Pintores obreros

«Muchas de las prácticas críticas contemporáneas tocan asuntos cruciales para la sociedad; sin embargo, los vicios propios del sistema del arte tienden a neutralizar dichas manifestaciones. El culto a la personalidad, las lógicas productivas abusivas, el aislamiento en cuanto a públicos, la falta de debate y la autocomplacencia son cuestiones que hasta al artista más ‘comprometido’ pueden afectarle. Por ello, me parece estimulante para el circuito que una “obra” decida someter a los artistas a una relación de trabajo dependiente, dejándoles el desafío de producir algo que sirva a otro más que a sí mismos», opina Diego Parra sobre Testimonial Spaces. Pabellón de Chile Bienal de Arquitectura de Venecia 2021, muestra que estuvo en el MAC durante abril.

Por Diego Parra

En el hall del MAC de Parque Forestal nos encontramos con una gran caja de madera con puntales que sostienen sus lados. Los tonos llaman la atención de quien ingrese al edificio, porque se genera un fuerte recorte entre el azul de la estructura y los blancos del museo. A su vez, las columnas y arcos neoclásicos contrastan con las simples tablas de las que está construido este contenedor. Uno de sus lados tiene una gran puerta desde donde se ve una serie de rectángulos que recubren los muros interiores; a la distancia no se puede entender claramente qué hay en ellos.

Al entrar podemos ver bien: son 525 pinturas que van casi desde el techo al suelo. Todas ellas manejan una escala cromática igual (azul cobalto, ocre amarillo, laca carmín y blanco de zinc), por lo que los muros se sienten relativamente uniformes a pesar de que las obras representan distintas cosas. La luz es cenital, fría e igualmente distribuida, de modo que ninguna tela tenga mayor protagonismo que la otra. Quien ingresa a este contenedor queda envuelto por una arquitectura que define un espacio limitado, no hay ventanas ni fugas posibles. Lo que ves es lo que hay. Y, al mismo tiempo, la retícula impuesta por los bastidores exacerba esta sensación de orden absoluto, como si dentro de la caja azul no cupiera ni siquiera una mínima desviación.

Crédito: Felipe Fontecilla.

Pero lo más curioso es que todo esto que describo no es una “obra de arte” como tradicionalmente vemos en un museo, es un objeto que transita en los límites de disciplinas y que encuentra en el MAC un lugar donde desplegarse sin problemas. Más específicamente, es el pabellón chileno para la Bienal de Arquitectura de Venecia recién pasada, llamado Testimonial Spaces y curado por Emilio Marín y Rodrigo Sepúlveda. El proyecto en cuestión implicó trabajar con la historia de la población José María Caro, ubicada en Lo Espejo, donde los vecinos proporcionaron testimonios sobre cómo han vivido en dicho lugar cargado de distintas memorias desde la década del 60 hasta la actualidad (la pregunta se vinculaba con el tema general de la Bienal: “¿Cómo viviremos juntos?”).

Estas vivencias fueron traducidas a las 525 pinturas encargadas a 21 pintores dirigidos por el artista Pablo Ferrer, quien actuó como director de contenidos, junto con los curadores. La decisión de interpretar pictóricamente las historias seguramente significó una gran discusión, ya que muchos habrían optado quizá por la fidelidad de la fotografía o incluso por quitar cualquier mediación e instalar directamente las voces de quienes recuerdan. La pintura hace años que perdió su lugar protagónico a la hora de registrar el pasado y se convirtió en una práctica más bien íntima, por lo que los curadores debieron idear un método que atenuara aquellos mecanismos que hacen de ella un medio personal y autónomo. De ahí la paleta limitada, los formatos idénticos, la falta de individualización en los personajes, la ausencia de marcadores idiosincráticos y la axonométrica forzada en la vista del paisaje.

