Una literatura que tenga la sinceridad de los buenos amigos

«Cuando hablamos de infancia las buenas intenciones no son suficientes y las torpezas tienen un costo, no para nosotros —los señores y las señoras que nos dedicamos a esto—, sino para los pequeños lectores que, al final del día, al comparar sus vidas y sus emociones con las que describen y aceptan los libros, sienten que vuelven a sacar una mala nota», escribe María José Ferrada sobre la importancia del libro Enseñando a sentir. Repertorios éticos en la ficción infantil, de Macarena García.

Por María José Ferrada

Una niña lee un libro, un cuento que describe, entre otras cosas, un paisaje lleno de árboles y pájaros que cantan bajo un sol tibio y brillante.

La niña, que como todos los niños y las niñas lleva un sol en su mochila, compara el suyo con el del cuento. No, la verdad es que no se parece para nada. El sol de la niña es más opaco y más chico. En realidad más que un sol parece una pelota vieja. Y no hablemos del paisaje que ve por la ventana, donde los árboles no son verdes sino plomos. La niña siente algo parecido a la tristeza, algo parecido a la rabia, que no logra identificar muy bien. Sigue leyendo y en el pecho se le instala un agujero con forma de estrella, de planeta negro. Todos los demás están sonriendo, menos tú, dice con los ojos —ese idioma que los niños y niñas saben entender tan bien— la señora que lee el cuento, debe ser porque eres una niña rara, piensa. Y a partir de entonces la niña lo piensa también.

Enseñando a sentir. Repertorios éticos en la ficción infantil (Ediciones Metales Pesados, 2021) es un libro que hace mucho necesitaba leer. Porque es un libro que habla de algo que me interesa: cuando hablamos de infancia las buenas intenciones no son suficientes y las torpezas tienen un costo, no para nosotros —los señores y las señoras que nos dedicamos a esto—, sino para los pequeños lectores que al final del día, al comparar sus vidas y sus emociones con las que describen y aceptan los libros, sienten que vuelven a sacar una mala nota.

Según nos cuenta Macarena García en los dos primeros capítulos de su libro —»El auge del libro álbum y la educación socioemocional» y «La política de las emociones en Intensamente«— mucha de la producción cultural pensada para la infancia nos dice que existen emociones positivas y emociones negativas, que todos y todas las experimentamos. Hasta ahí, todo bien, así que continuamos. De un lado estaría la alegría —y cuando nombre esa palabra, “alegría”, todos los niños y niñas levantarán un círculo amarillo—, de otro lado estaría la tristeza —cuando nombre esa palabra, “tristeza”, todos los niños y niñas levantarán un círculo gris—. Nuestros libros no solo nos han ayudado a identificar las emociones, sino que además las hemos delimitado —encerrado, diría alguien aún más optimista— en formas geométricas y cromáticas. Ese primer paso, ordenar, separar, diferenciar, nos permitirá dar el segundo: regular y transformar. Ahora niños, niñas: respiremos. En eso, el éxito de mi actividad, estoy pensando cuando observo que al final de la sala hay un niño que le da un mordisco a las figuras de colores y luego las escupe en el banco de su compañero. Enciendo las alarmas de mi propia cabeza, rebobino.

Decía: hay emociones positivas y emociones negativas, emociones que todos y todas las experimentamos, pero morder y escupir en el banco de tu compañero es algo muy diferente. Una cosa es la tristeza, insisto, si quieren podemos hablar de ella, pero, citando a Macarena García, de “los sentimientos malos que nos provoca la sociedad capitalista moderna” tales como la ira, la ansiedad o la paranoia, no, de eso no hablaremos esta vez porque, como suele pasar cuando hablamos o decimos que hablamos de niños y niñas, a los señores y señoras que nos dedicamos a escribir, ilustrar, mediar y clasificar literatura infantil nos salva el timbre que anuncia el recreo. O nos salvaba  porque henos aquí, leyendo, Enseñando a sentir.

No importa, insistimos, porque lo nuestro es eso, la insistencia. No nos asustan los temas incómodos. Les llamamos “temas difíciles”. La literatura infantil tiene estantes, conferencias, mil publicaciones dedicadas a eso. Enumeramos: libros sobre la tolerancia. Libros sobre la muerte. Libros sobre migración. Y podríamos seguir con nuestro listado, la vida entera, tranquilamente —porque eso también es lo nuestro—, cuando Macarena García nos interrumpe dedicando los tres capítulos siguientes de su libro a las ansiedades adultas, las narrativas de la hospitalidad y la necropolítica.

La isla se llama el libro que trae para abrir la discusión. “Un hombre desnudo llega a una isla donde es recibido con recelo por parte de los pobladores, un recelo que va escalando en hostilidad, hasta un final en que los pobladores arrojan al hombre desnudo al mar”. ¿Por qué?, preguntamos espantados los adultos. Porque tienen miedo de él, responde un niño. Porque no saben quién es, agrega una niña.

Macarena, el niño y la niña nos obligan a revisar nuestros estantes, nuestras conferencias, nuestros libros para recordar de qué hemos estado hablando estos últimos años cuando decimos libros sobre tolerancia, libros sobre la muerte, libros sobre migración.

El capítulo cuarto de Enseñando a sentir, gira en torno a la problemática que plantea un libro como La isla que muestra tan claramente, citando a García, “la forma en que opera el miedo como fuerza social que produce exclusión”.

Al parecer, debemos reconocer, las señoras y los señores adultos nos hemos conformado con poco. Nuestros libros efectivamente han tratado el tema de la migración y de la relación con el migrante, pero tal vez en ese bien intencionado pero siempre peligroso afán de simplificar, hemos omitido cosas importantes, por ejemplo, no nos hemos preguntado de dónde viene ese otro y por qué ha migrado. La respuesta podría llevarnos a enfrentar la temática expuesta en otro de los libros analizados por García —The Mediterranean—, un libro sin palabras que ahonda en, vuelvo a citar, “las intrincadas redes que benefician a algunos de la precariedad de otros”.

Pero, ¿será necesario hablarle de eso a los niños?, nos preguntamos. 

Tal vez lo sea. Y es que, como tan bien explica el libro que nos convoca, al eliminar el conflicto lo que hacemos es ayudar a perpetuar las realidades injustas y conformarnos con mostrar a los niños y niñas que con la hospitalidad es suficiente. No será necesario entonces que ese niño, esa niña, que ha escuchado pacientemente nuestra historia se pregunte cuál es o podría ser su propio papel en todo este entramado. Abordamos el tema de la migración en nuestros libros, pero evitamos hablar, vuelvo a citar, de “las relaciones causales entre los países poderosos y los escapes en masa” y del que la investigadora considera uno de los temas más desafiantes, más esquivos y más tabús de nuestro tiempo: la necropolítica, es decir, el uso del poder social y político para dictar un orden en el cual hay personas que pueden vivir y otras cuya muerte se acepta en silencio y sin sorpresa. 

Los señores y las señoras que hacemos literatura infantil continuamos con la lectura, pero no sabemos muy bien si hablar o seguir refugiados en nuestras buenas intenciones, que parecen estar en un límite demasiado cercano al consumo de la precariedad del otro en pro del refuerzo de nuestra supuesta bondad humanitaria. Llegados a este punto, nuestro silencio que ya ha perdido toda inocencia nos ha puesto a nosotros y, lo peor de todo, ha puesto al niño, a la niña, que nos escucha en una verdadera situación difícil: el lugar del que mira y no dice nada.

No, esta vez no hay campana que salve a nadie por aquí. Macarena García pasa al siguiente capítulo: el problema de las narrativas de empoderamiento para niñas.

La escena es imaginaria: un padre compra a su hija un libro sobre mujeres empoderadas, porque él, lo dice con un orgullo genuino a sus amigos, no es ningún machista. El libro es uno de los pocos libros para niños, perdón, para niñas, que lleva muchas semanas en el listado de los más vendidos. El libro cuenta la historia de mujeres poderosas que, según observa la autora de Enseñando a sentir, “se han tenido que enfrentar al mundo solas y han echado mano a una determinación interior implacable para conseguir hacer lo que deseaban”. Macarena García repara en que no hay aquí compañeras de viaje, no hay amigas, no hay colegas, sino una gran capacidad de ser una rebelde solitaria. ¿Para conseguir qué? Acceder a espacios de poder considerados históricamente masculinos. El fallo que detecta García en esta narrativa —y que no ha notado el padre no machista que sigue absorto en la lectura mientras, por suerte, a estas alturas la niña duerme— es que el camino ha sido una rebeldía individual y la meta: el éxito.

Especialmente interesante es cómo, en este capítulo, la autora nos pone en guardia frente a la apropiación del feminismo por lógicas de mercado que terminan despojándolo de su poder, al no buscar, cito, “cambiar las condiciones con las que se produce el poder”, «conformándose con aspirar a una mayor participación en este”, no de todas sino de algunas mujeres. ¿Cuáles? Claro está que las más valientes y las más rebeldes.

Nuevamente, nos encontramos con una necesidad en la que Macarena García insiste en su libro: repensar cómo se producen las dominaciones y cómo desde la literatura para niños y niñas perpetuamos el discurso en que algunas vidas son más valiosas que otras. En sus palabras, “una cultura de la rebeldía individualista que resulta bastante acrítica a las condiciones que la producen”.

El padre, a estas alturas, también se ha quedado dormido. Por suerte la niña, que no tiene ningún interés en parecerse a las heroínas del libro, despierta y tiene la mejor de las ideas: arrojar por la ventana ese libro que, al llevarla a imaginar un futuro tan lleno de soledad y esfuerzo, solo le provoca dolor de estómago y una terrible ansiedad.

Los señores y las señoras nos preguntamos: ¿pero entonces qué era lo que teníamos que hacer con las princesas? Macarena García, que no está para ese tipo de preguntas, se asegura de que la niña que se ha librado de la lectura duerma y, bajando la voz, pasa al capítulo siguiente: «Narrando los silencios de la dictadura».

¿Cómo le explicas a un niño o a una niña que existen cuerpos que tienen cicatrices producidas por la tortura, una tortura que fue pensada y ejecutada por otro cuerpo, el cuerpo de un ser humano? ¿Cómo se lo explicas y le dices que ese cuerpo tal vez sea el de su vecino, su abuelo o su hermano? ¿Cómo le hablas a un niño o a una niña de cuerpos desaparecidos por el Estado? ¿Cómo le dices que hay mujeres, en su mayoría ancianas, cuya tarea no es de matemáticas o geografía sino que consiste en buscar los huesos o lo que quede de ellos en el mar, la cordillera, el desierto? ¿Cómo le dices que hay mujeres y hombres que han debido conformarse con un pedazo de lo que un día fue un vestido como el que ahora lleva su madre, un pedazo de camisa como esas que cada día se pone su padre?

Macarena García muestra en este capítulo el respeto y la humanidad que tal vez le falte a nuestra literatura para niños y niñas: a veces lo único que puedes hacer es preguntas: ¿cuándo?, ¿cómo? y, tal vez la más importante de todas, ¿cómo pudo pasar algo como eso? Hay preguntas, parece decirnos la autora de Enseñando a sentir, que necesitamos hacer: por las víctimas y por nosotros.

No hay en este libro un capítulo más importante que otro, todos son inteligentes y luminosos, pero hay uno al que he regresado varias veces mientras escribía esta presentación. Se trata de «Tramados de pobreza y lectura».

Dos investigadoras van a un campamento a implementar un programa de lectura y migración. El campamento, según les explicó la ONG que las ha convocado, cuenta con un alto porcentaje de población migrante.

Las investigadoras quieren, según se explica, “hacer algo con los libros que complicase la propia cultura del libro, esa aspiración de elite desde la que se confía que el libro será el acceso a una cultura y un pensamiento más elevado”. En otras palabras, romper o poner en cuestión sus propias visiones de la lectura literaria.

