Canto a sí mismo

«Contar experiencias de género y clase en espera de que se hagan reconocibles e impacten a otres a través de una prosa transparente, de frases cortas, claras, de episodios cerrados y perfectos y un desarrollo literario lineal y previsible, ¿no es finalmente un servicio menor al discurso que se desea romper?», escribe Lorena Amaro en esta crítica a Los hombres que no fui, la última novela de Pablo Simonetti, editada por Alfaguara.

Por Lorena Amaro

Los hombres que no fui se titula la última entrega del novelista Pablo Simonetti. Su protagonista, Guillermo Sivori, es un escritor e ingeniero de familia acomodada, quien cuenta en primera persona su recorrido por el que fuera su antiguo departamento en el barrio Lastarria, en el lapso de una subasta de antigüedades. En esta escena aparentemente nostálgica –que se desarrolla ni más ni menos que el viernes del estallido social, 18 de octubre de 2019— se va encontrando con distintos personajes de su pasado, que también han asistido a la subasta, o que aparecen en el recuerdo, rememorados a través de objetos y espacios. Cada capítulo lleva por título un nombre y es en sí una evocación: “Carmen”, “Cristóbal”, “Julián”, “Luisa”, entre otros, una forma de organizar el texto bastante calculada, esquemática. También lo es el modo en que se presenta el tema de la revuelta: las pistas sobre aquel día se encuentran desde la primera página y se van completando gradual (y previsiblemente) hasta un desenlace final –único momento en que se desmarca del registro realista— en que el fragor del levantamiento acaba impactando y, a ojos del narrador, destruyendo, ese “mundo de bellas formas, tiránicas e infructuosas, de reglas inculcadas que podían llegar a ser mortales” de la élite chilena, que se ha encargado de presentarnos con todas sus mañas, rigidez e hipocresía.

El retrato de este grupo de privilegio —al que Simonetti le ha consagrado ya varios libros— busca ser balzaciano. En un par de oportunidades, su personaje reflexiona, de hecho, sobre el realismo como matriz estética e ideológica; en dos de estos pasajes metanarrativos, Simonetti caracteriza a Sivori como tallerista de Gonzalo Contreras y el vínculo se remarca en una escena en que el narrador recuerda a Contreras y Bolaño discutiendo sobre el realismo de Stendhal; el autor de Los detectives salvajes “defendía la idea de que ese estilo que tantos escritores de los noventa reclamaban como suyo no era el de Stendhal. El del francés era más sucio, menos apasionado por la verosimilitud, incluso más melodramático que cualquiera de los cultores del realismo en boga”. Sivori no plantea su posición sobre esta breve polémica (en que Bolaño parece estar poniendo toda la distancia posible, él mismo, con la “nueva narrativa” de sus coetáneos), pero, finalmente, es discípulo de Contreras. Bajo el título “Yael”, Sivori repasa su relación con esta amiga y escritora que, como él, debió vivir las humillaciones del maestro (“Contreras no la valoraba cuando comentaba sus textos”). Es interesante que, pese a que los dos advierten la homofobia, misoginia e incluso la misantropía de este autor (“Yo creo que no le gusta ningún escritor vivo. Chileno, ninguno”), recorren de su mano el camino del debut literario e incluso lo admiran. Sivori profesa la conservadora, aristocrática idea de que “el bridge, como la literatura, se aprende sobre todo a través de linajes de maestros” y Yael reconoce que Contreras es “súper buen profesor y escribe precioso”. El tiempo les permitirá profundizar en esta experiencia de discriminación sufrida por ambos, él como homosexual y ella como mujer: “Según [Contreras], al escribir sobre una minoría tan pequeña, me estaba restando de la necesaria universalidad del arte. Pero resultaba ser un argumento tramposo, porque sus historias, que yo leía con placer y que trataban principalmente de hombres heterosexuales, profesionales, escépticos, de mediana edad, de clase alta, entregados al análisis intelectual de las inclemencias de sus relaciones amorosas, no eran, en ese sentido, precisamente universales”. Lo que no considera Sivori es que la literatura es algo más que sus temas, y en su discurso siguen estando impresas las huellas del taller: Yael lo lee y ayuda con sus comentarios y él cree “hacer lo mismo por ella, y tal como ella dice, soy un astro de la verosimilitud”.

Audre Lorde planteaba, a fines de los 70, que “las herramientas del amo nunca desmantelarán la casa del amo”. Sivori se encuentra atrapado en el realismo, las prácticas y los enfoques sociales de la clase a la que pertenece. Y eso hace de su crítica a Contreras y la casta un alegato ingenuo. Sivori (¿Simonetti?) cree que él y su amiga han sido perseguidos como escritores por causa del “desprecio que sienten las élites literarias por lo femenino y lo popular, para qué decir por una forma gay de ver el mundo. Es fácil tildarnos de cursis, de siúticos, de melodramáticos, calificativos con ese resabio machista que no comprende una estética que no nazca de su forma de ver el mundo ni de su sentido del poder”. Aquí no solo la victimización —recurrente en la novela— parece desmesurada; también lo es confundir lo “popular” con lo masivo, sobre todo porque el narrador se regodea, en su registro pretendidamente crítico, en describir opalinas, muebles Napoleón III y biombos de Coromandel que no parecen nada populares. El argumento sobre el melodrama y la cursilería resulta también bastante pobre: escrituras como las de Pedro Lemebel o Manuel Puig, realmente exageradas en el uso de estos recursos, han sido muy reconocidas por esa “élite literaria” que rechaza (y probablemente siga rechazando) a Sivori, que confunde la literatura con la narración transparente e identificatoria de una experiencia, sin ver que las disidencias sexuales han urdido, a lo largo de décadas, sus propias e interesantes estéticas, lenguajes y aproximaciones a lo que llamamos con demasiada ligereza la “realidad”. Tal vez a Simonetti le ocurre lo mismo que a Sivori y cree que está proponiendo algo nuevo cuando se trata solo del realismo aprendido de su maestro heterosexual y retrógrado.

Contar experiencias de género y clase en espera de que se hagan reconocibles e impacten a otres a través de una prosa transparente, de frases cortas, claras, de episodios cerrados y perfectos y un desarrollo literario lineal y previsible, ¿no es finalmente un servicio menor al discurso que se desea romper? ¿Dónde aloja allí el riesgo, la búsqueda, la crítica del canon literario? Es interesante pensar que la “nueva narrativa” de los 90, de la que formó parte la literatura mediocre de Contreras, tenga por vástagos no a Guillermo Sivori y Yael, sino a dos súper ventas de la vida real: Simonetti y Carla Guelfenbein, quienes fueron sus alumnos. Esto no habla tanto del proyecto de Simonetti como del sobrevalorado ejercicio literario que hizo el propio Contreras, avalado, entre otros, por el diario El Mercurio. Y explica, en parte, lo que Sivori tal vez intuya, cuando recuerda la discusión de Bolaño y su maestro. El problema no es que su escritura venda mucho o sea “sentimental”, sino que su propuesta estética —su sintaxis— es anémica, modesta, precaria, porque antes de él hubo otros, como José Donoso, Cristián Huneeus o Mauricio Wacquez, que exploraron el mundo de la oligarquía con lenguajes, excesos, imágenes que se desmarcaban del repertorio habitual de la novela elitista, además de explorar desde ahí las disidencias sexuales y la “traición a la clase”, con la que fueron mucho más duros que Sivori.

Las últimas páginas de la novela lo muestran frente a la desaparición del mundo que lo despreció y lo hizo sufrir; él celebra lo que cree es el fin de ese mundo por causa del estallido y su propia revancha: “En una esquina de mi corazón, un instinto vengativo se dio por satisfecho”. La “venganza” que describe, sin embargo, es tan ingenua como su crítica social. Primero, porque ese mundo que aparentemente se desmorona ante sus ojos sigue estando allí: en Chile, desde 2019 a la fecha, no se ha tocado materialmente, aún, la estructura de privilegios de una élite. Luego, también, porque el estallido que describe Sivori es visto con los ojos de alguien muy encerrado en su propia historia y poco tiene que ver con el mundo. Poco tiene que ver con el estallido mismo, que está puesto allí a modo de metáfora, como ese departamento en el corazón de Santiago, en uno de los edificios más lujosos del barrio Lastarria.

Los hombres que no fui
Pablo Simonetti
Alfaguara
196 páginas

Sivori no intenta comprender, porque está demasiado ocupado en felicitarse, en contar su sobrevivencia de expulsado del paraíso, en preguntarse “qué forma habría adquirido mi vida de haber sido heterosexual. ¿Habría sido un hombre conservador como la mayoría de mis compañeros de universidad y mis hermanos? Lo creía difícil”. Y no para de maravillarse al tiempo que victimizarse: “Voté por el No en el plebiscito de los ochenta, cuando aún no tenía conciencia política de mi homosexualidad. (…) De haber respetado las reglas, sin duda habría ascendido más rápido en mi trabajo como ingeniero y también habría entrado en el radar de la política. Pero cuando salí del clóset, todas esas formas de poder me fueron vedadas”. ¿Fue votar por el No en 1988 un acto de radicalismo político, cuando hasta Sebastián Piñera se jacta de lo mismo? La verdad es que cuesta leer estos mundos narcisistas de la literatura chilena actual, en que los protagonistas, por alguna razón que tal vez pudiéramos achacarle al salvaje experimento neoliberal en que hemos vivido, disimulan mal su canto a sí mismos: “¿Cómo te salvaste?”, le pregunta Yael a Sivori, admirada de la resistencia de su amigo al conservadurismo. “No sé, ¿con terapia?”, le responde él, para recibir esta frase de vuelta: “Yo creo que te salvaste porque eres un huevón muy potente (…) Harto tuviste que superar y harto que has logrado”.

¿Por qué esta dificultad para salir del yo y de la autocomplacencia? ¿Qué hay, por ejemplo, de los anhelos colectivos que ese mismo día en que transcurre la novela comenzaban a manifestarse en las calles, cerca, pero a mucha distancia del narrador, lejos del mundo oligárquico y encorsetado que él describe con más fruición y nostalgia que dureza? En esta misma línea, que el narrador se presente a sí mismo y su expareja como “dos hombres malcriados” y consentidos por Luisa, la empleada puertas adentro, revela las limitaciones ya no de Sivori, sino de Simonetti, experimentado escritor de novelas que parece no ver que su lenguaje —“malcriados”, o sea niños traviesos, y no “privilegiados”— reproduce las formas elitistas de comprender el mundo de las que pretende distanciarse.

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La dictadura cívico-bestial

Ingrid Olderock: la mujer de los perros, de la periodista Nancy Guzmán, es un libro crudo, revelador y devastador, que contiene varias aristas desconocidas de la DINA, su funcionamiento y su trama, con múltiples evidencias trianguladas con nutridas fuentes documentales y orales que la autora ha indagado por años y que ha volcado en otras importantes investigaciones periodísticas sobre este aparato represivo y sus actores más brutales, como Romo. El pasado en presente.

