyentes y expone la teoría con ductilidad, con un impulso generoso, que permite asimilar conceptos y evitar errores frecuentes en el uso de ciertos términos, incluso en la academia.
Su ruta teórica posee dos conceptos clave: trans e identidad de género. El término trans “agrupa a todas aquellas personas cuya identidad de género es distinta del sexo/género asignado al momento de nacer. Dentro de este gran paraguas están incluidos los hombres y mujeres trans, las personas trans no binarias, las personas de género fluido, y todas aquellas identidades que son distintas del sexo/género asignado al nacer” (29). Respecto a la identidad de género, Valdés denuncia cuatro principales mitos y prejuicios sobre la identidad trans: “Las personas que son transexuales nacieron en un cuerpo equivocado” (26). Este equívoco se sostiene en “una noción binaria de sexo/género” y en “la idea de que la genitalidad, el sexo asignado al momento del nacimiento” (ibíd.) legitimaría solo la identidad de género binaria y la patologización de cualquier otra identidad. El segundo mito es: “una persona trans solo puede conocer su identidad de género después de los dieciocho años” (ibíd.). De acuerdo a la autora, este mito refuerza el adultocentrismo y segrega a los menores de edad en su condición de sujetes disidentes. El tercer mito dice que “la transexualidad es una patología” (27), vinculando transexualidad con enfermedad mental; finalmente, el cuarto mito dice: “las personas trans solo transicionan, o lo hacen en razón de su orientación sexual” (28).
Resulta valioso que la autora refuerce una postura antiesencialista; esto significa que no puede haber una homogenización del ser trans ni menos una única vivencia trans. La diversidad y el antiesencialismo se arraigan a la escritura de Valdés, permitiendo con ello escapar de una caracterización identitaria excluyente que limite la experiencia de vida de un sujete expuesto a la constante violencia.
El eje argumentativo global del volumen es la afirmación de una identidad de género en todas las personas, una vivencia de cuerpo. De acuerdo a ello, será posible afirmar que no existe nadie que carezca de una percepción respecto a su propio género. A lo anterior, hay que agregar que el sexo asignado al nacer no tiene una correlación obligatoria con el género (ibíd.), salvo en un mundo que impone como norma la heterosexualidad y la cisgenericidad.
Las instituciones, por tanto, son las principales responsables de la exclusión y discriminación de personas trans. Consiente de las dificultades que enfrenta y ha enfrentado para lograr cambios, Valdés no abandona jamás su actitud pedagógica y su energía activista. De ahí que se agradezca que se enfoque no solo en las personas trans, sino también en una diversidad de marginadxs por la ley y la sociedad.
Queda claro después de leer estas páginas que el camino para conseguir la no-discriminación es muy largo.
¿Un cuerpo equivocado? es un libro importante que nos aproxima a la colectividad trans desde una voz en primera persona generosa no solo en el relato de su vida como mujer trans, sino en su discurso teórico sólidamente fundado, el que sin duda aporta en demasía a comprender los fundamentos discursivos y experienciales de la identidad transgénero.
La exposición “Museo en Campaña”, que hasta el 31 de octubre estará en la Galería Gabriela Mistral, queda al debe en dos sentidos, opina Diego Parra: “como exposición de la colección —en el contexto de los 30 años de este espacio—, pero más importante: como intervención en el espacio público”. Hablar de “provocación” de antemano como carta de presentación es peligroso, advierte, “porque son los espectadores quienes deberían decidir si algo los provoca o no, no la institución. Pero también porque se asume que ser crítico consiste únicamente en provocar por provocar”.
Por Diego Parra Donoso
“Provocadora” y “subversiva” son los adjetivos que la curaduría de “Museo en campaña”, de la Galería Gabriela Mistral, usa para describir una enorme bolsa de plástico metalizado que emerge desde la tradicional vitrina del espacio ubicado en la Alameda, junto al Ministerio de Educación. Mi primer acercamiento fue desde la esquina de Teatinos, cuando hacía la fila para comprar algo en la farmacia. Solo pude ver una cosa enorme que sobresalía en la vereda, habitualmente copada de vendedores ambulantes y gente que circula entre supermercados, negocios, restoranes y oficinas públicas. Luego, decidí ir a la exposición en cuestión para constatar esos adjetivos que signan la intervención realizada por Javier González Pesce, el curador-artista, y Smiljan Radic, reconocido arquitecto chileno.
Lo primero que me llamó la atención fue el quiosco ubicado frente al espacio, ya que se veía apretujado por esta manga metálica, como si estuviera siendo expulsado de su usual emplazamiento. Los frutos secos y animales plásticos que se venden ahí quedaban escondidos por la intervención, y el quiosquero en su interior estaba sentado con cara de pocos amigos. Le pregunté qué le parecía que le taparan la pasada, y la respuesta fue bastante previsible. Tampoco están los tradicionales ambulantes que tanta discusión provocaron la semana pasada, ante la decisión de la alcaldía de Santiago de “legalizar” a mil de ellos. Lo más probable es que tanta atención dedicada al lugar los terminara ahuyentando, por lo menos hasta que esa bolsa reflectante desaparezca, la vitrina sea repuesta en su lugar y la vereda retome su flujo cotidiano.