Al principio todo parece ir bien. Pero poco a poco se encuentran con una realidad más pesada de lo que imaginaban: para los niños y niñas que asisten a la actividad los libros son un trámite para acceder a los juegos que están en los estantes. También para conseguir la esperada colación que probablemente será una parte importante de la cena.

A veces los libros pueden hacer su trabajo. Y otras simplemente no pasa lo que esperamos. A pocas investigadoras había escuchado decir algo como esto, lo que solo aumenta mi admiración por el trabajo que ha hecho Macarena García. Un trabajo que por lo menos a mí, en un tiempo en que todos parecen tener respuestas, me ha llenado de preguntas. Y de ganas de trabajar por una literatura que no simplifique cosas que —los niños ya se han dado cuentas— son complejas. Una literatura que muestre a sus lectores no lo que les falta para ser esos niños, esas niñas felices con los que sueña el mundo adulto, sino eso que son. Una literatura que tenga la sinceridad de los buenos amigos.

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Enseñando a sentir. Repertorios éticos en la ficción infantil
Macarena García González
Ediciones Metales Pesados
184 páginas
$10.900

Los claroscuros de Sergio Larraín, el chileno que tocó la cima de la fotografía

A finales de los 50 se convirtió en la joven promesa de la agencia Magnum tras fotografiar a la mafia italiana, pero después decidió que lo suyo no era el fotoperiodismo, sino la contemplación, el yoga y la cruzada ecológica. Se alineó con la psicodelia del grupo Arica para luego aislarse durante cuatro décadas en Tulahuén, un pueblito al interior de Ovalle, desde donde seguía enviando a Francia sus crípticas fotografías minimalistas. En 2013, el cineasta Sebastián Moreno decidió comenzar a descifrar el enigma del hombre tras el fotógrafo. El resultado es Sergio Larraín: El instante eterno, documental que se estrena este 4 de junio y que contiene registros inéditos del artista, entrevistas con su círculo más cercano y algunas respuestas que lo complejizan y lo vuelven un personaje aún más fascinante.

Por Denisse Espinoza A.

“Querido Henri:
Gracias por tu misiva. Siempre es una gran alegría recibir noticias de ti. Aquí estoy, la mayor parte del tiempo escribo… Y tomo algunas fotografías. Estoy desconcertado.
Me encanta la fotografía como arte visual…, así como un pintor ama la pintura. Ésa es la fotografía que me gusta. Pero el trabajo que se vende (fácil de vender), me obliga a adaptarme. Es como hacer carteles para un pintor… No me gusta hacerlo, es una pérdida de tiempo.
Hacer buena fotografía es difícil, lleva mucho tiempo. Intenté adaptarme en cuanto me incorporé al grupo de ustedes. Para aprender y conseguir que me publicaran. Pero me gustaría volver a hacer algo más serio. El problema son los mercados, lograr que te publiquen y ganar dinero…”.

Así comienza la carta, fechada el 5 de junio de 1962, con la que Sergio Larraín Echeñique (1931-2012) le cierra la puerta a su prometedora carrera como fotoperiodista de Magnum, la reputada cooperativa francesa fundada por Henri Cartier Bresson en 1947. Sí, habría luego algunos otros encargos, pero nada tan rimbombante ni rentable como el reportaje a la mafia italiana, cuando el chileno logró infiltrarse haciéndose amigo cercano del capo Giussepe Russo, a quien logró fotografiar tomando la siesta, retrato tan íntimo que luego de ser publicado obligó al autor a convertirse en fugitivo.

Sergio Larraín. Créditos: Magnum Photos.

Claro que Larraín estaba acostumbrado a huir, no precisamente del peligro a la muerte real, sino de sus propios demonios internos: la fama, el ego, aquella zona de confort que desde niño, criado en una familia de la burguesía ilustrada chilena, había rehuido al sentirse incomprendido.

Luis Poirot prefiere calificarlo simplemente como soledad. “Hay fotos de Sergio en que el desgarro de la mirada de los personajes es un milagro y eso es lo que a mí me conmueve. Yo sé que fotografiando esa soledad está fotografiando su propia soledad, que lo persiguió hasta el fin de la vida”, dice el fotógrafo, seguidor y amigo de Larraín en Sergio Larraín: El instante eterno, el documental de Sebastián Moreno que se estrena este 4 de junio por PuntoTicket y que intenta descifrar los mitos que rodearon al único chileno que logró ser parte de la agencia Magnum, pero que luego decidió aislarse del mundo.

Poirot es uno de los entrevistados en el documental y el encargado de leer la carta dirigida a Cartier Bresson como una de las razones que tuvo Larraín para renunciar a la fama mundial. “Queco no es un reportero, no es un paparazzi, Queco es un poeta”, afirma.

Justamente fue esa mirada inusual la que lo hizo destacar desde que a mediados de los 50, cuando tenía solo 20 años, fotografiara con una sensibilidad única a los niños vagabundos del río Mapocho y luego recorriera las laberínticas escaleras de Valparaíso.

El don de Larraín era pasar desapercibido, invisible tras el lente. Tomaba fotografías como si no estuviese ahí, miraba de soslayo, interponía ramas, muros y rejas entre él y su objetivo antes de disparar. Se escabullía de la mirada frontal, buscando los ángulos menos evidentes, con los que conseguía escenas llenas de encanto que terminaron siendo publicadas en las revistas más prestigiosas, como Paris Match y Life, y elogiadas por los mejores fotógrafos del mundo.

Sin embargo, solo tras la muerte de Larraín en 2012, y por expresa decisión suya, su obra comenzó otra vez a difundirse. Así fue que se realizó su primera gran retrospectiva en 2013, en el Festival de Arles, Francia, curada por Agnes Sire, su amiga y directora artística de la Fundación Cartier Bresson, y que al año siguiente se instalaría en el Museo de Bellas Artes del Parque Forestal. 

También fue hace siete años que el director Sebastián Moreno (La ciudad de los fotógrafos, Guerrero) decidió embarcarse en su propio proyecto para conocer en profundidad la obra y vida del fotógrafo. Fue un proceso largo que lo llevó, de a poco, a acceder a testimonios como los de las dos hermanas de Larraín que aún viven, sus dos hijos, sus seguidores en Tulahuén, un coleccionista, un sobrino e incluso a los archivos de Magnum, donde está resguardada toda su obra.

El resultado es un documento magnífico que recoge videos inéditos en 8mm, diapositivas en colores, negativos e imágenes nunca antes exhibidos al igual que entrevistas reveladoras sobre la naturaleza más personal de Larraín. Sin embargo, el enigma persiste y aunque el retrato es copioso en aristas también complejiza aún más su figura.

Sebastián Moreno durante el rodaje de Sergio Larraín. El instante eterno. Gentileza de Películas del Pez.

¿Qué mitos en torno a Larraín fuiste derribando en estos años de investigación?

—Bueno, uno de los más importantes fue descubrir que Larraín nunca abandonó la fotografía, que es algo que yo tenía súper fijo hasta que en una de las cartas que encontré se relata un viaje que hace a Valparaíso en los años 90, viajando toda la noche en un bus. Vuelve al lugar donde comenzó todo, donde toma su icónica imagen de las niñas gemelas y pasa todo un día tomando fotos. Para mí eso fue clave, saber que no había nada tan definitivo en la vida de Sergio, que siempre estaban estas idas y regresos, que todos nos arrepentimos a veces de las decisiones que tomamos y tratamos de recuperar el tiempo perdido. Y luego él hace una maqueta donde integra su visión espiritual con estas nuevas fotografías y nos dice cómo miraba el mundo, la que finalmente se termina publicando en 2016.

Posteriormente, además, se conocen otra clase de fotos más minimalistas y conceptuales que también se exponen en la muestra de 2014, en el Museo de Bellas Artes.

—Están esos encuadres, composiciones más geométricas, simples y cotidianas que él llamaba Satori y que tienen que ver con un ejercicio de meditación para conectarse con el presente, con el aquí y el ahora y que él sigue enviando a la agencia Magnum, pero que no corresponden con los fotoreportajes de antes con los que se hizo conocido. Allá no comprenden por qué sigue enviándolos, pero de todas formas las guardan.

¿Qué descubriste durante tu visita a Magnum y cómo fue tu enlace con el reconocido fotógrafo Josef Koudelka?

—Fue maravilloso porque ahí aparecieron todas esas fotos de Italia, de la mafia siciliana, se despliegan las imágenes que uno solo había escuchado de oídas, personajes que yo había entrevistado aparecen más jóvenes, como Piro Luzco, este amigo que lo acompaña a Valparaíso y también se da el encuentro con Josef Koudelka, que fue un gran regalo. Al principio no nos quería recibir, pero luego, cuando le menciono que había encontrado una carta que él le había escrito a Larraín diciéndole que por favor no le enviara más correspondencia sino que mejor le enviara fotos, se le abrieron los ojos y me concedió una entrevista, en la que dice que Larraín es un talento incompleto. Todo eso te lo da la rigurosidad de la investigación, porque si no hubiésemos tenido el as bajo la manga de la carta, no lo habríamos logrado.

Tu documental retrata la contradicción que existe dentro de Larraín, quien a pesar de su retiro de la vida pública está empecinado en entregar un mensaje al mundo.

—Claro, retirarse físicamente del mundo no significaba que no estuviese interesado en el mundo. Fue justamente por estos libritos que un día llegaron a la casa de mi papá, los llamados “Kindeplanetarios” que son textos espirituales muy sencillos que él hacía para que se repartieran, que creció la pregunta sobre qué había sido de la vida de este fotógrafo que yo admiraba. Además de estos libros, él escribió muchas cartas a sus familiares y amigos, e incluso a autoridades de la época. Alguien me contó que incluso le escribió una carta a Pinochet diciéndole que era necesario hacer clases de yoga en todo Chile, imagínate. Estaba en esa cruzada, pero desde su casa en Tulahuén.

«Lo bonito de la película es que aparece esa contradicción de Sergio, de ser un tipo con ciertas búsquedas que lo determinaron, pero que tuvieron costos en su vida familiar. No fue gratis alejarse, él tenía sus propios problemas y es bonito que eso aparezca porque le da una dimensión más cercana y humana. Sergio Larraín era como cualquier ser humano, con sus claros y oscuros. Una foto con pura luz no es nada, necesita de contrastes, de esa lucha entre la luz y la oscuridad para crear una imagen, y de alguna manera los seres humanos somos eso, tenemos esa permanente pugna con nuestros egos, deseos, con nuestros traumas que nos van forjando como personas».

Sergio Larraín en su época de trabajo para Magnum, París. Créditos: Magnum Photos.

¿Qué tanto material desconocido existe aún de Larraín?

—Sergio ha sido desclasificado primero por Agnes Sire, que es una figura importante de la fotografía en Francia y en Europa, con quien se envía correspondencia por años, pero nunca se conocen en persona. Es ella quien convence a Sergio de hacer este primer libro sobre Valparaíso, siempre enfocado en el blanco y negro, pero también hay todo un material en colores, en diapositivas y de eso hemos visto muy poco. Hay una serie de fotos que se publicaron en la revista National Geographic sobre Isla de Pascua, Juan Fernández y la Patagonia que salieron publicadas también en otras revistas, o también de un formato a color 6×6, muy escaso. Hay mucho que ver y sobre todo de Chile, Sergio viajó mucho por Chile en una época en que no era fácil viajar y menos con una cámara fotográfica, entonces hay un material súper valioso por descubrir.