Por Yanko González

Resulta necesario introducir este libro con un par de apreciaciones que se alejen del estremecimiento y se acerquen a ciertas cavilaciones contextuales. Creo que ello es importante en libros como este donde la barbarie y el terrorismo de Estado se revelan en su morfología microscópica y no en sus abstracciones numéricas, listados o resúmenes, que tienden a desactivar el horror. La primera consideración es entender qué sucede cuando el poder en un Estado es detentado sin contrapesos y de la forma más pura por sus fuerzas represivas. Eso es lo que ocurrió en Chile de manera más “pura” en los primeros años de la dictadura y por ello a esta fase deberíamos llamarla tiranía, especialmente en los 4 años de vigencia de la DINA al mando de Manuel Contreras. Este poder casi total, de vocación totalitaria, vertebrada de manera cardinal por la violencia, es parte de la esencia de la dictadura cívico-militar chilena en sus primeros años y ello hace que aparezcan singularidades históricas en nuestro país en el contexto continental o latinoamericano: el régimen no sólo escenifica actos juveniles nazi-fascistas en Chacarillas, sino también, como lo demuestra pormenorizadamente este libro, cuenta con “cuerpos inéditos” para materializar la barbarie, como lo fueron las brigadas femeninas de la DINA formadas y lideradas por la protagonista de esta obra, la oficial de carabineros Ingrid Olderock.

La evidencia del control cuasi total del Estado por parte de los aparatos represivos se da justamente por las aparentes extravagancias y anomalías de la dictadura. La DINA cuyo imperativo —impuesto por el propio Contreras según documenta Nancy Guzmán— era contar entre sus filas con “prostitutas, ladrones y asesinos”-, releva a las mujeres en un rol inédito, incubando en el régimen una paradoja sólo posible cuando la política y su sustrato ideológico quedan subordinadas a una violencia que, como en el nazi-fascismo, su superficie es “racional”, maquinal, calculada, industrial, pero deviene casi en simultáneo en desvarío bestial y, como sabemos por Hannah Arendt, en la extensión de la “banalidad del mal” que en el caso de Ingrid Olderock toma una fórmula discursiva recurrente: “hacían —dice ella, refiriéndose siempre a los otros colegas de la DINA— muchas tonteras”. “Tonteras” es la nomenclatura que cobija aquí la banalidad del horror. Ahora bien, esta banalidad y desvaríono sólo bestial sino megalómano en el caso de Manuel Contreras que se veía como paladín anticomunista de rango mundial- conduce a una dictadura androcéntrica y patriarcal, que privilegiaba a los varones tanto en la militancia como en la dirección de casi todas sus orgánicas políticas y estatales (para las mujeres estaba la Secretaría Nacional de la Mujer o CEMA Chile), a ocupar mujeres para lo que, en su propia óptica, por “su naturaleza” no habían sido creadas. Para el régimen la mujer en cuanto madre y esposa será “la roca espiritual de la patria”, como lo plantea la Junta de Gobierno en su Declaración de Principios de 1974 y, en términos políticos, a lo más una trinchera civil dada su “especial sensibilidad” a los discursos de orden. De ahí que la dictadura promoverá sistemáticamente su subordinación a través de la imagen de madre y voluntaria, apartándola del binomio público-político entendido por la dictadura como “naturalmente” masculino. Aunque en el libro de Nancy Guzmán se pudiese colegir que las formas de “uso” de estos cuerpos femeninos como armas represivas vienen a reforzar -por su lugar en el campo de fuerzas de poder al interior de la DINA o su gravitación operacional- la subordinación de la mujer en el esquema ideológico del régimen, creo que lo que prima es precisamente -de ahí la paradoja- la contestación contradictoria y obviamente instrumental al predicado androcéntrico. Y ello es atizado por la profundidad alcanzada por la DINA como órgano todopoderoso que se solidifica con el mando de todas las unidades de inteligencia de las ramas de las fuerzas armadas hacia abril de 1974, es decir, muy tempranamente. Ahí es donde la temperatura totalitaria se incrementa a la par que el “todo vale” en pos del exterminio, incluyendo el uso de perros para consumarlo. En ese sentido el binomio “mujer y perro” son menos una metáfora que una hipérbole del desvarío omnímodo: no hay distinción entre lo sagrado (“la mujer”) y lo profano (“el perro”), se difumina todo tabú y límite cultural. Mujer y perro son instrumentos vaciados de sentido para ejecutar el tormento. El monopolio que ejerce la bestialidad explica también —como lo testimonia la propia protagonista— el salvajismo y torpeza de los integrantes de la DINA. Nany Guzmán da varias pruebas de ello. Son sujetos cuya maldad nubla más que aclara su “inteligencia”, como en sus acciones en Madrid y en varios países de Europa, donde la entidad operó a sus anchas y varias de las mujeres se convirtieron, en este todo vale, en “lanzas” internacionales. Trances donde Olderock —sin nunca reconocerlo— amplifica su sombra, transformándose en verdugo y martirizadora de su propia hermana y junto a su perro Volodia y todas sus subordinadas, en torturadoras brutales. Lo curioso —y este libro es clave en ello— que los sesgos, vacíos y omisiones sociohistóricas con respecto a las actorías femeninas alcanzan tal nivel de amplitud y calado en nuestro país, que las mujeres en tanto colectivo “asociativo” han sido omitidas hasta en el protagonismo de la barbarie.

Ingrid Olderock. La mujer de los perros
Crónica sobre la mujer más poderosa y brutal de la DINA

Nancy Guzmán
Montacerdos, 2021 (reedición)
272 páginas

Un segundo elemento clave en este libro y que creo no puede obliterarse a la hora de situarlo, son los alcances que adquiere el apellido de la dictadura chilena: cívico-militar. En esa adjetivación se tiende a asociar la responsabilidad del terrorismo de Estado y la “mano dura” —como el puño de la DINA— a lo “militar”, al mundo castrense, y la dominación política, ideológica, económica o “complicidad pasiva”, se reserva a los civiles, particularmente a la derecha civil. Este libro de Guzmán es especialmente llamativo por desclasificar los modos de reclutamiento y características de las integrantes de esta banda de asesinas y torturadoras: prácticamente ninguna pertenecía a las fuerzas armadas, de hecho, prácticamente todas habían sido rechazadas en sus procesos de postulación años antes (de ahí que estaban en las bases de datos de las fuerzas armadas y permitieron su enrolamiento). Por lo que tenemos vecinas, estudiantes y “dueñas de casa” arrojadas en pocas semanas y con escaso entrenamiento, a exterminar. Las consecuencias son obvias: su poderoso nuevo estatus reproduce en ellas el desvarío totalitario y protagonizan todo tipo de actos de salvajismo y delincuenciales sin freno alguno. De ahí que, por cierto, la chilena es una dictadura cívico militar, pero donde la barbarie la consumaba también y activamente, la civilidad. Y más allá, documentado el uso de otras especies no humanas para amplificar esta barbarie, cabría agregar a lo militar, lo de “cívico-bestial”, para apellidar la dictadura.  

Ingrid Olderock: la mujer de los perros, es un libro crudo, revelador y devastador, que contiene varias aristas desconocidas de la DINA, su funcionamiento y su trama, con múltiples evidencias trianguladas con nutridas fuentes documentales y orales que Guzmán ha indagado por años y que ha volcado en otras importantes investigaciones periodísticas sobre este aparato represivo y sus actores más brutales, como Romo. El pasado en presente (reeditado igualmente por Montacerdos). La crudeza y el estremecimiento, como el lector imaginará, están presenten de manera inevitable a través de las voces de las víctimas de Olderock. No obstante, no hay aquí atisbo de espectacularizar el dolor para comunicarlo. Una prosa viva, pero nunca efectista ni aséptica, logra narrar el horror imbricado a la factualidad de la historia y junto a ello, expone —mostrando la cocina de la investigación y el proceso escritural— la relación que establece la periodista con la protagonista. Más allá del apego irrestricto de los predicados éticos del periodismo, las simetrías y asimetrías de poder, el miedo, las sospechas y las confianzas, el trabajo de Guzmán convierte cada encuentro con “la mujer de los perros” en un intercambio cuya coreografía está sujeta por un guion que literalmente es dramático: vívidamente tensa, por momentos crispada y peligrosa y en algún momento con un revolver cargado sobre la mesa. Las relaciones con este tipo de testigos son siempre paradójicas pues lo que se comunica es lo que se niega, la mudez es más significativa que el habla. La amnesia no supone olvido, sino la voluntariedad del olvido y lo que se sugiere gestualmente es igual o más importante que el discurso que se escucha, en tanto anuncia lo indecible. Es ahí donde el brillo de Guzmán como narradora reluce y es capaz no sólo de ser un espejo de la realidad contada, sino una ventana que nos abre y sugiere mundos, opacos, retorcidos y mudos, a través de la protagonista.


El autor agradece a Newsletter, de librería Qué Leo Valdivia.

El malestar antes del estallido. Génesis del desajuste en el cine chileno 2010-2019

Los eventos sucedidos en el país desde el estallido de octubre y el proceso actual constituyente, nos obligan a preguntarnos si el cine chileno producido en el ciclo 2010-2019 adelantó parte de esta crisis. ¿Fue parte constitutiva de este malestar? ¿Se hizo eco de un malestar social acumulado a lo largo de las décadas anteriores?  Estas son algunas de las preguntas que motivan este artículo, cuya tesis es que en este período, efectivamente, se incubó en la producción cinematográfica local una sensación de agobio y malestar respecto al neoliberalismo como modelo económico, político y cultural y un fuerte rechazo a la clase política. El estallido de octubre nos obliga a revisar la historia reciente del cine para ponernos en contexto y comprender hacia dónde se mueve el cine chileno contemporáneo.

Por Iván Pinto

Del novísimo al giro del 2010

Para avanzar en estas ideas debemos ir un poco más atrás. El año 2005, en el marco del festival de cine de Valdivia, surge el primer movimiento cinematográfico de renovación generacional, un cine cuya recepción posterior no estuvo exento de polémica. La crítica académica y cinéfila acusó recibo de esta nueva generación de cineastas de forma ambivalente, por un lado, celebrando la innovación en el lenguaje, por otro, realizando una crítica a su desanclaje de la tradición histórica del cine político latinoamericano, acusando sus temáticas de un determinado narcisismo individualista, presente en libros como Un cine centrífugo (Carolina Urrutia, 2012); Intimidades desencantadas (Carlos Saavedra, 2012), Una gramática de la melancolía cinematográfica (Estévez, 2017) y El cine en Chile (2005-2015) (Vania Barraza, 2018), los cuales se han movilizado con distintas tesis respecto a la dimensión política de este cine: desde una acusación a su despolitización, al estado del «duelo» de post-dictadura, pasando por las formas en que poética y política pueden formularse en nuevos marcos a partir de una posición no-dicotómica del espacio de lo privado y el de lo político. Películas como Play (Alicia Scherson, 2005), La sagrada familia ( Sebastián Lelio, 2005), Se arrienda (Alberto Fuguet, 2005) o En la cama (Matías Bize, 2005) parecen representar con claridad las dicotomías de este cine: una suerte de ambiente de clase media alta, conflictos que se dan en el terreno de lo doméstico y la exploración de la narrativa y la estética a partir de ángulos nuevos y descentrados.

Quisiera acá hacer un pequeño desplazamiento . Aunque ha sido menos atendida, una película como Ilusiones ópticas (2008) de Cristián Jiménez, enmarcada en este grupo de películas atiende ya a elementos vinculados a la precarización de las relaciones, la mercantilización de la vida cotidiana  y un determinado ambiente de malestar, en el cual los personajes tienden a introyectarse y encerrarse en él.