Al entrar a la intervención en sí (que se parece a una de esas bolsas de vino de baja calidad llamadas coloquialmente “guateros espaciales”, por su envoltorio metalizado), vemos un conjunto de obras desconectadas entre ellas. Unas piedras, unos fierros, una pintura en el suelo, fideos descomponiéndose en un tupperware, unas pantallas, entre otros elementos. Nada en el espacio tiene fichas, nada parece separar a una obra de otra, por lo que bien podríamos estar viendo un objeto cualquiera que alguien dejó allí o una sublime pieza contemporánea. Sin ir más lejos, una escalera de tijeras que se usan para encender y apagar todos los días el mecanismo que infla el globo podría perfectamente sumarse a la exposición, donde participan Rodrigo Araya, Magdalena Atria, Fabiola Burgos, Jorge Cabieses-Valdés, Patricia Domínguez, Nicolás Franco, María Karatntzi, Martín La Roche, Alejandro Leonhardt, Francisca Sánchez y Johanna Unzueta.
Sin bien suelo ser poco prejuicioso con las obras contemporáneas y su heterodoxia a nivel técnico (me parece un argumento conservador hablar de la falta de virtuosismo del artista), “Museo en Campaña”, en su interior, supone un fracaso de marca mayor. Las obras no alcanzan a tocarse entre sí y dejan en el vacío más absoluto al espectador (al “común” o al “especializado”), pues son piezas que carecen de contexto, ya sea el original de sus primeras exposiciones, donde eran parte de alguna serie o un trabajo mayor; o por la falta de entorno que el globo metálico produce al aislar por completo el espacio galerístico. Lo curioso aquí es que la galería ya es en sí misma una zona diferenciada del entorno urbano que la acoge, los muros blancos, la iluminación fría y su gran vitrina son la confirmación de aquello. Por lo que volver a aislar al arte de su contexto, ahora mediante una membrana opaca, me parece un error, especialmente en un lugar público que ha sido testigo constante de la verdadera apropiación e intervención: la Alameda.
Es también llamativo que esta intervención (¿artística?, ¿curatorial?) venga a celebrar los 30 años de la GGM —de los cuales nueve han contado con la dirección de Florencia Loewenthal—, puesto que debía revisar hitos de su colección, pero se optó por una propuesta sin mayor capacidad de inscribir las piezas en un sentido histórico y estético (esta es la segunda vez que ocurre, la primera vez fue en 2017 en el Centro Nacional de Arte de Cerrillos, con la exposición “Lo que ha dejado huellas”, curada por la artista Magdalena Atria). La intervención claramente envuelve a las obras, y de un modo fagocitante las anula en su individualidad, es decir, el globo adquiere carácter de obra y el resto de los artistas quedan un poco a la deriva y víctimas de lo que la curaduría disponga, sin demasiada agencia. Guardando las proporciones, este problema es de larga data. En 1972, Daniel Buren y Robert Smithson se quejaban de lo expansivo de las decisiones curatoriales del suizo Harald Szeemann en la documenta V, quien se apropiaba de la creatividad de los artistas para coronarse a sí mismo como metacreador. Volviendo a la colección de la GGM, si hay algo que esta requiere es una investigación que ponga en valor sus piezas, que estas adquieran sentido tanto en el lugar que las alberga, como en el país en el que se desenvuelven. Una obra que está guardada en los depósitos, sin investigación o activación alguna, es literalmente una obra muerta.
No quisiera dejar de analizar la intervención en sí, puesto que este género siempre permite pensar asuntos propios del espacio público urbano, pero también del arte contemporáneo en su complejidad y contradicciones. En una primera instancia siempre es valorable que el arte logre “tomarse” zonas que normalmente están sometidas a un estricto control con respecto a sus flujos peatonales, puesto que desde el privilegio que supone la autonomía del arte se pueden instalar problemas y preguntas que toda la comunidad donde este se inserta puede aprovechar. De hecho, muchas intervenciones sirven como acciones camufladas, donde los artistas ceden dichos lugares protegidos a las comunidades movilizadas para que las usen a su antojo. Este no es el caso: González Pesce y Radic desarrollan una intervención aislada y reticente al trato con la ciudad. Lo dije al principio: los ambulantes se fueron quizá atemorizados por la atención que atrae el lugar, y también por la invasión de la vereda. Tal vez, el dato más decidor sea que el quiosquero con cara de pocos amigos recibió un pago por el artista-curador para que no reclamase por lo mucho que esta “subversiva y provocadora” intervención afectaba su trabajo. ¿Qué tipo de intervención urbana es esa que debe pagar al entorno para “no molestar”? Cualquier obra que trabaje sobre el espacio público debe ser capaz de desarrollar una propuesta específica que tome como antecedente lo que hay en ese lugar. Cuando el arte desciende como un alienígena sobre el entorno y expulsa a los menos privilegiados de su lugar, lo que está haciendo es ser funcional al poder y fracasar en su función de arte crítico.
Además, vale la pena tener en cuenta que la “radicalidad” de la propuesta —que, según dijo González Pesce en una entrevista dominical, no teme ser vandalizada— queda bastante puesta en entredicho al notar que el sector donde se ubica debe ser de los lugares mejor resguardados de Santiago. Carabineros se ubican en un pasaje cercano de manera permanente, mientras que el edificio del MINEDUC tiene vallas papales desde que tengo uso de memoria, y ni hablar del Palacio de la Moneda. Diariamente, la intervención es desinflada y guardada en la galería para evitar a esa “calle” que supuestamente no le temen ¿Habrán pensado los autores en lo seguro que es jugar en ese entorno? Hablar de “provocación” de antemano e insistir en esa idea como carta de presentación es algo arriesgado, porque las propuestas pueden no estar a la altura. Son los espectadores quienes deberían decidir si algo los provoca o no, no la institución. Pero también porque se asume que ser crítico consiste únicamente en provocar por provocar, y sabemos que eso no es así. La provocación como gesto vacío (y pequeñoburgués) solo repercute en los limitados espacios del arte y sus amigos, pero nunca en la sociedad de manera más amplia.