«También encontré a una persona que había sido asistente de Larraín y que tenía una caja llena de descartes, que contradijo las órdenes de Larraín de botarlas a la basura y en vez de eso lo guardó. Y también hay mucha gente que tiene fotos regaladas por Larraín, copias de época, álbumes que Larraín hacía y le regalaba a su familia, a su papá. Existe hasta el álbum de matrimonio de una de sus hermanas, que aunque eran fotos de algo cotidiano siempre había en ellas una vuelta de tuerca que tenía el sello Larraín».

Tras el estreno en Chile, la película iniciará su recorrido por festivales, no de cine sino de fotografía, “su escenario natural”, dice Moreno. “Larraín es un referente mundial y estamos muy expectantes de cómo será la recepción en EE.UU. y Europa. Su trabajo está en las colecciones más importantes de arte, en la Tate de Londres, por ejemplo, es parte de la muestra permanente donde una de sus fotos está al lado de un Picasso”.

A fin de año, además, el director tiene planificado el estreno de una serie de cuatro episodios de larga duración para la televisión, que son complemento de la película y que contienen más entrevistas y material inédito. “Como en una novela crecen ramas que tienen que ver con el tronco principal, en la serie también hay historias que se salen un poco de la trama, es muy diferente a la película, pero seguimos profundizando los temas: el origen, el fotógrafo, la vida mística y el retiro”, cuenta Moreno.

¿Crees que tu documental logra responder esa pregunta latente que existe sobre la renuncia de Larraín a la fotografía?

—Creo que sí, en alguna medida encontramos algunas claves para entenderlo. Tiene que ver con muchas cosas, pero principalmente con una relación con su padre muy difícil, muy dura. Yo creo que Sergio no se sintió cómodo nunca en el hogar en que le tocó nacer. Creo que allí se gatilla su pulsión por buscar su propia identidad, este camino espiritual que emprende en su adultez como algo definitivo e irreversible, que lo llevó a alejarse de la vanidad que significa el éxito como fotógrafo de Magnum. Había una pulsión en él, como buen artista, tenía que hacer lo que necesitaba hacer. Sergio buscó permanentemente su propia utopía hasta que encuentra su lugar en Tulahuén, donde podía estar más tranquilo, ser anónimo, donde nadie le pedía entrevistas o autógrafos, aunque llegaban de todas partes a buscarlo; pero creo que ese fue el patrón: escapar y renunciar hasta llegar a una vida sencilla, vivía en una casa muy humilde, y creo que ahí fue bastante feliz esos años de su vida, que hay que decir fue casi la mitad: él llega como a los 40 años y murió a los 81.

Nacido en la clase acomodada, su madre fue Mercedes Echeñique Correa y su padre fue el arquitecto Sergio Larraín García Moreno, uno de los cultores más aventajados del modernismo en Chile, autor del edificio “Barco” en José Miguel de la Barra y fundador del Museo de Arte Precolombino a partir de su propia colección personal. Fue, además, decano de la Facultad de Arquitectura de la Pontificia Universidad Católica, que desde 1959 se instaló en la casa Lo Contador, un edificio de 1780, gracias a sus gestiones.

Sergio Larraín junto a sus hermanas. Gentileza de la familia Larraín Echeñique.

En el documental se ve la presión que Sergio hijo siente por cumplir las expectativas de ese padre imponente, exitoso y, a su vez, su constante deseo de rebelión, de seguir su propio camino. Más adelante, se muestra cuando se hace padre de su primera hija, Gregoria, con la peruana-francesa Paquita Tuerl, quien la cría en París, para luego tener a su hijo Juan José, fruto de su relación con Paz Huneeus, compañera durante su estadía en el grupo Arica, una escuela esotérica y de meditación fundada por el chamán boliviano Óscar Ichazo, a la que adhirió también el psiquiatra Claudio Naranjo y en la cual Larraín profundizó su camino espiritual.

El episodio es particularmente revelador cuando Huneeus cuenta que el alejamiento de Larraín pudo haberse debido a que descubrió las prácticas abiertamente sexuales que Ichazo sostenía con las mujeres del grupo. Luego de eso, el fotógrafo decidió llevarse a su hijo a vivir con él a Tulahuén, lejos de su madre.

Así, Moreno entrevista a su hija Gregoria —quien “accedió muy amablemente desde el primer momento a la idea de la película”— y a Juan José, quien sigue viviendo en la casa de Tulahuén y reconoce, durante el filme, la complicada vida que llevó desde niño con un padre estricto, quien lo obligaba a meditar y de quien debía soportar estados de ánimo cambiantes.

Paquita Truel y Sergio Larraín junto a la hija de ambos, Gregoria. Gentileza de la familia Larraín Echeñique.

Resulta paradójico a esas alturas de la película encontrarse con un Sergio Larraín que de alguna forma se convierte en esa figura del padre exigente que él mismo evitó.

—Ahí te das cuenta que cuando uno no trabaja la relación con los padres tiende a repetir de manera casi inconsciente esos patrones. En ese sentido, creo que Sergio también tuvo sus carencias como padre, amó profundamente a sus hijos, pero no supo cómo ser mejor padre. Por un lado apelaba a la paz mundial, transmitía el mensaje de salvar el mundo, pero chuta, en su propia casa tenía a la persona más importante que salvar. Me pareció importante ponerlo en la película, porque habla de nuevo de las debilidades de un personaje que ha sido muy glorificado, y con justa razón, por su trabajo, pero también es válido indagar en la intimidad de estos artistas porque nos da más luces de sobre la complejidad de sus miradas y trabajos.

¿Crees que el mensaje de Larraín tiene vigencia hoy?

—Totalmente, tiene cosas que decir y contar y llega en un buen momento. Primero, hoy resuena mucho la idea del aislamiento, de su autoexilio, de esa vida de ermitaño voluntaria que él vivió, pero que hoy nosotros nos vemos obligados a llevar. Esa vida monacal y sencilla que él propuso hace eco en el presente. Por otro lado, está el discurso ecológico, de vida armónica con el medio ambiente, justo ahora que estamos discutiendo cómo ir construyendo un nuevo futuro. Además, pese a todas sus dificultades y complejidades, Larraín fue un tipo humilde que convivió y ayudó a mucha gente. Desinteresada y anónimamente, a veces Larraín les abría cuentas de ahorro y les depositó un millón de pesos a personas que necesitaban o a la vecina que se le cayó el techo para un invierno, les financió el cambio completo, a otra gente le compraba terrenos para que se construyeran sus casas. Entonces, iba calladito ayudando y tratando de integrarse a ese mundo al cual él no pertenecía, porque Sergio venía de una familia muy rica, de una aristocracia muy culta y de carácter filántropa que la verdad extrañamos en este país, gente con visión, con conciencia y con recursos, que no dudaban de poner a disposición de los intereses de Chile.

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Sergio Larraín: El instante eterno
Sebastián Moreno
Estreno: 4 de junio
Funciones: 4, 5 y 6 de junio
Preventa en Puntoticket

Sergio Larraín: El instante eterno
Sebastián Moreno
Estreno: 4 de junio
Funciones: 4, 5 y 6 de junio
Preventa en Puntoticket

Comunidad universitaria despide a la artista Roser Bru

Pintora, grabadora dibujante, la artista llegó a Chile en 1939 a bordo del barco Winnipeg con 16 años escapando de la dictadura en España. Su fallecimiento ocurrió este martes 26 de mayo. La comunidad podrá despedir a la artista este jueves 27 de mayo, de 10:00 a 15:00 hrs. -respetando los aforos permitidos-, en el Museo Nacional de Bellas Artes.

Por Prensa U. de Chile

“La memoria es pasado persistente”. Esta es una de las frases dicha por la artista chileno-catalana Roser Bru en una entrevista sobre una de sus últimas exposiciones. 

Bru, fallecida este martes 26 de mayo a los 98 años, se formó en la Escuela de Bellas Artes, realizando estudios libres hasta el año 1942, época donde, según evocó en la misma entrevista, a las afueras de su lugar de estudio “pasaba Nicanor Parra y Enrique Lihn” como parte del paisaje. En dicho periodo, fue discípula de Pablo Burchard e Israel Roa. 

Roser Bru, Premio Nacional de Artes Plásticas 2015. Crédito: Sergio Trabucco.

Ganadora del Premio Nacional de Artes Plásticas 2015, le anteceden reconocimientos como el Primer Premio de Pintura, Salón Oficial de Santiago (1961); el Premio Osvaldo Goeldi, II Bienal Americana de Grabado, Santiago (1965); el Premio Club de Estampa, Buenos Aires (1968); el Gran Premio del primer Salón de Gráfica de la Universidad Católica, Museo de Bellas Artes (1978); la Encomienda de la Orden de Isabel La Católica, condecorada por el Rey Juan Carlos I de España (1995); y Premio Altazor, ganadora en Pintura (2000).

Según relató Bru, llegó a Chile con un libro de arte impresionista en la mano a los 16 años de edad a bordo del barco Winnipeg en 1939, dejando atrás los bombardeos y la violencia de la dictadura franquista, luego de un primer exilio junto a su familia en París, Francia. Sólo en 1958 retornó por primera vez a Barcelona, luego de 18 años.

«Roser Bru parte hoy en la mañana escoltada por la bella luna de sangre, un tributo a la vida de una mujer imprescindible cuya obra trasciende los tiempos. Su gran aporte al arte y la cultura motivó que, en 2019, en el contexto de la conmemoración de los 80 años del desembarco del Winnipeg en Chile, un esfuerzo diplomático y humanitario del gobierno chileno de la época para recibir a más de 2.200 refugiados españoles, nuestra Universidad le rindiera un homenaje y le entregara la Distinción Medalla Rectoral«, señaló la vicerrectora de Extensión y Comunicaciones de la U. de Chile, Faride Zeran.

Roser Bru, Mi hija grabado. Colección Iconográfica. Archivo Central Andrés Bello. Universidad de Chile. Fotografía: Camila Torrealba.

“Hoy lamentamos profundamente el fallecimiento de Roser Bru, quien sostuvo, a lo largo de su trayectoria como artista visual, un fuerte vínculo con el MAC. En el museo conservamos casi una treintena de sus obras -en su mayoría grabados- que dan cuenta de su estrecha relación con Nemesio Antúnez durante el período del Taller 99 y, posteriormente, cuando Antúnez dirigió nuestro museo», señaló Daniel Cruz, director del Museo de Arte Contemporáneo.

La obra de Roser Bru, destacó el director, «adquiere vital importancia a partir del golpe de Estado de 1973, donde la represión y la censura transformaron su imaginario y repertorio. Transitando entre el objeto, la pintura, la gráfica y la fotografía, sus creaciones son un testimonio clave para entender y abordar la historia de nuestro país y su relación con los derechos humanos. Desde el MAC homenajeamos y honramos este importante legado para nuestra cultura”.

Desde allí comenzó a escribir su historia de artista, destacando en la pintura, el grabado y el dibujo, además de formar parte del Grupo de Estudiantes Plásticos (GEP) el año 1947, espacio que compartió con artistas como Gracias Barrios, José Balmes, Guillermo Núñez, Juan Egenau y Gustavo Poblete. Posteriormente, fue parte del “Taller 99”, creado por Nemesio Antúnez. 

La comunidad podrá despedir a la artista este jueves 27 de mayo, de 10:00 a 15:00 hrs. -respetando los aforos permitidos-, en el Museo Nacional de Bellas Artes.

En la plataforma Tantaku de la U. de Chile, está disponible un microdocumental desarrollado por el equipo del MAC.

La comunidad podrá despedir a la artista este jueves 27 de mayo, de 10:00 a 15:00 hrs. -respetando los aforos permitidos-, en el Museo Nacional de Bellas Artes.