Este grupo de películas pertenecientes al ciclo 2005-20010 del cine chileno parecen filmar los “patios interiores” del neoliberalismo en su dimensión afectiva, aunque siempre centrados en el retrato de una clase acomodada y muchas veces en la ciudad. La idea de un “encierro” –el mall, la pieza de hotel, la familia o la estructura jerárquica familiar y de clase- parece ser una de las formas en que este cine alegoriza determinada condición subjetiva.

Huacho (2008), de Alejandro Fernández Almendras.

Una línea paralela que encontrará su explosión luego del 2011 pero que encuentra antecedentes en las películas El pejesapo (Jose Luis Sepúlveda, 2006), Huacho (Alejandro Fernández Almendras, 2008) y Perro muerto (Camilo Becerra, 2010), que abren aristas dentro del cine chileno: la marginalidad, el mundo rural o la periferia son ejes que se tratan a partir de una mirada aguda a la precarización de la vida cotidiana, las transformaciones del trabajo, o los dispositivos de exclusión y desigualdad. Estas miradas más bien buscan retratar al neoliberalismo chileno desde su cara menos amable y desde grupos sociales menos favorecidos. Estos universos sociales se expanden en el cine del ciclo 2010-2019, dejan de ser casos aislados para intentar sacudirse de determinaciones de clase y geografía, abordando de lleno el terreno de la incertidumbre cotidiana y la precariedad social.

Un realismo del desajuste

El año 2011 empieza un nuevo ciclo de marchas en nuestro país, que se inaugura con la máxima “por una educación gratuita y de calidad”, una máxima igualitaria que se transforma en algo expansivo que empieza a abrazar a distintas causas y movimientos sociales. El paisaje social de Chile no volvió a ser el mismo luego de ese año. El cine chileno se vio afectado por esto, haciendo eco de esta “pasión igualitaria” que empezó en este nuevo ciclo de revueltas. Esto adquirió distintas formas y abordajes.

Películas como El primero de la familia (Carlos Leiva, 2016), Las analfabetas (Moisés Sepúlveda, 2013) o Volantín cortao (Diego Ayala y Anibal Jofré, 2013) son películas filmadas en el ambiente post-2011. En todas ellas se presenta una mirada crítica a la exclusión, en el primer caso desde las dificultades de un hogar de clase media trabajadora, al momento de querer que su hijo vaya a la universidad; en el segundo desde una crítica a la mirada “verticalizante” del acto educativo en una fábula entre una profesora joven e ilustrada y un personaje de otra generación que quiere aprender a leer, por último en Volantín cortao, la relación entre dos personajes de realidades diferentes, una joven profesional de trabajo social y un chico que está por salir del Sename, cuyas diferencias se esfuman al ser ambos víctimas de una misma lógica de exclusión social. En estos tres filmes hay una mirada descreída de las instituciones sociales, las cuales se observan agotadas, e inútiles al momento de querer salir de determinado circuito de marginación o exclusión. Son ellas mismas parte del problema.

Volantín cortao (2013), de Diego Ayala y Anibal Jofré.

La vida cotidiana y su pesantez, la precariedad de las condiciones de trabajo, la mercantilización de las relaciones humanas parecen temas que vuelven a lo largo de todo este cine post-2011: Sentados frente al fuego (Alejandro Fernández Almendras), Mitómana (José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola, 2011), Mala Junta (Claudia Huaiquimilla, 2016), Matar a un hombre (A. F. Almendras, 2014), Maleza (Ignacio Pavez, 2018), Cuentos sobre el futuro (Pachi Bustos, 2012), Trastornos de sueño (Camilo Becerra y Sofia Gomez, 2018), fieles retratos de una desigualdad social que está lejos del sueño del jaguar latinoamericano chileno. En retrospectiva analizar estos filmes nos dan luces del malestar social que se venía acumulando hasta el estallido. El cine chileno del ciclo 2011-2019 quiso permearse de esta realidad, sacudiéndose de determinados abordajes del ciclo anterior. Se trata de la búsqueda de un mayor «realismo» y el cine puesto al servicio del retrato de las clases sociales al cual el neoliberalismo económico ha pegado más duro. Se trata de un cine que apela a un “borde de lo real” en la ficción tal como ha sido pensado por Carolina Urrutia en su más reciente libro.

En los límites de la ficción

A los casos ya mencionados, muy marcados por determinado realismo dramático, sumamos otros ejes, como el de un cine de comunidades, identidad y exclusión. Es el caso no sólo de Mala junta e a partir de la representación del conflicto mapuche a la luz de la violencia de Estado, si no también de  temáticas como el género y la migración. El caso de Rara (María José San Martín, 2016) se trató de un filme que ayudó a sensibilizar el derecho a la tuición infantil de parejas lesbianas, en el marco de una película que opta por tomar el punto de vista de la niña mientras distintos discursos ideológicos sobre la familia ejercen presión sobre ella. Las temáticas LGBTQ han tenido fuerte presencia también en una serie de películas que han trabajado en un área más exploratoria. El caso señero de Naomi Campbel (Camila José Donoso y Nicolás Videla, 2013) y los filmes posteriores, El diablo es magnífico (Nicolás Videla, 2016) y Casa Roshell (Camila José Donoso, 2018), abrieron camino a nuevos modos de representación del sujeto “trans” a partir de una modalidad también ella misma “trans”, moviéndose en territorios donde la ficción y lo documental se combinan a partir de no-actores y el cuerpo como un soporte performático desde el cual se instala la película (lo que los directores han llamado como “trans-ficciones”).  Abordando el universo de las comunidades haitianas migrantes en Chile, el caso de Perro bomba (Juan Cáceres, 2019) trabaja también con no-actores propios de la comunidad en una lengua creole, en el marco de una reflexión sobre la exclusión y racismo presente en Chile en la actualidad.

Naomi Campbel (2013), de Camila José Donoso y Nicolás Videla.

Desde la ficción, la búsqueda de realidad, ha llevado al cine chileno a trabajar en interacción con escenarios y mundos reales, apoyándose del tratamiento documental para otorgar mayor verosimilitud a las películas llegando a cuestionar los límites entre géneros cinematográficos, algo que ya estaba presente en El pejesapo: se trata de una realidad que estalla a veces en su excesiva intensidad desbordando lo real en la ficción.

Corriendo el cerco del documental

A estas incursiones desde la ficción, debemos agregar el desarrollo del rubro documental, cuyos antecedentes debemos situar al menos desde la década del 50, instalándose como un formato que ha ido creciendo e institucionalizándose desde la década del noventa a nuestros días. Películas como La memoria obstinada (1997) y Aquí se construye (2000) formularon tempranamente dos tendencias claras de desarrollo del documental. Por un lado, el llamado documental autobiográfico que aborda aspectos de la memoria política reciente, confrontando testimonios y relatos generacionales. Sólo centrándonos en los últimos años películas como Sibila (Teresa Arredondo, 2012),  Venían a buscarme (Alvaro de la Barra, 2016), El pacto de Adriana (Lissette Orozco, 2017) y más recientemente Historia de mi nombre (Karin Cuyul, 2019) han aportado nuevos puntos de vista a la construcción de una memoria cívica de nuestro pasado reciente y las heridas que cruzan generaciones, militancias y filiaciones.

La segunda tendencia es lo que creo podríamos llamar el “documental de creación”, en el que Ignacio Agüero es un nombre muy relevante. Su película El otro día (2012) da presencia a un relato poético y arborescente que se pregunta por el encuentro con el otro, a partir de personajes que tocan a su puerta. Desde una singular forma de acercarse a sus personajes Agüero trabaja con la espontaneidad de los otros frente a cámara, realizando de forma subrepticia una cartografía subjetiva de un Santiago que es muchas ciudades. En un diálogo cruzado, la obra de José Luis Torres Leiva se ha movido libremente entre documental y ficción encontrando en El viento sabe que vuelvo a casa (2016) la utilización de el “método Agüero” al interior de su propio film a modo de una ficción que justifica el documental. Un juego de cajas chinas donde los límites entre ambos géneros son difusos, libres y poéticos.

Películas como  La once (Maite Alberdi, 2014), Pena de muerte (2014), La muerte de Pinochet (Bettina Perut e Iván Osnovikoff, 2011) o Il siciliano (José Luis Sepúlveda, Carolina Adriazola y Claudio Pizarro, 2018) han ido corriendo el cerco del documental hacia territorios fronterizos y móviles, abriendo el cine chileno a nuevas tendencias expresivas, centralmente, hacia una determinada condición performática y corpórea de la realidad cotidiana, en cuyo límite se juega un desacomodo crucial a las formas institucionales de representación.

El cine de la movilización

Sustentando nuestro planteamiento respecto a un cine que se ve fuertemente impactado por el ciclo de protestas iniciado el año 2011, surge un cine documental que acompañó directamente a las movilizaciones sociales surgidas a partir de este giro, así como abordó temáticas vinculadas a la educación y la desigualdad social.

Esto encuentra antecedentes previos en el documental  La revolución de los pingüinos (Jaime Díaz, 2008) y se profundiza luego del 2011 con películas que abordaron directamente el universo de las movilizaciones como Tres instantes, un grito (Cecilia Barriga, 2013), El vals de los inútiles (Edison Cajas, 2013) y Ya no basta con marchar (Hernan Saavedra, 2016), películas que registraron “in situ” a los movimientos estudiantiles, a veces desde el apego melancólico otras desde la pregunta por las nuevas formas de la revuelta que se instauraron en las marchas.

Si escuchas atentamente (2015), de Nicolás Guzmán.

Otro grupo de películas abordan ecos o aspectos más indirectos pero igualmente relevantes: Propaganda (Colectivo Mafi, 2014) aplica la metodología del “plano Lumière” para abordar el desprestigio de la política durante la campaña presidencial del 2013, tensionando la relación entre la política- institucional- y lo político- como disenso.

Crónica de un comité (Jose Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola, 2016) aborda la historia de un comité político que busca justicia para Manuel Gutiérrez, asesinado por la policía durante las protestas del 2011. Tomando recursos del documental directo y militante y llevando el punto de vista del documental hacia la auto-representación de los sujetos filmados (ellos mismos toman la cámara), llevan la pregunta por la militancia hacia las zonas áridas de sus condiciones materiales y de vida de quienes abogan por mayor justicia en nuestro país. Por último, Si escuchas atentamente (Nicolás Guzman, 2015) es un documental ajeno a la marcha que toma el seguimiento de tres adolescentes salidos de un liceo público de un barrio periférico de la ciudad, para indagar en el universo subjetivo del deseo, entendido como horizonte de expectativa en un universo social que no cesa de ser segregado y marginado de oportunidades. Desde una óptica diagonal, se trata de una película que realiza una feroz crítica al modelo mercantilista y desigual de la educación de nuestro país.

El cine de la movilización encuentra un auge luego del estallido del 2019. A la luz de este nuevos colectivos se organizan y antiguos se reactivan en una producción profusa, viral y vinculada al llamado “agit-prop” (propaganda de agitación).