Quizá la imagen de un globo lleno de aire, es decir, lleno pero vacío al final del día, sea lo que mejor resume esta propuesta de González Pesce. Y también supone un profundo error desde la GGM, que parece no entender que las colecciones deben ser trabajadas por expertos en el tema antes que por artistas que las usen como ocasión de nuevas obras propias. La exposición “Museo en Campaña” queda al debe en dos sentidos: como exposición de la colección, pero más importante, como intervención en el espacio público. No deja de ser preocupante que el artista-curador haya optado por desconocer (u omitir) el carácter conflictivo propio de la calle, pasando por encima de todo lo que debía ser un insumo para su proyecto. Mi sensación final es que estamos frente al manual de todo-lo-que-no-hay-que-hacer cuando un artista trabaja con el espacio público en la ciudad. Si hay alguien que puede sacar cuentas alegres, seguro es el quiosquero que una vez que reciba su compensación, podrá notar los beneficios de un arte subversivo.
Museo en campaña Curada por Javier González Pesce y Smiljan Radic Hasta el 31 de octubre, en Galería Gabriela Mistral
«Paren la música es, desde su génesis, un proyecto inusual», escribe Mauricio Barría sobre la tercera parte de la afamada trilogía de Alejandro Sieveking. El estreno, que además es el primer montaje de la temporada 2021 del Teatro Nacional Chileno (TNCH), se tiñe del sutil humor negro y sentido del absurdo del dramaturgo, quien anuncia su muerte y la de su compañera Bélgica Castro, en un tríptico que funciona como una suerte de memoria escénica de sus vidas.
Por Mauricio Barría
Paren la música es un doble estreno. Además de ser el primer montaje de la temporada 2021 del TNCH, la obra marca también la reapertura de esta sala luego de pasar un año y seis meses cerrada por la pandemia, que hizo que la actividad teatral abandonara su espacio natural para recluirse y sobrevivir en la virtualidad de las pantallas.
Este doblez resulta paradójico, ya que la última actividad que tuvo lugar sobre este escenario, justo una semana antes de que se decretara la cuarentena, fue el funeral (o acaso la última función) de dos grandes artistas chilenos y Premios Nacionales: Alejandro Sieveking y Bélgica Castro. Fue esta, quizás, la última acción performativa de esta pareja que despilfarraba humor negro y agudeza.
Ahí, pues, yacían esos dos féretros sobre el escenario de la Sala Antonio Varas, casi como una premonición de lo que hoy, en ese mismo lugar, y luego de 18 meses, sucedió ante una sala con su máximo aforo. Tal vez la vida no sea otra cosa que un continuo déjà vu de una escena única que no acaba.
Paren la música es, desde su génesis, un proyecto inusual. Es la tercera parte de una trilogía que inicia con Todo pasajero debe descender (2012) y sigue con Todos mienten y se van (2019). Sieveking dejó inconclusa esta tercera parte, escrita a partir de los materiales originales por Nona Fernández. Una trilogía en la que, conforme a su sutil humor negro y sentido del absurdo, el dramaturgo anuncia su muerte y la de su compañera; un tríptico que funciona como una suerte de memoria escénica de sus vidas.
Esta tercera parte se centra en la figura de Bélgica Castro, de su memoria extraviada y de la reunión de la pareja en otra dimensión. Bajo la metáfora ambigua de una obra en construcción que debe cerrar —y que es al mismo tiempo una obra en el sentido inmobiliario y teatral—, representa también la despedida de la actriz. Como en los trabajos anteriores, Bélgica se llama Gregoria, entre personaje ficcional y alter ego de la actriz real. La obra parte de una situación que cita el espacio de un café, que es donde transcurre Todo pasajero debe descender. Gregoria espera a su supuesto biógrafo, Guillermo (encarnado por Sieveking en los episodios anteriores), quien resulta ser una suerte de custodio de su memoria. La espera inicia junto a un obrero de esa construcción (Felipe Cepeda) que, más bien, es una demolición. Lo que está derrumbándose es ese viejo café en el que Gregoria y Guillermo acostumbraban verse.
Desde el comienzo se hace evidente que la repetición será la figura sobre la que se erige el texto, desde las referencias a datos que retornan, la mención del signo piscis de la actriz o una serie de recuerdos que no sabemos si sucedieron o no. Como un pulso narrativo, la repetición materializa muy bien la deriva de esta mente perdida en el tiempo. Con todo, la dramaturgia se estructura de forma progresiva, en la lógica del paulatino develamiento de una verdad. Al rato, sabemos que ella espera a alguien que murió hace meses en ese mismo lugar. La naturalización de lo fantástico, a pesar de lo conocido, resulta emocionante por la referencia a lo real de esta historia.
El personaje de Gregoria, maravillosamente interpretado por Catalina Saavedra, fue En todo pasajero debe descender encarnado por Bélgica Castro, como si de su alter ego se tratara. Sabemos que cuando hablan de Víctor, un antiguo amigo, se refieren a Víctor Jara, y que el biógrafo hace referencia al propio Alejandro Sieveking. De este modo, lo que en principio podría parecer una poética del realismo mágico y absurdo —que conocemos tan bien en la dramaturgia de Sieveking en textos como Ánimas de un día claro (1959), Los tres tristes tigres (1967) o La mantis religiosa (1971)— se convierte en un tipo de alegoría sobre el teatro, su dañada condición en pandemia y su vínculo esencial con la memoria colectiva.
Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural. Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres.
Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.
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Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal.
Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio.
La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.
De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias.
El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.
Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos. Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder). Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad.
Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno. El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.