Guillermo Núñez: “Los artistas somos una especie de seudoaristocracia sin ningún poder”

Activo a sus 92 años, el Premio Nacional de Artes Plásticas 2007 dibuja todos los días bocetos que de a poco convierte en libros. Abandonó la pintura hace algunos años, y ahora planea donar varios cuadros como legado a la Universidad de Chile. Aunque la pandemia lo tiene aún confinado, el artista sigue de cerca el acontecer nacional. Tiene esperanza en el proceso constituyente y anhela que se pueda reconstruir el país donde él se formó: “quizás uno era mucho más pobre, pero infinitamente más solidario”, dice. 

Fotos de Felipe Poga

Guillermo Núñez camina hasta uno de sus escritorios, toma un cuaderno, lo abre y comienza a leer en voz alta: “Métanse sus galerías de arte en la raja. Salgan a la calle burgueses culiados del arte. Creeré en el arte cuando esté hecho para la gente. Me meo en tu arte cuico. Arte, deleite burgués. Contra el arte burgués. MAC: templo del suitiquerío”. Se detiene. 

Las frases están escritas a mano por el artista y fueron recogidas de un libro sobre los rayados esparcidos por las calles durante el estallido de 2019. Aunque Núñez no pudo estar en la trinchera, como cuando era joven y fue parte del batallón de artistas que apoyó a Allende, sí siguió de cerca el nuevo movimiento social que originó el proceso constituyente actual, y como tantos y tantas, se sorprendió con la fuerza que adquirió el arte callejero en ese periodo, en oposición a lo que ocurrió con el arte institucionalizado. 

Elegido como director del Museo de Arte Contemporáneo durante el gobierno de la Unidad Popular, Núñez trabajó de manera incansable en esos años para acercar el arte a la gente, invitando a brigadistas a tomarse las paredes del museo para intervenirlo y abriendo las puertas al arte popular. A muchos, eso les molestó. “Los de derecha estaban en contra porque sentían que yo prostituía el museo, y los de izquierda decían que el arte no debía estar encerrado, sino en las calles. Yo solo pensaba que el museo era un arma y que teníamos que usarla para apoyar a Allende”, recuerda. 

Hoy, a sus 92 años, Núñez se lamenta de las divisiones que aún existen en el arte, entre las llamadas “baja” y “alta” culturas, las que se hicieron evidentes también durante el estallido social. “Hay una capa de artistas que son de extracción popular y que tienen muchas habilidades, pero que no se pueden desarrollar porque no se les permite expresarse abiertamente. Hay muchos quienes dibujan y venden sus dibujos a luca en la calle y, lo que es peor, los pacos los toman presos y les quitan sus cosas; entonces el artista pasa a ser un delincuente. Esos jóvenes fueron quienes, en los días de la revuelta, pudieron volverse locos y hacer cosas fantásticas. Los artistas de museo, en cambio, casi no participamos de eso. Hay un abismo enorme y eso me desconcertó”, dice. 

“No sé si todo lo que escribieron les sale del alma. Nosotros, los artistas de museo, somos contra quienes están reaccionando, o tal vez algunos todavía nos quieren. Quizás si hubiese sido joven para el estallido habría estado con esos chicos en la calle; de hecho, yo puse algunas cosas, pero, claro, las hice en la casa y algunas las pegaron en los muros. Mi defensa son los años. No tengo los treinta y tantos que tenía en la Unidad Popular”. 

En ese entonces, Núñez era parte de una avanzada de pintores políticos que veían en el arte una herramienta de lucha efectiva contra la opresión de las clases sociales y el conservadurismo de la época. Ahora, confinado en su casa de Peñalolén debido a la pandemia, pone en duda el poder político del arte. 

“Sigo trabajando todos los días, a veces fatigado y aburrido de la monotonía. En cierto modo, me he tenido que abstraer de lo que sucede afuera, porque me he dado cuenta de que uno no tiene ningún poder de cambio sobre estas cosas; lo que yo haga no significa nada. Los artistas somos una especie de seudoaristocracia sin ningún poder. Si alguna vez tuvimos ese peso o creímos que lo teníamos, eso ya no es así”, dice. 

— Para el gobierno de Allende los artistas se volvieron muy importantes y visibles. 

“Ese fue nuestro periodo maravilloso. Era todo un pueblo entusiasmado con una idea de cambio generosa y alegre, y con sentido de la realidad, porque sabíamos que no lo teníamos todo y que se estaba construyendo algo con las patas y el buche, pero había mucha generosidad y ánimo de entenderse unos con otros, y eso fue lo hermoso. Y claro, muy pronto todo fue destruido violentamente”.  

El 3 de mayo de 1974, Guillermo Núñez fue detenido y torturado por agentes de Pinochet, luego de haber albergado a un dirigente del MIR. Semanas antes de ser apresado, había conocido a quien se convertiría en su esposa hasta el día de hoy, la crítica literaria Soledad Bianchi, quien mantuvo intacta la esperanza de volver a reunirse con él.   

Tras cinco meses, lo liberaron bajo libertad condicional. La experiencia lo marcó profundamente: por un lado había vivido en carne propia la represión estatal y, por otro, se reencontraría con su compañera. Fue Bianchi quien ayudó al artista a armar su primera exposición luego de su liberación, la que consistió en una serie de jaulas dentro de las que Nuñez puso diversos objetos y cuadros, que apelaban directamente a la experiencia vivida antes. Al día siguiente de inaugurar en el Instituto Chileno Francés, el artista fue tomado preso otra vez por los militares. 

—¿Por qué se arriesgó sabiendo que estaba bajo la mira de la dictadura? 

Lo que viví estando preso cambió la situación de todas las cosas, de todo lo que había hecho en mi pintura. Las noticias que antes me habían inspirado ahora me estaba pasando a mí. Había una necesidad absoluta de salida frente a eso que había vivido, y sabía los riesgos. Uno era que me metieran preso, como ocurrió, y otro que no me hicieran nada y eso era peor: que no tuviese ninguna repercusión. Mis hijos me decían: “papá, te van a meter preso”, pero no habría tenido el valor de mirarme al espejo si no lo hubiese hecho, habría sido un cobarde. Lo hice en cierto sentido por solidaridad con mis compañeros que habían quedado presos,  porque a mí me habían soltado en libertad condicional, de modo que tenía esa obligación moral.

—¿Por qué cree que lo dejaron vivo, siendo que a otros artistas, como Víctor Jara, los asesinaron? 

—Lo de Víctor fue en el primer momento, donde primaba la total irracionalidad de los militares. Yo caí en manos de la Fuerza Aérea mucho tiempo después, y ellos al parecer tenían una actitud diferente, un poco más tranquila; querían investigar más, no llegaban y mataban. La fuerza más represiva era la de la Dina, que dependía del Ejército, quizás si ellos me hubiesen metido preso sería diferente la historia.  

Tras estar preso en Tres Álamos y Puchuncaví por otros cinco meses, los militares decidieron liberarlo con un pasaporte válido solo para “salir del país”. Se exilió junto a Soledad Bianchi en Francia y solo regresó a Chile doce años después. 

—Durante la transición cada uno volvió a su casa, y de a poco el tema colectivo desapareció; nos volvimos más individualistas y nos enfrascamos en nuestros propios temas. Muchas de las cosas que creíamos a pie juntillas resultaron no ser ciertas. Lo que más echo de menos es mi niñez, porque uno vivía en un país que era pobre, pero infinitamente más solidario; la vida era más en común con la gente. Ibas a comprar a la verdulería que estaba al  lado de tu casa y no a esos monumentos anónimos que son los supermercados. 

—¿Y cómo ve lo que está pasando en la política hoy? 

Ahora con la Convención Constitucional hay un poco de esperanza, porque los cambios que hay que hacer son fundamentales para que este país tenga un sentido. Muchos se van a ver afectados, sobre todo la derecha económica y los grupos de poder. Va a ser un periodo difícil, y es de esperar que podamos resolverlo.  

Un artista irracional

Creador multifacético, Guillermo Nuñez partió trabajando en el teatro. Tenía poco más de 23 años cuando se convirtió en el diseñador del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, para el que creó más de cien escenografías y trajes que ahora serán rescatados gracias al proyecto Patrimonio Escénico TNCH: catalogación, conservación, registro y puesta en valor de la colección Guillermo Núñez, a cargo de la diseñadora teatral Valentina San Juan, quien acaba de adjudicarse un Fondart para hacer esta tarea. 

Durante la década de 1950, el artista diseñó la escenografía, decorados y trajes de producciones como El tío Vania, de Chéjov, El alcalde de Zalamea, de Calderón de Labarca, Las preciosas ridículas y El médico a palos, de Molière; Todos son mis hijos, de Arthur Miller, o Fuerte Bulnes, de María Asunción Requena. Hasta que a inicios de los 60 decidió abandonar las tablas por lo que él consideraba “su amante de los domingos”: la pintura.  

—Me fui separando del teatro cuando me di cuenta de que mi actitud como escenógrafo era demasiado elitista; cada vez tomaba más importancia lo que yo quería decir. En ese sentido, me interesaba más mi posición como pintor. Me retiré y no he tenido nada que ver con el teatro salvo por una aventura en Europa, cuando hice los decorados para Fulgor y muerte de Joaquín Murieta en un teatro en Alemania. Hace poco me lanzaron una invitación para hacer algunos decorados para una ópera en el Teatro Municipal de Santiago, pero dije que no. A estas alturas, haría una escenografía de pintor, y eso no tiene sentido. Los últimos decorados y trajes que diseñé eran demasiado personales, ya se habían desligado totalmente de la idea del colectivo. Hoy, mi hijo Pablo es encargado del vestuario del Teatro Municipal. Él sí vive el teatro desde dentro con pasión, como tiene que ser. 

Fue con la pintura que apareció su versión más comprometida, política y abstracta. Aparecieron los rojos, negros y azules profundos; las espinas y púas, los cuerpos desmembrados que aludían a la destrucción y la violencia humana. Comenzó con el óleo, pero pronto experimentó con el grabado, la serigrafía, la fotoserigrafía y el arte objetual. 

Tuvo también un periodo que él llamó “poplítico”, a partir de un viaje a Nueva York a mediados de los 60, donde se enfrentó a la gráfica y a los colores vivos del arte pop norteamericano y que lo llevaron a crear imágenes hoy icónicas, como el “leguario” (la boca con la lengua fuera) de varios colores, al más puro estilo de Andy Warhol. 

Después de una vida entera dedicada a sus grandes cuadros, en 2018 Núñez también dejó de pintar. Ahora está en conversaciones con la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile para donar una veintena de esas obras a la institución, con la idea de que sean exhibidas en alguna de sus sedes. 

No existe lugar en ningún museo chileno donde mis obras se puedan mostrar de forma permanente, y la Universidad de Chile es para mí el destino natural. Le debo a ella y al Instituto Nacional lo que hoy soy. Soy fruto de la educación pública, entonces esta donación es una manera de retribuir lo que ella me dió. Es lo justo —dice Núñez. 

—¿Siente que su trabajo es poco conocido? 

Bueno, dentro de la ley que creó los Premios Nacionales se establece que los premiados deben darse a conocer al público, pero eso no se cumple. ¿Alguien sabe quién es Pablo Burchard, el primer Premio Nacional? Nadie. No se han escrito libros sobre él, nunca se ha hecho una exposición siquiera, hasta donde sé. Entonces, claro, debería existir un museo de los Premios Nacionales. Hoy el premio está convertido en una especie de magra jubilación, y hay tantos artistas esperándolo, que es injusto, porque muchos se lo merecen, pero no alcanzan a recibirlo.

—Según usted, ¿quién debería recibir el premio? 

El Mono González, de quien soy muy amigo y a quien conocí cuando era director del MAC. Para mí, la Brigada Ramona Parra fue un descubrimiento, y me la jugué por meterla dentro del museo. Fue difícil, porque costó convencer a las autoridades universitarias de esa época, pero se logró. El Mono era un muchacho con mucho entusiasmo, y lo que hace hoy es cada vez mejor. Se merece el Premio Nacional mucho más que yo.

