En esta entrevista, Romina Pistacchio y Gabriela Alburquenque desentrañan el programa intelectual de la crítica literaria Soledad Bianchi.
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«La historia de la Cineteca de la Universidad de Chile —señala su coordinador, Luis Horta— es también la historia de cómo se ha conservado el cine en nuestro país en los últimos sesenta años». Primero desdeñado, luego reprimido y más tarde mercantilizado, el cine nacional no la tenido fácil a la hora de ganar reconocimiento como un patrimonio que «relata nuestras penas, alegrías y dolores». La Cineteca se ha dedicado a la conservación de ese patrimonio. Y ahora, en su sexagésimo aniversario, dice Horta, afronta nuevos desafíos: la valoración del cine desde las comunidades, la promoción del pensamiento crítico para la apreciación de su sentido y la defensa del acto sensible de ver cine.
Por Luis Horta C.
En un contexto en que se deprecian las humanidades en favor de la tecnocracia, en que el conocimiento es desplazado por la información y en que el pensamiento crítico queda fuera de lugar, resulta ilustrativo abordar el caso de una institución que representa los devenires del campo cultural en los últimos sesenta años del país. La historia de la Cineteca de la Universidad de Chile, fundada en el año 1961, ilustra cómo se ha transformado el Estado y las instituciones chilenas en la segunda mitad del siglo XX, proponiendo preguntas respecto a qué tipo de rol ha representado la educación artística y patrimonial en los devenires de nuestras estructuras sociales. Blandiéndonos de una conmemoración que, más allá de la fecha onomástica, significa dar cauce en el mundo actual a la conservación y promoción de las artes audiovisuales, propondremos una lectura panorámica para abordar estas ideas.

Antiguamente, se consideraba que el cine era únicamente una entretención de fin de semana, cuyo gusto popular lo hacía ser visto peyorativamente por las clases acomodadas. Por tanto, no existía la noción de conservar el cine, debido a su naturaleza efímera situada únicamente en torno a sus posibilidades comerciales. Será a mediados de los años cincuenta cuando una nueva generación comenzará a entender las cualidades artísticas, estéticas e históricas del cine, conformando primero el Cine Club Universitario, que proyectaba semanalmente películas consideradas de valor artístico, sumando cine-foros que promovían la autoeducación. Del Cine Club surgirá la Cineteca de la Universidad de Chile, instituyendo el primer centro del país dedicado a la conservación y preservación audiovisual. Esto implicó subvertir las caracterizaciones sobre el rol que ocupan las imágenes en movimiento en las sociedades modernas, situándolas como un vehículo propulsor de contenidos educativos, ideas que operan masivamente en el campo de lo sensible. Pedro Chaskel, su primer director, encabezará el trabajo de reunir un acopio de películas que quedaría a disposición de quien quisiera consultarlas, además de emprender la tarea de albergar películas nacionales para su resguardo. Así, la creación de la Cineteca irá de la mano con el cambio de estatus que adquieren las artes nacionales desde mediados del siglo XX, expresado en la fundación del Teatro Nacional Chileno, el Ballet Nacional o el Museo de Arte Popular Americano, los cuales repensaron la institucionalidad mediante una apertura a nuevas materialidades y a las demandas de la comunidad.
Prontamente la sede de la Cineteca se convirtió en un epicentro. Su ubicación central en calle Amunátegui número 73 albergaba un acopio de películas de libre acceso, una biblioteca, un archivo de afiches, fotografías y guiones, además de una sala de cine. Las exhibiciones eran frecuentes y masivas, acompañadas de cine-foros dirigidos por el profesor Kerry Oñate, además de la implementación de un modelo de cine móvil con proyecciones en zonas rurales, cordones industriales o poblaciones, lugares en los que no había salas de cine. La Cineteca fue visitada por los más importantes autores e intelectuales del periodo, entre ellos Roberto Rosselini, Henri Langlois, Joris Ivens o Chris Marker, quienes se acercaban a conocer la riqueza de un archivo que albergaba valiosas obras del nuevo cine chileno y latinoamericano: Raúl Ruiz, Jorge Sanjinés, Raymundo Gleyzer o Santiago Álvarez. En la sala de cine se firma el histórico texto “Manifiesto de los cineastas de la Unidad Popular”, firmado por un grupo de creadores que adscribía a las transformaciones sociales proyectadas por Salvador Allende en 1970, lo que da cuenta de la relevancia de este espacio dentro de la historia cultural contemporánea.
Tras el golpe de Estado se produce uno de los mayores daños al patrimonio audiovisual chileno que registre la historia. Los allanamientos realizados por civiles y militares forzaron a esconder películas que podían representar una visualidad que buscaban proscribir y borrar del imaginario colectivo. El despido de funcionarios por razones arbitrarias no impidió que se continuaran desarrollando actividades contraculturales, hasta que en 1976 se produce la clausura definitiva del departamento, provocando con ello que colecciones documentales y cinematográficas quedaran en el abandono. Los equipos técnicos como cámaras, proyectores o grabadores de sonido, fueron saqueados y, en algunos casos, destruidos. La sala de cine fue clausurada definitivamente y la Cineteca despojada de su edificio, el cual fue privatizado.

Nunca antes había ocurrido en el país que el Estado propiciara que parte importante de nuestro patrimonio fuese saqueado y desmantelado. Esa sería solo una de las varias etapas que acompañarían la reconfiguración cultural que se implementaría en el país, ya que la eficacia de las políticas del autoritarismo chileno, en cuanto a desmantelar el aparato institucional público, dejará fuera de ejercicio a la Cineteca de la Universidad de Chile por más de treinta años, sin medidas reparatorias incluso en el periodo de la postdictadura. Mediante un proceso de desmemoria e invisibilización de la labor realizada por las instituciones públicas en el periodo previo al golpe, se construyó un relato refundacional que resultaba oportuno para la instalación del modelo neoliberal, refundando desde cero la institucionalidad y convirtiendo a los públicos en consumidores de imágenes. Al desarticular este tejido social, se produce un retroceso de casi 100 años, donde el público vuelve a convertirse en un sujeto pasivo frente a la oferta cinematográfica que ofrece el mercado y, por tanto, el cine histórico pasa a medirse —al igual que cualquier pieza audiovisual— por sus posibilidades de producir capital y no por sus cualidades patrimoniales.
Sin embargo, las películas, sus públicos, sus recuerdos y sus experiencias, quedaban aún circulando en el inconsciente colectivo. Será a partir de la gestión realizada por un equipo de profesores de la naciente carrera de Cine y TV —perteneciente al Instituto de la Comunicación e Imagen (ICEI) de la Universidad de Chile— que en 2007 se inicia un proceso de recuperación de la colección fílmica de la Cineteca, la cual se encontraba en poder de privados. La sorpresa fue enorme, ya que aún se conservaban originales de Raúl Ruiz, Pedro Sienna, Pedro Chaskel y gran parte del cine político de los años 60 y 70. A partir de este momento se emprende un plan de acción enfocado en dos frentes que buscaba la recuperación de este fondo audiovisual, lo cual implicaba la búsqueda de recursos que permitiesen la restauración de los materiales originales y su paso a soportes digitales contemporáneos. Esto deriva en un trabajo de educación donde las obras sean puestas en valor y se genere un acercamiento crítico mediante el modelo horizontal del cineclubismo.

Lo anterior plantea que los problemas y desafíos del patrimonio audiovisual chileno actualmente son muy distintos a los de los años 60. Primeramente, en plena revolución digital, es necesario buscar estrategias de valorización de nuestro patrimonio a partir del contacto directo con las comunidades, lo cual implica que una Cineteca del siglo XXI no puede ser únicamente un acopio de materiales audiovisuales, sino una institución capaz de producir sentido a partir de la promoción del pensamiento crítico y el disenso fundamentado, lo cual puede generarse a partir de las dinámicas de la discusión que de forma privilegiada otorga una exhibición cinematográfica. En segundo término, existe la imperiosa necesidad de resguardar la experiencia sensible del acto de ver cine, lo cual adquiere mayor relevancia en este momento en que la pandemia del covid-19 ha implicado el aislamiento y la ruptura de las relaciones sociales. Luego, resulta importante volver a colocar en un lugar de importancia la conservación de materiales fílmicos producidos tanto ayer como en la actualidad, ya que el irreflexivo consumo de contenidos audiovisuales o la producción de nuevas obras a partir de materiales de archivo hace depreciar en el imaginario de los financistas este tipo de prácticas que garantizará que las futuras generaciones puedan acceder a los contenidos audiovisuales en las mismas condiciones con que fueron creados.
La historia de la Cineteca de la Universidad de Chile es también la historia de cómo se ha conservado el cine en nuestro país en los últimos sesenta años. Y cuando hablamos de cine, estamos hablando de una huella del tiempo albergada en una materialidad, una mirada subjetiva que habla de la naturaleza humana. Así, cuando señalamos la importancia de conservar el patrimonio audiovisual, estamos proponiendo conservar las sensibilidades de una época que han quedado plasmadas en un soporte que relata nuestras penas, alegrías y dolores.
Andrés Aylwin: Yo no soy un Quijote
En el libro Yo no soy un Quijote. El legado vivo de Andrés Aylwin Azócar, su nieto, el periodista Matías Rivas Aylwin, relata las horas más importantes de la vida política del exdiputado y defensor de derechos humanos durante tres épocas: la dictadura militar, la transición a la democracia y su retiro de la vida pública en 1998. En esta biografía, publicada por Catalonia, el autor se propone buscar la huella señera que dejara su abuelo, sin soslayar los desencuentros que tuvo con las élites dirigentes de la transición que contribuyó a abrir. Este extracto ilustra algunos de los primeros obstáculos que Andrés Aylwin debió sortear para defender los derechos humanos recién iniciada la dictadura.
Por Matías Rivas Aylwin
El callejón de las viudas
Entre 1973 y 1976 Andrés Aylwin alcanzó a conocer a plenitud el drama de los detenidos desaparecidos. A muchos los ubicaba por su trabajo como parlamentario en las zonas de Paine, San Bernardo y San Antonio. “Yo estuve seis meses detenido entre campo de prisioneros de Tejas Verdes y la cárcel de San Antonio —recordaría Joel Muñoz—. Allí nos fue a ver Andrés. Recuerdo su entereza y atrevimiento. Ingresó con su figura alta y desgarbada, cara triangular, demostrando dolor empático al igual que Cristo y cual Quijote con su lanza invisible a defender a sus compañeros y camaradas”.
A otros no los conocía en absoluto, como bien lo señalaría la periodista Patricia Verdugo: “Los afectados no eran ni sus amigos ni sus compañeros de partido político. Por el contrario, se trataba de personas en su mayor parte desconocidas para él y que, políticamente, habían sido sus adversarios”.
Cuando detectó esta realidad fue a informar al expresidente Eduardo Frei Montalva de los horrores que se estaban viviendo. Creía que al ser una figura destacada del partido debía estar al tanto de los múltiples crímenes que impunemente se cometían en las zonas rurales; pero se llevó una sorpresa. Así lo recordaría más tarde:
La verdad es que después de algunas experiencias dejé de informarlo porque no me parecía pertinente. Como era un político importante yo creía que debía informarlo, pero luego yo veía que él tenía una actitud de no asumir el cargo, de creer que era una exageración mía. Él pensaba que yo actuaba muy impresionado por algunas cosas que había visto, pero que no tenía una visión objetiva de lo que era el comunismo, de lo grave que era, y de lo que a su vez el comunismo estaba haciendo en Chile. Entonces, él, al principio al menos, cuando le relaté asuntos de San Antonio puso una cara como diciendo “no lo veo muy claro”. Después le empecé a relatar las cosas que vi en la Maestranza de los Ferrocarriles en San Bernardo, la situación de Paine, y a mí no me vengan a decir que no los habían detenido. Supe que alguna vez le dijo a un amigo íntimo que yo debería ver a un médico. Él creía que las cosas que yo contaba eran cosas imaginarias, que yo estaba fuera de la realidad.
En los meses posteriores al Golpe el apoyo que encontró en su sector político fue escaso. Él relataba que once ferroviarios habían sido fusilados en el cerro Chena y que otros tantos habían sido arrestados y hechos desaparecer en Paine, pero le decían que hablaba de un mundo irreal. Relataba que a los conscriptos se les transmitía la idea de que era “lícito” hacer lo que quisieran, ya que pronto se dictaría una ley de amnistía. Pero no le creían.