Dos colectivos nuevos: Ojo Chile y Colectivo Registro Callejero se encuentran en plena actividad de registro de los sucesos desde sus redes sociales y canales, en ejercicios que pasean entre el testimonio, el video clip y el montaje experimental, siempre vinculado a la contingencia y el universo de las protestas. A estos dos casos se suma la reactivación de MAFI, quienes en su cuenta de Instagram reactivaron sus memorables planos durante estos agitados días, y una serie de cortos de la Escuela Popular de Cine, sobre la contingencia, denunciando abusos de violencia y montajes policiales, vinculando su trabajo al reciclaje y la contra-información, desmontando las versiones oficiales, todo desde su cuenta youtube.  Este grupo de películas- cortos virales, registros, ejercicios- en plena expansión parece ser un punto de llegada provisorio para este recorrido, uno que nos llevó a lo largo de diversa experiencias cinematográficas “previas” al estallido social, en diálogo profundo con el acontecer país.  Se trató, a nuestro parecer, del cine que filmó el malestar antes del estallido.

La Chile en la historia de Chile: Julieta Kirkwood (1936-1985)

Por Valentina Aravena

Fue hace más de seis décadas, un 8 de enero de 1949, cuando se concretó uno de los hitos emblemáticos en la historia del movimiento feminista en Chile: el derecho a voto para las mujeres. Un camino que recorrieron destacadas activistas de la época, como Elena Caffarena u Olga Poblete, entre tantas otras mujeres que marcaron un precedente para las nuevas generaciones. Por aquel entonces, Julieta Kirkwood era solo una adolescente.

Sería más tarde, durante la década del 70 y tras haber estudiado Sociología y Ciencias Políticas en la Universidad de Chile, que se convertiría en una de las voces más influyentes del feminismo en el país, siendo reconocida como la refundadora del movimiento feminista chileno. Como militante socialista e investigadora de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), Kirkwood se involucró activamente en la movilización de mujeres y comenzó a articular instancias de participación y difusión en los inicios de la dictadura. Fundó organizaciones, editó revistas, dictó charlas y talleres y salió a las calles, mientras se entregaba a un intenso ejercicio de producción teórica que la llevaría a ser reconocida en todo el continente.

Elisa Loncon y Nelly Richard en la Cátedra de Pensamiento Situado. Crédito: Felipe PoGa.

Para las investigadoras Pierina Ferreti y Luna Follegati, su feminismo es ambicioso. “Se propone reinventar la democracia empujándola hacia la transformación del orden político-sexual y ampliar el proyecto histórico del socialismo sumado a la transformación de las estructuras sociales con el objetivo de una revolución de la vida cotidiana”, señalan en Preguntas que Hicieron Movimiento. Escritos Feministas 1979-1985, libro que reúne una selección de notas de la socióloga que, en conjunto, buscan dar claves de su pensamiento. 

“Como rebelde —añade Cynthia Rimsky en el prólogo— Julieta Kirkwood no cumple con la distancia convenida a una intelectual respecto de su objeto de estudio. Busca una forma de pensar y escribir sobre la actualidad que entreteja el análisis del pasado, la experiencia del presente y la anticipación del futuro”. Como activista política e intelectual, dedicó gran parte de su vida a visibilizar el entramado de luchas suprimidas por el saber patriarcal, buscando archivos y documentos, reviviendo la herencia de las feministas obreras, estudiando la participación histórica de las mujeres en la política, y explicando por qué es tan relevante su participación en todos los aspectos de la democracia.

La atención hacia su producción intelectual fue, hasta hace poco, escasa. “El silencio en torno a Julieta Kirkwood no fue casual. Formó parte de un conjunto de omisiones que se instalaron en el Chile de la transición a la democracia”, escriben Ferreti y Follegati. Debido a la lógica despolitizadora de los gobiernos civiles de centro-izquierda y una democracia restringida, la articulación popular y el movimiento feminista pierden el protagonismo conseguido años “Su radicalidad no calzaba con la estrecha ‘medida de lo posible’ que se imponía de facto”, detallan las autoras. 

Hoy, a 85 años de su natalicio, su pensamiento parece más vigente que nunca. La emergencia en 2018 del movimiento de mujeres organizadas, sumado al triunfo de jóvenes feministas en las elecciones de mayo de 2021, son la prueba de que se ha abierto un nuevo espacio a las tensiones que alguna vez Kirkwood buscó reunir, como advierten Ferreti y Follegati: “izquierda y feminismo, socialismo y democracia, movimientos y partidos”.  


Fuentes:

 “La relevancia que cobra Julieta Kirkwood en el Chile actual”, de Estefanía Labrín, 2021. En uchile.cl

Preguntas que Hicieron Movimiento. Escritos Feministas 1979-1985, de Pierina Ferreti y Luna Follegati. Banda Propia, 2021. 

Pensar horizontes, generar poéticas, valorizar los cuerpos

“Este grupo constituyente reúne emergencias sociales imposibles de homologar. No se trata de pensar solo oposicionalmente, sino entender que en su conformación se alberga un extenso campo de no coincidencias. Los cuerpos electos son una multiplicidad de escrituras sociales que buscan redactar también un texto múltiple, más complejo, actual y poblado”.

Por Diamela Eltit

Habitamos (hoy mismo) un territorio social recorrido por la incertidumbre. Un tiempo que se verificará en el tiempo. La escritura de la nueva Constitución será, sin duda, importante para ampliar fronteras jurídicas que apunten a reconfigurar normativas que posibiliten la ampliación de lo público, los poderes del Estado y su beneficio en los espacios sociales.

Esta escritura forma parte de un protocolo que busca actualizar el marco según el cual se regirá el territorio y, por otra parte, desalojará la figura de Pinochet y sus aliados civiles del control jurídico (material y simbólico) que hasta hoy mismo nos rige. El acuerdo constitucional fue activado por la urgencia del estallido y la extrema violencia ejercida por la policía. Se materializó durante la extensa enfermedad que hasta ahora ha ocasionado una suma de miles de muertos, especialmente de personas habitantes de sectores periféricos a lo largo del país.

El estallido puso en evidencia la existencia de micropolíticas, de formas de resistencia generadas por la ciudadanía ante el poder del neoliberalismo extractivista (de recursos naturales y de los cuerpos, especialmente de mujeres). Estas formas de resistencia moleculares operaban como políticas autogestionadas y autónomas. Fueron esas organizaciones móviles, minoritarias, muchas de ellas agrupadas bajo La Lista del Pueblo, las que consiguieron torcer la conformación hegemónica de la política y configurar los flujos que hoy pueblan la Constituyente. Más allá de la crisis interna, muy lamentable, explosiva y elocuente, que hoy cruza a los integrantes de La Lista del Pueblo, su poderosa emergencia constitucional es la que hay valorizar, porque  ellos conformaron las líneas de fuga que los consolidaron como modelos de resistencia. Transitaron de lo virtual a lo real, pusieron de manifiesto las diferencias que pueblan lo heterogéneo.  Hicieron historia.       

La intensidad política ahora está volcada a desplegar diversidades: la plurinacionalidad, la autonomía de los pueblos originarios, identidades transbinarias, prácticas, comunidades, bienes comunes, equidades que podrían encontrar, en una nueva escritura convencional, espacios proclives a los cambios de paradigmas. Y allí, una de las interrogantes complejas y abiertas radica en la cultura.

Definir “la Cultura” requiere pensar agudamente una multitud de campos, porque la cultura radica en el lenguaje, porque después de todo y antes que nada “somos lenguaje”. La escritura misma es una parte del lenguaje (entre muchos). El lenguaje o los lenguajes producen y, a su vez, reproducen cada una de las estructuras que forman la organización social del mundo o, dicho de otra manera, la sociedad es codificación. En ese sentido, la Constitución misma es una producción cultural.

La composición de los constituyentes conforma un mapa humano múltiple que en su interior contiene diversas gramáticas, desde el rechazo a modificar el texto de 1980 hasta nuevas formas de inclusión, considerando el género como un punto primordial en la búsqueda de equidad. Se apela a la reconfiguración de los cuerpos en sus territorios ya simbólicos, ya materiales, para generar autonomías, disminuir el centralismo y promover los bienes comunes.

En ese sentido, este grupo constituyente reúne emergencias sociales imposibles de homologar. No se trata de pensar solo oposicionalmente, sino entender que en su conformación se alberga un extenso campo de no coincidencias. Los cuerpos electos son una multiplicidad de escrituras sociales que buscan redactar también un texto múltiple, más complejo, actual y poblado.

Pero, desde luego, la contingencia de la composición de los constituyentes es producto de un hecho excepcional, no es aplicable a la realidad más real nacional, puesto que el control hegemónico del ultracapitalismo se mantiene hasta hoy intacto mediante la captura del sentido, es decir, este neoliberalismo irracional, fundado en la avidez y en la concentración de riqueza, se ha dotado de una poderosa racionalidad económica que lo sustenta y lo sostiene. Y eso atraviesa (y controla)  cada uno de los dilemas, géneros, territorios, identidades, recursos básicos.  

Resulta oportuno referirse aquí a las creaciones estéticas y su lugar en la escritura constitucional. Desde luego, las producciones artísticas no son constitucionalizables, y no lo son porque parte importante pertenece al campo de lo intempestivo, de la disrupción y de la irrupción. Así, no es posible poner sobre ellas normativas, pues atraviesan tiempos y fronteras. Muchas de las prácticas artísticas trabajan fundamentalmente con un deseo que, en general, está “fuera de control”. O como lo señalan Gilles Deleuze y Félix Guattari,  emanan de la creatividad, que puede ser entendida como una “máquina deseante” que une lo subjetivo y lo real. La creatividad artística es productiva porque se funda precisamente en un deseo que es producción, un deseo que es poética.  En ese sentido, situar la producción estética en la Constitución implicaría una forma de control apaciguadora del deseo.

Entonces pienso que más allá de establecer la creatividad como un derecho y favorecer iniciativas que apunten en esa dirección, será el conjunto de la tarea constitucional el que posibilitaría un territorio más favorable para las producciones estéticas. Todas cuestiones culturales como paridad, comunidades, geografías, diversidad y libertades (cada una como territorios por ganar, horizontes por construir, nunca inmediatos) podrían contribuir a favorecer, reconocer, difundir los campos creativos.

Desde luego, en el marco constitucional hay que poner en marcha instrumentos burocráticos que apunten a financiamientos. Pero el punto estratégico para la producción artística es cómo generar espacios que integren la burocracia  pero que, a la vez, la atraviesen  y hasta rehúyan las normativas más monótonas, para evitar así que se desencadenen mecánicas de disciplinamiento sobre los campos estéticos.

Nuestros deseos comunes

«La letra no lo cambiará todo. Hay países que mantienen escrituras colectivas con las palabras “pueblo”, “plurinacionalidad” o “buen vivir” y, en la praxis, ello no ha garantizado una estructura social más justa. Por eso debemos seguir allí, atentas a lo que vendrá, atentas a lo que se tenga que defender. Por eso este tejido va más allá de la propia Constitución».

Por Daniela Catrileo

No voy a mentir: no sigo la discusión de la Convención Constituyente como si fuese un reality show. No lo digo en el sentido espectacular de la imagen televisada, sino por su articulación discursiva inagotable. Se me hace difícil seguirle sus rápidas huellas, especialmente en el presente de crisis que todavía intentamos habitar, una vida pandémica, con su peor versión del concepto de hibridez hecho carne. No estoy pendiente de la totalidad de su funcionamiento institucional, más allá de lo que resuena en las noticias, en ciertas columnas de opinión o en las declaraciones de constituyentes en la esfera pública. Porque hay que decirlo: la discusión de la Convención ha permeado mayorías, en el sentido de estar presente en la cotidianeidad de la sociedad movilizada. Su potencia oral se ha viralizado ineludiblemente, como rumor, anécdota o comentario al paso. Podríamos afirmar que no ha sido una discusión política aislada como tantas otras, pues ha encontrado resonancias y oleajes fuera del centro santiaguino y fuera de las élites acomodadas de siempre.