—¿Por qué? 

El sí que está en la chuchoca, yo no. Yo estoy separado de todas esas cosas y eso me angustia un poco, la verdad. Lo que hago ahora es demasiado intelectual. 

En los últimos años, Núñez se ha volcado al dibujo, el que practica a modo de bitácora o diario de vida. Así, como saltó del teatro a la pintura para hacer una obra más personal, el dibujo es el reflejo de sus reflexiones más íntimas. Siempre añade a sus trazos un texto, algún verso con el que intenta ir más allá de las líneas azarosas en el papel. 

Hay silencio en la música, la poesía /¿Y en la pintura? /Y el silencio, ¿es ausencia?/Estos dibujos, brotan desde el silencio /Para romper, derrotar, una realidad que nos aplasta, ir siempre más allá /tras “otra cosa” / lo que nos piden los filósofos chinos. /Esa “otra cosa”, ¿tiene nombre? ¿lo necesita? /¿de qué realidad habla? / Pintar, dibujar “de lo que no se puede hablar” /como quería Wittgenstein. 

Núñez se levanta de su asiento y vuelve con tres carpetas llenas de dibujos que nunca ha exhibido. Ha editado algunos en libros que según él nadie ve, porque nadie quiere comprar. En épocas pasadas, él mismo regalaba dibujos y serigrafías en la calle. Pero, como sabemos, el artista ya no sale. 

—¿Qué es lo que le interesa del dibujo que no encuentra en la pintura? 

Es más directo, nace y muere altiro, y eso me gusta. En la pintura necesitas más organización, no se puede dejar así nada más. Yo aquí me lanzo no más, es como un juego en que el azar es importante. He obligado a mi mano a que actúe sola y eso es algo que viene de la tradición de la caligrafía oriental. La pintura es más racional y yo cada vez soy más irracional. 

Jaime Lorca: «El teatro es una necesidad, una vacuna contra los males del mundo»

El actor y director de la compañía Viajeinmóvil estuvo de gira en España, montando con objetos y muñecos Otelo y Lear, sus versiones de los textos de Shakespeare. Este año cumple una década a cargo del Anfiteatro Bellas Artes, donde exhibe su trabajo y el de otras compañías cobrando “a la gorra”, lugar que se convirtió en la primera sala en abrir sus puertas luego de la primera cuarentena. «La gente se engaña haciendo teatro por Zoom, eso va contra la esencia misma del teatro y de la comunión real con el público», dice.

Por Denisse Espinoza A.

Son las 16 horas en Chile del viernes 14 de mayo, dos días antes de las elecciones, y el director teatral y actor Jaime Lorca (1960) prende su cámara y se conecta a esta entrevista desde Madrid por Zoom. Desde inicios de mes está cumpliendo lo que hoy se podría considerar una hazaña para el medio cultural local, paralizado por la pandemia: una gira internacional con su compañía Viajeinmóvil, presentando dos de sus obras ícono: Otelo y Lear.

Te vas a perder las elecciones del domingo, ¿es algo que no te interesa?, le pregunto.

—Claro que sí, me importan mucho las elecciones, pero para ser sincero, más me importa el teatro y llevábamos demasiado tiempo sin poder hacerlo.

Jaime Lorca. Crédito: Anfiteatro Bellas Artes.

Menos tiempo que el resto, al menos. El 10 de octubre de 2020, el Anfiteatro Bellas Artes, la sala que dirige Lorca desde 2011, fue la primera en abrir sus puertas tras 29 semanas cerrada debido a la crisis sanitaria. Lo hizo con un aforo muy reducido, de solo 50 personas, que incluía equipo técnico, producción, compañía y público. Así estuvieron con una cartelera con montajes de diversas compañías dedicadas al teatro de objetos y marionetas, el sello de esta sala, hasta que en marzo todo volvió a suspenderse por la nueva cuarentena impuesta.

El teatrero no se quedó de brazos cruzados y esta vez decidió reactivar una invitación que había recibido el año pasado para hacer una gira a España con su compañía a distintas localidades, incluida laSala Max Aub de Naves del Español en Matadero, Madrid. Allí, Lorca constató que las condiciones para la cultura en Europa distan bastante de la realidad chilena.

—El teatro español es lo máximo. Estamos como reyes haciendo esta temporada fantástica, con un equipo técnico enorme, con todas las condiciones sanitarias apropiadas, y tampoco exageran. La sala tiene un aforo grande, del 75%, y es obvio, porque la gente está sentada, separada con una mascarilla, no están en un restaurante comiendo, no están tocando otras cosas que las personas tocaron —cuenta.

Salir de Chile no fue fácil. Debió reunir una cantidad enorme de permisos e incluso perdió unos pasajes porque le faltaba una carta de autorización del consulado chileno que lo hizo perder el vuelo a último minuto. El salvavidas vino de España.

—Nos mandaron un salvoconducto que cuando vuelva a Chile lo voy a enmarcar, porque dice que el Ministerio de las Culturas español nos invita a realizar “actividades imprescindibles para el buen funcionamiento de la Nación»; imagínate, así consideran al teatro aquí. Y bueno, todo esfuerzo ha valido la pena para volver a la “presencialidad”, como le dicen ahora. Porque para qué vamos a estar con cosas, la gente se engaña haciendo teatro por Zoom, eso va contra la esencia misma del teatro. Para mí eso no es teatro —afirma.

La primera función de Lear tras la cuarentena fue emocionante. Tras acabar la obra y en medio de los aplausos, Jaime Lorca —que además de codirector (junto a Tita Iacobelli, Christian Ortega y Nicole Espinoza) encarna al personaje del rey loco creado por Shakespeare— dijo unas sentidas palabras e invitó al público a que empinara una copa imaginaria para brindar por ese ansiado reencuentro y para que los aplausos nunca más vuelvan a desaparecer. “El aplauso tiene un valor muy especial y no tiene que ver con la vanidad o el ego. En La Tempestad de Shakespeare, el aplauso despierta a los artistas que dejan de ser personajes; para mí es eso, pero también la comunión entre el público y quienes están en el escenario”, dice Lorca.

Primera función de Lear después de la primera cuarentena en Santiago, 10 de octubre de 2020. Crédito: Anfiteatro Bellas Artes.

Hace una década, en 2011, el actor se paraba por primera vez en ese escenario, dando nueva vida al Anfiteatro Bellas Artes, ubicado al costado del edificio que alberga la pinacoteca nacional y que por esa época estaba abandonado y convertido en un basural. Lorca recuerda que tuvo por lo menos ocho reuniones antes de que el director de entonces, Milan Ivelic, se convenciera en prestarle el espacio para desarrollar su proyecto dedicado al teatro de marionetas y animación. “Incluso contraté a un arquitecto para presentarle un proyecto de cómo íbamos a techar el anfiteatro, que era prácticamente un hoyo relleno de basura, con el escenario roto y podrido debido a las lluvias. Pasamos por un sinfín de prejuicios un año entero, y siempre recibimos un no como respuesta”, recuerda el actor.

Hasta que ese año su compañía Viajeinmóvil se adjudicó un proyecto Fondart, para justamente instalar una carpa en el Parque Forestal y desarrollar la segunda edición de su festival La rebelión de los muñecos, que continúa hasta hoy. Con esa última carta bajo la manga, Lorca volvió a la oficina de Ivelic, esta vez con los recursos en mano, y le propuso instalar la carpa dentro del anfiteatro. Esta vez aceptó. “Después el hombre se dio cuenta de que había juzgado mal cuando nos vio cómo transformamos el lugar. ‘Yo no sabía que la gente de teatro era tan tenaz’, me dijo un día mientras tomaba café desde la escalera. Se suponía que nos íbamos a quedar lo que durara el festival, pero aquí nos ves hasta hoy”, dice Lorca.

Paradójicamente, esa misma carpa que 10 años antes cubrió el anfiteatro y le dio al director la oportunidad de gestionar su propio espacio, fue desmontada ahora para poder cumplir con los protocolos de actividades al aire libre, durante la pandemia, y así volver a funcionar. Por estos días, y para celebrar el aniversario, Lorca prepara una nueva transformación. Instalará una carpa transparente y descapotable, quitará sillas y las reemplazará por plantas que separarán a las personas, transformando la sala en un verdadero invernadero. También planea volver con una nueva edición de La rebelión de los muñecos que espera sea presencial.

—Donde no haya cuarentenas y se pueda llevar las obras, ahí estaremos, y también estamos preparando un nuevo estreno, un clásico —adelanta.

Han habido otras compañías que no han tenido la misma suerte que ustedes en la vuelta a los escenarios. Como el caso de la obra Orquesta para señoritas, dirigida por Álvaro Viguera en el Teatro Nescafé de las Artes, que tuvo un foco de covid-19 y terminó con varios miembros del elenco contagiados, dos de ellos fallecidos, el actor Tomás Vidiella y el estilista Patricio Araya. ¿Qué opinas de ese caso y del juicio público que sufrió el equipo?

—Es el riesgo que se corría y pudo habernos pasado a nosotros también. Yo la primera función de Lear no la disfruté tanto, justamente porque estaba muy estresado con cumplir todos los protocolos sanitarios; era como la prueba de fuego, como la PSU de las compañías en pandemia. La verdad me parece muy ruin culpabilizar. Al contrario, yo les saco el sombrero, creo que esa gente hizo un acto de amor tratando de volver a comunicarse con el público. Hay que entender que el teatro es una necesidad de las personas y que lo que pasó es una desgracia, pero también era una posibilidad de la que todos estaban conscientes.

Antes de enfrentar la pandemia, con el poco apoyo gubernamental a los artistas, Chile venía de una crisis social que también afectó al mundo cultural. ¿Cómo viviste tú y tu compañía el estallido social?

—Nosotros la vimos venir mucho antes, porque el Anfiteatro es un lugar geográfico estratégico, un cruce de caminos donde se ven esas brechas, los de arriba bajan y los de abajo suben, se juntan clases sociales, razas. Después del estallido se armaron muchas conversaciones y debates sobre cómo tenía que ser la creación ahora, cuál es el teatro que tocaba hacer y hasta los cantantes de pop se preguntaban cuál era la música y las letras que tenían que componer, y yo no puedo estar más en desacuerdo con todo eso. Para mí, la creación es la única parte que nadie te puede tocar, es lo que haces porque a ti te resuena, es algo misterioso y nadie puede obligar a los artistas a trabajar en ciertos contenidos. No hay que pasarse de bueno porque eso también termina siendo muy acomodaticio, porque, claro, ahora es el estallido y mañana los osos pandas y luego las ballenas. Me cargan los buenos y los optimistas, en este mundo estamos cagados por los optimistas, es tan fácil ponerse del lado de los débiles y lo cierto es que, si todos fuéramos buenos, la sociedad estaría en otro lugar, donde quizás no sería necesario siquiera hacer teatro.

Formado en la Universidad Católica, a fines de los 80, Jaime Lorca fundó junto con dos compañeros de escuela, Juan Carlos Zagal y Laura Pizarro, la compañía La Troppa, que se transformó en una de las más emblemáticas de la escena local, con montajes impecables y sensibles que los llevaron a figurar internacionalmente, sobre todo con la aclamada Gemelos, una versión libre de la novela de Agota Kristof El gran cuaderno, que narra la lucha por sobrevivir de dos hermanos durante la Segunda Guerra Mundial.

Lear (2020). Crédito: Anfiteatro Bellas Artes.

En los inicios, la pasión por los muñecos de Lorca empapó la creación del grupo y las marionetas parte del elenco en el escenario. Sin embargo, las inquietudes artísticas variaron y mientras Lorca mantenía su afán artesanal, Zagal y Pizarro se interesaron en lo que el cine podía aportar en la escena. Finalmente, en 2005 la compañía se escindió. El matrimonio formó Teatro Cinema, y el marionetista Viajeinmóvil.