No obstante, otros sí lo escucharon con atención, entre ellos el abogado Roberto Garretón, que por entonces tenía un buen pasar profesional en una empresa de agua potable. Ambos se encontraron, poco después del 11 de septiembre, en el centro de Santiago, y Roberto no dudó en hacerle una pregunta crucial a su amigo:
—¿Qué se puede hacer para defender a los que están siendo encarcelados y perseguidos?
La respuesta de Andrés no la olvidaría nunca:
—Los políticos no podemos hacer nada, porque somos unos fracasados.
En octubre de 1973 se volvieron a encontrar, esta vez en tribunales, donde Andrés acudía constantemente a presentar recursos de amparo. Apenas vio a Roberto, se acercó y le dijo:
—Lo que tú buscabas ya existe, se formó un grupo de abogados que vamos a defender a los prisioneros y a los perseguidos, y estamos buscando abogados que asuman esta tarea.
Tras una pausa, le agregó una frase que daba cuenta de la dramática realidad del país:
—Obviamente, tienen que ser abogados de la DC o de derecha, porque los abogados de izquierda están entre los buscados o los sospechosos del nuevo orden de la dictadura.
Ese día, cuando Garretón llegó a su oficina, ya tenía un llamado que pedía respuesta, y era del influyente abogado Antonio Raveau, quien había sido ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago. Era Andrés quien había hecho el nexo.
Garretón lo llamó y Raveau le dijo que se había constituido el Comité Pro Paz y le preguntó si quería integrarse.
—Sí —respondió Garretón.
—¿Cuándo? —inquirió Raveau.
—Ahora mismo.
Muchas escenas marcaron a Andrés durante esos años. En 1973, vio con sus ojos el sufrimiento de Marcela Bacciarini, una niña que fue sometida a un consejo de guerra por haber leído propaganda de un movimiento de la Unidad Popular en una radioemisora local, previo al 11 de septiembre. “Difícilmente podré olvidarla: su padre asesinado semanas antes por la ‘ley de la fuga’; ella, ahora, frente a seis uniformados impecablemente vestidos, demacrada, ultrajada, destruida física y psíquicamente, tiritando casi hasta desplomarse”, escribirá en los años noventa.
En octubre del mismo año acompañó a la abogada Carmen Hertz en la búsqueda del cuerpo de su esposo, el periodista Carlos Berger, quien había sido asesinado por la Caravana de la Muerte en Calama.
Fueron a la embajada de Suecia, donde conversaron con el embajador Harald Edelstam, luego visitaron la Cruz Roja, el Colegio de Abogados y finalmente acudieron a la casa de Patricio Aylwin, quien se encontraba en cama, aquejado por una gripe.
Andrés hizo una síntesis del caso:
—Patricio, se trata de un joven de 30 años que fue ejecutado no obstante haber sido condenado por un consejo de guerra a 60 días de prisión. No han devuelto el cuerpo. Nosotros solo queremos recuperar el cuerpo.
Pero ninguna gestión dio resultado: el cuerpo de Berger ya había sido enterrado en una fosa clandestina.
Vivencias como aquellas se repetían con frecuencia, y él, que estaba al tanto de la existencia de cárceles secretas dirigidas, implementadas y financiadas por el Estado y sus agentes (algunas ubicadas a dos cuadras de La Moneda), donde se practicaban torturas, violaciones y asesinatos; que estaba en permanente contacto con las personas que vivían en los focos de represión; que había visto huesos quebrados, hombres y mujeres deshechos y traumatizados por las torturas; que había sentido la soledad y la indefensión de las víctimas; que había escuchado acerca de los supuestos suicidios y asesinatos justificados en la “ley de la fuga”; que había conocido a viudas que no sabían si eran viudas, huérfanos que desconocían si eran huérfanos y novias “atadas para siempre a una sombra”; él, con todo eso sobre sus hombros, tenía un objetivo en mente: ayudar con diligencia a cada hombre y mujer que se lo solicitara, como un médico que atiende sin distinguir el origen del paciente.
Mercedes Peñaloza, la mujer más afectada por el crimen colectivo que azotó a la zona de Paine después del 11 de septiembre, tocó la puerta de su modesta oficina ubicada en Huérfanos con Bandera y le dijo que seis miembros de su familia habían desaparecido luego de haber sido arrestados por uniformados camuflados, pintados e irreconocibles. Andrés, de inmediato, interpuso los correspondientes recursos de amparo. Pero el asunto no terminó ahí. Al momento de alegarlos ante la Corte Suprema, en días en que nadie se atrevía a levantar la voz, cuando tres o cuatro personas en la calle eran sospechosas sin razones aparentes, la señora Mercedes llegó a las siete de la mañana al Palacio de Tribunales en Santiago acompañada de cuarenta personas, quienes con su presencia hacían llegar hasta allí —el corazón formal de la institucionalidad jurídica de Chile— el profundo dolor del pueblo rural. “Siempre he pensado que después del golpe militar fue aquella la primera expresión pública de dignidad y dolor de un pueblo aplastado por el terrorismo de Estado —escribirá Andrés—. Lo que ellas vivían era peor que la muerte misma”.
El resultado de su alegato —en el que no pudo contener las lágrimas— fue decepcionante. La Corte Suprema argumentó que si el gobierno negaba los arrestos ellos no podían ordenar una investigación por un juez del crimen y tampoco designar a un ministro en visita. Pero lo más inquietante vino después del alegato, cuando el presidente de la sala, Israel Bórquez, se dirigió a él y en tono de reproche le preguntó:
—¿Para qué interpone usted un recurso de amparo, si usted sabe que todas estas personas están muertas?
La frase quedaría para siempre grabada en su memoria. Él, sin disimular su impresión, tuvo la fuerza para contestar:
—Presidente, si ustedes piensan que se está matando gente inocente, lo que deben hacer es designar a un ministro en visita para que investigue el crimen que se está cometiendo.
La audiencia terminó abruptamente, dejando la sensación de que la Corte Suprema estaba comprometida con las violaciones a los derechos humanos.
Andrés, mudo, tomó su tiempo para retirarse de la sala. Necesitaba reflexionar sobre qué diría a las personas que estaban allí afuera, esperando, sufriendo, con la esperanza de que el alegato los condujera a sus familiares y a la justicia.
Emocionado y desconcertado, pensó que no podía decirles lo que había escuchado, porque era demasiado cruel para esas madres e hijas escuchar que sus parientes habían sido asesinados y que la Corte Suprema tenía no solo pleno conocimiento de ello, sino que además ni siquiera manifestaba voluntad para impedir que los crímenes siguieran ocurriendo.

Matías Rivas Aylwin
Catalonia
188 páginas
Luego de una traumática despedida, en la que las mujeres lloraban a gritos, Andrés se retiró de la Corte convencido de que su rol no terminaba en los tribunales. “Siempre andaba con nosotros, él venía a las reuniones, nos entregó una ayuda humana —recordaría Ana Álvarez, esposa de Mario Muñoz Peñaloza, detenido desaparecido en Paine en octubre de 1973—. Él siempre nos trataba de levantar el ánimo, nos conversaba mucho, nos decía que todo esto iba a pasar, que teníamos que tener fe, que teníamos que tener confianza”. Y luego añade: “Se preocupaba de todo: que nos dieran las colaciones, los pasajes; que nos dieran ayuda en ropa en la Vicaría. Nunca se olvidó de nosotros”.
Ana María Cifuentes, víctima de la represión y testigo del dolor de las familias afectadas por las desapariciones en Paine, recordaría:
Don Andrés llegaba donde las personas y se acercaba a ellas y las abrazaba, mientras la señora Mónica lo miraba con su carita finita, delgadita, porque ella era su chofer, él no conducía. En Paine, en lo que se conocería como el “callejón de las viudas”, los mataron a todos, y esas mujeres del callejón lo adoraban; él siempre les dio una palabra de aliento y de esperanza, eso que nadie se atrevía a dar porque la gente no se atrevía a hablar, porque si te pillaban hablando…
Había mucho temor, la gente paraba la oreja para acusarte. Pero él no tenía miedo. Él iba a las personas, las personas no llegaban a él. Él iba donde había necesidad de afecto, de esperanza, de lucha; en poder lograr la democracia y encontrar justicia dentro de tanta injusticia. Lo que sucedía era inexplicable, ¿cómo se le podía quitar la vida a una persona por pensar diferente?
Lo que él entregaba a las personas que estaban sufriendo, que sufrían persecuciones, él lo entregaba con una, no sé cómo explicarlo, era algo tan interno suyo; él sufría tanto como ellos, don Andrés y la señora Mónica sufrían el dolor de las otras personas, les quitaba el sueño y el apetito.
Él y la señora Mónica fueron grandes referentes en lo humano y lo cristiano, me enseñaron lo que significa que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha. Ellos no mostraban lo que hacían, sino que de repente llegaba la gente y los abrazaban y les daban las gracias, ¡y nadie sabía por qué!
Él no entregaba nada material: entregaba ese apoyo, ese apretón de manos, ese abrazo, esa capacidad de escuchar, cosa que se ha perdido; el escucharnos unos a los otros se ha perdido. Él entregaba esperanza, aliento, fuerza, energía. Decía que lo íbamos a lograr, justicia va a llegar algún día, decía.
En los meses más oscuros después del Golpe, Andrés se convenció de que nunca más, sin importar la circunstancia, creería absolutamente nada a los representantes de la dictadura, palabra que para él se transformó en sinónimo de mentira. “Ni las supuestas fugas, ni la negación de los arrestos, ni sus informaciones siempre llenas de embustes —escribiría años después—. Esa fue la brújula que me señaló el camino por muchos años y que, día a día, me llevaría al encuentro de nuevas verdades. Dramáticas y crueles verdades que estaban al lado nuestro, junto a nosotros, al alcance de cualquier persona predispuesta a escuchar las voces del dolor”.
Punzante y pensante
«Para quienes tuvimos la impagable fortuna de conocer a la poeta, reconocemos nítidamente en este libro la profundidad de sus razones y la tesitura de su voz, más bronca que ronca. No encontrarán tanto sus ‘dapsin dipsin, dupsin dapsin’, ‘jamásmente’, ‘nuncamásmente’ u otras ‘pequeñas rasmilladuras del lenguaje’, como definía ella estas sonoras interjecciones destinadas a no latear con explicaciones largas. Más bien, encontrarán una biografía hablada y entreverada, sostenida en una palabra inquieta, esquinada, punzante y pensante», escribe el escritor Yanko Gonzalez en esta reseña del libro La palabra escondida, de Claudia Donoso, publicado por Ediciones UDP.
Por Yanko González
“¿Cuál es tu definición de un pelmazo?” le pregunta la periodista y escritora Claudia Donoso a la poeta Stella Díaz Varín (1926-2006). Enfática y acentuada -como lo fue en su vida, pero no en su obra, caracterizada por un lenguaje incorpóreo y subterráneo-, Stella le responde: “un pelmazo es un sujeto que te quita la soledad y no te da compañía”. A caballo entre la biografía dialógica, las memorias y las constantes agudezas del temple y la imaginación, esta plática acompañada y extendida durante siete años —casi siempre acaecida en la cocina de Stella o de Donoso y guarnecida de condumios y vinos diversos—, es uno de los pocos registros contundentes y de alta fidelidad que han capturado la melopea, la cultura literaria, política, epocal y, sobre todo, el singular talante, la gracia y el genio reflexivo de Stella Díaz. Sobra decirlo: ella es, sin dudarlo, una de las voces más relevantes de la poesía del siglo XX chileno, aunque algo ensombrecida por la caricatura y los flecos superficiales de la anécdota: “la poeta que le pegó a Enrique Lafourcade”, “la amante de Alejandro Jodorowsky”, la “musa” del poema “La víbora” de Nicanor Parra y otras naderías que la farándula literaria antepuso a sus rutilantes libros, como Sinfonía del hombre fósil (1953), Tiempo, medida imaginaria (1959) o Los dones previsibles (1992).
Cuenta Stella que Neruda le decía la “coloricus, cangregius serenensis, que en estado salvaje ataca al hombre”. Un mote, acaso, más defensivo que socarrón para quien mantuvo una relación querellante y rupturista en el campo literario por su condición minoritaria de mujer, intelectual, política y respondona, tanto con su propia generación, la del 50, como con las precedentes. “No naces individuo” -dirá en este libro de conversaciones- “sino que te conviertes en uno en la medida que piensas con libertad, a partir de ti mismo y no de los demás… Pero sucede que da miedo y la gente busca subterfugios, porque decidir ser lo que eres sin agachar el moño, es una opción que tiene riesgos… Pero bueno, de eso se trata”. Y de eso se trató toda su vida: no vivió ni escribió para quedar intacta, sino para ser lo que no hay que ser en el momento en el que se debe ser. Por eso, ante ella, muchos se acobardaban. Se permitió salir de las limitaciones y seguridades del yo hacia lo desconocido.