Explicito mi relación actual con la Convención porque sé que hay quienes se han esmerado en seguir los debates con rigurosidad, mientras que yo apenas me he colado por una tangente que más parece un patio enmalezado. No obstante eso, entre el enredo de malezas hay cuestiones que me son significativas, y para sincerarme por completo debo también decir que en un inicio tampoco tenía mucha esperanza en el proceso. Hasta antes de saber los resultados de las elecciones de quienes serían finalmente constituyentes, no me quería involucrar demasiado, lo que a su vez se traduce en un no me quería ilusionar. Quizás porque estábamos acostumbradas a las derrotas sucesivas y porque me invadía cierta desazón respecto al trayecto institucional que comenzaba. En su reverso, se me aparecía todo lo que nos ofrendó la revuelta, con sus distintos brazos, ríos, colores. Toda la experiencia en su complejidad.

No es que haya apostado por la marginación del proceso político. Al contrario, fui parte de algunas actividades y apoyé candidaturas que me parecían importantes, especialmente las de mujeres mapuche que han estado en diversos frentes de lucha. Mi sensación de sospecha se anclaba más en los acontecimientos previos a los resultados de las elecciones: antes del mapudungun irrumpiendo torrencialmente y antes del afafan colectivo contagiando a todes. Mi sospecha no era petrificante, no estaba pasmada ante lo inexplicable, sino ante sucesos concretos que me siguen generando contradicciones. Sobre todo, eso de tener que transar porque se está en el campo de “la política”. Y entonces mis temores se arraigan en comenzar un proceso constituyente con desigualdades, perjudicando una posibilidad única: no resolver la situación de presxs políticxs de la revuelta y la tremenda zancadilla parlamentaria a la participación del pueblo afrochileno entre los escaños reservados.

Ya sé, en este proceso no todo es como deseamos. Ni siquiera lo es en las acciones micropolíticas o en el trabajo colectivo. Pero no se me olvidan estos sucesos fundamentales, porque creo que para imaginar un porvenir común y tramar una heterogeneidad política que se piensa plurinacional, estos asuntos son pisos mínimos. Recordemos lo enmarañado del proceso previo, el poco tiempo para las campañas, el despilfarro de las candidaturas “empresariales”, la desinformación intencionada del gobierno y la vergonzosa repartición de minutos para aparecer en la televisión pública. No seguiré con esta lista, solo presento los antecedentes de la sospecha. Tengo claro que los proyectos políticos no son inmediatos, más aún cuando hemos crecido junto a los fantasmas neoliberales con su propia Constitución.

Y acá doy el paso siguiente, porque hasta el momento he hilado aristas previas, el panorama de la desazón como antecedente. ¿Qué cambió después? Bueno, la inesperada participación popular de zonas que no solían participar de procesos electorales, la arremetida de independientes (especialmente de movimientos sociales y organizaciones territoriales) y el arribo de pu lamngen que han experimentado el hostigamiento racista del Estado colonial, así como voces fundamentales del presente indígena. Pero, sobre todo, la demostración de que no somos una minoría, sino todo lo contrario: somos comunidades plurales y movilizadas.

Todo esto no me quita la desazón inicial, mantengo los reparos ya mencionados. Pero aquella heterogeneidad en movimiento, ese temblor popular ha tendido puentes que hasta ahora parecían imposibles de figurar bajo el mandato de una república forjada a punta de despojos y opresiones. Pues no solo se trataba de constatar la deslegitimación histórica del Estado, sino de su aparataje de representaciones impuestas violentamente a lo largo de siglos. Cargamos con muchas heridas en este pedazo de tierra.

Entonces, ¿cómo no sentirse tocada por las imágenes, las lenguas, las propuestas de trastocar el mundo añejo que heredamos? Y no lo digo solo por la creación de ese artefacto esperado como una letra transgresora o una escritura nueva, sino por todos los pliegues que se cuelan en su camino: la algarabía de la discusión colectiva, la imaginación venidera y su proceso vertiginoso. Porque no será fácil. Pienso en el legítimo disenso de quienes no se sienten convocades porque apuestan por formas de vida fuera del Estado. Pero sobre todo en aquellos que harán lo imposible para enturbiar el proceso constituyente mediante posiciones que ya hemos atestiguado durante estas últimas semanas, con oleadas racistas de una minoría que patalea, moribunda en un rincón.

Hoy el proceso constituyente nos ha traído representaciones más similares a nuestras experiencias. En este sentido, no puedo dejar de preguntarme: ¿qué hubiese sido de las niñas mapuche que fuimos si hubiésemos tenido la posibilidad de escuchar el discurso de la lamngen Elisa Loncon en nuestras infancias? Y, ante todo: ¿cómo será el mañana de la niñez mapuche y no mapuche escuchando cómo brota nuestra lengua viva?

La letra no lo cambiará todo. Hay países que mantienen escrituras colectivas con las palabras “pueblo”, “plurinacionalidad” o “buen vivir” y, en la praxis, ello no ha garantizado una estructura social más justa. Por eso debemos seguir allí, atentas a lo que vendrá, atentas a lo que se tenga que defender. Por eso este tejido va más allá de la propia Constitución. Se relaciona con lo que se comienza a quebrar, con lo que se transforma simbólicamente cuando se brinda al menos una posibilidad de imaginar un porvenir diferente. Además, significa algo fundamental: abortar una letra muerta y una lengua pura. Se nos vuelve urgente emanciparnos de la escritura y la razón dictatorial, evadir el espectro neoliberal que nos devora. Espero que la letra y la lengua futura, impuras, puedan dar testimonio del temblor incansable de nuestros deseos comunes.

Recuperar la imaginación política, desapropiar la escritura constituyente

“Para que la escritura constitucional sea un espacio común entre las oralidades, con la Convención Constitucional por primera vez en la historia podemos pensar en recuperar la imaginación política. Lo que la paridad y la plurinacionalidad modifica es la posibilidad de producir un presente, pensando la escritura como una producción de maneras otras de constituir lo político”.

Por Sofía Brito

En la versión original de la Constitución de 1980, el derecho de propiedad tiene setenta y nueve incisos, forma con que se nombra a los versos en el lenguaje jurídico.

Si leemos la Constitución como un poema largo y no como ese fantasmagórico y poderoso artefacto con escudo de portada, el derecho de propiedad (19 nº24) sería la estrofa más críptica.

Para entender el lenguaje de la propiedad constitucional, habría que escudriñar en la poética sobre la propiedad de Andrés Bello en el Código Civil, y a la vez en los cuentos de terror de la Unidad Popular sobre la expropiación. Aquella época donde las campañas publicitarias hablaban del comunismo como un régimen expropiador, cuyo gobierno se llevaría la ropa, los muebles y hasta el último cimiento de las casas. El mito que sostiene la dictadura es el de las colas y las cacerolas, por todo lo que “dejaba de haber”, todo lo que “ya no se podía encontrar fácilmente”.

La promesa neoliberal es la promesa de las cosas. “Hacer de Chile un país de propietarios y no de proletarios”, decía Augusto Pinochet. Que cada persona sería capaz de obtenerlas sin depender del Estado. Donde “no todos, sino cualquiera” podría hacerse rico, donde el esfuerzo individual no tendría que mantener a nadie más que uno mismo, donde las uñas propias comenzaron a ser parte de la narrativa del individuo,  el hombre, la familia, el “bolsillo de todos los chilenos”.

Las Constituciones son libros con conceptos de textura abierta, escuché muchas veces en las clases de derecho constitucional. La vaguedad de su lenguaje y su polisemia permiten interpretaciones acordes a los movimientos y cambios sociales. En el caso de la Constitución de 1980, hubo una preocupación en esos siete años de trabajo de la Comisión Ortúzar por mantener los cerrojos de su piel azul marino para quien dijera la palabra pueblo, y una acusasión directa de terrorismo en al artículo noveno a quiénes nos nombraran como pueblos plurales. Las palabras libertad, dignidad, derechos, se mantuvieron enclaustradas en interpretaciones marcadas por ese derecho a la propiedad: el más regulado, el más importante, el más largo y específico.

Las leyes que devienen de esta cúspide normativa se han impuesto con cierta solemnidad, un fraseo formal, una estructura que nos hace reconocible el lenguaje del poder de aquella élite que acumuló sus privilegios a través del despojo y la racionalidad colonial. El primer pilar del poder constituyente dictatorial fue la defensa acérrima a esa división que asienta el derecho de propiedad basada en el miedo. Los delitos contra la propiedad siguen siendo los de mayor palestra pública e importancia en el aparataje judicial y comunicacional. Las cosas corporales e incorporales, los bienes, son lo único que ha sido llorado por el poder en este pasillo neoliberal. La pena de muerte llegó a ser justificada como “un instrumento de rehabilitación muy profunda del alma humana” por Jaime Guzmán[1]. No ha habido verdad ni justicia para las y los detenidos desaparecidos. No hay indulto para lxs presxs politicxs ni reparación por todas las mutilaciones de la revuelta de octubre. La Plaza Dignidad está cercada por un perímetro cuadrado de hierro —hoy pintado de blanco— que protege el pedestal vacío de la estatua del General Baquedano. Sebastián Piñera continúa siendo presidente.

***

Desde que la revuelta social de 2019 levantó las banderas por una asamblea constituyente, he estado haciendo talleres sobre proceso constituyente y feminismos. En 2018, los momentos de escritura de La Constitución en debate eran la pausa dentro de todas las actividades, entrevistas, reuniones que requería la movilización de ese tiempo. Todos los viernes nos juntábamos en la sede de LOM, en Concha y Toro, a revisar el libro con Silvia Aguilera para conversar qué es lo que se entendía y lo que no de ese lenguaje jurídico que intentábamos traducir. Dejar de escribir en abogado habiendo estudiado derecho sigue siendo un desafío complejo. No sé si lo que el derecho le hace a la escritura sea una cuestión de endurecimiento, como señalaba Armando Uribe. Más bien creo que el problema es la performatividad leguleya, la pose de dureza que dispone la posición de faro republicano, de expertos en un lenguaje decimonónico que solo sirve/ha servido como gramática de la división de clases.

Despojarse de la poética guzmaniana de la ley es uno de los nudos democráticos de la Convención Constitucional y de quienes, desde nuestro trabajo/activismos, buscamos contribuir a ese proceso. La escritura constituyente necesita soltura de mano y lengua, acortar las distancias entre lo que con desprecio ha sido llamado coloquial, así como  eliminar los bastiones de privilegio que se asientan en una supuesta sabiduría predominante en el culto formal y han dividido estos territorios entre quienes “hablan bien y hablan mal”. La élite ha sustentado su acumulación en un poder/saber que a fuego ha redactado constituciones desde la racionalidad colonial europeizante, así con Diego Portales como con la reforma de 2005.