Has construido tu trayectoria montando obras que mezclan actores de carne y hueso con muñecos. ¿Qué hay en esa relación que te interesa tanto?

—No sé si lo tengo tan claro. Partimos en 1988, con Salmón vudú, usando un muñeco porque nos faltaba un actor. Todavía no nos llamábamos La Troppa y la marioneta era un bocón, era solamente una cabeza que la hizo mi mujer, que es artista plástica, y ahí la escena era sobre un soldado español que había violado a una princesa india y el capitán decide colgarlo, entonces poníamos la cabeza en la soga y quedaba colgado y ese movimiento de péndulo causaba mucha gracia y funcionaba bien. Lo que pasa es que la marioneta es muy efectiva, yo diría que más efectiva en los primeros minutos de una obra que un personaje de carne y hueso, porque esos primeros minutos, que son las circunstancias dadas, son muy difíciles para el actor hacer creer al público. La gente le cree más a una marioneta. Pero lo que yo hago es hacer interactuar a los dos y eso es aún más interesante, porque los pone en tensión. Es algo vivo que le está hablando a algo que está muerto, entonces se produce ese flujo entre lo muerto que va hacia la vida y lo vivo hacia la muerte. Hay un filósofo que se llama Henri Bergson que habla sobre lo muerto como lo mecánico, como una acción que se repite tanto que ya no tiene sentido. Un misógino, un alcohólico y un anticomunista están muertos porque van a responder siempre igual a los estímulos y eso da risa, pero también es trágico. Lo que intentamos es humanizar a las marionetas dándoles movimientos más humanos y menos mecánicos, y eso implica observarnos profundamente a nosotros mismos, pero todo eso tiene sentido con un público que firma este contrato tácito de creer e involucrarse con lo que está viendo. Esa es la gran diferencia del teatro con el cine, por ejemplo, el cine que es tan envasado que puedes comer cabritas y tomar bebida y seguir creyendo sin esfuerzo, porque está todo dado. En el teatro no están las cosas y el público las tiene que completar, el público tiene que trabajar para ver todo lo que se sugiere en el escenario.

¿Qué reflexiones sobre tu quehacer has tenido durante este periodo de crisis social y sobre todo de pandemia en que el trabajo teatral se ha visto tan obstaculizado?

—He ido convenciéndome sobre la importancia que tiene el teatro, la importancia social, es una necesidad de la gente, desde el entretenimiento hasta el aprendizaje. Entretenerse está poco valorado en nuestra sociedad, porque se supone que es un tiempo inútil que dedicas nada más que a entretenerte, pero en el fondo es muy importante. Lo que a mí me gusta, por lo menos, es trabajar con las pasiones humanas y cómo esas pasiones humanas desequilibran a las personas  y las hacen correr riesgos que pueden ser fatales para esas u otras personas, y por un tiempo todo eso queda expuesto hacia un público que puede ver y reflexionar acerca de estos problemas. Hacer Otelo tiene una importancia social, lo hacemos a nuestra manera, porque durante la primera parte la gente se ríe y luego ya se empieza a reír menos.  Como en los consultorios cuando a los niños los entretienen con un dulce y luego los pinchan, así es el teatro, en principio te entretiene y luego te vacuna. A mí me gusta que el teatro sea como una vacuna contra los males del mundo, que tenga un efecto, pero no se note.

Nadia Prado: Quien no se debate es un cadáver

Ante la inminencia de la muerte —de la propia, de la de quienes amamos, de la de aquellos a quienes nos arrebataron—, la poeta Nadia Prado (Santiago de Chile, 1966), escribe. Ante el terror que le provoca la inmovilidad, piensa. O quizá no piensa, quizá desea ese instante en que el pensamiento se ve interrumpido y aparece el poema. Ese momento que ningún pensamiento organizado puede traducir.

Por Julieta Marchant

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“El poema es un movimiento, ‘una actividad, no un producto’.
(Im)potencia, no poder —o no con el poder—. Minoritario, disidente”.

—Nadia Prado

Me pidieron que escribiera este texto mediante una pregunta: “¿Te gustaría escribir sobre algún/a autor/a?”. Ante la potencial ambigüedad del formato, pregunté si tenía que ser un texto desde el yo. “Puedes escribir lo que quieras, originalmente yo lo pensaba en tercera persona, un perfil”. Pero los textos que me mandaron de ejemplo estaban afincados en el yo. La profunda —y al parecer insoslayable— caída en el yo. El yo se abisma en un agujero que es el mismo yo: como un yoyo (el juguete), el yo (el pronombre personal en primera persona) es lanzado y vuelve mediante su cordón a quien lo lanza. “El yo, que es tan simple porque esta representación no tiene contenido alguno” (Kant). El yo anuda la dispersión de los enunciados —el yo: partícula gramatical vaciada y viciada—, forma de la conciencia, inaccesible y, sin embargo, necesaria.

“Pero yo, es cierto, no sé quién soy” (Nadia Prado).

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Ante la incógnita de qué escribir —o desde dónde escribir—, Alejandra Costamagna me manda ejemplos. Uno es un perfil sobre Idea Vilariño. Lo reviso y está hinchado de cosas que otros dicen de Vilariño y de afirmaciones de Vilariño misma. Pero Nadia Prado dice tan poco, casi nada, en público, que eso se ha vuelto proporcional a lo que dicen de ella en los medios.

—Voy a armar un libro de entrevistas a escritoras chilenas vinculadas a los ochenta y noventa, te tengo en la lista, ¿te parece participar? —le dije hace un par de años.

—No —respondió.

—¿Cómo que no?

—No tengo nada que añadir a lo que escribo.

Nadia ha decido callar de manera radical hace un par de décadas. No da entrevistas, deja pasar invitaciones de toda naturaleza, hay que tironearla y convencerla de cualquier aparición que no sea en su casa pareada en la discreta calle Girardi, en su pequeño patio con un par de amigos, aceitunas y queso de cabra.

“Yo no puedo volar” (Nadia Prado).

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Un ensayo del filósofo Sergio Rojas sobre uno de los libros de Nadia no deja de visitarme. Rojas, después de citar un poema de Prado, escribe: “Han escuchado la imagen, ¿qué más podría decir? ¿Qué más que no esté de más? Algo en mí quiere volar”. Si me visita es porque da cuenta del instante en que el filósofo y la poeta se encuentran. El filósofo (estudioso de Kant, por lo demás, quien no agota, pero sí calma el pensamiento en una inmensa estructura de certezas) admite su impotencia ante la poesía: qué podría decir después de este poema. El filósofo guarda silencio. La poeta también, aunque sigue escribiendo, laboriosa. El filósofo —este filósofo, al menos— comprende que la poesía le indica algo que la filosofía no puede, o algo que la filosofía persigue —sin poder del todo capturar— después de que la poesía ha dicho. Este filósofo comprende que la poesía no se remite al entendimiento (perdonen que ocupe la conceptualización kantiana) y que la poeta opera en otra facultad (la imaginación), que interfiere la cadena de facultades, que interrumpe la manera en que hacemos experiencia, que hace aparecer lo inaudito y que, con ello, suspende el pensamiento. El filósofo podría “traducir” aquello que la poeta dice y, sin embargo, consciente de su insignificancia, calla: “¿Qué más [podría decir] que no esté de más?”. El filósofo se silencia ante el poema.

Nadia Prado estudió filosofía en Arcis e hizo su tesis sobre Juan Luis Martínez. Algo en ella quiere volar. Algo en ella posee el impulso de tachar el nombre propio. Sergio Rojas dirigió su tesis. Después de la defensa fuimos a comer a plaza Brasil. A Sergio Rojas le gusta el pollo arvejado con arroz. Nosotras, según recuerdo, comimos mechada con papas fritas.

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Hay algo, como lectora de Montalbetti, que me interesa particularmente: el momento en que Montalbetti (el poeta) hace crisis cuando el filósofo (Badiou) nos traduce un poema (de Mallarmé). Comento ese texto con Nadia: el poema está solo en el poema, ningún discurso puede reproducirlo. La traducción del poema, que hace la prosa filosófica, le saca el poema al poema. Es decir, “lo explica” y, al explicarlo, el poema desaparece. Por eso alguien como Sergio Rojas enmudece ante un poema de Nadia Prado: sabe que allí algo ha aparecido, que la filosofía desea explicarlo y que, al hacerlo, ganamos una pérdida. El gesto de Rojas de silenciarse es una manera de resistencia a la filosofía —suspende el discurso y le hace espacio al poema—. Entiendo que a Nadia esto le interesa, aunque indica un par de objeciones que no comprendo. Hay otras cosas que sí entiendo, o que al menos integro: el asma que le entrecorta el habla, la cicatriz que le cruza el labio superior (trató de compartir la comida con un perro siendo niña: se ve que perdió), el tajo en el dedo índice que le dejó un surco en la uña (una máquina de imprenta se lo rebanó en dos). Tartamudea cuando está nerviosa, hace una ínfima “o” con la boca y aspira, tiene la costumbre de parpadear lento y apretado cuando se siente inquieta y trata de “usted” por afecto o por respeto (en ella el respeto es algo ético, jamás significa pura formalidad). Suele pasarse las manos por el pelo —una melena crespa y canosa—, se lo alisa con las palmas y sonríe. Es de risa fácil cuando se siente cómoda. Sus dientes frontales son grandes y eso le da un aire infantil. Nunca ha dejado de tratarme de usted en diez años, salvo cuando se enoja.

—¿Cómo está, mi Julietita?

Mi “yo” es más pesado que el “mi”, aunque ninguno, debido a nuestra relación literaria, deja de aparecer.

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“La contienda del yo que rociado de su yo vuelve vacío / a construir una pequeña casa donde vivir anónimamente / para hacer sus únicas y silenciosas palabras” (Nadia Prado). Creo haber oído este poema en una lectura de poesía el verano del 2004 en la plaza Camilo Mori, en Bellavista. Era una escena desproporcionada o muy particular para nuestro contexto literario: cientos de personas sentadas en la plaza, una plataforma de elevación funcionaba de escenario, un sistema eléctrico con forma de tijeras elevaba la plataforma a varios metros del piso y en ella estaban de pie los poetas con sus libros en una mano y el micrófono en la otra. Nadia Prado desde las alturas leía poemas de su libro © Copyright (2003), recientemente publicado. La voz ronca y rasposa, el tartamudeo, las palabras que se iban tropezando unas con otras sin lograr armar figura. Algo le molestaba y, aunque no sabíamos qué, no era difícil suponer que ese nivel de exposición colisionaba con sus poemas, que leía bajito —a pesar del micrófono— y atarantadamente —a pesar de la musicalidad de los textos—. Luego de su turno, se deslizó hacia la baranda trasera de la plataforma y se quedó ahí, con cara de niña asustada y reprendida en un rincón.

“Solo al nombre personal de la autora, Nadia, lo separa de NADA una diminuta ‘i’, una diminuta ‘e’ lo separa de NADIE”, escribió Guadalupe Santa Cruz, otra escritora asidua a decir no o a poner límites, amiga e interlocutora literaria de Nadia, hasta que el cáncer interrumpió una vida. Quizá esa proximidad con el nadie y la nada se hizo lugar en esa lectura donde los poetas parecían ser alguien y todo. La altura incluso de la plataforma generaba un enorme contraste con la estatura de Nadia, que es más bien baja. Esa elevación mecánica le daba una impronta de malestar. Estaba padeciendo un vuelo forzado.