Ingresar a este cubículo es lo más cercano que podemos estar a experimentar una pintura social y pública, puesto que ninguno de los 21 pintores aparece en sus telas como ellos acostumbrarían. Mediante el rígido método ideado por Marín, Sepúlveda y Ferrer, los organizadores se aseguraron de que ningún pintor asistiera a este pabellón en calidad de artista, sino más bien como “obrero de la pintura”, con todo lo que ello implicaría a la hora de cuestionar el estatuto casi principesco del artista contemporáneo. Las marcas de estilo que tanto cuesta adquirir y que son lo que define al pintor aquí desaparecen, puesto que los pinceles quedan al servicio de una historia que representar, y no de una subjetividad propia que plasmar.

Las memorias que están presentes en las telas van desde hechos trágicos como la muerte de vecinos y los allanamientos durante la dictadura cívico-militar, a fiestas o incluso a hechos aparentemente irrelevantes, como niños que juegan. La idea de memoria heroica que tradicionalmente se asocia a lugares como la José María Caro se ve disputada por los recuerdos que no siempre registran aquello que la historia luego se encarga de escribir. Generalmente somos actores secundarios cuando se trata del drama histórico; los grandes hechos nos pasan por el lado y en tanto individuos no tenemos la capacidad de entenderlos, ya que estamos insertos en ellos. Uno se imagina que hay muchas personas que más que recordar las imágenes que siempre circulan del golpe de Estado, se acuerdan adónde se dirigían ese día, qué tomaron de desayuno o si les fue posible tomar micro. Eso no quiere decir que se deje de lado el acontecimiento histórico en sí, solo revela la dimensión íntima y esquiva en que funciona la memoria. De ahí que, como plantea Sergio Rojas, “el pasado no cabe en la historia”, pues siempre hay un diferencial que se le escapa, un resto que somos todos nosotros y nuestra experiencia subjetiva del pasado.

Es interesante también que esta acción tenga su origen en la arquitectura y no en el arte contemporáneo, ya que dicha distancia disciplinar permite impugnar quizá de mejor manera las prácticas artísticas y sus jerarquías implícitas. ¿Qué proyecto actual de arte contemporáneo realmente se desplaza a sí mismo a la hora de trabajar con comunidades? Prácticamente ninguno, ya que el extractivismo que suelen manejar las prácticas artísticas de corte social o colaborativo siguen siendo un problema a la hora de analizar políticamente sus efectos y sentidos. Así, la arquitectura utiliza a las artes visuales por fuera de sus propios límites, es decir, como medio y no fin. Los últimos pabellones de arquitectura chilenos en la Bienal de Venecia han sido también cercanos a lo que entenderíamos como “arte contemporáneo”, en particular por el lenguaje instalativo al que han recurrido para presentarse: Stadium (2018), de Alejandra Celedón y Monolith Controversies (2014), de Pedro Alonso y Hugo Palmarola, perfectamente podrían haber sido expuestas en alguna muestra sobre la historia reciente de Chile. Y esto revela la condición transdisciplinar del arte contemporáneo, que en sus infinitas posibilidades abre espacios para experimentar aún hoy, cuando ya parece todo hecho. Si bien el contexto general de esta exposición es una bienal de arquitectura, mi lectura opta por entenderla como un gesto artístico contemporáneo, porque mi libertad interpretativa es también una de las características del arte actual: el manto del museo no solo puede ser entendido como mausoleo o jaula, pues es también una zona de excepcionalidad donde las reglas tienden a relajarse.