De algún modo, así lo intuíamos en esas jornadas de edición con Silvia. No teníamos idea que se venía un 18 de octubre, pero sí habíamos sentido con el equipo de autores esa distancia en investigaciones sobre los Encuentros Locales Autoconvocados del proceso constituyente del gobierno de Bachelet. Muchas de las y los asistentes a estos debates sentían, en algún punto, que había un saber que les había sido negado para discutir “estos temas”. El proceso constituyente de Bachelet terminó siendo desechado con el cambio de gobierno. Lo que se fraguaba en las placas subterráneas todavía no tenía tiempo, fue surgiendo desde un saber histórico, quizás, que buscaba derrocar la Constitución de 1980 desde su misma promulgación. Así que cuando la consigna por la asamblea constituyente se volvió común, nos apuramos con los últimos detalles y lanzamos el libro el 18 de noviembre de 2019, con la esperanza de poder ser una herramienta.

Desde ahí recibimos solicitudes de asambleas territoriales y cabildos para ir a explicar qué era una Constitución. Fue un desafío muy hermoso en mi propia des-abogadización pensar en metodologías que permitieran hacer nexos entre esos saberes negados con la vida cotidiana, entre nuestro cuerpo y nuestros territorios, entre nuestras relaciones interpersonales y la forma en que nos relacionamos con el Estado. Destituir la propietarización con la cual fue codificada la Constitución de 1980 en espacios locales, territoriales, vecinales. Espacios que se han pensado a sí mismos siempre como lugares aislados no-importantes para la política. El taller constituyente ha sido, sobre todo, un lugar de catarsis para preguntar(nos) cómo podrían ser las formas en que ordenamos nuestras vidas (con este acento) de otros modos. Pienso que la apertura del gran triunfo del Apruebo y la composición de la Convención Constitucional es una escritura constituyente desapropiada, es decir —como señala Cristina Rivera Garza—, una escritura cuya poética se sostiene sin propiedad, o retando constantemente el concepto y la práctica de la propiedad, pero en una interdependencia mutua con respecto al lenguaje[2].

Para que la escritura constitucional no sea un asunto de técnica o de experticia, para que sea un espacio común entre las oralidades, con la Convención Constitucional por primera vez en la historia podemos pensar en recuperar la imaginación política. Lo que la paridad y la plurinacionalidad modifican es la posibilidad de producir un presente, pensando la escritura como un trabajo, una producción de maneras otras de constituir lo político. Invitan a leer y descolonizar(nos)[3]. Invitan a repensar el lugar del representar y dar paso al presentar/estar presente, en lo que ahonda la escritora mexicana:

“Lejos pues del paternalista «dar voz» de ciertas subjetividades imperiales o del ingenuo colocarse en los zapatos de otros, se trata aquí de prácticas de escritura que traen esos zapatos y a esos otros a la materialidad de un texto que es, en este sentido, siempre un texto fraguado relacionalmente, es decir, en comunidad.”

El cuidado por la equidad territorial, la justicia epistemológica y la educación popular en la Convención tienen la potencia de hacernos construir otro espacio de lo político más allá de las cocinas o, más bien, sacar lo político de esa cocina ficcional de lo ya-hecho ya-cocinado, para revisar con ello el rol que ha tenido lo doméstico y el trabajo de cuidados.

***

Pienso que no hay mejor última lectura posible para el derecho a la propiedad neoliberal que las AFP teniendo que sufrir su primer temblor en décadas. Si las ficciones que habilitó el poder constituyente dictatorial son las del miedo y la muerte, el poder constituyente de octubre cambió el sentido de las cacerolas; las disidencias cambiamos el sentido de las colas, los pueblos y pueblas son plurales, y la dignidad rayada en los muros ha transformado la de los incisos: estamos abriendo, en las resistencias, otras metáforas para constituirnos contra la precarización de la vida.


[1] Fundación Jaime Guzmán. “Jaime Guzmán, Pena de muerte”. Video en línea: https://www.youtube.com/watch?v=slEaQZONKtc

[2] Rivera Garza, Cristina. “Necropolítica y escritura”. En: Los muertos indóciles. Santiago: Los libros de la mujer rota, 2020. p. 128.

[3] La interpelación de la presidenta Elisa Loncon a la constituyente Marcela Cubillos tras semanas de acoso político colonialista, irrumpe y habilita la plurinacionalidad como modo de repensar las ficciones que se han instalado como regímenes de verdad en nuestros territorios sobre la cultura, la lengua, los cánones de belleza blancos/europeos e inclusive cuáles son las vestimentas “adecuadas” para el ejercicio de la política.

Silvia Federici: “El Cono Sur está trayendo al mundo la lucha de las mujeres”

En una larga conversación, la autora de Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria habló de la política de los comunes, del desarrollo y su crítica a la izquierda capitalista; de este Chile que cambia y que tiene los ojos del mundo encima. También de la pandemia y los cuidados, y de las luchas que continúan. El mundo se ha ido convirtiendo en un “campo de refugiados” y “solo un uno por ciento de la población no tiene miedo al futuro”, dice desde Brooklyn esta ciudadana italiana-estadounidense que ha formado escuela y que hoy es una de las grandes pensadoras del feminismo anticapitalista.

Por Ximena Póo

En Reencantar el mundo. El feminismo y la política de los comunes (2020), Silvia Federici (Parma, Italia, 1942) dice que su principal preocupación en este libro es “demostrar que el principio de los comunes, tal y como lo definen actualmente feministas, anarquistas, ecologistas y marxistas no ortodoxos, contrata con el supuesto que comparten los desarrollistas, los aceleracionistas y el propio Marx sobre la necesidad de privatizar la tierra como vía hacia la producción a gran escala y sobre la necesidad de la globalización como instrumento para la unificación de los proletarios del mundo”. Ese párrafo y, por supuesto, todo el libro y los anteriores, han sido un camino para quienes transitamos en el aprendizaje feminista, intentando decolonizar incluso el feminismo occidental. Por eso, cuando decidí entrevistarla, pensé en las innumerables veces que la he citado en clases y en esos días en que en Valparaíso y Santiago, antes de la revuelta, estuvo en Chile compartiendo con jóvenes de todas las edades. 

Así, a través de Zoom, conversamos alrededor de dos horas para acercarnos en la cotidianeidad, ella en Nueva York y yo en Santiago. Generosa, en medio del cuidado que proporciona a su pareja, de los escritos y las lecturas y su trabajo con los colectivos de apoyo en Brooklyn, hablamos de tradiciones feministas, del trabajo de las mujeres y la deuda, de las diversidades de todo tipo, de los momentos de vértigo y dolor por los que atraviesa este mundo, incluidas nuestras propias fisuras cruzadas por una pandemia que se ampara en cepas que no solo son biológicas. Y hablamos de creatividad, futuros, resistencias, vida y claves. Ella dice que “Chile es fundamental” hoy, y de eso también hablamos.

Crédito: Analía Cid

Silvia Federici es feminista al pie de la calle, no de salón. Trabajó durante años enseñando en Nigeria y ha promovido que es un derecho que el trabajo doméstico sea reconocido y remunerado. Se considera autónoma dentro de la teoría marxista y ha creado escuela, con una obra marcada por textos como Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria (2004); Revolución en punto cero: trabajo doméstico y luchas feministas (2013), El patriarcado del salario (2018) y ¿Quién le debe a quién? Ensayos transnacionales de desobediencia financiera, publicado junto a otras autoras en julio de 2021.

En este texto se puede leer un manifiesto escrito por ella, Verónica Gago y Luci Cavallero, cuya esencia está en este párrafo: 

“La pandemia ha acelerado la crisis planetaria. La amenaza a la vida se expande, evidenciando políticas destructivas que llevan muchos años. Sin embargo, queremos señalar que hoy es la deuda la verdadera plaga que afecta a millones de personas en todo el mundo, y en especial a las mujeres, lesbianas, travestis y trans. La deuda expresa un momento de gran concentración del capital y de su salto hacia adelante. Aun en la pandemia, en medio de la suspensión de la mayoría de las actividades, el capital financiero no se detuvo. El endeudamiento de los hogares que ya se venía observando durante los últimos años, se diversificó e incrementó frente a la emergencia del COVID19, ya que las deudas ‘no bancarias’ por alimentos, medicamentos, alquileres y servicios de luz, agua, gas y acceso a conectividad crecieron a ritmo acelerado, lo cual se hace aún más fuerte en los hogares monomarentales, con mujeres a cargo de niñes, convirtiendo al endeudamiento en otra de las formas de intensificación de las desigualdades de género (…). La deuda funciona como la máquina más grande de acumulación de riqueza para el capitalismo actual y, simultáneamente, como una forma de control social. La deuda es una herramienta política del capital para explotar y confiscar la vitalidad social y determinar el tiempo futuro”.

Hablamos largo de la vida en casa, del teletrabajo, de los huertos urbanos, los gestos de humanidad, las luchas, el racismo y los enclaves patriarcales que, como la deuda, determinan la existencia y aceleran la máquina, expulsando cuerpos, amenazando las vidas. Ella es parte de una trenza larga de mujeres que durante el siglo XX y mucho antes, desde las trincheras de la furia y el cariño, hoy salen a la calle nuevamente. Este es parte del diálogo que entablamos para Palabra Pública.

En Chile el tiempo ha estado extraño, porque con la crisis climática no ha llovido nada. En la montaña no hay nieve y eso va a acelerar aún más la sequía ya agravada por la concentración de la propiedad del agua.

—Es una locura. Es lo que está pasando aquí también. Se han quemado kilómetros y kilómetros durante semanas. No hay lluvia, se está desertificando todo y por eso hay tanto incendio. La monocultura, que usa muchísima agua, está secando los ríos. Es catastrófico. Se habla mucho de planes verdes, de la gasolina verde, pero en realidad no se hace nada. Es una cosa tremenda. 

Lo que vivimos es una destrucción ecosocial, que implica cambios de vida brutales. Has hablado e investigado mucho sobre los bienes comunes y lo que significa pensarse en común, más allá de lo público. Esos espacios de lo común van quedando como un lugar de resistencia en medio del capitalismo destructivo. 

—Hay mucha gente para la cual sobrevivir es luchar, y creo que estos son los lugares y las luchas más importantes en todo el mundo. Hay gente que no se hace la pregunta de si puedo resistir o no, porque resistir es su única verdad. Es la situación de la mayoría; solo el uno por ciento de las personas puede sentirse segura por el futuro.

En Reencantar el mundo… la política de los comunes es la clave del giro cultural. En Chile, esa disputa está presente en nuestro proceso constituyente, y está en la propia izquierda, dividida entre los desarrollistas aceleracionistas y quienes estamos por el lado de los comunes, en esa interseccionalidad antirracista, antipatriarcal y antineoliberal. ¿Cómo lo ves tú?