Claudia Donoso
Ediciones UDP, 2021
156 páginas
La palabra escondida recupera a esa Stella y otras, menos escuchadas por sus lectores, por sus admiradores o por quienes le temieron u omitieron. A través de una conversación ancha, de sutil vocación biográfica, el libro viaja al entorno y al interno de Stella casi sin rumbo fijo, orientado nada más que por el flujo de la compañía y la honestidad, a veces fulminante, pero siempre honda e hilvanada por la amistad que Díaz Varín le prodiga a Donoso a través del tiempo narrativo y el real. Se viaja por su infancia, la cercanía con la naturaleza y la muerte prematura de su padre, su llegada a Santiago desde La Serena, su formación intelectual y compromiso político -casi obliterado por los críticos-, su duros trances familiares y afectivos y, cómo no, la sociabilidad literaria que modulará su decir y su actuar de la mano de sus juntas noctámbulas y bohemias, como la de Jorge Teillier, Enrique Lihn o la del mítico poeta Teófilo Cid (“éramos exquisitos, teatrales y producidos” dice la poeta, “dandis de la noche, para nosotros no había nada peor que la vulgaridad”). En el recorrido, Claudia Donoso dispone a la poeta donde mejor se pliega y despliega, que no es tanto lo histórico o episódico -que lo hay y remece-, sino la vida propia y la de otros apostillada por sus juicios rotundos, sagaces y cavilantes. He ahí un acierto de la propiciadora de este diálogo, pues decide hacer una forma más sensata de biografía conversada: la que no se ocupa tanto de los acontecimientos, sino de los pensamientos enquistados en la vida. Y de esa materia, este libro está delicadamente colmado. En cada página se agazapa una reflexión fresca, inesperada, radiante, que esboza una poética y una enfática, una filia y una fobia que busca precisar su brava discordia con el mundo. Los artistas no son material transmisor -aventura en una de sus réplicas- “yo no soy eso, yo soy la fuente. Pequeñísima, pero soy la fuente”.
Para quienes tuvimos la impagable fortuna de conocer a la poeta, reconocemos nítidamente en este libro la profundidad de sus razones y la tesitura de su voz, más bronca que ronca. No encontrarán tanto sus “dapsin dipsin, dupsin dapsin”, “jamásmente”, “nuncamásmente” u otras “pequeñas rasmilladuras del lenguaje”, como definía ella estas sonoras interjecciones destinadas a no latear con explicaciones largas. Más bien, encontrarán una biografía hablada y entreverada, sostenida en una palabra inquieta, esquinada, punzante y pensante. Aquella palabra que nunca renunció a encontrar desde sus primeros hasta sus últimos poemas: “Una sola será mi lucha// Y mi triunfo;// Encontrar la palabra escondida// aquella vez de nuestro pacto secreto// a pocos días de terminar la infancia. /Debes recodar donde la guardaste”.
Por años Claudia Donoso fue una verdadera compañía que supo, como pocos, mostrar esa palabra y esa vida excepcional, vivida y viviéndose. Nos introdujo en aquella cocina encendida pero también la apagada y más oculta que Stella llevaba en el pecho, la menos dicha. Para varios, como Wilde, los biógrafos —y las escrituras que se entrometen con las existencias literarias ajenas— son ladrones de cadáveres: a unos les toca el polvo y a otros las cenizas, pero el alma les queda siempre fuera de su alcance. La palabra escondida está en las antípodas de las cenizas o la borra, puesto que nos obsequia una vasta porción del alma de la irremplazable Stella Díaz Varín.
El autor agradece a Newsletter, de librería Qué Leo Valdivia
Sylvia Palacios Whitman: una pionera chilena de la performance
La artista (Osorno, 1941), que comenzó su carrera en los años 60 tras radicarse en Nueva York, presenta por primera vez su trabajo en Chile. Sus acciones que deslumbraron a fines de los 70 fueron redescubiertas hace cinco años y devueltas a la vida en lugares tan importantes como la Tate, de Londres, y el Kunsthalle, de Viena. Una obra efímera, simple y compleja en partes iguales, que aterriza —bajo la curatoría de Jennifer McColl— hasta el 5 de enero en el Centro Nacional de Arte Contemporáneo Cerrillos y que la tendrá a ella misma en diciembre protagonizando algunas de sus piezas más emblemáticas. “Nunca imaginé, nunca pensé, que en Chile tendrían interés por mis cosas”, dice al teléfono la artista.
Por Denisse Espinoza
“¿Es danza minimalista? ¿Arte surrealista? ¿Ni arte ni danza? ¿A quién le importa cómo lo llamas? Prefiero que la experimentación artística me provoque reflexiones en lugar de saber su nombre”, escribía en 1979 Barbara Newman en su artículo para The Wisdoms Child New York Guide sobre Sylvia Palacios Whitman, la chilena que por esos días presentaba sus acciones nada menos que en el Museo Guggenheim de Nueva York, atrayendo reacciones positivas de la crítica de arte que la convertirían en una promesa local.
Cuatro décadas después de su origen, las mismas preguntas y respuestas sirven para enfrentarse a esas obras reproducidas por primera vez en suelo chileno. El pasado 14 y 15 de octubre se inauguró, en el Centro Nacional de Arte Contemporáneo Cerrillos, la muestra Alrededor del borde, que incluyó el desarrollo de cuatro performances de Palacios Whitman con la participación de artistas locales y que a fines de diciembre la tendrán a ella misma, hoy de 80 años, reproduciendo otras piezas inéditas. Para quienes estén sobre acostumbrados a buscar un discurso ya sea político, filosófico o ecológico, que precede la obra de arte, no encontrarán sentido a las escenas de Palacios Whitman.

Su trabajo apela más bien a lo sensorial, a las lógicas (o no lógicas) de los sueños, al absurdo de la conciencia y a la simpleza de lo material. La clave es dejarse llevar por aquellas imágenes oníricas que nos regala la artista: una mujer que brinca cada vez más alto para caer con gracia sobre bloques que se van acumulando bajo sus pies; un hombre que hace equilibrio de pie sobre una tabla apoyada solo de los extremos, y que carga en cada mano dos baldes que de a poco se van llenando con más peso; u otra mujer que va adoptando las poses de un árbol danzante, como si fuesen un espejo, la una del otro.
La obra de Palacios Whitman cobró notoriedad a fines de los 70 cuando se presentó en el Museo Guggenheim de Nueva York, época en que aún la teoría del arte performático no definía sus preceptos, y su trabajo deambulaba espontánea y experimentalmente entre la danza, el teatro y las artes visuales. Por esos años, además, trabó amistad y colaboró con la prestigiosa coreógrafa Trisha Brown, quien intentó reclutarla en su compañía, recibiendo una contundente negativa. “Yo trabajé con ella y con un montón de otras bailarinas, entonces ella me ofreció hacer un montón de cosas, pero yo no quería ni me interesaba bailar, yo quería hacer otras cosas, mis locuras, y ella entendió perfectamente”, cuenta la octogenaria artista por teléfono desde Nueva York.
Su historia en el arte se remonta a los 12 años cuando en la ciudad de Osorno decidió que se convertiría en artista. Tuvo un breve paso por la Escuela de Bellas Artes en Santiago, donde conoció al que sería su marido, el también artista Enrique Castro-Cid (1936-1992), con quien emigró a Estados Unidos. A fines de los 60, ya instalada en Nueva York, participó en las obras de Robert Whitman, con quien se casó en 1968 y sigue unida hasta hoy. En 1985, una tragedia familiar —de la que prefiere no entrar en detalles— la alejó de la performance en espacios públicos. Fue entonces que cambió los espacios conquistados, aquellos en los que había sido aplaudida como el Idea Warehouse, el loft de Trisha Brown, el Whitney Museum of American Art, o el Moderna Museet de Estocolmo, y se retiró al campo, donde, sin embargo, no dejó de producir obra: pinturas y dibujos que nunca exhibió hasta ahora.
¿Qué recuerdas de la escena artística chilena de los 60 y qué sientes al volver recién ahora a exhibir en tu país?
—Yo me fui en 1959 y nunca más volví a Chile. Es decir, sí, regresaba cada seis años a ver a mis padres, pero ni siquiera paraba en Santiago, llegaba al aeropuerto y me tomaba otro avión directo al sur. La verdad es que nunca me imaginé, nunca pensé que en Chile tendrían interés en mis cosas y aún no sé qué pensar sobre cómo serán recibidas allá. Ni siquiera estudié un año completo en la escuela de Bellas Artes cuando decidimos venirnos a Estados Unidos. Por supuesto que conocí a artistas que respetaba mucho, incluido al que sería mi esposo, pero la verdad es que fue en Estados Unidos que desarrollé mi trabajo.Fue muy fácil para mí insertarme, como que Nueva York me abrazó, me sentí estupendo. Siempre me preguntan dónde estudié, pero la verdad es que nunca lo hice, nunca estudié arte, ni en Santiago, ni aquí ni en ninguna parte. Me relacioné siempre más con la escena americana y luego me casé con un gringo y me metí en la cosa gringa gringa. Cuando llegué nadie me preguntó si era artista o de dónde era, a nadie le interesaba eso. El único estudio que yo hago es lo que viene de mi cabeza, me levanto en la mañana con ideas locas y las hago, el arte viene con mi personalidad, soy yo misma, es así como nací.