Blanco en blanco, película del director español-chileno Théo Court, es «una reflexión en imágenes sobre las formas de producción de visibilidad de una época y sobre una época. Al construirse bajo la figura del dispositivo fotográfico, construye su propia ética de la visión; nos advierte que el acto de fotografiar es algo más que una observación pasiva».
Por Laura Lattanzi
La conquista y la incorporación de territorios a finales del siglo XIX e inicios del XX se hace en nombre del progreso y de un nuevo modelo productivo “civilizatorio”. Pero ya sabemos que muchas veces este relato histórico obvia lo que este proceso trajo consigo: la violencia y desaparición de otros modos de estar en el mundo, el exterminio de pueblos, la propiedad de las tierras en manos de unos pocos terratenientes.
La conquista se ejerce con máquinas, con armas, con ferrocarriles. Pero hay dos aparatos emergentes del período que participan y también capturan la realidad, en este caso, haciendo visible la pérdida. La fotografía y el cine exponen la realidad, pero de igual forma hacen de esta presencia una ausencia: al disponerla en el marco de una fotografía o de un filme, se vuelve pasado y a la vez algo significativo. Como señala el pensamiento barthesiano sobre la fotografía, con ella no se puede negar que la cosa estuvo ahí, que ha sido, y que ahora ya no está.
La película Blanco en blanco, del director español-chileno Théo Court, se contextualiza en esos albores del siglo XX en Tierra del Fuego, en momentos en que los conquistadores avanzaban sobre los territorios haciendo desaparecer pueblos. Es en este escenario que hace su arribo el protagonista del filme, Pedro, un fotógrafo interpretado por el actor Alfredo Castro, que llega a estas zonas con el trabajo de fotografiar el matrimonio de un terrateniente escocés, Mr. Porter.
Su tarea se tornará, al igual que el paisaje, ardua e inquietante. El latifundista no se hará presente ni ante la cámara de Pedro ni ante la de Théo Court; la celebración del evento se dilata y se torna imposible de ser representado. Mientras tanto, Pedro fotografía a la futura esposa, una niña con la que el personaje parece obsesionarse. Desde su primer encuentro, el fotógrafo quiere inmortalizar su belleza en una imagen. Busca nuevos ángulos, escenarios, poses; la viste y desviste hasta que la cuidadora de la niña se inquieta y decide terminar con las sesiones.
Pedro queda atrapado en ese territorio inhóspito sin trabajo y termina por unirse a mercenarios que asesinan selk’nam por libras esterlinas, procurando así incorporar tierras a las propiedades del latifundista. La nueva tarea del protagonista será entonces fotografiar a los cuerpos asesinados, registrar la desaparición de un pueblo. La precisión con la que compone los encuadres de los cadáveres será la misma que ejerce con la niña, uniendo en su trabajo fotográfico el cuerpo erotizado de la novia infante con la muerte de una comunidad. Fotografías que testimonian una relación perversa, violenta: la conquista de los cuerpos y los territorios.
La película destaca por sus planos elegantes y bien construidos, en los que la luz —su presencia y ausencia— juegan un rol fundamental. La misma precisión de Pedro parece ser la del director de fotografía del filme, que se esmera en retratar, por un lado, espacios cerrados, habitaciones oscuras donde la luz se cuela de manera natural y significativa, como en la primera sesión fotográfica de la niña, donde se ensayan diversos movimientos de cortina para que ingrese la luz al recinto y al cuerpo fotografiado, o la escena en la que se tapia una ventana y el plano se llena de oscuridad; y por el otro, espacios abiertos dominados por las inclemencias de un paisaje austral, en los que la nieve y los vientos se toman el plano visual y sonoro.
Las secuencias son largas, lo que intensifica esa atmósfera de hallarse en lugares aislados, ambiguos, hostiles. Tiempos largos que contrastan con los ritmos de un cine industrial acostumbrado al corte y la vorágine, y que también se vinculan al modo de producción fotográfico de la cámara de Pedro, cuyo tiempo de exposición, como las cámaras de esa época, podía contarse y hasta medirse en varios segundos. En esos días, la fotografía no operaba a través de la captura espontánea de un instante, sino que requería de un tiempo de exposición, lo que implicaba además una cuidada preparación de la escena. Así, Pedro monta su escenario para capturar las imágenes, dispone los cuerpos, mide la iluminación, y bajo ese modo de operar compone un retrato erotizado de una niña forzada al matrimonio y otro en el que se ve a los cazadores blancos posando bajo los cuerpos sin vida de los selk’nam.
Hay algo esquivo y a la vez abyecto en la puesta en escena, y es en este sentido que se puede vincular Blanco en blanco con otras películas contemporáneas que renuevan los vínculos entre cine e historia bajo un prisma similar, como Zama (2017), de la argentina Lucrecia Martel, o Chaco (2020), del boliviano Diego Mondaca. Ficciones latinoamericanas en donde los eventos históricos pierden su carácter de grandes acontecimientos narrativos, para centrarse en los deambulares de personajes que deben transitar espacios inhóspitos, cargados de una atmósfera de angustia y alucinación, y en los que la latencia tiene un papel central. Sin embargo, a diferencia de Zama o Chaco, la película de Court trabaja con retratos de un pasado que quiere ser inmortalizado en imágenes —y no así dinamizado como en los otros casos— mediante los procesos fotográficos de esa época. Así, las imágenes quedan fijas en su propio tiempo y en su propio modo de producción.
Blanco en blanco es una ficción que busca retratar un período histórico, pero es también una reflexión en imágenes sobre las formas de producción de visibilidad de una época y sobre una época. Al construirse bajo la figura del dispositivo fotográfico, construye su propia ética de la visión; nos advierte que el acto de fotografiar es algo más que una observación pasiva. El acto mismo, tal como dice Susan Sontag, es un acontecimiento. Uno que implica la captura, la posibilidad de apropiarse de lo fotografiado, pero también de sentirse punzado por quien observa ahora las imágenes del pasado en una pantalla.