Ahora, que un ejercicio arquitectónico (por expandido que sea) tenga tal presencia en el contexto artístico ciertamente le pone un desafío mayor a los artistas. Muchas de las prácticas críticas contemporáneas tocan asuntos cruciales para la sociedad; sin embargo, los vicios propios del sistema del arte tienden a neutralizar dichas manifestaciones. El culto a la personalidad, las lógicas productivas abusivas, el aislamiento en cuanto a públicos, la falta de debate y la autocomplacencia son cuestiones que hasta al artista más “comprometido” pueden afectarle. Por ello, me parece estimulante para el circuito que una “obra” decida someter a los artistas a una relación de trabajo dependiente, dejándoles el desafío de producir algo que sirva a otro más que a sí mismos, aun cuando en dicho proceso se pueda fracasar. Sin errores o experimentaciones estamos condenados al más horrible escenario posible: un arte demasiado satisfecho de sí mismo.

Testimonial Spaces. Pabellón de Chile Bienal de Arquitectura de Venecia 2021
MAC Parque Forestal 
Curadores: Emilio Marín y Rodrigo Sepúlveda

Guillermo Machuca in memoriam: el crítico que descifró la escena del arte chileno

En sus 30 años de trayectoria, el crítico de arte y docente de la U. de Chile logró despegarse de ese halo críptico y académico que suele envolver el trabajo de sus colegas y, por el contrario, se preocupó de cultivar una pluma irónica, fresca y siempre conectada con la cultura de masas. Lo suyo fue la anécdota, el debate y muchas veces la polémica, pero también la amistad y las relaciones humanas que trascienden al llamado mundo del arte. El lunes, su cuerpo sin vida fue encontrado en su departamento de Ñuñoa luego de un par de días sin responder las llamadas de su círculo más cercano.

Por Denisse Espinoza A.

Le decían “el Nietzsche” porque le gustaba vestir un abrigo largo negro y lanzar, cada tanto, alguna cita que sabía de memoria del filósofo alemán en sus conversaciones cotidianas. Eran finales de los años 80 y Guillermo Machuca era un veinteañero oriundo de Punta Arenas, quien estaba recién partiendo como estudiante en la carrera de Teoría del Arte en el Campus Juan Gómez Millas de la Universidad de Chile, patios y aulas por los que siguió deambulando durante más de 30 años tras convertirse en docente de esa facultad. 

Desde entonces, Machuca se hizo conocido por su gusto por la conversación prolongada y aguda -que solía ir acompañada de vino, cerveza y más tarde su favorito, el vodka- y su capacidad enciclopédica de conectar temas tan diversos como el arte y la filosofía, con el box, el fútbol y la farándula.

Oriundo de Punta Arenas, el crítico y teórico Guillermo Machuca formó a generaciones de estudiantes de arte en la Universidad de Chile.

“Guillermo era uno de los pocos que no le tenía miedo a los medios de comunicación ni los trataba con desprecio, al contrario, jugaba con sus lógicas y sus formatos y lograba textos notables que tenían esa capacidad de ponerte dentro del problema complejo de una escena artística y, al mismo tiempo, matizarla con toda la vida normal que hay ahí, porque no es una vida excepcional tampoco”, opina Carlos Ossa, doctor en Filosofía y ex compañero de Machuca, en los 80, en Teoría del Arte. “A veces podía parecer muy distante y agrio, pero por otro lado tenía la sensibilidad de captar toda esa finura de detalles que se esconde dentro de la madeja del mundo de la cultura en general. Por eso yo creo que fue tan impactante para todos nosotros su muerte, porque él era un escritor necesario y no hay muchos escritores necesarios hoy en Chile”, agrega Ossa.

Lo impactante de su muerte pasa por las circunstancias en que ocurrió, aún inexplicables. Y es que puede que el contexto de pandemia y confinamiento obligatorio en el que nos encontramos desde hace tres meses haga parecer que Guillermo Machuca era un hombre solitario y que el hecho de que fuese hallado muerto el pasado lunes en su departamento de Ñuñoa fuese señal de una escasa red de apoyo. Todo lo contrario. El crítico y teórico del arte, de 58 años, tenía una preciada cadena de amigos, ayudantes y alumnos; un círculo íntimo que se preocupó de inmediato luego de que el docente en la Facultad de Artes de la U. de Chile interrumpiera sus clases y dejara de contestar las llamadas telefónicas.