Acerca de esta misma “i” que separa a Nadia de nada, escribe Elizabeth Collingwood-Selby: “No por nada NADIA: la ‘i’ florecida entre la ‘d’ y la ‘a’ sería un jaramago crecido entre escombros que hace de NADA un nombre, una vida y también, al mismo tiempo e inevitablemente, como insiste en recordarnos la propia Nadia, una muerte por venir”. En esa vocal débil una vida que crece con la voracidad de una planta que se hace espacio en la aridez contra todo pronóstico.

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Lo que vuela es la escritura. Quizá Nadia no vuela pero la letra sí. Le gustan los pájaros y esa figura puebla sus libros. Entre el vuelo y la caída, la poesía de Prado se debate. “Quien no se debate es un cadáver”, leemos en Un origen donde podría sostenerse el curso de las aguas (2010). Ante la inminencia de la muerte —de la propia, de la de quienes amamos, de la de aquellos a quienes nos arrebataron—, ella escribe. Ante el miedo de volverse un cadáver, ante el terror que le provoca la inmovilidad, piensa. O quizá no piensa, quizá desea ese instante en que el pensamiento se ve interrumpido y aparece el poema. Ese momento que ningún pensamiento organizado puede traducir. Mientras eso no ocurra, lee —ojalá con luz natural—, toma apuntes —tiene una torre de libretas a mano— y se adhiere al borde que hace la poesía en el lenguaje. Al interior de ese borde, hay un yo que se sabe insignificante y que vive anónimamente para hacer sus únicas y silenciosas palabras.

Un origen donde podría sostenerse el curso de las aguas
LOM, 2010
Leer y velar
Cuadro de Tiza Ediciones, 2017
[J]
Cuadro de Tiza Ediciones, 2012
Jaramagos
LOM, 2016
© Copyright
LOM, 2003

Matilde Pérez (1916-2014)

“Yo funciono para el que quiera conocerme. El que no quiera, está bien. No tengo responsabilidades con nadie. Nunca me he preocupado si en Chile me reconocen”, dijo Matilde Pérez en 2012, año en que por primera vez se le dedicó una exposición a gran escala, en la Fundación Telefónica. Matilde x Matilde, en la que se exhibieron más de 70 obras de la artista nacida en Santiago, saldó una deuda que la escena del arte tiene con un sinfín de mujeres creadoras que, como ella, fueron marginadas y han sido “redescubiertas” en sus últimas décadas de vida. Pionera del arte cinético y el op-art en América Latina, audaz en sus exploraciones de nuevos lenguajes visuales e innovadora en el uso de materiales, Pérez instaló desde la década de 1960 un estilo transgresor en un ambiente artístico que reaccionó a su propuesta, en gran medida, con incomprensión e indiferencia.

A pesar de esa ingratitud —que, entre otras cosas, se tradujo en que nunca recibió el Premio Nacional de Arte— a Matilde Pérez nunca le importó demasiado la falta de interés local en su trabajo, y se dedicó a lo único que le importaba: crear y experimentar con técnicas que le permitieron explorar posibilidades ópticas, cinécticas y táctiles; una pasión que comenzó luego de pasar un año en París, donde creó lazos con el artista húngaro Victor Vasarely, padre del op-art, y con el Group de Recherches d’ Art Visuel (GRAV), del argentino Julio Le Parc, quienes la impulsaron a investigar los efectos visuales en soportes como pintura, collage, instalación, mural o escultura, integrando incluso recursos como motores y circuitos eléctricos.

Crédito: gentileza de Luis Poirot

“La trama de su aventura artística recorre las fronteras entre arte y ciencia”, explica en el libro El universo expandido de Matilde Pérez Arturo Cariceo, artista y académico de la Universidad de Chile, lugar en el que también estudió Pérez, y al que ingresó en 1939. En la entonces llamada Escuela de Bellas Artes, no solo fue alumna de Pablo Buchard y de Laureano Guevara —de quien fue ayudante varios años—, sino también se convirtió en profesora de la cátedra de iniciación de Dibujo y Pintura, en los años 50. “(A los alumnos) les exigía y los tonteaba duro y parejo para que dejaran la tontera a un lado. Es indispensable porque si no, creen que se la pueden y no se la pueden para nada”, dijo la artista en una entrevista. Más tarde, en 1975, fue una de las creadoras del Centro de Investigaciones Cinéticas en la Escuela de Diseño de la Universidad de Chile.

Varias de sus obras fueron instaladas en el espacio público, entre ellas, el túnel cinético que creó para el Instituto Chileno-Norteamericano (1970) y su famoso mural para el Apumanque (1982), hoy resguardado en la U. de Talca. En 2007, fue parte de la muestra Cinético(s), en el Museo Reina Sofía, de España, donde también se exhibieron trabajos de Marcel Duchamp, Salvador Dalí y Victor Vasarely. Su legado, en palabras de Cariceo, fue explorar, durante más de 70 años, “los modos de hacer sentir al espectador que hay otro mundo más allá de la realidad, de la objetividad”.

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Fuentes:
El universo expandido de Matilde Pérez, de Arturo Cariceo. Editorial Universitaria, 2005.
 “El mundo de Matilde Pérez”, entrevista de Isis Díaz, 2007. En: artes.uchile.cl
“Muere la artista visual Matilde Pérez, pionera del arte cinético chileno”, nota de Jorge Letelier, 2014. En: latercera.com

Cecilia Pavón: «El arte tiene que ser un proyecto de felicidad»

La escritora argentina, una de las voces más importantes de la generación poética de los 90, y cofundadora de la influyente galería bonaerense Belleza y Felicidad, habla aquí sobre sus grandes temas: el humor, la cotidianeidad, la literatura del yo y la aparente dicotomía entre felicidad y escritura. Además, repasa su trabajo de traducción y se detiene en el momento ecológico que estamos viviendo, en busca de nuevas formas de vivir, donde la poesía puede ser una pieza clave.

Por Victoria Ramírez

Cuando la pandemia llegó a Nueva York en marzo de 2020, y el rumor del covid-19 era aún un eco tibio en Latinoamérica, la escritora argentina Cecilia Pavón (Mendoza, 1973) fue invitada a la Universidad de Columbia a un encuentro sobre el agua. Tenía libertad para escribir lo que quisiera.

—O sos totalmente pesimista y cínico o creés que de alguna forma esto está en transición y que habrá otra vida en el futuro. Si vale la pena escribir poesía o hacer arte es para inventar nuevas formas de vivir —dice Cecilia desde su casa en Buenos Aires. En esa conferencia habló de ecología, de industrias, de los románticos alemanes, de los contaminantes viajes en avión y de un texto que sería premonitorio: Voyage autour de ma chambre (1794), traducido como Viaje alrededor de mi habitación, del francés Xavier de Maistre. En el siglo XVIII, este autor fue retenido y obligado a permanecer en su cuarto durante seis semanas, tras haber sido acusado de participar en un duelo prohibido, y en esa circunstancia dio rienda suelta a su imaginación.

De alguna manera, en el último año ha estado rondando para la autora la idea del cuarto, de la habitación. De hecho, hace poco terminó de traducir Un cuarto propio, de Virginia Woolf. A pesar de todo, le gusta estar en casa, leer; toda la vida más lenta que ha forzado la pandemia. Además, ha continuado realizando talleres de escritura en forma online. Le sorprende la cantidad de gente que está escribiendo en el mundo.

—Esto de poder mezclar varios países es un gran hallazgo, me siento una agradecida total de poder vivir de esto, para mí es lo más divertido que existe—reflexiona. Sus talleres se llenan, y cree que esto es parte de un fenómeno global, en el que los talleres se han disparado. También ha podido innovar: en 2020 dio un taller sin cámara, solo voces, con el fin de escuchar y no ver formas de vestir o moverse, y a partir de allí eliminar los prejuicios.

—Hay algo de viaje alrededor de mi cuarto que es para mí la esencia de la literatura: abrir un libro y viajar —dice. En Todos los cuadros que tiré (Eterna Cadencia, 2020), su último libro de relatos, Pavón dice que escribe a dos metros y medio del horno y el lavarropas, en un rincón de su casa.

La escritora argentina Cecilia Pavón – Crédito: Rosana Schoijett

—Ese espacio es de un momento en que la casa era una especie de refugio. Ahora, en la pandemia, cambió el sentido, y todavía estoy intentando entender qué lugar tiene en mis afectos. Creo que la pandemia nos acercó mucho a la rutina. Para mí, la poesía es esa parte de la vida que excede a la vida, pero que está en otro lugar, que es medio incomprensible. Es lo que me interesa buscar. Hay un momento en que el poema o las ideas llegan de casualidad y hay un tope. La pandemia fue para mí una bisagra. Ahora quiero hacer otra cosa.

¿En qué sentido? ¿Una estética distinta, una percepción de la poesía distinta?

—Sí, hace poco escribí algo distinto, aunque es muy difícil cambiar de estética, sentir que se puede escribir desde otro afecto. Yo digo que escribí un poema trapero, no sé si me quedó así. Mi hijo tiene 14 años y me llegó toda esa cultura de la música trap. Me di cuenta de que es todo humor y exageración del yo. Todo ese narcisismo en el fondo es un chiste. Y yo siento que hay algo de eso en mis poemas de antes, interpretados como literatura del yo, de manera muy literal. En realidad, hay una especie de personaje. Ahora siento que es exagerar el personaje, me gusta esa idea. Y siento que el trap, que en Argentina es refuerte, tiene que ver con eso, con una ficción del yo, y que toda la gente que lo critica no entiende que es jugar, decir “soy el mejor, tengo un montón de plata”. Hay algo con los nuevos afectos que quiero escribir, pero todavía no sale. Lo más difícil es cambiar desde dónde escribir.

El poema al que se refiere Cecilia Pavón está pronto a publicarse en la revista argentina Jennifer, que dedicará un número a poesía y pandemia. El texto habla, precisamente, de la imposibilidad de los viajes en avión y de las conexiones virtuales. En él, también aparece una mujer que va al supermercado de madrugada y fantasea con ser perseguida por hombres a través de las góndolas. Pavón lo escribe con mucho humor, algo que le sale natural.

—La verdad es que el humor es lo que más me interesa. Cerca de los 50 años no todo te da risa. Borges es todo humorístico, aunque a veces no se entiende. César Aira es todo un gran chiste. Es medio inevitable estando en una historia así escribir en serio. Yo eso lo tengo como una especie de ADN. Me da sospecha la gente que se toma en serio. Supongo que el humor es mi gran aspiración, no sé si me sale, me encantaría.

Este ADN del humor es patente en la narrativa y poesía de Cecilia Pavón, aunque a veces se haga visible en forma de humor negro. Queda claro en libros como Los sueños no tienen copyright (2010), 27 poemas con nombres de persona (2010), La crítica de arte (2012), Querido libro (2018) y Once Sur (2018). En 2012, la editorial argentina Mansalva reunió toda su poesía en el volumen Un hotel con mi nombre, traducido también al inglés por el poeta estadounidense Jacob Steinberg, en 2015. En Chile, Pavón ha publicado Pequeño recuento sobre mis faltas (2015), Un día perfecto (2016) y el poemario Fantasmas buenos (2019), todos por la editorial Overol. En sus relatos hay desprejuicio, espontaneidad, preguntas trascendentales que suceden al hacer aseo, en fiestas o en escenas domésticas. Además de humor, en los textos de Cecilia Pavón hay siempre una primera persona muy presente.

—De alguna forma siempre escribo desde el yo. Para mí todos los poetas lo hacen. Cuando empecé a escribir, hace treinta años, eso era mal visto. Si escribías así eras muy simple, no tenías la capacidad de abstracción. Ahora que ha habido un montón de estudios feministas y se ha asociado el género epistolar con la escritura de mujeres, hay algo de eso. También está la idea de la literatura como conocimiento situado. Claramente eso se vincula al feminismo y a las disidencias. El que tiene el privilegio siempre quiere hacer todo neutro, hacer que no existe el lugar de poder. El yo en un punto es una respuesta a eso. Los que estaban en contra del yo siempre eran tipos hegemónicos. Tiene una cosa política el yo y siempre lo voy a defender. Más allá de eso, hay que salirse del yo, porque también es muy cerrado, lo interesante es ser uno y ser muchos.