¿Cómo fue que se inició el interés desde Chile de exhibir tu obra?
—Fue a partir de un sobrino mío que vino de visita a verme a mí y a Bob hace como ocho años atrás, y él sabía que mi marido era muy famoso como artista, pero de pronto me vio a mí con mis manos verdes gigantes en carteles en todas las calles de Nueva York, porque justo el Whitney Museum iba a mostrar mis cosas y me dijo ‘oye pero si esta eres tú, pero cómo en Chile no saben nada de ti, si tú eres tan conocida acá’, pero claro, ni mi familia sabía. Entonces él contactó a Jennifer McColl, pasaron unos años después y ambos vinieron a verme y me ayudaron mucho con una muestra que tuve en la Tate e inmediatamente vino esta otra muestra en el Brooklyn Museum, de mujeres latinoamericanas, y Jennifer escribió un libro sobre mi obra que se llama Pequeñas máquinas de conciencias, la obra de Sylvia Palacios Whitman y ahí cuenta todo lo que he hecho y lo que no he hecho. Fue ella quien insistió en llevar mi obra a Chile y quien está haciendo todas estas cosas increíbles, cosas que yo le voy mostrando a la gente que conozco en Europa y de las que también se asombran.
Efectivamente, la obra de Sylvia revivió con fuerza en 2013, cuando el Whitney Museum que ya había exhibido su trabajo en los 70 realizó la exposición Rituals of Rented Island: Object Theatre, Loft Performance, and the New Psychodrama – Manhattan, 1970-1980. New York, donde le pidió que recreara su performance Green Hands (una de sus imágenes más icónicas y que fue también recordada en la muestra Radical Women: Latin American Art, 1960–1985), en la que circulaba con unas manos gigantes de papel verde y Cup an tail, en la que entra en escena con una cola de zorro y una taza humeante en su mano.
Ambas piezas de 1977 fueron exhibidas en la muestra Passing Through en Sonnabend Gallery y volverán a ser reproducidas en Chile por Sylvia, además de otras nuevas ideas que hará en colaboración con la bailarina Josefina Camus, con quien ya trabajó para la Tate Gallery.
En Green hands, Sylvia hace uso —como explica McColl— de la exacerbación de la escala descontextualizando su propio cuerpo en una operación que convierte “una pieza performática simple, en una ilusión onírica y poética”. Mientras que en Cup and tail emplea otro de sus trucos favoritos: “lo inesperado —dice la curadora—, una especie de dislocación temporal y espacial que desplaza cualquier sentido o sensatez que uno pudiera querer agregar, como valor, a su obra”.

Fotografía de autoría desconocida.
Háblame de las obras que vas a presentar en diciembre en Chile. ¿Qué representan para ti?
—Las manos verdes las hice en los 70 solo una vez y nunca más las mostré. Y ahora, cuando volví a exhibir en el Whitney, me pidieron las manos, todos estaban esperando esas manos, y a mí la verdad es que no se me había ocurrido hacerlas de nuevo, las usé en una sola exhibición y luego nunca más. Para mí representan una extensión de mi cuerpo. Estoy segura de que a ti te pasa igual, cuando deseas mucho algo y quieres abrazarlo, quieres tocar algo que en ese momento es inalcanzable, entonces se te alargan las manos, las piernas, todo. Es el deseo de llegar más lejos, de poder tocar cosas, es lo que yo siento cuando me pongo mis manos verdes, me siento empoderada. Lo de la taza es otra cosa, es que si tú miras cuando yo empiezo a caminar la taza tiene un humo blanco que sube y viene en dirección hacia mí, y si la ves de lado sigue la trayectoria transformándose en cola. Entonces es como si el humo pasara a través de mi cuerpo. Para mí el humor es lo más importante. Es acostarme y levantarme con buen humor. Todos los días me entretengo en algo sola o acompañada, siempre estoy matándome de la risa. Incluso cuando me retiré del arte, yo seguí haciendo mis locuras acá en el campo. Cuando venían de visita mis amigos de Nueva York les mostraba mis cosas y de a poco me empezaron a llamar de los museos y las galerías, todos querían ver mis antiguas cosas, pero también las nuevas.
En marzo de 2020, su obra se presentó por primera vez en el Kunsthalle de Viena, donde no solo recreó algunas de sus performances icónicas sino que mostró los dibujos y pinturas en los que ha estado trabajando durante los últimos años, en la performance que tituló Visit to the Monkey and Other Childhood Stories (La visita del mono y otras historias de infancia), un ejercicio de memoria en el que, a partir de dibujos ilustrativos que son proyectados en las paredes, ella va relatando las escenas relativas a su infancia en Chile durante los años 40, algo que verdaderamente logró capturar la atención del público europeo y neoyorquino donde ya lo había presentado en 2019.
La muestra en Cerrillos, por cierto, recoge unos dibujos distintos, más bien los bocetos con los que Sylvia planeaba sus performances en los 60 y 70 y que guardó durante todo este tiempo, sin nunca tener la intención de exhibirlos. Ellos —junto a fotografías de la época y registros en video— serán la compañía de quienes visiten el espacio hasta que las performances vuelvan a presentarse con la artista en diciembre.
“Tengo estas libretas donde yo iba escribiendo todo lo que iba a hacer, son unas notas que tenía escondidas y que ahora dicen que son super valiosas, pero yo no sé bien por qué. No le tengo mucha valoración a esas cosas. A mí me encanta hacerlas y poder mostrarlas, pero esa cosa de tratarlos como piezas de museo no lo entiendo bien. Jamás he dejado de dibujar, de pintar y de crear. Ahora todos me llaman, me publican y quieren que vaya a todas partes a mostrar estas cosas, pero eso es algo que sucede fuera de mí, algo que está pasando como una película, pero la verdad es que yo sigo siendo la misma tontona de siempre que está haciendo estas cosas más raras que no sé qué”, confiesa.
Nuestra retina travesti. Sobre las fotografías de Paz Errázuriz
En su libro Emancipar la lágrima. Ensayos transdisciplinarios sobre arte, ciencia y activismos de disidencia sexual (Trío Editorial), Jorge Díaz despliega un ejercicio de memoria reciente de una cultura pública de disidencia sexual. En un total de 12 ensayos, Díaz aborda la escritura disidente sexual, la biología feminista y la memoria de producciones artísticas y activistas sexo/disidentes. En este extracto, el autor reflexiona sobre «la importancia de las fotografías de Paz Errázuriz para el activismo de disidencia sexual, lo improntado que están ellas en nuestros imaginarios y la importancia que tiene para nosotrxs rescatarlas hoy».
Por Jorge Díaz
PRECEPTOS
Lo que vemos es una convención aprendida gracias a una conexión entre el lenguaje escrito y su correlato visual. La percepción visual es la organización de una interpretación lingüística que hacemos en nuestro cerebro dependiendo de la luz que ingresa por nuestros ojos. Vemos luz o, mejor dicho, vemos cómo la sombra da forma a esa luz hasta transformarla en imágenes. Lo que vemos, lo que creemos ver, es la interpretación de una convención porque esa información no se elabora solo en nuestros ojos, sino que principalmente en el cerebro, porque los ciegos, a pesar de tener problemas en sus ojos, también ven. Digo convención porque existen casos de personas que nunca han visto y que luego que se les ha operado con el fin de corregir sus problemas de visión, cuando sus células nerviosas son excitadas por la luz, una vez que pueden mirar los objetos, no los reconocen porque las palabras que tenían asociadas a ciertos objetos no les hacen sentido. A pesar de tener un sistema visual funcionando, no ven, porque las imágenes no son solo biología, sino que también memoria. Existe una capa nerviosa en nuestros ojos que se llama retina y que es la que recibe la luz y la transforma en los estímulos bio-químicos que generan una imagen en el cerebro. Por decirlo de alguna manera, la retina es muy parecida a una tela blanca donde se proyectan las imágenes. En un sector de la retina que se llama fóvea, hay una alta densidad de células nerviosas donde se producen las imágenes que los estudiosos de la visualidad llaman “Precepto”. Un precepto es una convención, una tradición, una ecuación que resulta de la memoria entre lo que nombramos y lo que miramos construyéndose una imagen en el cerebro, que es el lugar donde la subjetividad, la historia, la cultura y la vida de cada uno esculpe las redes neuronales. Nadie puede decirle a otra cuanta rojez tiene el rojo que cada uno ve. Todo dependerá de la vida que vivió, de los colores que conoce, de los sufrimientos, alegrías o políticas que le recuerdan tal color o forma. Pero algo pasa en ese “precepto” para las que tenemos la mirada torcida, para las que nacimos con el deseo desajustado de la heterosexualidad obligatoria, para las que vemos raro, para la generación de activistas, escritoras, artistas, mujeres e intelectuales de disidencia sexual desde la que provengo.

Jorge Díaz
Trío Editorial
302 páginas
Tenemos un precepto extraño que nos hace vincular la sexualidad de nuestro país con ciertas imágenes de la fotógrafa Paz Errázuriz, incansable artista de ojo inclinado que desde los años de la dictadura militar trabaja por entregarnos el álbum familiar de un Chile que ha vivido en las sombras de la historia oficial, pero que esta fotógrafa ha sabido iluminar con su cámara hasta generarnos un precepto travesti en nuestra retina social. Cuando pensamos en sexualidades y en patrimonios, cuando generamos algunas imágenes en nuestro cerebro no podemos sino ver a las travestis que nos entregó Paz Errázuriz en su libro La manzana de Adán, publicado el año 1990 y que recoge el trabajo de cinco años que junto a la escritora Claudia Donoso realizaron por dos prostíbulos entre Santiago y Talca. La Evelyn, la Macarena, la Coral, la Pilar, la Nirka, la Susuki y la Leyla, todas ellas las travestis prostitutos que quedarán por siempre en la historia visual de nuestra nación y que son el precepto con el que crecimos. Es por eso que me gustaría abordar la importancia de las fotografías de Paz Errázuriz para el activismo de disidencia sexual, lo improntado que están ellas en nuestros imaginarios y la importancia que tiene para nosotrxs rescatarlas hoy, cuando se hizo un poco de justicia y Paz[1] es Premio Nacional.
TIEMPOS TORCIDOS
“Nos pegan por bonitas, nos pegan por feas, porque te pintas o porque no te pintas…. a la Nirka le pegan porque tiene busto y le querían cortar el pezón. Con tijeras le cortaron las pestañas”
Pilar, La manzana de Adán.
¿Qué pasa con los afectos y las emociones cuando volvemos a un pasado que nos implica? ¿Qué vibraciones corporales, qué ataduras viscerales o qué identificaciones somáticas nos vuelven cada vez que miramos las fotografías de Paz, realizadas en un tiempo de torturas, asesinatos y vejaciones a todo aquel ciudadano que se escapara de la norma política y social impuesta por la fascista dictadura de Pinochet? Partamos por decir que el nudo entre lo que ocurre en el presente y los actores del pasado (las travestis arrasadas por la represión y el sida en este caso) tienen como eje central a las discusiones que, desde la escritura comprometida de un activismo de disidencia sexual, llaman a hacer un giro afectivo al recuperar una dimensión obliterada (las emociones del presente) por quienes estudian el pasado. Ante estos saltos temporales entre el pasado de la represión dictatorial y el presente de un neoliberalismo desmemoriado, no nos queda más que mirar hacia atrás para buscar en esos contextos las formas comunes de sobrevivencia donde el trabajo de Paz Errázuriz puso siempre el ojo. Son todas estas disidencias sexuales y corporales las que buscan no solo ser estudiadas y reivindicadas en un tiempo presente, sino que, sobre todo, buscan ser abrazadas por una comunidad contemporánea que en sus letras, imágenes y producciones hagan justicia a una memoria de discriminaciones y violencias. Es por esto que la importancia de volver a ver una y otra vez estas fotografías de Paz Errázuriz radica en que nos permite trabajar sobre un material que generosamente ella organizó en tiempos difíciles para que artistas, escritores y activistas del hoy vuelvan a plantear la discusión que lo que entendemos por tiempo o temporalidad es también un precepto generado desde una crononormatividad heterosexual y conservadora. De ahí que la discusión sobre el tiempo nos hace pensar también que los avances en las materias de política sexual (ley antidiscriminación, unión civil entre parejas del mismo sexo, legislación del aborto, penalización de femicidios y transfeminicidios) pueden ser siempre fácilmente desechados, alterados o de plano silenciados. Estas imágenes nos sirven como advertencia y recordatorio de que no siempre todo va mejor. Porque para las comunidades de disidentes sexuales que no creen en el futuro reproductivo como un mejor lugar para habitar, para quienes imaginan otros tipos de filiaciones y relaciones de afectividad, para los que el sexo no es solo una práctica sino que también un lugar desde el que producir resistencias, acercarnos al trabajo de Paz Errázuriz nos vuelve a confirmar que el tiempo es una ficción a ser desorganizada y que la potencia de las mujeres que han luchado en la historia por mostrar los desajustes del binarismo sexual son nuestro patrimonio sexual.