Una de las amigas que hizo el hallazgo fue la pintora Natalia Babarovic: “Pudo haber sido Coronavirus, no sabemos, como en dos días más se sabe el resultado del test. Pero igual tenía otras condiciones, bebía harto y tenía una apnea severa. Sobre la despedida, es complicado, los amigos tenemos la idea de cremarlo y hacer un funeral cuando termine la pandemia, pero nada de eso está decidido”, cuenta.

Babarovic mantenía una amistad con Machuca desde el año 1985. “Él estaba en segundo de Teoría del Arte y yo en primero de Artes, nos presentó el artista Hugo Cárdenas y nos hicimos amigos de inmediato. Para mí Machuca era como un hermano y siempre lo vi igual que el que recitaba a Nietzsche en la Escuela, sólo que antes era más joven e invencible. Nos dejó su estilo de escritura, muy suelto, muy de la calle, menos académico, pero creo que su verdadero legado se ve en el amor de sus alumnos e incluso conmigo o con Patrick (Hamilton) y con un montón de artistas, porque aunque él no fuese nadie, yo diría que él nos descubrió a todos, descubría la genialidad que cada uno tenía”, dice la artista.

Guillermo Machuca escribía columnas para el diario The Clinic.

Radicado desde hace algunos años en España, el artista Patrick Hamilton escribió, la misma noche que se enteró de la muerte de Machuca, un texto donde resume la amistad que los unió desde 1994, cuando él estaba haciendo las gestiones para entrar como estudiante de la Universidad Arcis, donde el teórico también fue profesor. El texto es rico en anécdotas y revela un cariño más allá del tiempo y la geografía. “Hablé con Machuca hace tres semanas, justamente para saber cómo llevaba el confinamiento. Me dijo que estaba feliz porque había recuperado parte de su biblioteca y estaba releyendo a Nietzsche, uno de sus autores favoritos. Como no tenia correo electrónico y tenía un celular de palo, la única opción que yo tenía para hablar con él -desde Madrid, donde vivo- era llamarlo directo al celular y que aconteciera un milagro y me contestara. Él se comunicaba conmigo a través de mensajeros, ayudantes, amigos y editores que me escribían por WhatsApp, correo o por Instagram para enviarme noticias y su textos”, comenta el artista a Palabra Pública.

En su texto, Hamilton relata: “Machuca tenía esa generosidad que los “profesionales de la cultura” no entienden ni van a entender. Machuca tenía tiempo, te dedicaba tiempo y perdía el tiempo; no le interesaba la reunión productiva, no encajaba con las planillas, con el mundo del rendimiento ni del objetivo a corto o mediano plazo. ¿Qué vas a hacer ahora? me preguntaba, y si yo decía “tengo que ir al centro, al banco, a hacer trámites”, su respuesta era siempre la misma: “Ah, yo también voy para el centro, te acompaño”. Y así era siempre; toda la tarde caminando, toda la tarde hablando, toda la tarde”.

En estos días -con el protagonismo que tienen las redes sociales- los homenajes a Machuca han sido prolíficos. Ayudantes que cuentan de su manía por seguir usando diapositivas y dictar sus textos porque no tenía computador; alumnos que hablan de la generosidad con que les regalaba libros y los empujaba a hacer obras; y amigos y amigas que valoran su capacidad de contar siempre una historia extraordinaria que bien podía terminar en carcajadas o en una polémica incendiaria.

“Nunca pararemos de hablar de Machuca, de tanto que él habló, ni de escuchar viva su voz, tan expansiva, su humor negrísimo, sus dichos, sobrenombres, su eterno definir, contar películas, especular, exagerar, fabular. Era un tipo rarísimo en el amplio sentido, muy generoso, y a pesar de funcionar en un ambiente donde se supone existe tanta estrategia y programa, él se movía por el interés humano y la amistad”, dice la periodista y editora de Saposcat, Marcela Fuentealba.