Blanco en blanco Chile, España, Francia; 2019 100 minutos / Dirección: Théo Court / Guión: Samuel Delgado, Théo Court Elenco: Alfredo Castro, Lars Rudolph, David Pantaleón, Lola Rubio, Alejandro Goic / Productoras: Quijote Films, El viaje films, Pomme Hurlante Films
«Moreno, con su oficio habitual presente en trabajos como La ciudad de los fotógrafos (2004), Habeas corpus (2015) o Guerrero (2017), navega bien por los mares de la síntesis, el ritmo, la información y el acercamiento, pero termina entregando una visión algo institucional al dejar de lado las aristas conflictivas o contradictorias del propio Larraín», escribe Iván Pinto en su crítica sobre Sergio Larraín: El instante eterno, documental dirigido por Sebastián Moreno.
Por Iván Pinto
El retrato biográfico —referido a relatos que abordan la experiencia vivida de un personaje real— es un género históricamente estable en el panorama del documental. Dos de sus formas más actuales son la de rescatar figuras invisibilizadas por la historia o la de presentar aristas desconocidas de nombres célebres (como buenos ejemplos, veáse: Allende, mi abuelo Allende [2015] o Be Natural: The Untold Story of Alice Guy-Blaché [2018]). El documental Sergio Larraín: El instante eterno estaría dentro del segundo grupo, abordando la biografía y obra del fotógrafo, quien, a pesar de ser reconocido internacionalmente, podría decirse que en Chile sigue siendo a gran escala un misterio. Lo digo muy a propósito de un proceso lento de reapropiación narrativa que, en términos locales, se refleja este año en la publicación de dos libros, así como la versión extendida de esta película en una serie de televisión.
El instante eterno, como decíamos, se mete de lleno en la vida y obra de Larraín. El documental se estructura en tres partes: en la primera, asistimos a la reconstrucción de un Sergio Larraín inquieto que descubre en la fotografía un modo de expresión plástica, pero también espiritual. Vemos aquí el descubrimiento del fotógrafo que representa desde los mundos precarios de la marginalidad a la dimensión alegórica del paisaje. Un segundo momento abordado en el documental son los años de fama, con su inserción en el mundo de la revista Life y la agencia Magnum. Observamos aquí la destreza no solo fotográfica, sino reporteril, logrando inmiscuirse en mundos insólitos que iban del star system a la mafia italiana. Capturas increíbles acompañan todo este itinerario: muchas fotos que dan ganas de ver con mayor detención, junto a citas de sus textos y reflexiones. La tercera estación es la más opaca y algo así como un último turning point del documental: su retiro espiritual y el encuentro con el llamado “grupo Arica”, colectivo new age instalado en el norte de Chile. Ahí Larraín termina apartándose definitivamente de la fotografía, llevando una vida monástica con su hijo en una parcela. Parte del “mito” de su figura viene de aquí, y es también una arista que ha llamado la atención a nivel internacional (como lo prueba el documental realizado por el fotógrafo Patrick Zachmann, citado por Moreno).
La película cuenta a su favor con el uso de archivos de primera fuente, accediendo a varias bases de datos, entre ellas, la propia agencia Magnum, el MoMA o el acervo familiar, así como testimonios bien elegidos, particularmente, contrapuntos interesantes entre la visión de la familia más cercana (hermanas, hijos) y las observaciones externas de curadores y otros fotógrafos (entre ellos, Luis Poirot). Así visto, se trata de una investigación de larga data, obligada a resumirse en un largometraje documental de poco más de una hora. Se supone que las líneas que abre el documental se profundizan en la serie que pronto verá la luz. Más allá de eso, la edición denota un trabajo pulcro de síntesis: en la hora y algo de duración, se abarca una cantidad impresionante de relatos y testimonios, además de archivos escasamente conocidos, como registros en super8 de la vida familiar, tiras de contacto con las marcas del fotógrafo, filmaciones propias muy tempranas e incluso videos de su vida retirada, así como escritos, cartas y otros recursos personales, acompañados de una música que evade el sentimentalismo fácil. Se agregan a ello algunas pequeñas —casi imperceptibles— recreaciones para el filme.
Moreno, con su oficio habitual presente en trabajos como La ciudad de los fotógrafos (2004), Habeas corpus (2015) o Guerrero (2017), navega bien por los mares de la síntesis, el ritmo, la información y el acercamiento, pero termina entregando una visión algo institucional al dejar de lado las aristas llanamente conflictivas o contradictorias del propio Larraín (por ejemplo, su rol como padre, el escaso detalle de su vida en el retiro) o de todo el aparato institucional que lo validó centralmente desde Europa y Estados Unidos (MoMa, coleccionismo). Con todo —y con el objetivo divulgativo cumplido con creces—, es posible también llamar la atención sobre esta timidez, que desemboca no solo en una mirada excesivamente respetuosa, sino también en un archivo fotográfico y audiovisual al servicio de una estructura más expositiva que exploratoria.
Quedan, para mi recuerdo, dos recortes y asociaciones. En primer lugar, la relación que tiene este documental con La ciudad de los fotógrafos, y el díptico que conforman respecto a la fotografía chilena. Mientras el primero aborda el trabajo invisible del colectivo de fotógrafos de la AFI durante la dictadura, abordado desde la perspectiva de la recuperación de la memoria social, el segundo se adentra, más bien, en los terrenos incógnitos y esbozados del mundo interior de Sergio Larraín, un mundo opaco que solo logramos intuir desde la rememoración de terceros, en un juego de reflejos y proyecciones. Se trata de dos polos —el social y el subjetivo— que se anudan en un “arte intermedio”, como llamó el sociólogo Pierre Bourdieu al arte de la fotografía.