Con respecto al tiempo y a los contextos de recepción de las obras, Paz misma lo reflexiona en una entrevista con la teórica Rita Ferrer al decir que “hay dos momentos: el de la autora que propone su poética fotográfica y el momento de la sociedad, que no la puede recibir en ese minuto, pero sí veinte años después. Es un trabajo que nace con un sello para ser mirado más adelante”[2]. En estas tramas del tiempo torcido, de una historia de genealogías travestis, la teórica del arte feminista, Andrea Giunta nos recuerda en su libro Feminismo y arte latinoamericano: Historias de artistas que emanciparon el cuerpo (Siglo XXI, editores, 2018) un dato que me parece fundamental rescatar: mientras Michael Foucault en el año 1984 publicaba su mítico primer volumen de la “historia de la sexualidad”, uno de los más importantes libros que marcarían por siempre la teoría crítica, los estudios queer, del género y la sexualidad al enfocarse en los desadaptados a las estructuras del poder de siglos pasados, Paz Errázuriz, contemporánea de Foucault, pero en esta otra orilla al sur del mundo, viajaba, en los mismos años, entre Santiago y Talca retratando a las travestis de la La manzana de Adán, encarnando en el presente de esa época, la visualidad castigada que el escritor francés escarbaba en los archivos del pasado.
El trabajo de Paz Errázuriz se adelantó para evidenciar que el sexo es una construcción cultural que burla a la biología esencialista de hombres y mujeres. No necesitó buscar en el pasado sino mirar su presente para construir una teoría encarnada en imágenes y fotografías que “veinte años después” son rescatadas y celebradas.
Al mismo tiempo pienso en un “marica viajero” como Néstor Perlongher, quien en el año 1980, cercano al período de trabajo de La manzana de Adán describe la situación de la homosexualidad en Chile así: “El efecto de hipocresía parece teñir también las relaciones homosexuales, menos las locas desatadas, todos se desesperan por aparentar “normalidad” porque “nadie lo sepa”…. Correlativamente, las locas de clase media tienden a ocupar con prolija dignidad, el rol de “señoras burguesas” y los “machitos” suelen complacerles en colocarlas en el lugar del lujo, del derroche… las maricas pobres se inclinan con frecuencia el travestismo disputando con las putas el favor de los lúmpenes y marineros del barrio chino, en el puerto del Valparaíso; allí burdeles “mixtos” como la casa amarilla prestan sus cuartos para la práctica de las más exóticas variantes”[3].
Es necesario siempre recordar que la figura del travestismo, con todas sus excentricidades y amaneramientos, ha sido clave para pensar y ejercer la libertad sexual en contextos de represión política. Para las prácticas artísticas y ciertas políticas feministas, esta estética representó una resistencia al modelo consensual de los acuerdos que pactó esta democracia neoliberal que tenemos luego de la dictadura. Porque sus juegos de roles, sus plasticidades de género y sus arabescos nocturnos burlaban y, aún lo hacen, una vida que se divide en un binario sexual, mezquino y asfixiante. Siempre me ha intrigado las mujeres que como Paz Errázuriz trabajan y exploran este espacio del travestismo como una falsa copia que, desde este territorio al sur del mundo, hace muecas de desprecio a un primer mundo que ostenta de originales generando una teoría del deseo sudamericana.
LAS MÚTIPLES MANERAS DE ENTENDER UNA ENFERMEDAD
Estudié biología y de adolescente trabajé como archivador en la hemeroteca de la Facultad de Medicina de la Universidad Católica para poder ganar dinero y costearme las salidas al teatro, a las fiestas, a los moteles donde podía tener sexo fuera de casa y al alcohol. Aún el boom de las revistas electrónicas no era totalizante y yo ordenaba revistas por año, por número y por edición. Las personas iban en búsqueda de artículos específicos y yo tenía que encontrárselos y fotocopiarlos para que los leyeran. Eran bellas esas revistas, sobre todo las relacionadas al mundo de la fisiología vegetal, recuerdo a la arabidopsis thaliana, una planta que es el modelo básico del estudio de la genética vegetal: se tiene su genoma completamente secuenciado y se pueden ver cambios o mutaciones sitio dirigidas en su estructura de manera rápida por su ciclo de vida y morfología.
La hemeroteca de la luminosa y fastuosa Facultad de Medicina, donde pasaba horas y horas (el pago se efectuaba dependiendo de las horas de trabajo que pudiera hacer) estaba conectada con la biblioteca donde había solo un estante pequeño con libros de literatura y humanidades. Ahí leí por primera vez El infarto del alma de Paz Errázuriz y la escritora Diamela Eltit. Un libro sobre el amor loco, sobre el dolor en un psiquiátrico de Santiago. Sobre la enfermedad y las parejas que posaron frente al honesto ojo de Paz y cuyas neurosis trabaja en un experimental ensayo, entre ficción, poesía y crónica, Diamela Eltit. Fue tal mi fascinación con esa unión entre imagen y palabra que fotocopié el libro. Uno de mis primeros libros fotocopiados fue uno de fotografía. Poder darme cuenta que había otra manera de comprender la enfermedad, de narrarla y describirla, de ingresar en ella desde la imagen y la ficción, todo esto en una Facultad de Medicina como escenografía, un lugar que por lo general no considera los conocimientos de extramuros como válidos en el proceso de construcción de una patología, me permitió entender que no existe una sola manera de comprender el mundo, porque lo que entendemos por realidad es una compleja trama de discursos y puestas en práctica, jerarquías, ficciones universalizantes. Hay muchas maneras de entender la enfermedad, de adentrarse en ella para conocerla y describirla. Para hacer cambios a cómo se entienden en el presente. Fue desde ese momento de adolescencia que su trabajo marcó pauta para mi quehacer como científico y como activista. Es importante darle el valor patrimonial que tiene el trabajo de Paz como una etnografía trans que se inmiscuye en distintos lugares, saberes y geografías temporales porque sus fotografías nos interpelan a movernos entre las disciplinas, para cruzar fronteras genéricas, sexuales, estéticas y escriturales, para no sentirse seguros sino que siempre en búsqueda de espacios donde las enfermedades, la clase, la raza y la etnia se nos presente como potentes dispositivos culturales para que, desde distintas épocas, se establezcan disidencias a la injusta imaginería consensuada que llamamos realidad. Una realidad que vemos gracias a la retina social que nos formó Paz Errázuriz.
[1] El año 2017 Paz Errázuriz recibió el Premio Nacional de Artes, siendo la primera que vez en la historia que se reconoce a una mujer fotógrafa.
[2] La manzana de Adán. Paz Errázuriz y Claudia Donoso. Fundación AMA, 2014.
[3] Los devenires minoritarios. Néstor Perlongher. Diaclasa, 2016.
Canto a sí mismo
«Contar experiencias de género y clase en espera de que se hagan reconocibles e impacten a otres a través de una prosa transparente, de frases cortas, claras, de episodios cerrados y perfectos y un desarrollo literario lineal y previsible, ¿no es finalmente un servicio menor al discurso que se desea romper?», escribe Lorena Amaro en esta crítica a Los hombres que no fui, la última novela de Pablo Simonetti, editada por Alfaguara.
Por Lorena Amaro
Los hombres que no fui se titula la última entrega del novelista Pablo Simonetti. Su protagonista, Guillermo Sivori, es un escritor e ingeniero de familia acomodada, quien cuenta en primera persona su recorrido por el que fuera su antiguo departamento en el barrio Lastarria, en el lapso de una subasta de antigüedades. En esta escena aparentemente nostálgica –que se desarrolla ni más ni menos que el viernes del estallido social, 18 de octubre de 2019— se va encontrando con distintos personajes de su pasado, que también han asistido a la subasta, o que aparecen en el recuerdo, rememorados a través de objetos y espacios. Cada capítulo lleva por título un nombre y es en sí una evocación: “Carmen”, “Cristóbal”, “Julián”, “Luisa”, entre otros, una forma de organizar el texto bastante calculada, esquemática. También lo es el modo en que se presenta el tema de la revuelta: las pistas sobre aquel día se encuentran desde la primera página y se van completando gradual (y previsiblemente) hasta un desenlace final –único momento en que se desmarca del registro realista— en que el fragor del levantamiento acaba impactando y, a ojos del narrador, destruyendo, ese “mundo de bellas formas, tiránicas e infructuosas, de reglas inculcadas que podían llegar a ser mortales” de la élite chilena, que se ha encargado de presentarnos con todas sus mañas, rigidez e hipocresía.
El retrato de este grupo de privilegio —al que Simonetti le ha consagrado ya varios libros— busca ser balzaciano. En un par de oportunidades, su personaje reflexiona, de hecho, sobre el realismo como matriz estética e ideológica; en dos de estos pasajes metanarrativos, Simonetti caracteriza a Sivori como tallerista de Gonzalo Contreras y el vínculo se remarca en una escena en que el narrador recuerda a Contreras y Bolaño discutiendo sobre el realismo de Stendhal; el autor de Los detectives salvajes “defendía la idea de que ese estilo que tantos escritores de los noventa reclamaban como suyo no era el de Stendhal. El del francés era más sucio, menos apasionado por la verosimilitud, incluso más melodramático que cualquiera de los cultores del realismo en boga”. Sivori no plantea su posición sobre esta breve polémica (en que Bolaño parece estar poniendo toda la distancia posible, él mismo, con la “nueva narrativa” de sus coetáneos), pero, finalmente, es discípulo de Contreras. Bajo el título “Yael”, Sivori repasa su relación con esta amiga y escritora que, como él, debió vivir las humillaciones del maestro (“Contreras no la valoraba cuando comentaba sus textos”). Es interesante que, pese a que los dos advierten la homofobia, misoginia e incluso la misantropía de este autor (“Yo creo que no le gusta ningún escritor vivo. Chileno, ninguno”), recorren de su mano el camino del debut literario e incluso lo admiran. Sivori profesa la conservadora, aristocrática idea de que “el bridge, como la literatura, se aprende sobre todo a través de linajes de maestros” y Yael reconoce que Contreras es “súper buen profesor y escribe precioso”. El tiempo les permitirá profundizar en esta experiencia de discriminación sufrida por ambos, él como homosexual y ella como mujer: “Según [Contreras], al escribir sobre una minoría tan pequeña, me estaba restando de la necesaria universalidad del arte. Pero resultaba ser un argumento tramposo, porque sus historias, que yo leía con placer y que trataban principalmente de hombres heterosexuales, profesionales, escépticos, de mediana edad, de clase alta, entregados al análisis intelectual de las inclemencias de sus relaciones amorosas, no eran, en ese sentido, precisamente universales”. Lo que no considera Sivori es que la literatura es algo más que sus temas, y en su discurso siguen estando impresas las huellas del taller: Yael lo lee y ayuda con sus comentarios y él cree “hacer lo mismo por ella, y tal como ella dice, soy un astro de la verosimilitud”.
Audre Lorde planteaba, a fines de los 70, que “las herramientas del amo nunca desmantelarán la casa del amo”. Sivori se encuentra atrapado en el realismo, las prácticas y los enfoques sociales de la clase a la que pertenece. Y eso hace de su crítica a Contreras y la casta un alegato ingenuo. Sivori (¿Simonetti?) cree que él y su amiga han sido perseguidos como escritores por causa del “desprecio que sienten las élites literarias por lo femenino y lo popular, para qué decir por una forma gay de ver el mundo. Es fácil tildarnos de cursis, de siúticos, de melodramáticos, calificativos con ese resabio machista que no comprende una estética que no nazca de su forma de ver el mundo ni de su sentido del poder”. Aquí no solo la victimización —recurrente en la novela— parece desmesurada; también lo es confundir lo “popular” con lo masivo, sobre todo porque el narrador se regodea, en su registro pretendidamente crítico, en describir opalinas, muebles Napoleón III y biombos de Coromandel que no parecen nada populares. El argumento sobre el melodrama y la cursilería resulta también bastante pobre: escrituras como las de Pedro Lemebel o Manuel Puig, realmente exageradas en el uso de estos recursos, han sido muy reconocidas por esa “élite literaria” que rechaza (y probablemente siga rechazando) a Sivori, que confunde la literatura con la narración transparente e identificatoria de una experiencia, sin ver que las disidencias sexuales han urdido, a lo largo de décadas, sus propias e interesantes estéticas, lenguajes y aproximaciones a lo que llamamos con demasiada ligereza la “realidad”. Tal vez a Simonetti le ocurre lo mismo que a Sivori y cree que está proponiendo algo nuevo cuando se trata solo del realismo aprendido de su maestro heterosexual y retrógrado.
Contar experiencias de género y clase en espera de que se hagan reconocibles e impacten a otres a través de una prosa transparente, de frases cortas, claras, de episodios cerrados y perfectos y un desarrollo literario lineal y previsible, ¿no es finalmente un servicio menor al discurso que se desea romper? ¿Dónde aloja allí el riesgo, la búsqueda, la crítica del canon literario? Es interesante pensar que la “nueva narrativa” de los 90, de la que formó parte la literatura mediocre de Contreras, tenga por vástagos no a Guillermo Sivori y Yael, sino a dos súper ventas de la vida real: Simonetti y Carla Guelfenbein, quienes fueron sus alumnos. Esto no habla tanto del proyecto de Simonetti como del sobrevalorado ejercicio literario que hizo el propio Contreras, avalado, entre otros, por el diario El Mercurio. Y explica, en parte, lo que Sivori tal vez intuya, cuando recuerda la discusión de Bolaño y su maestro. El problema no es que su escritura venda mucho o sea “sentimental”, sino que su propuesta estética —su sintaxis— es anémica, modesta, precaria, porque antes de él hubo otros, como José Donoso, Cristián Huneeus o Mauricio Wacquez, que exploraron el mundo de la oligarquía con lenguajes, excesos, imágenes que se desmarcaban del repertorio habitual de la novela elitista, además de explorar desde ahí las disidencias sexuales y la “traición a la clase”, con la que fueron mucho más duros que Sivori.
Las últimas páginas de la novela lo muestran frente a la desaparición del mundo que lo despreció y lo hizo sufrir; él celebra lo que cree es el fin de ese mundo por causa del estallido y su propia revancha: “En una esquina de mi corazón, un instinto vengativo se dio por satisfecho”. La “venganza” que describe, sin embargo, es tan ingenua como su crítica social. Primero, porque ese mundo que aparentemente se desmorona ante sus ojos sigue estando allí: en Chile, desde 2019 a la fecha, no se ha tocado materialmente, aún, la estructura de privilegios de una élite. Luego, también, porque el estallido que describe Sivori es visto con los ojos de alguien muy encerrado en su propia historia y poco tiene que ver con el mundo. Poco tiene que ver con el estallido mismo, que está puesto allí a modo de metáfora, como ese departamento en el corazón de Santiago, en uno de los edificios más lujosos del barrio Lastarria.