Para la artista Francisca Montes, Machuca era más bien como un “amigo-tío” a quien conoció a los 10 años cuando su mamá, la artista Loreto Zúñiga, estudiaba en la Escuela con el crítico. “Mi amistad es heredada de ese periodo. Me acuerdo que subía al techo de la Escuela, lo recuerdo de los carretes que había en nuestra casa, en las inauguraciones donde yo siempre andaba. Y luego, cuando entré a estudiar Arte en 1998, se transformó en mi profesor, pero con él siempre hubo una complicidad familiar”, dice Montes. “Luego de mi primera exposición en el MAC, cuando tenía unos 20 y tantos años, fui a su casa a hablar de mi obra, pero él no quería que le hablara de la obra, sino de la experiencia, de la vida y creo que aprendí eso con él, el cómo la calle y lo más mundano está presente en los diferentes procesos de la obra”.

Un astrónomo sin estrellas

Muchos quizás se pregunten cómo fue Machuca como alumno. Uno de sus profesores, Pablo Oyarzún, también académico de la U. de Chile, lo recuerda hoy y esos recuerdos bien podrían haber servido de ejemplo para el propio crítico en su relación con sus futuros discípulos. “Conocí a Guillermo en 1985, fue ayudante mío, hizo la tesis conmigo y luego lo recomendé para ser profesor en el Arcis, así que tuve mucha relación con él, sin duda, aunque ahora, en vista de lo que ha pasado, lamento mucho no haberme relacionado más con él, porque no se condice con el gran cariño que siempre le he tenido”, dice el filósofo. “La verdad es que también le tuve mucha admiración, más bien por sus características personales, era un tipo totalmente único, que escribía muy bien, y tenía una distancia importante de las habituales exigencias académicas que se han vuelto cada vez más rígidas, y en las que él no cuadraba por su estilo”.

Aunque Machuca era por cierto apreciado por sus alumnos, muchos dicen que le costaba encajar en el actual sistema universitario y el reglamento que hoy se promueve, en el que las relaciones entre alumnos y profesores son cada vez más estrictas. El crítico no dejaba de dar clases ni en el aula ni en el bar y a veces se saltaba los programas de estudios, pero lo que nadie podría decir es que Machuca no estaba donde tenía que estar: en todas las inauguraciones del circuito santiaguino.

“Lo que siempre respeté de Guillermo fue su capacidad de estar en todas, algo sorprendente, porque hoy no todos los críticos lo hacen. Estaba al tanto de todo lo que pasaba en la escena cultural chilena y además se lo leía todo, era de esa antigua escuela, tenía otra formación, otra cabeza y otra pasión también”, dice Nury González, artista, docente de la U. de Chile y directora del Museo de Arte Popular. “Sin ser tan cercana o amiga de él, la verdad es que llevo toda una vida relacionándome con Machuca, porque era parte de la escena, trabajé muchas veces con él y me lo topaba, deambulábamos por los mismos lugares y es una voz que va a hacer falta, obviamente”.

Tres libros clave de Machuca: Alas de plomo (2008), El traje del emperador (2011) y Astrónomo sin estrellas (2018).

Como escritor, Guillermo Machuca era fecundo. Entre sus libros más conocidos está Después de Duchamp (2004), Remeciendo al Papa (2006), Alas de plomo (2008), El traje del emperador (2011) y Astrónomos sin estrellas (2018), además de una incalculable cantidad de textos para catálogos, artículos web y las columnas que escribía para el diario The Clinic, que consagraron su estilo más cercano a la cultura popular, sin transar nunca en sus referencias decimonónicas a la Escena de Avanzada, las obras de Leppe y Dittborn, los textos de Nelly Richard y Ronald Kay, que siempre fueron parte de su mundo crítico.