Veo que desarrollo es violencia y ahí podemos hablar de 500 años de evidencias, de expulsión, privatización de tierras, destrucción de comunidades. Hoy, “desarrollo” significa expulsar a personas u obligarlas a estar en sus tierras, pero como trabajadores dependientes, no como gente que puede disfrutar de la riqueza natural. El plan es poner todo en cuestión de dependencia: que podamos ser despedidos cuando ellos quieran, que nos den el salario más bajo, y también concentrarnos en las ciudades donde nos puedan controlar. Por ejemplo, no podemos controlar lo que comemos porque ellos controlan la agricultura. No es paranoia, es lo que vemos. Está pasando en todo el mundo y también están las guerras. Esa situación de guerra infinita y permanente es parte de la condición material del desarrollo. Desarrollo significa prácticamente transformar todos los bienes naturales en bienes comerciales. El mundo se está transformando en un gran campo de refugiados; no hay vida, no hay futuro, no hay alegría, no hay nada. Es la historia de las últimas décadas: Somalía, Yemen, Afganistán, Irak, Siria. La guerra y el terrorismo permiten bombardear, destruir, y expulsar millones y millones de personas que tenían el derecho de vivir en sus países desde tiempos ancestrales pero que son desplazados por compañías. Esto también involucra a los planes de desarrollo verde. Por eso, pensar el desarrollo en los términos en que se ponen hoy es realmente suicida en la izquierda. Es la visión de un marxismo ortodoxo, ciego, que piensa que el desarrollo es todo. No, toda la historia del desarrollo es una historia de conquista, de racismo, de divisiones. Lo repito miles de veces: la acumulación capitalista es acumulación de jerarquías, de desigualdades, de riqueza privada. Su éxito ha sido la capacidad de hacer que proletarios maten a proletarios, que hombres controlen y exploten a las mujeres, que blancos controlen y exploten a los racializados. Eso es desarrollo. No sé qué pasa por la mente de esta gente: hay una izquierda que tiene una concepción capitalista del mundo.

Crédito: Gisela Vola.

Camila Sosa Villada: “Hay un montón de gente nombrándose disidencia y que no es disidente de nada”

Si el mundo artístico fuese una gran avenida, Camila Sosa Villada sería quien que la cruza y detiene el tráfico. La actriz y autora argentina publicó Las malas en 2019, un libro en el que se disuelven las fronteras entre autobiografía, crónica y ficción; un relato sobre un grupo de travestis que se prostituyen en un parque de Córdoba, y que, de paso, también es su historia. La de esa familia mágica que la vida le entregó en medio de la violencia. En esta entrevista, Camila habla sobre la escritura y los lugares en los que encuentra la belleza. También explica por qué la chilena Claudia Rodríguez “es la mejor escritora de nuestro tiempo” y por qué detesta la palabra “disidencia”.

Por Javiera Tapia

La novia de Sandro. Un blog que existió en internet y que luego fue borrado por su autora. Muchas veces se dice que una vez que algo llega a esta nube infinita, aunque lo elimines, siempre estará ahí. Quién diría que esa idea que, en general, representa un problema para muchas personas que ven pedazos de su vida en internet sin su consentimiento, jugaría a favor de todes y nos dejaría un regalo. La novia de Sandro fue eliminado por Camila Sosa (La Falda, Argentina, 1982), pero antes, un fan anónimo respaldó toda esa escritura y, después de varios años, envió ese registro por correo electrónico a su autora. Lo que alguna vez supuso una vergüenza para ella, con una nueva lectura y el paso del tiempo, se había transformado en un tesoro. En el testimonio de una revolucionaria. 

Ese es el origen de Las malas, el libro que Tusquets editó en marzo de 2019 y que atrajo mucha lectoría y buenas críticas. Allí cuenta la historia de un grupo de travestis que se prostituyen en el Parque Sarmiento de Córdoba y la familia que construyen juntas alrededor de la Tía Encarna, la matriarca. Es un libro híbrido, no es casual que se publicara dentro de la colección Rara Avis. Tiene mucho de autobiografía, pero también de ficción, crónica y realismo mágico, incluso; lo que lo convierte en un relato indomable, inclasificable, al igual que su autora, que además ha publicado, entre otros, el ensayo El viaje inútil (2018) y la novela  Tesis sobre una domesticación (2019).

Además de estar acompañada, en su memoria, por esta familia de travestis a las que homenajea y con las que construye una suerte de mitología, cuenta que hubo lecturas que se colaron durante la escritura de Las malas: “La guerra no tiene rostro de mujer, de Svetlana Alexievich; Memorias de una superviviente e Historia del general Dann y de la hija de Mara, de Griot y del perro de las nieves, de Doris Lessing; Formas comunes, de Gabriel Giorgi y, siempre, Marguerite Duras”. 

Crédito: Alejandro Guyot.

Fue en 2020 que Camila recibió el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, que año a año entrega la Feria del Libro de Guadalajara a la mejor novela escrita por una mujer. “Hoy el mundo es un poco más justo y, por lo tanto, más bello. Y como a mí no me asusta la mentira y tampoco caer en obviedades, les agradezco el coraje y lo inesperado. Se sienta un precedente con esta indecente escritora travesti que recibe tamaña distinción. Y, como dice Susy Shock, mi comadrita, se inaugura la venganza de las travestis por donde menos se lo esperaban: a través de la palabra”, dijo en su discurso de aceptación. 

En esa misma ocasión, se refirió a Las malas como un libro cómplice, uno “que anestesia la culpa de una sociedad que pretendió mi cadáver y el de muchas. Y que aún lo pretende”. Porque las travestis han soñado y sueñan con otras existencias posibles, mientras que la sociedad latinoamericana les recuerda que su esperanza de vida en el continente es solo de 35 años, según datos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).     

“En una entrevista dijiste que te sorprendía que con el libro muchas personas descubrieran que ‘las travestis viven en la mierda’”, le digo. Camila responde que se ha encontrado constantemente con ese tipo de comentarios. “Aman su negación”, asegura, sobre un mundo que sigue eligiendo no mirar.   

Para ella, el secreto de Las malas es precisamente todo lo que no se cuenta. Eso es “lo que vuelve al libro accesible al dolor y a la palabra. Todo lo demás permanece en el silencio y está en cada página. Es un libro que se escribió con dolor y resentimiento porque, claro, esa es la venganza, poder devolver una canción, juntar los escombros de una vida y hacerlos palabras. Vengarse a través de ellas”, dijo al recibir el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. 

¿Cómo se resiste la vida sin alegría, sin belleza, sin sueños? ¿Cómo se le planta cara a la violencia sin fantasía ni magia? Estas preguntas me llevan nuevamente al libro de Camila. A algunas imágenes que impactan no solo por su escritura talentosa, sino también por ser talismanes dentro del horror. María la Muda, que poco a poco se descubre como ave. Los hombres expatriados sin cabeza que aman a las travestis, una metáfora perfecta de la supresión del mandato patriarcal como única salida para amar fuera de la norma. Una matriarca que hace llorar a la virgen cuando canta o un grupo de travestis que se bañan en la fuente de la juventud hecha de sus propias lágrimas. 

Todas esas imágenes llenas de magia “son las excusas para callar algo que podría ser terrible para mí si despertara mi cuerpo de su necesaria anestesia; enloquecería, pintaría mi boca de anaranjado y me iría a vivir entre cangrejos, a la orilla del mar. Ya no escribiría ni hablaría. Me dejaría arrastrar por la locura. Por eso no hay realidad en Las malas, porque yo no quiero volverme loca todavía”, explicaba el día de su premiación. 

De nuevo. ¿Cómo se resiste la vida sin alegría, sin belleza, sin sueños? ¿Cómo se le planta cara a la violencia sin fantasía ni magia?  Al escucharla hablar, se me viene a la cabeza la historia de todes quienes no fueron hombres cis durante el siglo XX. Y pienso de inmediato en Ayuquelén, el colectivo lésbico feminista chileno creado en 1984. Lesbianas construyendo, celebrando y defendiendo su existencia en medio de una dictadura, con un nombre como Ayuquelén, palabra mapudungún que significa “la alegría de ser”. Así de revolucionario. Porque la alegría en medio de la violencia, en cualquier época y contexto, es un arma y un sostén. Lo sigue siendo.

En Las malas, Camila empuja el significado tradicional de “lo bello” hasta hacerlo polvo. Como si todas las descripciones que pudiésemos hacer del concepto resultaran vanas o insuficientes. En su vida, últimamente, la belleza que la conmociona la ha encontrado en “la serie La veneno, los libros de Delphine de Vigan. En los poemas de Sharon Olds. Siempre en la voz de Billie Holiday. En mi amante dormido en mi cama y todos los rastros del sexo que tuvimos una y otra vez hasta dormirnos. En la comida que hacen mis viejos. En mis amigos y yo bajo el embrujo de alguna sustancia bailando a plena luz del día. En Claudia Rodríguez de punta a punta”, dice, sobre la poeta y activista chilena. 

Y al final de esta lista bella, lanza una reflexión que nos baja a tierra:  “Luego de una visión como esta es necesario cerrar los ojos y estar en silencio. Recordar que el mundo se termina y no hay belleza que nos salve”.

La relación entre la argentina y la escritora y actriz Claudia Rodríguez es profunda. En  2019, y a diez años de haber debutado en el teatro, Camila llevó al escenario Vienen por mí, un unipersonal basado en el texto de Claudia. Lo que separa la cordillera, lo unen las experiencias, las palabras y el arte. 

Camila dice que “Claudia Rodríguez es la mejor escritora viva de nuestro tiempo. Es inteligente, honesta. Habla desde su experiencia. No intenta robarle la vida a nadie para escribir. Su mundo, el mundo de su mamá, de sus hermanos, de su infancia, de su juventud y la prostitución; de su cuerpo, su silicona. Me recuerda mucho a Sharon Olds. Su escritura es como una pequeña bomba. Detona en quien la lee. Hace una economía de lenguaje admirable. Es dulce. Yo le digo la travesti más transparente”. 

El 19 de abril de 2021, Claudia dijo: «Una de las cosas hermosas que tenemos las travestis es besar. Abrazar. También el humor y las risas (…). La vida pasa por encima de nosotras con pocas posibilidades de que podamos decidir, pero ahí están los besos, los abrazos y la ternura de la que aún no hemos escrito». ¿La ocasión? El lanzamiento virtual del libro Me arde, de Mara Rita.

Otra de las invitadas a la cita fue Camila Sosa. Ese día, ella preparó un texto llamado, precisamente, Besitos o el terror del mundo. Lo leyó frente a la cámara de su computador, pero parecía hacerlo sobre un escenario: 

“Tienes que abrir más la boca, me dices. Cómo explicarlo, que cada vez que doy un beso trato que sea pequeñito. Pequeñito por el miedo de dejar el hambre de infinitos millones de besitos que tengo guardados dentro de mí. Temo que si abro un poquito más la boca, me devoraría al mundo por completo y todo lo que esté cerca en menos de un segundo. Créeme, tienes que creerme. Temo que me lo devoraría todo, créeme, todo. Y aún así tendría hambre de infinitos millones de besitos. Por suerte para el mundo y lo que esté cerca, solo un beso tuyo me saciaría por completo y me dejaría solo con hambre de ti y nada más, que te quede claro. Pero todo esto contigo es casi imposible. Por eso aún el mundo y lo que está cerca, me temen”. 

Y con aquel final, el silencio se extendió durante varios segundos. 

Ese día, ambas hablaron también de los sueños. Claudia decía que las travestis tenían que contar los propios “porque no se nos permite soñar”. Camila, luego, respondía a la pregunta ¿qué es ser travesti?. “No es necesario que coincidamos en la respuesta”, advirtió. “Por eso se hace tan necesario, urgente, positivo y bello que escribamos y soñemos. Porque todas tenemos distintos sueños”. 