Pablo Simonetti
Alfaguara
196 páginas
Sivori no intenta comprender, porque está demasiado ocupado en felicitarse, en contar su sobrevivencia de expulsado del paraíso, en preguntarse “qué forma habría adquirido mi vida de haber sido heterosexual. ¿Habría sido un hombre conservador como la mayoría de mis compañeros de universidad y mis hermanos? Lo creía difícil”. Y no para de maravillarse al tiempo que victimizarse: “Voté por el No en el plebiscito de los ochenta, cuando aún no tenía conciencia política de mi homosexualidad. (…) De haber respetado las reglas, sin duda habría ascendido más rápido en mi trabajo como ingeniero y también habría entrado en el radar de la política. Pero cuando salí del clóset, todas esas formas de poder me fueron vedadas”. ¿Fue votar por el No en 1988 un acto de radicalismo político, cuando hasta Sebastián Piñera se jacta de lo mismo? La verdad es que cuesta leer estos mundos narcisistas de la literatura chilena actual, en que los protagonistas, por alguna razón que tal vez pudiéramos achacarle al salvaje experimento neoliberal en que hemos vivido, disimulan mal su canto a sí mismos: “¿Cómo te salvaste?”, le pregunta Yael a Sivori, admirada de la resistencia de su amigo al conservadurismo. “No sé, ¿con terapia?”, le responde él, para recibir esta frase de vuelta: “Yo creo que te salvaste porque eres un huevón muy potente (…) Harto tuviste que superar y harto que has logrado”.
¿Por qué esta dificultad para salir del yo y de la autocomplacencia? ¿Qué hay, por ejemplo, de los anhelos colectivos que ese mismo día en que transcurre la novela comenzaban a manifestarse en las calles, cerca, pero a mucha distancia del narrador, lejos del mundo oligárquico y encorsetado que él describe con más fruición y nostalgia que dureza? En esta misma línea, que el narrador se presente a sí mismo y su expareja como “dos hombres malcriados” y consentidos por Luisa, la empleada puertas adentro, revela las limitaciones ya no de Sivori, sino de Simonetti, experimentado escritor de novelas que parece no ver que su lenguaje —“malcriados”, o sea niños traviesos, y no “privilegiados”— reproduce las formas elitistas de comprender el mundo de las que pretende distanciarse.
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La dictadura cívico-bestial
Ingrid Olderock: la mujer de los perros, de la periodista Nancy Guzmán, es un libro crudo, revelador y devastador, que contiene varias aristas desconocidas de la DINA, su funcionamiento y su trama, con múltiples evidencias trianguladas con nutridas fuentes documentales y orales que la autora ha indagado por años y que ha volcado en otras importantes investigaciones periodísticas sobre este aparato represivo y sus actores más brutales, como Romo. El pasado en presente.
Por Yanko González
Resulta necesario introducir este libro con un par de apreciaciones que se alejen del estremecimiento y se acerquen a ciertas cavilaciones contextuales. Creo que ello es importante en libros como este donde la barbarie y el terrorismo de Estado se revelan en su morfología microscópica y no en sus abstracciones numéricas, listados o resúmenes, que tienden a desactivar el horror. La primera consideración es entender qué sucede cuando el poder en un Estado es detentado sin contrapesos y de la forma más pura por sus fuerzas represivas. Eso es lo que ocurrió en Chile de manera más “pura” en los primeros años de la dictadura y por ello a esta fase deberíamos llamarla tiranía, especialmente en los 4 años de vigencia de la DINA al mando de Manuel Contreras. Este poder casi total, de vocación totalitaria, vertebrada de manera cardinal por la violencia, es parte de la esencia de la dictadura cívico-militar chilena en sus primeros años y ello hace que aparezcan singularidades históricas en nuestro país en el contexto continental o latinoamericano: el régimen no sólo escenifica actos juveniles nazi-fascistas en Chacarillas, sino también, como lo demuestra pormenorizadamente este libro, cuenta con “cuerpos inéditos” para materializar la barbarie, como lo fueron las brigadas femeninas de la DINA formadas y lideradas por la protagonista de esta obra, la oficial de carabineros Ingrid Olderock.
La evidencia del control cuasi total del Estado por parte de los aparatos represivos se da justamente por las aparentes extravagancias y anomalías de la dictadura. La DINA cuyo imperativo —impuesto por el propio Contreras según documenta Nancy Guzmán— era contar entre sus filas con “prostitutas, ladrones y asesinos”-, releva a las mujeres en un rol inédito, incubando en el régimen una paradoja sólo posible cuando la política y su sustrato ideológico quedan subordinadas a una violencia que, como en el nazi-fascismo, su superficie es “racional”, maquinal, calculada, industrial, pero deviene casi en simultáneo en desvarío bestial y, como sabemos por Hannah Arendt, en la extensión de la “banalidad del mal” que en el caso de Ingrid Olderock toma una fórmula discursiva recurrente: “hacían —dice ella, refiriéndose siempre a los otros colegas de la DINA— muchas tonteras”. “Tonteras” es la nomenclatura que cobija aquí la banalidad del horror. Ahora bien, esta banalidad y desvarío –no sólo bestial sino megalómano en el caso de Manuel Contreras que se veía como paladín anticomunista de rango mundial- conduce a una dictadura androcéntrica y patriarcal, que privilegiaba a los varones tanto en la militancia como en la dirección de casi todas sus orgánicas políticas y estatales (para las mujeres estaba la Secretaría Nacional de la Mujer o CEMA Chile), a ocupar mujeres para lo que, en su propia óptica, por “su naturaleza” no habían sido creadas. Para el régimen la mujer en cuanto madre y esposa será “la roca espiritual de la patria”, como lo plantea la Junta de Gobierno en su Declaración de Principios de 1974 y, en términos políticos, a lo más una trinchera civil dada su “especial sensibilidad” a los discursos de orden. De ahí que la dictadura promoverá sistemáticamente su subordinación a través de la imagen de madre y voluntaria, apartándola del binomio público-político entendido por la dictadura como “naturalmente” masculino. Aunque en el libro de Nancy Guzmán se pudiese colegir que las formas de “uso” de estos cuerpos femeninos como armas represivas vienen a reforzar -por su lugar en el campo de fuerzas de poder al interior de la DINA o su gravitación operacional- la subordinación de la mujer en el esquema ideológico del régimen, creo que lo que prima es precisamente -de ahí la paradoja- la contestación contradictoria y obviamente instrumental al predicado androcéntrico. Y ello es atizado por la profundidad alcanzada por la DINA como órgano todopoderoso que se solidifica con el mando de todas las unidades de inteligencia de las ramas de las fuerzas armadas hacia abril de 1974, es decir, muy tempranamente. Ahí es donde la temperatura totalitaria se incrementa a la par que el “todo vale” en pos del exterminio, incluyendo el uso de perros para consumarlo. En ese sentido el binomio “mujer y perro” son menos una metáfora que una hipérbole del desvarío omnímodo: no hay distinción entre lo sagrado (“la mujer”) y lo profano (“el perro”), se difumina todo tabú y límite cultural. Mujer y perro son instrumentos vaciados de sentido para ejecutar el tormento. El monopolio que ejerce la bestialidad explica también —como lo testimonia la propia protagonista— el salvajismo y torpeza de los integrantes de la DINA. Nany Guzmán da varias pruebas de ello. Son sujetos cuya maldad nubla más que aclara su “inteligencia”, como en sus acciones en Madrid y en varios países de Europa, donde la entidad operó a sus anchas y varias de las mujeres se convirtieron, en este todo vale, en “lanzas” internacionales. Trances donde Olderock —sin nunca reconocerlo— amplifica su sombra, transformándose en verdugo y martirizadora de su propia hermana y junto a su perro Volodia y todas sus subordinadas, en torturadoras brutales. Lo curioso —y este libro es clave en ello— que los sesgos, vacíos y omisiones sociohistóricas con respecto a las actorías femeninas alcanzan tal nivel de amplitud y calado en nuestro país, que las mujeres en tanto colectivo “asociativo” han sido omitidas hasta en el protagonismo de la barbarie.