En segundo lugar, un souvenir: acaso la secuencia más bella del documental, un archivo rescatado del documental de Zachman y reutilizado aquí, en la que una cámara de video ingresa a la parcela del fotógrafo con la prohibición de filmar su rostro. Se trata de un Larraín de voz pausada, mientras la cámara muestra sus manos bajo la textura lumínica del video casero en una tarde de sol. Una escena ambigua por lo que muestra y lo que no, que habla tanto de las potencialidades del archivo y del medio documental, como la indeterminación radical de una vida sumergida de la cual hemos alcanzado a ver apenas un destello.
Sergio Larraín: El instante eterno Chile, 2021 / 90 minutos Dirección: Sebastián Moreno / Guión: Claudia Barril, Sebastián Moreno Investigación: Sebastián Moreno / Productora: Las Películas del Pez
«¿Puede haber una relación más honda con el lenguaje y la belleza que la que tuvo Tamara Kamenszain en su vida?», se pregunta la crítica Lorena Amaro en este texto sobre Chicas en tiempos suspendidos, última publicación de la poeta y ensayista argentina que partió el pasado 28 de julio, dejando su obra interrumpida.
Por Lorena Amaro
Construir una literatura tal vez sea transitar de modos muy diversos los mismos caminos. Haciendo figuras, de cabeza o dando volteretas en el aire, algunas palabras, algunas obsesiones y ritmos se repiten como un mantra, y en eso consiste la exploración. Chicas en tiempos suspendidos (Eterna Cadencia), de Tamara Kamenszain —el último libro que alcanzó a publicar antes de que un cáncer fulminante se la llevara en julio pasado— revela esta experiencia obsesiva. Si antes sus temas fueron la generación literaria —sus contemporáneos fueron Lamborghini, Perlongher, Libertella, Carrera, Fogwill, Aira—, la familia, las genealogías que trenzan el judaísmo y el cristianismo y también las tradiciones literarias, en este poemario/ensayo/breve relato de un encargo (excentricidad que la editorial cataloga de “novela”), aquí son “las chicas”, autoras del pasado y del presente, las que se encuentran en torno a la práctica poética, el biografismo, los estragos amorosos y la sombra de un sujeto institucional, poderoso y, en cierto punto, siniestro: el “vate”.
La obra de Tamara Kamenszain quedó interrumpida el 28 de julio de 2021: una escansión del verso de la vida que, como la poesía, se ve interrumpida “a golpe de cortes”, como decía ella en uno de sus últimos ensayos (Libros chiquitos, Ampersand, 2020) y también, quizás si con un presentimiento, en el verso 21 de Chicas…: “¿Y la enfermedad? / ¿Y la muerte? / De estos asuntos ya hablé en otros libros / y no me queda nada más para decir. / Porque en este caso no hay duda / de que lo que empezó como poesía / está terminando como una de esas novelas / donde ni el lamento tanguero / ni el lamento judío /ni el otro lamento con el que suelo tapizar / el diván de mi analista / alcanzan para que el ritmo / el rezo / el verso / la escansión / o como quieran llamar / a ese golpe que corta la prosa / en pedacitos / se interponga entre la realidad y lo que sí o sí /merece quedar suspendido / sin pronóstico / sin metáforas / pero sobre todo / sin miedo.
No es solo en estos versos: la muerte es el bloque de lo real (aquello que “es lo que hay y punto”) que marca todo Chicas…, escrito, como Kamenszain misma subraya, “entre marzo y diciembre de 2020”, bajo pandemia. Explica que es una escritura que surge de un encargo, el de escribir un capítulo para la Historia Feminista de la Literatura Argentina (HFLA, proyecto que ya cuenta con un primer volumen publicado), un texto sobre las poetas del siglo XXI. Ella decide: “Voy a escribir qué pasa con el amor / en lo que escriben esas chicas de hoy / me propuse entusiasmada”. La palabra amor, sin embargo, conecta esta poesía con la que escribieron, un siglo antes, las “poetisas” que, como Storni, lidiaron con un tiempo de “los vates” que las tildaron de chillonas, cuando “La palabra femicidio / no la teníamos / la palabra muso / no la teníamos / la palabra vata / no la queremos. / Pero la palabra poetisa sí / aunque nos avergonzaba”. ¿Cómo nombrarse? ¿Cómo construir esas autorías de mujeres?
No está demás, a estas alturas del siglo XXI y a pesar de que la excepcionalidad es una trampa, recordar que ella y Coral Bracho fueron las dos únicas mujeres presentes el famoso Medusario. Muestra de poesía latinoamericana (1996), que reunía obras de filiación barroca (o neobarrosa). En su caso, poemas de los libros Los no (1977), La casa grande (1986), Vida de living (1991) —título que Leticia Frenkel, su nuera, escoge para recordar, bellísimamente, lo que fue su vida compartida—, libros de trama y palabra herméticos que, con los años, irían cediendo paso a una estética más asequible y narrativa. Y cambiaron, también, otras percepciones. Así lo explica en el ensayo que publicó en la HFLA: “Para las que empezamos a publicar en los setenta, que nos llamaran ‘poetisas’ significaba una ofensa”. Explica que ella y sus contemporáneas se decantaban porque las llamaran como a “ellos”, por el apellido: “Rosenberg, Moreno, Bellesi, Gruss” (Chicas…). “Yo no soy poetisa soy poeta / me dije una y mil veces a mí misma”. ¿Pero y “ellas”? Esas otras llamadas Alfonsina, tan “chillonas” para vates como Borges o como Neruda, que prefería a las mujeres silenciosas. ¿Y las uruguayas?: “Juana, Idea, Circe, Amanda” (Chicas…). Kamenszain ejerce aquí su propia autocrítica, en que trastabillan las convicciones de juventud para reconocer el legado de esas escritoras: “porque las poetisas con nombre son / jóvenes viejas que si las leemos a nuevo / nos guiñarán el ojo más actual / para que la poesía de amor / renazca como renace”.