En términos de producción artística, para Machuca la obra de arte tenía que ser igual que cuando él mismo se enfrentaba a un texto: “Para mí es esencial que las obras reúnan al mismo tiempo liviandad y densidad y eso aplicado en general a la cultura en su manifestación estética, incluida la literatura, el teatro y el cine”, afirmaba Machuca en una entrevista en 2018. “El rol del artista es hacer obras necesarias, no gratuitas, hacer obras que tengan un mínimo coeficiente crítico y que reúnan la tradición del arte con la actualidad, que la obra no sea amnésica, pero que tampoco sea actualizante como ocurre como muchos artistas actuales y que tenga un espesor. Eso es algo que puede tener desde un Picasso hasta un Duchamp, desde incluso un Jeff Koons, hasta un Anselm Kiefer”.

Siempre rodeado de ávidos ayudantes y asistentes, Machuca lograba transmitir esa curiosidad infinita que tenía por todo lo que acontecía. “Él era una persona que leía muy bien el contexto de las cosas, sabía de inmediato qué persona era de confiar y quién no. Era además un tremendo lector, leía mucha literatura, le encantaba el género de las entrevistas, era amante de la buena comida y el buen beber, por supuesto. Le gustaban los deportes como el box y el fútbol, se sabía los nombres de memoria de todos los jugadores. Era una persona además que estaba al tanto de la escena, muchas veces los historiadores del arte pecamos de no ir a las inauguraciones, él iba a todas, siempre conocía la escena, estaba al tanto de los agentes culturales de la época. Yo diría que era humanista de la vieja escuela, una escuela más bohemia, de crónica, de relato, no era tanto de paper erudito, académico como quizás está generándose hoy en las universidad, donde todo está más tecnificado”, comenta el teórico Sebastián Vidal, quien fue amigo de Machuca y su ayudante varios años desde 2001.

Para Vidal, la relación con el crítico fue decisiva en su formación profesional. “Guillermo es alguien muy importante para mi vida tanto personal como profesional, no sólo fue mi profesor en la Universidad, fue un mentor en un inicio de mi carrera, y luego fui su ayudante. De a poco él me fue dando algunas oportunidades, como profesor en distintas otras universidades, me recomendó en la Arcis, en la U. Central y luego en la U. Diego Portales. Siempre confió mucho en mi trabajo, fue mi profe guía de licenciatura y de magíster y era una persona en la que yo confiaba muchísimo en ciertos criterios académicos”.

Claudio Guerrero heredó la ayudantía en 2007 hasta 2012 con Machuca, además, junto al teórico Ignacio Szmulewicz -quien también fue cercano y asistente del crítico- participaron en la investigación para el libro El traje del emperador, editado por Metales Pesados. “En sus ayudantías él te daba bastante autonomía, la verdad, y te ponía a hacer clases rápidamente, confiaba mucho. Además, es una de las personas más prolíficas con las que he trabajado, entonces creo que aún no dimensionamos su aporte real. Tenía ese lenguaje más comunicativo y no críptico y que es muy vital, porque una de las crisis que tiene el arte en Chile es esa separación con el resto de la sociedad. Siempre buscó ser comprendido, comunicarse con públicos más amplios, combinar las referencias de las artes más sofisticadas con la cultura del espectáculo, era sin duda una estrategia para seducir a un lector. Era un investigador, pero muy sui generis, su identidad como sujeto intelectual, por así decirlo, es mucho más del crítico que del investigador”, dice Guerrero. 

Por estos días, Machuca había terminado lo que sería su próximo libro, el que planeaba publicar por Ediciones Écfrasis, una plataforma de difusión de textos curatoriales -como las muchas que han existido en Chile- dirigida por algunos de esos jóvenes estudiantes que seguían al crítico y para quienes éste siempre colaboró con su pluma o por lo menos con una conversación entusiasta. Seguiremos teniendo noticias de Machuca, sin duda.