Crónica sobre la mujer más poderosa y brutal de la DINA
Nancy Guzmán
Montacerdos, 2021 (reedición)
272 páginas
Un segundo elemento clave en este libro y que creo no puede obliterarse a la hora de situarlo, son los alcances que adquiere el apellido de la dictadura chilena: cívico-militar. En esa adjetivación se tiende a asociar la responsabilidad del terrorismo de Estado y la “mano dura” —como el puño de la DINA— a lo “militar”, al mundo castrense, y la dominación política, ideológica, económica o “complicidad pasiva”, se reserva a los civiles, particularmente a la derecha civil. Este libro de Guzmán es especialmente llamativo por desclasificar los modos de reclutamiento y características de las integrantes de esta banda de asesinas y torturadoras: prácticamente ninguna pertenecía a las fuerzas armadas, de hecho, prácticamente todas habían sido rechazadas en sus procesos de postulación años antes (de ahí que estaban en las bases de datos de las fuerzas armadas y permitieron su enrolamiento). Por lo que tenemos vecinas, estudiantes y “dueñas de casa” arrojadas en pocas semanas y con escaso entrenamiento, a exterminar. Las consecuencias son obvias: su poderoso nuevo estatus reproduce en ellas el desvarío totalitario y protagonizan todo tipo de actos de salvajismo y delincuenciales sin freno alguno. De ahí que, por cierto, la chilena es una dictadura cívico militar, pero donde la barbarie la consumaba también y activamente, la civilidad. Y más allá, documentado el uso de otras especies no humanas para amplificar esta barbarie, cabría agregar a lo militar, lo de “cívico-bestial”, para apellidar la dictadura.
Ingrid Olderock: la mujer de los perros, es un libro crudo, revelador y devastador, que contiene varias aristas desconocidas de la DINA, su funcionamiento y su trama, con múltiples evidencias trianguladas con nutridas fuentes documentales y orales que Guzmán ha indagado por años y que ha volcado en otras importantes investigaciones periodísticas sobre este aparato represivo y sus actores más brutales, como Romo. El pasado en presente (reeditado igualmente por Montacerdos). La crudeza y el estremecimiento, como el lector imaginará, están presenten de manera inevitable a través de las voces de las víctimas de Olderock. No obstante, no hay aquí atisbo de espectacularizar el dolor para comunicarlo. Una prosa viva, pero nunca efectista ni aséptica, logra narrar el horror imbricado a la factualidad de la historia y junto a ello, expone —mostrando la cocina de la investigación y el proceso escritural— la relación que establece la periodista con la protagonista. Más allá del apego irrestricto de los predicados éticos del periodismo, las simetrías y asimetrías de poder, el miedo, las sospechas y las confianzas, el trabajo de Guzmán convierte cada encuentro con “la mujer de los perros” en un intercambio cuya coreografía está sujeta por un guion que literalmente es dramático: vívidamente tensa, por momentos crispada y peligrosa y en algún momento con un revolver cargado sobre la mesa. Las relaciones con este tipo de testigos son siempre paradójicas pues lo que se comunica es lo que se niega, la mudez es más significativa que el habla. La amnesia no supone olvido, sino la voluntariedad del olvido y lo que se sugiere gestualmente es igual o más importante que el discurso que se escucha, en tanto anuncia lo indecible. Es ahí donde el brillo de Guzmán como narradora reluce y es capaz no sólo de ser un espejo de la realidad contada, sino una ventana que nos abre y sugiere mundos, opacos, retorcidos y mudos, a través de la protagonista.
El autor agradece a Newsletter, de librería Qué Leo Valdivia.
El malestar antes del estallido. Génesis del desajuste en el cine chileno 2010-2019
Los eventos sucedidos en el país desde el estallido de octubre y el proceso actual constituyente, nos obligan a preguntarnos si el cine chileno producido en el ciclo 2010-2019 adelantó parte de esta crisis. ¿Fue parte constitutiva de este malestar? ¿Se hizo eco de un malestar social acumulado a lo largo de las décadas anteriores? Estas son algunas de las preguntas que motivan este artículo, cuya tesis es que en este período, efectivamente, se incubó en la producción cinematográfica local una sensación de agobio y malestar respecto al neoliberalismo como modelo económico, político y cultural y un fuerte rechazo a la clase política. El estallido de octubre nos obliga a revisar la historia reciente del cine para ponernos en contexto y comprender hacia dónde se mueve el cine chileno contemporáneo.
Por Iván Pinto
Del novísimo al giro del 2010
Para avanzar en estas ideas debemos ir un poco más atrás. El año 2005, en el marco del festival de cine de Valdivia, surge el primer movimiento cinematográfico de renovación generacional, un cine cuya recepción posterior no estuvo exento de polémica. La crítica académica y cinéfila acusó recibo de esta nueva generación de cineastas de forma ambivalente, por un lado, celebrando la innovación en el lenguaje, por otro, realizando una crítica a su desanclaje de la tradición histórica del cine político latinoamericano, acusando sus temáticas de un determinado narcisismo individualista, presente en libros como Un cine centrífugo (Carolina Urrutia, 2012); Intimidades desencantadas (Carlos Saavedra, 2012), Una gramática de la melancolía cinematográfica (Estévez, 2017) y El cine en Chile (2005-2015) (Vania Barraza, 2018), los cuales se han movilizado con distintas tesis respecto a la dimensión política de este cine: desde una acusación a su despolitización, al estado del «duelo» de post-dictadura, pasando por las formas en que poética y política pueden formularse en nuevos marcos a partir de una posición no-dicotómica del espacio de lo privado y el de lo político. Películas como Play (Alicia Scherson, 2005), La sagrada familia ( Sebastián Lelio, 2005), Se arrienda (Alberto Fuguet, 2005) o En la cama (Matías Bize, 2005) parecen representar con claridad las dicotomías de este cine: una suerte de ambiente de clase media alta, conflictos que se dan en el terreno de lo doméstico y la exploración de la narrativa y la estética a partir de ángulos nuevos y descentrados.
Quisiera acá hacer un pequeño desplazamiento . Aunque ha sido menos atendida, una película como Ilusiones ópticas (2008) de Cristián Jiménez, enmarcada en este grupo de películas atiende ya a elementos vinculados a la precarización de las relaciones, la mercantilización de la vida cotidiana y un determinado ambiente de malestar, en el cual los personajes tienden a introyectarse y encerrarse en él.
Este grupo de películas pertenecientes al ciclo 2005-20010 del cine chileno parecen filmar los “patios interiores” del neoliberalismo en su dimensión afectiva, aunque siempre centrados en el retrato de una clase acomodada y muchas veces en la ciudad. La idea de un “encierro” –el mall, la pieza de hotel, la familia o la estructura jerárquica familiar y de clase- parece ser una de las formas en que este cine alegoriza determinada condición subjetiva.

Una línea paralela que encontrará su explosión luego del 2011 pero que encuentra antecedentes en las películas El pejesapo (Jose Luis Sepúlveda, 2006), Huacho (Alejandro Fernández Almendras, 2008) y Perro muerto (Camilo Becerra, 2010), que abren aristas dentro del cine chileno: la marginalidad, el mundo rural o la periferia son ejes que se tratan a partir de una mirada aguda a la precarización de la vida cotidiana, las transformaciones del trabajo, o los dispositivos de exclusión y desigualdad. Estas miradas más bien buscan retratar al neoliberalismo chileno desde su cara menos amable y desde grupos sociales menos favorecidos. Estos universos sociales se expanden en el cine del ciclo 2010-2019, dejan de ser casos aislados para intentar sacudirse de determinaciones de clase y geografía, abordando de lleno el terreno de la incertidumbre cotidiana y la precariedad social.
Un realismo del desajuste
El año 2011 empieza un nuevo ciclo de marchas en nuestro país, que se inaugura con la máxima “por una educación gratuita y de calidad”, una máxima igualitaria que se transforma en algo expansivo que empieza a abrazar a distintas causas y movimientos sociales. El paisaje social de Chile no volvió a ser el mismo luego de ese año. El cine chileno se vio afectado por esto, haciendo eco de esta “pasión igualitaria” que empezó en este nuevo ciclo de revueltas. Esto adquirió distintas formas y abordajes.
Películas como El primero de la familia (Carlos Leiva, 2016), Las analfabetas (Moisés Sepúlveda, 2013) o Volantín cortao (Diego Ayala y Anibal Jofré, 2013) son películas filmadas en el ambiente post-2011. En todas ellas se presenta una mirada crítica a la exclusión, en el primer caso desde las dificultades de un hogar de clase media trabajadora, al momento de querer que su hijo vaya a la universidad; en el segundo desde una crítica a la mirada “verticalizante” del acto educativo en una fábula entre una profesora joven e ilustrada y un personaje de otra generación que quiere aprender a leer, por último en Volantín cortao, la relación entre dos personajes de realidades diferentes, una joven profesional de trabajo social y un chico que está por salir del Sename, cuyas diferencias se esfuman al ser ambos víctimas de una misma lógica de exclusión social. En estos tres filmes hay una mirada descreída de las instituciones sociales, las cuales se observan agotadas, e inútiles al momento de querer salir de determinado circuito de marginación o exclusión. Son ellas mismas parte del problema.