Cinco son las secciones de este poema-ensayo de impensada despedida: “Poetisas”, “Abuelas”, “Chicas”, “Antivates”, “Fin de la historia”. Se hace poco el libro para poder seguir sintiendo algunos de sus estribillos: “y sin embargo sin embargo” o “lo que empezó como poesía / tuvo que terminar como novela” (con variantes que se repiten obstinadas a lo largo del texto, esas “alarmas auditivas” de las que ella también escribió). ¿Puede la poesía terminar como poesía? ¿O siempre la poesía arrastra una novela, o en el caso de Tamara Kamenszain lo que ella misma llama “un novelón”? ¿Puede la poesía cobijar a la novela o es al revés? Kamenszain practica la poesía crítica incluso cuando escribe un aparente ensayo, El libro de Tamar (2018), donde también sabe descubrir (aunque no en versos, sino en prosa) los impensados vericuetos del amor y la palabra.
En Chicas… hay un protagonismo plural, casi coral: las poetisas modernistas, las abuelas como ella misma o las de Plaza de Mayo, en espera de sus nietos, aquellos poetas en que quiere ver la figura inversa del “vate”, los antivates, grupo en el que cuenta, por ejemplo, a un Enrique Lihn agonizante. Se repite la figura de la escritura por encargo, a la que ya le da una vuelta en Libros chiquitos, donde también convoca al pasado y especula que “parece haber siempre una cadena de libros que impulsan la escritura de otros (…) y parece ser que leer es así de dinámico cuando lo que provoca es un entramado de escrituras”. Por eso la suya es una poesía crítica, que se entreteje siempre en la palabra de otres. Así lo hace, por ejemplo, en uno de sus poemarios más bellos, El eco de mi madre, donde relee los textos de Olga Orozco, Diamela Eltit, Coral Bracho, Sylvia Molloy y otras que han escrito sobre “estas rehenes del Alzheimer”, las madres, las amigas, las otras que se han sumergido en la desmemoria: “No puedo narrar / ¿Qué pretérito me serviría / si mi madre ya no me teje más?”.
¿Puede haber una relación más honda con el lenguaje y la belleza que la que tuvo Tamara Kamenszain en su vida? Quizás le hubiese gustado que se hablara aquí de Barthes: “Barthes ya intuía eso que llamó / la nebulosa biográfica / volver a poner en la producción intelectual / un poco de afectividad, nos dijo mientras confesaba / ‘Terminé prefiriendo a veces leer la vida de ciertos / autores más que sus obras’” (Chicas…). Barthes pensó bastante una biografemática, esto es, la articulación de huellas autoriales, sensoriales, activadas a partir de la lectura. Un roce intenso entre la vida de escritores y lectores, un encuentro de dos subjetividades en que la vida se dispersa en puñados de palabras, “… lejos de los tiempos de la cronología / suspendida en una galaxia discontinua” (Chicas…), que es donde la propia Kamenszain dialoga con esos tiempos otros de las poetisas, sus amores, sus vidas, para luego, desde este no tiempo, que es su muerte inesperada, abrupta, seguir hablándonos. Tamara Kamenszain excede todos los encargos que se le hacen y nos envía, como lo hizo antes con ella su amigo Enrique Lihn (cuya última carta llegó, providencialmente, varios años después de la muerte del poeta), un saludo anacrónico (y, en su caso, sobre los anacronismos de las poetas, poetisas).
Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural. Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres.
Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.
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Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal.
Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio.
La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.
De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias.
El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.
Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos. Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder). Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad.
Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno. El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.
«Parece que la novela no quiso renunciar a tener una protagonista atractiva con una vida sexual libre y a la vez construir una situación supuestamente misteriosa que sin duda remite a un abuso y agresión sexual. Las referencias a los esfuerzos de Mona por evadir la situación —y a su abusador— recurriendo al alcohol resultan bastante superficiales y poco creíbles», apunta Lucía Stecher sobre Mona, novela de la escritora argentina Pola Oloixarac.
Por Lucía Stecher
En medio de otros libros expuestos en distintas librerías, Mona, de la escritora argentina Pola Oloixarac, llama la atención por su portada y tamaño. Neón Ediciones reeditó esta novela en Chile en julio de 2021, apostando por un dibujo llamativo y un formato pequeño, amigable y bien cuidado. Publicada originalmente en 2019 por Random House, Mona comienza bastante bien. Con un ritmo narrativo ágil, configura desde sus primeras páginas lo que será el eje fundamental de su trama: la participación de la escritora peruana Mona en un evento organizado en Suecia denominado la “Meeting”, que congrega a los y las escritoras nominados al Premio Basske-Wortz, “el galardón literario más importante de Europa, y uno de los más prestigiosos del mundo” (13). La voz narrativa focalizada en Mona, la protagonista, la sigue desde que toma el avión en Estados Unidos para participar como autora invitada al encuentro.