***

“Yo escribo ficción, ese es mi asunto, en el teatro, en la escritura, cuando canto. Es ficción pura”, dice, cuando le pregunto si acaso todes construimos la ficción que más nos gusta para vivir. “La vida es una ficción, claro”, agrega. “Lo otro es que nos guste o no. Estamos viviendo no una ficción, sino una mentira. Incluso las dizque disidencias, incluso el movimiento lgbterf, están viviendo una mentira donde primero nombran su identidad y en torno a eso organizan su guion. Lo veo a diario. En esto, las travestis fuimos al revés. Nos dimos cuenta mientras íbamos viviendo cómo nombrarnos, cómo vivir, qué condiciones había a nuestro alrededor para que nuestra vida se desarrollara. Pero claro, hablo de hace muchos años atrás. No era nada sencillo lidiar con esto”. 

Si una ha seguido sus comentarios públicos, sabrá que Camila es crítica con el feminismo por ser un nuevo espacio de poder, y porque se ha transformado en un gran paraguas que también alberga discursos transexcluyentes, es decir, que no consideran a las personas trans como sujetos del feminismo. Es la postura de quienes se denominan TERF, acrónimo de Trans Exclusionary Radical Feminist (Feminista Radical Transexcluyente). “Yo no voy a estar aguantando a una tarada que me trate mal, que me trate de hombre, que me insulte, que me haga sentir incómoda. A los 14 años me fui de mi casa a dormir debajo de una piedra, mirá si no voy a poder irme del feminismo y de la palabra mujer”, dijo en una entrevista en La Tercera, en marzo de 2021. 

Cuando le pregunto por la disputa cultural desde las disidencias, aparecen otras reflexiones críticas. “Creo que hay un montón de gente nombrándose disidencia y que no es disidente de nada, y no solo eso, sino diciendo además que hacen cultura disidente. Un montón de aprovechadas y aprovechados diciendo lo que hay que oír en la era del pink washing, usurpando las experiencias travestis de otras generaciones y apropiándoselas en nombre de un colectivo que es capaz de dar mucho más de lo que hasta ahora está dando”, reclama.

“Como si estos personajes, aparecidos ayer y que se nombran a sí mismos trans, trans no binarios y no sé cuántas otras nomenclaturas más sin compartir ni una sola condición histórica o social con las travestis de hace veinte, treinta, cuarenta, cincuenta años atrás, silenciaran con sus expresiones verdaderas obras de arte que va a contrapelo de lo establecido. Hacen mucho ruido, son muy ruidosos y están ocupados en un panfletarismo que no admite respuestas, porque ya dan todo cocinado, masticado, digerido y cagado. Eso da la sensación de una fuerza, pero se me hace que es solo ruido”, opina, categórica. 

Hablamos sobre la adaptación de Las malas a una miniserie, a cargo de Armando Bó. Le comento que leí en archivos de prensa que ella había aceptado la realización del proyecto con la condición de que el equipo de trabajo estuviese integrado por personas trans. Ella me corrige y, de paso, a los periodistas que publicaron esas notas, pues donde escribieron “trans”, la palabra que se debía usar era “travesti”. 

“Puse la condición de que hubiera travestis, que no es lo mismo que decir personas trans. Las personas trans son otra historia. Las travestis, como yo, las del libro, las que quiero que integren los equipos en el set, esas son más especiales”, dice. “Mira, yo detesto la palabra disidencia. En los proyectos culturales mainstream siguen llamando a las que supimos adaptarnos, las que tenemos apariencias que ellos toleran y que piensan que el público puede tolerar; las educaditas, las oportunistas también. Pero las verdaderas travestis están en otro lado y haciendo otras cosas”. 

Muchas cosas. Ojalá siempre en gerundio: viviendo, creando, besando y soñando.

Los imaginarios de Kemy Oyarzún

En el libro Imaginarios de la posdictadura. Reflexiones sobre feminismo, cultura y política en Chile (1990-2020), publicado por Cuarto Propio, la destacada académica e investigadora feminista —reconocida por la Universidad de Chile con la medalla Amanda Labarca— reflexiona y analiza el escenario político, social y cultural del país de las tres últimas décadas. Y lo hace observando no desde la torre de marfil de una academia aséptica, sino a partir de la reflexión crítica de una intelectual que, desde los estudios culturales y de género, y desde las teorías feministas y marxistas, interpreta los momentos de inflexión de una sociedad tensada en la que se está gestando no solo un profundo cambio cultural, sino también un potente malestar social. 

Por Faride Zerán

Cuando le comento a Kemy Oyarzún —no sin cierta preocupación— que su libro tiene cerca de 600 páginas, se ríe a través del teléfono y me responde: “es que no son 30 pesos, son 30 años”. Y claro, tiene razón, porque lo que decide emprender con Imaginarios de la posdictadura. Reflexiones sobre feminismo, cultura y política en Chile (1990-2020), de la editorial Cuarto Propio, es precisamente eso. Compartir una mirada, análisis y puntos de vista sobre el escenario político, social y cultural del país de las tres últimas décadas, observado no desde la torre de marfil de una academia aséptica, sino desde la reflexión crítica de la intelectual que desde los estudios culturales y de género, desde las teorías feministas y marxistas, va desplegando, interpretando, acompañando los distintos momentos de inflexión de una sociedad tensada en la que se está gestando no solo un profundo cambio cultural, sino también un potente malestar social. 

El género donde se juega este libro es el ensayo, en este caso un conjunto de textos publicados en diversos momentos a lo largo de estas décadas y estructurado en cuatro partes: Genealogías, Instalaciones, Democracia en disputa y Biopoder, trabajo, políticas del cuerpo. Partes que abarcan a su vez los 21 capítulos que contienen debates centrales: desde Allende a la transición, desde Bachelet a Piñera, a través de las estrategias políticas para abordar género, familia , disidencias, aborto. Todo esto para culminar con una serie de reflexiones en tono al mayo feminista de 2018, el estallido social y los efectos de la pandemia analizados también desde el complejo dispositivo comunicacional. 

Estamos ante un corpus crítico en tormo a los debates sobre las teorías feministas y los estudios culturales, en los que figuras como Elena Caffarena y Amanda Labarca —abordadas en un interesante contrapunto—; Julieta Kirwood, el caso de Juana Catrilaf o el colectivo Las Tesis adquieren relevancia especial por la relectura lúcida de Kemy Oyarzún, quien ha sido una pionera en el estudio de estas materias dentro de la Universidad de Chile, desde su retorno del exilio en 1990.

Nada es casual en este aporte de Oyarzún. Desde la portada, que nos remite a las imágenes utilizadas en la potente y desconocida prensa feminista de fines del siglo XIX e inicios del XX; a la dedicatoria “a los presos políticos de la revuelta”, que nos ubica en una contingencia que la autora no solo no elude, sino que interpela a través de sus textos.

Así, y en una suerte de rayado de cancha, expresa que los imaginarios son ideológicos precisamente a partir de una problematización de la dominación, y que la hegemonía los convierte en representaciones simbólicas en el sentido de expresar las diferencias en las relaciones de poder, las que deben permanecer ocultas en la densidad figurativa para ser efectivas. Esto, en el contexto del fin de la historia y de las ideologías, como lo planteara Fukuyama a inicios de los noventa.

Para completar la ecuación, Kemy Oyarzún nos invita a pensar en ideologemas en vez de ideologías, remitiéndose a Julia Kristeva y a otras teóricas. Ideologemas en tanto un entramado más complejo o, como ella misma lo define: “un paradigma semiótico y semántico, una matriz que afecta la producción de sentido y valor de un amplio espectro de discursos, retóricas, prácticas comunicacionales, políticas y estéticas”.

Frente a todo esto emergen los feminismos, que a lo largo de las décadas de luchas no solo han resignificado estos imaginaros heteropatriarcales, sino que con lucidez e intensidad han sido capaces de estar presentes de distintas maneras para constituirse hoy en figuras protagónicas del cambio social y cultural. 

Me detengo en el concepto de identidades nómades del capítulo sobre teoría critica, feminismos y crisis del sujeto, donde Oyarzún dialoga y hace dialogar a parte de las teóricas feministas contemporáneas en tono a conceptos como sujeto e identidad, para luego afirmar que “ las identidades son constructos culturales, ficciones necesarias para el sentido de pertenencia, de identificación y lucha por el reconocimiento de derechos”, puntualiza la autora, y a continuación propone que “el imperativo ético-político apunta a forzar el reconocimiento del carácter diverso e inesperado de la organización de las diferencias sexuales y a nuevas formas de hacer políticas implicadas por la producción actual de identidades diversas y disidentes de las normas heteropatriarcales”.

Estas y otras lecturas y relecturas sobre el momento político, social y cultural que vive el país corroboran un fenómeno que se viene manifestando de manera evidente en estos últimos años. Y es que si bien el pensamiento crítico, la reflexión teoríca y la lectura lúcida habita en muchas moradas —léase la academia, la política, los centros de estudios, etcétera—, es en el espacio donde convergen y dialogan las distintas corrientes del feminismo donde se está produciendo con mayor densidad un dispositivo teoríco-crítico capaz de leer tanto los cambios como los nuevos escenarios que sacuden a nuestras sociedades; así como de entender la irrupción de nuevos actores y demandas que aluden a una diversidad y complejidad omitidas por las viejas izquierdas.

Y esta observación no solo tiene que ver con la vigencia y potencia de un dispositivo teórico-crítico capaz de entender e interpretar el espíritu de nuestro tiempo, sino que apunta además a la irrupción de las nuevas generaciones de mujeres en la escena política, como ha quedado demostrado no solo en la Convención Constitucional —la primera en el mundo elegida de manera paritaria y con una mujer mapuche a la cabeza, Elisa Loncon—, sino en la cantidad de mujeres electas en los gobiernos locales, instalando otros estilos, discursos y estéticas.

Imaginarios de la posdictadura. Reflexiones sobre feminismo, cultura y política en Chile (1990-2020)
Kemy Oyarzún
Cuarto Propio, 2021
518 páginas

Termino invocando a la autora de este texto que contiene de manera significativa los hitos y debates sobre feminismo, cultura y política producidos en las tres últimas décadas. Y destaco que se trata no solo de una relevante académica e investigadora de la Universidad de Chile, Doctora en Filosofía, mención en Literatura, y directora del Magíster de Estudios de Género y Cultura de la Facultad de Filosofía y Humanidades. Porque entre sus textos de ensayo, y parapetada tras el rigor de la academia y de su formación sustentada en el feminismo, el sicoanálisis, la semiótica y el marxismo, Kemy Oyarzún ha ocultado-cultivado por años su pasión de poeta, con una obra tan sólida como la ensayística. 

Pienso, por ejemplo, en su libro Tinta sangre, publicado en 2014, y en la simetría temática con estos Imaginarios de la posdictadura, en tanto se trata de un texto de largo aliento que va develando-desnudando a través de la palabra seca, brutal y precisa lo que se esconde tras la tinta–sangre, ya sea del titular del diario o aquella con la que se ha escrito una parte importante de la historia de nuestro país, como el femicidio, el incesto, la violación, el aborto y un largo etcétera que nos habla sobre abuso y poder.

En fin, estamos ante un talento versátil y una trayectoria académica impecable que la Universidad de Chile acaba de reconocer hace algunas semanas al distinguirla con la medalla Amanda Labarca.