La vida cotidiana y su pesantez, la precariedad de las condiciones de trabajo, la mercantilización de las relaciones humanas parecen temas que vuelven a lo largo de todo este cine post-2011: Sentados frente al fuego (Alejandro Fernández Almendras), Mitómana (José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola, 2011), Mala Junta (Claudia Huaiquimilla, 2016), Matar a un hombre (A. F. Almendras, 2014), Maleza (Ignacio Pavez, 2018), Cuentos sobre el futuro (Pachi Bustos, 2012), Trastornos de sueño (Camilo Becerra y Sofia Gomez, 2018), fieles retratos de una desigualdad social que está lejos del sueño del jaguar latinoamericano chileno. En retrospectiva analizar estos filmes nos dan luces del malestar social que se venía acumulando hasta el estallido. El cine chileno del ciclo 2011-2019 quiso permearse de esta realidad, sacudiéndose de determinados abordajes del ciclo anterior. Se trata de la búsqueda de un mayor «realismo» y el cine puesto al servicio del retrato de las clases sociales al cual el neoliberalismo económico ha pegado más duro. Se trata de un cine que apela a un “borde de lo real” en la ficción tal como ha sido pensado por Carolina Urrutia en su más reciente libro.
En los límites de la ficción
A los casos ya mencionados, muy marcados por determinado realismo dramático, sumamos otros ejes, como el de un cine de comunidades, identidad y exclusión. Es el caso no sólo de Mala junta e a partir de la representación del conflicto mapuche a la luz de la violencia de Estado, si no también de temáticas como el género y la migración. El caso de Rara (María José San Martín, 2016) se trató de un filme que ayudó a sensibilizar el derecho a la tuición infantil de parejas lesbianas, en el marco de una película que opta por tomar el punto de vista de la niña mientras distintos discursos ideológicos sobre la familia ejercen presión sobre ella. Las temáticas LGBTQ han tenido fuerte presencia también en una serie de películas que han trabajado en un área más exploratoria. El caso señero de Naomi Campbel (Camila José Donoso y Nicolás Videla, 2013) y los filmes posteriores, El diablo es magnífico (Nicolás Videla, 2016) y Casa Roshell (Camila José Donoso, 2018), abrieron camino a nuevos modos de representación del sujeto “trans” a partir de una modalidad también ella misma “trans”, moviéndose en territorios donde la ficción y lo documental se combinan a partir de no-actores y el cuerpo como un soporte performático desde el cual se instala la película (lo que los directores han llamado como “trans-ficciones”). Abordando el universo de las comunidades haitianas migrantes en Chile, el caso de Perro bomba (Juan Cáceres, 2019) trabaja también con no-actores propios de la comunidad en una lengua creole, en el marco de una reflexión sobre la exclusión y racismo presente en Chile en la actualidad.

Desde la ficción, la búsqueda de realidad, ha llevado al cine chileno a trabajar en interacción con escenarios y mundos reales, apoyándose del tratamiento documental para otorgar mayor verosimilitud a las películas llegando a cuestionar los límites entre géneros cinematográficos, algo que ya estaba presente en El pejesapo: se trata de una realidad que estalla a veces en su excesiva intensidad desbordando lo real en la ficción.
Corriendo el cerco del documental
A estas incursiones desde la ficción, debemos agregar el desarrollo del rubro documental, cuyos antecedentes debemos situar al menos desde la década del 50, instalándose como un formato que ha ido creciendo e institucionalizándose desde la década del noventa a nuestros días. Películas como La memoria obstinada (1997) y Aquí se construye (2000) formularon tempranamente dos tendencias claras de desarrollo del documental. Por un lado, el llamado documental autobiográfico que aborda aspectos de la memoria política reciente, confrontando testimonios y relatos generacionales. Sólo centrándonos en los últimos años películas como Sibila (Teresa Arredondo, 2012), Venían a buscarme (Alvaro de la Barra, 2016), El pacto de Adriana (Lissette Orozco, 2017) y más recientemente Historia de mi nombre (Karin Cuyul, 2019) han aportado nuevos puntos de vista a la construcción de una memoria cívica de nuestro pasado reciente y las heridas que cruzan generaciones, militancias y filiaciones.
La segunda tendencia es lo que creo podríamos llamar el “documental de creación”, en el que Ignacio Agüero es un nombre muy relevante. Su película El otro día (2012) da presencia a un relato poético y arborescente que se pregunta por el encuentro con el otro, a partir de personajes que tocan a su puerta. Desde una singular forma de acercarse a sus personajes Agüero trabaja con la espontaneidad de los otros frente a cámara, realizando de forma subrepticia una cartografía subjetiva de un Santiago que es muchas ciudades. En un diálogo cruzado, la obra de José Luis Torres Leiva se ha movido libremente entre documental y ficción encontrando en El viento sabe que vuelvo a casa (2016) la utilización de el “método Agüero” al interior de su propio film a modo de una ficción que justifica el documental. Un juego de cajas chinas donde los límites entre ambos géneros son difusos, libres y poéticos.
Películas como La once (Maite Alberdi, 2014), Pena de muerte (2014), La muerte de Pinochet (Bettina Perut e Iván Osnovikoff, 2011) o Il siciliano (José Luis Sepúlveda, Carolina Adriazola y Claudio Pizarro, 2018) han ido corriendo el cerco del documental hacia territorios fronterizos y móviles, abriendo el cine chileno a nuevas tendencias expresivas, centralmente, hacia una determinada condición performática y corpórea de la realidad cotidiana, en cuyo límite se juega un desacomodo crucial a las formas institucionales de representación.
El cine de la movilización
Sustentando nuestro planteamiento respecto a un cine que se ve fuertemente impactado por el ciclo de protestas iniciado el año 2011, surge un cine documental que acompañó directamente a las movilizaciones sociales surgidas a partir de este giro, así como abordó temáticas vinculadas a la educación y la desigualdad social.
Esto encuentra antecedentes previos en el documental La revolución de los pingüinos (Jaime Díaz, 2008) y se profundiza luego del 2011 con películas que abordaron directamente el universo de las movilizaciones como Tres instantes, un grito (Cecilia Barriga, 2013), El vals de los inútiles (Edison Cajas, 2013) y Ya no basta con marchar (Hernan Saavedra, 2016), películas que registraron “in situ” a los movimientos estudiantiles, a veces desde el apego melancólico otras desde la pregunta por las nuevas formas de la revuelta que se instauraron en las marchas.

Otro grupo de películas abordan ecos o aspectos más indirectos pero igualmente relevantes: Propaganda (Colectivo Mafi, 2014) aplica la metodología del “plano Lumière” para abordar el desprestigio de la política durante la campaña presidencial del 2013, tensionando la relación entre la política- institucional- y lo político- como disenso.
Crónica de un comité (Jose Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola, 2016) aborda la historia de un comité político que busca justicia para Manuel Gutiérrez, asesinado por la policía durante las protestas del 2011. Tomando recursos del documental directo y militante y llevando el punto de vista del documental hacia la auto-representación de los sujetos filmados (ellos mismos toman la cámara), llevan la pregunta por la militancia hacia las zonas áridas de sus condiciones materiales y de vida de quienes abogan por mayor justicia en nuestro país. Por último, Si escuchas atentamente (Nicolás Guzman, 2015) es un documental ajeno a la marcha que toma el seguimiento de tres adolescentes salidos de un liceo público de un barrio periférico de la ciudad, para indagar en el universo subjetivo del deseo, entendido como horizonte de expectativa en un universo social que no cesa de ser segregado y marginado de oportunidades. Desde una óptica diagonal, se trata de una película que realiza una feroz crítica al modelo mercantilista y desigual de la educación de nuestro país.
El cine de la movilización encuentra un auge luego del estallido del 2019. A la luz de este nuevos colectivos se organizan y antiguos se reactivan en una producción profusa, viral y vinculada al llamado “agit-prop” (propaganda de agitación).
Dos colectivos nuevos: Ojo Chile y Colectivo Registro Callejero se encuentran en plena actividad de registro de los sucesos desde sus redes sociales y canales, en ejercicios que pasean entre el testimonio, el video clip y el montaje experimental, siempre vinculado a la contingencia y el universo de las protestas. A estos dos casos se suma la reactivación de MAFI, quienes en su cuenta de Instagram reactivaron sus memorables planos durante estos agitados días, y una serie de cortos de la Escuela Popular de Cine, sobre la contingencia, denunciando abusos de violencia y montajes policiales, vinculando su trabajo al reciclaje y la contra-información, desmontando las versiones oficiales, todo desde su cuenta youtube. Este grupo de películas- cortos virales, registros, ejercicios- en plena expansión parece ser un punto de llegada provisorio para este recorrido, uno que nos llevó a lo largo de diversa experiencias cinematográficas “previas” al estallido social, en diálogo profundo con el acontecer país. Se trató, a nuestro parecer, del cine que filmó el malestar antes del estallido.
La Chile en la historia de Chile: Julieta Kirkwood (1936-1985)
Por Valentina Aravena
Fue hace más de seis décadas, un 8 de enero de 1949, cuando se concretó uno de los hitos emblemáticos en la historia del movimiento feminista en Chile: el derecho a voto para las mujeres. Un camino que recorrieron destacadas activistas de la época, como Elena Caffarena u Olga Poblete, entre tantas otras mujeres que marcaron un precedente para las nuevas generaciones. Por aquel entonces, Julieta Kirkwood era solo una adolescente.
Sería más tarde, durante la década del 70 y tras haber estudiado Sociología y Ciencias Políticas en la Universidad de Chile, que se convertiría en una de las voces más influyentes del feminismo en el país, siendo reconocida como la refundadora del movimiento feminista chileno. Como militante socialista e investigadora de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), Kirkwood se involucró activamente en la movilización de mujeres y comenzó a articular instancias de participación y difusión en los inicios de la dictadura. Fundó organizaciones, editó revistas, dictó charlas y talleres y salió a las calles, mientras se entregaba a un intenso ejercicio de producción teórica que la llevaría a ser reconocida en todo el continente.

Para las investigadoras Pierina Ferreti y Luna Follegati, su feminismo es ambicioso. “Se propone reinventar la democracia empujándola hacia la transformación del orden político-sexual y ampliar el proyecto histórico del socialismo sumado a la transformación de las estructuras sociales con el objetivo de una revolución de la vida cotidiana”, señalan en Preguntas que Hicieron Movimiento. Escritos Feministas 1979-1985, libro que reúne una selección de notas de la socióloga que, en conjunto, buscan dar claves de su pensamiento.
“Como rebelde —añade Cynthia Rimsky en el prólogo— Julieta Kirkwood no cumple con la distancia convenida a una intelectual respecto de su objeto de estudio. Busca una forma de pensar y escribir sobre la actualidad que entreteja el análisis del pasado, la experiencia del presente y la anticipación del futuro”. Como activista política e intelectual, dedicó gran parte de su vida a visibilizar el entramado de luchas suprimidas por el saber patriarcal, buscando archivos y documentos, reviviendo la herencia de las feministas obreras, estudiando la participación histórica de las mujeres en la política, y explicando por qué es tan relevante su participación en todos los aspectos de la democracia.
La atención hacia su producción intelectual fue, hasta hace poco, escasa. “El silencio en torno a Julieta Kirkwood no fue casual. Formó parte de un conjunto de omisiones que se instalaron en el Chile de la transición a la democracia”, escriben Ferreti y Follegati. Debido a la lógica despolitizadora de los gobiernos civiles de centro-izquierda y una democracia restringida, la articulación popular y el movimiento feminista pierden el protagonismo conseguido años “Su radicalidad no calzaba con la estrecha ‘medida de lo posible’ que se imponía de facto”, detallan las autoras.
Hoy, a 85 años de su natalicio, su pensamiento parece más vigente que nunca. La emergencia en 2018 del movimiento de mujeres organizadas, sumado al triunfo de jóvenes feministas en las elecciones de mayo de 2021, son la prueba de que se ha abierto un nuevo espacio a las tensiones que alguna vez Kirkwood buscó reunir, como advierten Ferreti y Follegati: “izquierda y feminismo, socialismo y democracia, movimientos y partidos”.
Fuentes:
“La relevancia que cobra Julieta Kirkwood en el Chile actual”, de Estefanía Labrín, 2021. En uchile.cl
Preguntas que Hicieron Movimiento. Escritos Feministas 1979-1985, de Pierina Ferreti y Luna Follegati. Banda Propia, 2021.