En las primeras páginas leemos que la joven es una escritora “latina” que, gracias al éxito obtenido por su novela debut, consigue un puesto como investigadora en la Universidad de Stanford. Mona tiene muy claro que en el sistema universitario estadounidense tiene un lugar preasignado en función de su origen y las expectativas generadas con su primer libro. La inserción de la protagonista en Estados Unidos le permite a la novela iluminar la dimensión cómica —o derechamente ridícula— de las pretensiones de categorización identitaria de su sistema académico: “Las universidades compartían valores esenciales con los zoológicos clásicos, donde la diversidad marcaba su atracción y prestigio; en su rol de latina sobreeducada en plena administración Trump, Mona experimentaba su sereno cautiverio como una forma de libertad. A todos los doctorandos se les preguntaba, al ingresar, por su ethnicity: Mona había cliqueado, debajo de Hispánica, Indígena y debajo había tipeado Inca… todo el asunto le parecía una burocracia más o menos pintoresca, y la elección de subtipos raciales debajo de Hispánica era obligatoria” (19).
La novela, cuyo mundo configura un microcosmos poblado por escritores, intelectuales y agentes del sistema literario, es generosa en observaciones de este tipo, sobre todo cuando traslada su foco al resort sueco en el que están reunidos los y las nominadas al Premio Basske-Wortz. Ahí la vanidad, inseguridad, extravagancia, inadecuación y narcisismo de los distintos escritores es iluminada a veces de modo original, pero en otras ocasiones se hace abusando de los clichés.
Mona se articula en torno a dos líneas narrativas principales. La primera tiene que ver con la ya referida situación de encuentro de hombres y mujeres que, desde distintos lugares del mundo, acuden a Suecia a ver si resultan favorecidos con el importante galardón. A través de esta línea, la novela forma parte de lo que podríamos denominar “literatura de congresos”, emparentada con la más prolífica y antigua “literatura de campus”. Si bien se trata de subgéneros literarios que suelen armar sus tramas y ambientes a partir del recurso a situaciones reconocibles por quienes participan de estos mundos, en Mona los personajes y las situaciones en que se encuentran son extremadamente estereotipados. La escritora japonesa escribe poemas delicados y minimalistas y se conduce del mismo modo en su vida; el escritor colombiano es un latino seductor que para las europeas resulta irresistible; el árabe es encantador y comunica muy bien sus historias, y así sucesivamente. Más que de personajes, se trata de tipos, y la pregunta que surge es si la novela se ríe y cuestiona los estereotipos o más bien se sirve de ellos para generar situaciones que a veces logran ser divertidas, pero que en general son predecibles. Por otra parte, los diálogos entre estos personajes (o tipos) le permiten a la novela desplegar algunas reflexiones sobre temas contemporáneos interesantes: la pregunta siempre relevante sobre el lugar de las mujeres escritoras en el campo literario, la función de los premios y el reconocimiento en las trayectorias autorales, las posibilidades de comunicación y los desafíos de la traducción entre distintas lenguas. En esos diálogos hay momentos y reflexiones interesantes, pero que en general no logran integrarse bien a la trama.
La segunda línea narrativa del libro de Oloixarac es, a mi parecer, la menos lograda. Al principio de esta reseña, señalé que la novela parte con un ritmo ágil que resulta atractivo y que la protagonista llama la atención. Nos enteramos pronto que Mona nació en Perú —aunque las referencias a su país de origen y el vocabulario que proviene de él son aspectos muy débiles en el texto—, que es atractiva, se arregla mucho y busca constantemente el placer sexual. En lo que parece haber sido un esfuerzo por agregar una capa de misterio al libro, cada cierto número de páginas aparecen referencias a moretones en el cuerpo de la protagonista y al hecho de que el viaje a Suecia tiene también la forma de un escape. Incluso se alude a apariciones enigmáticas en el resort y se mencionan llamadas y mensajes que configuran un ambiente de peligro en torno a Mona. A medida que se avanza en la lectura, las alusiones a una escena de abuso y violencia son más explícitas, hasta que se revela que, justo antes de tomar el avión que la llevaría a Suecia, Mona fue agredida por un compañero de Stanford.
Resulta muy poco creíble —e incluso chocante— que después de una experiencia que le ha dejado huellas en el cuerpo y que intenta olvidar tomando alcohol y Valium, Mona esté permanentemente abierta a darse a sí misma placer sexual y a buscar encuentros con otros hombres. Se nos dice que ha olvidado lo que le pasó y, recién hacia el final, tiene un momento de lucidez en que recuerda todo. Pero su cuerpo tiene las marcas de los golpes y ella está siempre atenta al tiempo que demoran en desaparecer los moretones. Parece que la novela no quiso renunciar a tener una protagonista atractiva con una vida sexual libre y, a la vez, construir una situación supuestamente misteriosa que sin duda remite a un abuso y agresión sexual. Las referencias al dolor, a las dificultades para recordar, a los esfuerzos de Mona por evadir la situación —y a su abusador— recurriendo al alcohol resultan bastante superficiales. A esto se agrega, de forma también poco elaborada, el tema recurrente de la dificultad que enfrentan los y las escritoras para escribir una segunda novela cuando la primera ha sido un éxito. En suma, el personaje de Mona, hilo conductor de la novela, termina siendo tan esquemático como las categorías establecidas por el sistema clasificatorio de las universidades estadounidenses.
Con respecto a la línea narrativa centrada en la “Meeting”, hay aspectos de la “feria de vanidades” que ahí se congrega que tienen cierto atractivo. La tensión generada por la expectativa de quién recibirá el premio modula las relaciones entre los y las autoras y parece, a la vez, impulsarlos a convertirse cada vez más en personajes. La novela opta por un final apocalíptico que subraya la futilidad y banalidad de los egos reunidos en el encuentro sueco, pero a la larga resulta un pincelazo grueso y tosco para terminar con un texto que, como dije al principio, comienza bastante bien.