En un café del microcentro

Cecilia Pavón también ha dedicado parte de su trabajo a la traducción, desde el inglés, alemán y portugués. Luego de estudiar Letras en la Universidad de Buenos Aires, decidió dedicarse a la traducción como una profesión. Fue durante su estadía en Berlín, en 2002, que tradujo su primer libro del alemán al español. Se quedó viviendo allí seis meses, con el interés de conocer a los poetas de esa latitud.

Después vinieron otros libros: Personas en loop y Psicodelia y ready made, de Dietrich Diererichsen; La utopía de la copia, de Mercedes Bunz; ¿Cuánto vale el arte?, de Isabelle Graw; las selecciones de poemas de Nicola Richter, Monika Rinck y Ron Winkler en Luces Intermitentes —compilado por Timo Berger—, y las versiones de poetas brasileños contemporáneos en Caos portátil, que compiló junto a Camila do Valle.

—Siempre me gustó traducir literatura contemporánea, porque me parecía que era más emocionante. Tiene algo de viaje inexplorado. A la vez, es como una especie de cantera, una imagen medio extractivista —reflexiona.

En 2010, un joven le entregó una lista en una librería de Buenos Aires, diciéndole: “Tenés que leer esto”. Así conoció a Dorothea Lasky y Chris Kraus, ambas escritoras estadounidenses de renombre, con quienes encontró una afinidad en la escritura. En Chile, la editorial Overol publicó su traducción de La poesía no es un proyecto (2010)de Lasky. También estaban en esa lista la poeta y dramaturga estadounidense Ariana Reines y Noelle Kocot, en quien se inspiró para escribir el cuento “Noelle Kocot”, donde la protagonista es una traductora que se sienta en un café forzándose a traducir un poema, porque cree que es una forma de dar un giro a su vida. Al preguntarle por el diálogo que se produce entre su poesía y las poetas norteamericanas que ha traducido, recuerda que ninguna estaba traducida en ese momento.

—Hay una idea de vanguardia que estaba pasando en Nueva York. Todo este trabajo con el yo y con la cosa psicopática. Me identifico con Lasky, hay algo de estados border de la mente. Yo creo que eso es lo que definía la estética de Belleza y Felicidad, tipo: puedo cursar estados mentales al borde de la histeria y la psicosis. También es una marca muy machista la del psicoanálisis, la de la histeria. La relación con la poesía de Estados Unidos creo que tiene que ver con que ideas parecidas se confirman en otros lugares. Lo importante son esos tráficos e ir creando esas comunidades, porque en realidad la gente que hace literatura de vanguardia es muy poca en el mundo.

Luego de traducir sus primeros libros, Cecilia Pavón no se detuvo, y ha seguido una carrera como traductora destacada. Este 2021 está trabajando en varios libros, entre ellos, una traducción de la poeta y ensayista jamaicana Claudia Rankine. Además, en estos días saldrá Little Joy, libro que compila los cuentos de Pavón traducidos al inglés por la prestigiosa editorial Semiotext(e), de Chris Kraus.

Belleza, felicidad y escritura

La idea de la galería Belleza y Felicidad comenzó como un juego. Cecilia Pavón tenía 26 años y conoció a la artista Fernanda Laguna, con quien de manera espontánea decidieron gastar sus ahorros para abrir un local. Era la Argentina antes del corralito, y se sabía que el dinero podía perderse en un banco. Era además un momento clave para ella, que había abandonado una beca en Estados Unidos porque había sentido el shock cultural.

Algunas ediciones de Belleza y Felicidad, y una imagen de la galería. Crédito: ByF Flickr

—Había algo que yo sentía que pasaba en Buenos Aires, que era la amistad, las redes, la gente; cosas que extrañaba mucho en Estados Unidos, porque allá era totalmente lo opuesto, todo era productividad” —recalca.

En 1999, Cecilia Pavón y Fernanda Laguna abrieron Belleza y Felicidad, primero como sello editorial —en el que publicaron, entre otros, a Roberto Jacoby, César Aira, Damián Ríos, Fabián Casas, Francisco Garamona, Marina Mariasch, Rosario Bléfari y Sergio Bizzio— y luego como galería en el barrio de Almagro, y aunque pensaron que duraría tres meses, continuó hasta 2007 y fue un espacio que marcó una era para la difusión de nuevos artistas y escritores argentinos.

—Fue un proyecto que tuvo que ver con la crisis, con otro tipo de relaciones. Me parece que también todo el arte en un punto tiene que ver con la crisis. Nosotros mostrábamos cuadros, pero no había mercado del arte. Después de la devaluación del año 2000, empezó a crecer el mercado. Entonces fue como un cambio de era en Argentina hacia una economía abierta al mundo, que después fracasó. Como se destruía el Estado, había nuevas comunidades que estaban fuera de él. Los 90 también fueron la gran decepción de la política partidaria, y existió la idea de otra política, que tiene que ver con lo queer y el feminismo. Todo eso tuvo que ver con Belleza y Felicidad.

¿Cuál sientes que fue la importancia que tuvo Belleza y Felicidad para los artistas de los 90? Pensando en esta idea de generar un arte desde la colectividad y contraponiéndolo con la idea de arte comercial de hoy.

—Creo que es inevitable pensar que el arte hoy es comunitario y colaborativo. Para mí, la idea antigua del genio creador, modernista, sigue teniendo importancia, pero me parece que ya no va a existir más. Lo que es interesante no es esa idea del hombre heterosexual blanco, ni de “yo domino las reglas del arte”. El arte para mí está abierto a miles de influencias. Es meterse en un flujo de afectos, de sentidos y de información. Eso es genial de no haber sido hombre: poder entender la poesía desde otro lugar, meterse en distintas corrientes de afecto y sentido, y no ser el creador del sentido. Yo quiero dejarme llevar por las olas de sentido.

En el cuento “El equívoco concepto de pareja”, la protagonista se pregunta por la simultaneidad entre felicidad y escritura. ¿Cómo se vincula para ti la felicidad y la escritura hoy?

—Creo que son etapas de la vida. Tuve una etapa donde la felicidad y la escritura no se vinculaban, donde la escritura era una especie de reparación del dolor. Ahora quiero escribir desde la felicidad, así que por ahí me sale algo horrible. Escribís para estar bien, para estar contento, de una forma terapéutica. Lográs ser feliz y, ¿qué hacés después? Dejás de escribir. Creo en el fondo que el arte tiene que ser un proyecto de felicidad. Hace poco leí esa frase y me encantó. Creo que la política es un proyecto de felicidad, tiene que serlo. Si la política no es un proyecto de felicidad, no me interesa. El arte es igual, lo que pasa es que la infelicidad es más productiva. Pero bueno, intentemos un arte donde la felicidad sea productiva, de ahora en más.

¿Acaso seré hasta la muerte el objeto de las fantasías de mi exmarido?

El incordio entre Hélène Devynck y su exmarido Emmanuel Carrère a propósito de Yoga —novela en la que el escritor habría roto el acuerdo de no mencionarla en sus libros tras su divorcio—, es desmenuzado por Ignacio Álvarez para preguntarse ¿qué derecho tiene un escritor o una escritora para hablar sobre los demás en sus obras? Las reglas de la literatura y la moral son distintas, dice, pero también sospecha: «no parece tan descabellado pensar en una especie de ‘ética de la ficción’ que incluya, por ejemplo, el derecho a dejar de ser ficcionalizado».

Por Ignacio Álvarez

Los hechos son los siguientes: Emmanuel Carrère publicó el año pasado su nueva novela, Yoga, en donde cuenta, entre otras cosas, un episodio de depresión severa que lo llevó hasta la internación y el electroshock, y el fin de su matrimonio con la periodista Hélène Devynck. Ese divorció implicó, además de los daños emocionales, una cláusula en la que el escritor se comprometía a no hablar de ella ni mencionarla en los libros que en adelante fuera a publicar. El acuerdo no solo es curioso e infrecuente, sino francamente difícil de cumplir para alguien, como Carrère, cuya trayectoria ha consistido en contar su propia vida (El Reino) o bien la vida de los demás (El adversario, Limónov, su biografía de Philip K. Dick). En Yoga hace una especie de revisión de ese modo de escribir, y termina subiendo su apuesta al máximo. Allí declara lo siguiente: “Tengo una convicción, una sola, relativa a la literatura, bueno, al género de literatura que yo practico: es el lugar donde no se miente. Es el imperativo absoluto, todo lo demás es accesorio, y creo haberme atenido siempre a ese imperativo. Lo que escribo es quizá narcisista y vanidoso, pero no miento”. Como cualquier lector de novelas puede adivinar, todo termina mal. Devynck leyó una primera versión de Yoga y, pese a las prevenciones de Carrère, ejerció su derecho a suprimir algunas partes del texto. El escritor se quejó amargamente de ello en una entrevista que le hizo Vanity Fair, y en la réplica publicada en el número siguiente Devynck hizo una pregunta que me ha dejado pensando largamente durante estas semanas: “¿Acaso no tengo derecho a separarme y seré, hasta la muerte, el objeto de las fantasías de mi ex marido?”.

El escritor Emmanuele Carrère. Foto: María Teresa Slanzi.

La pregunta se puede plantear de una manera un poco menos personal: ¿qué derecho tiene un escritor o una escritora para hablar sobre los demás en sus obras? ¿Pueden esas personas evitar ser mencionadas? ¿Tienen el derecho a rectificar la versión de sí mismos con que se los pinta? ¿Ante qué tribunal podrían alegar un tratamiento injusto?

Supongo que desde el derecho o desde la ética existen respuestas rápidas y sencillas para estas cuestiones. Como expuso en Twitter hace unas semanas la editora Andrea Palet, los hechos no le pertenecen a nadie, y menos a sus protagonistas. Todos podemos entregar nuestra propia versión de las historias que conocemos y nos interesan, incluso o especialmente si no las hemos vivido. Ese es el fundamento de la historia y del periodismo, después de todo. Un tercero cuenta lo que primeros y segundos no pueden o no quieren decir.

Pero las respuestas que vienen desde el derecho y desde la ética no terminan de responder a la pregunta de Hélene Devynck: “¿seré hasta la muerte el objeto de las fantasías de mi exmarido?”. Para los estudios literarios de los años noventa, la época en la que estudié la licenciatura, creo que la respuesta sería, más o menos, la siguiente: sí, lo serás hasta la muerte. Y por una sencilla razón: porque en el momento en que un escritor o una escritora comienza a contar un hecho verídico, en realidad está cambiándolo de registro. Ya no es más un hecho sino una versión del hecho, y en esa versión se ha colado inevitablemente —felizmente, diría mi profesor de teoría literaria de esa época— la ficción. La respuesta para Hélène Devynck sería, más o menos: no se preocupe; sabemos que eso que su exmarido cuenta en las novelas sobre usted no se refiere a usted en realidad, se refiere a una ficción suya, y todos lo entendemos así. Ese mismo profesor, quizá, nos explicaría que el mecanismo de ficcionar hechos verídicos permite el despliegue de la imaginación más allá de las ataduras de los hechos reales. Buena parte de las mejores novelas de los últimos años se fundan en él. Diría Vila-Matas y diría Bolaño. Diría Perec. Hasta diría Borges, el abuelito de Vila Matas y de Bolaño, e incluso diría que grandes novelas del siglo XX, vistas en retrospectiva, no son otra cosa que autoficciones de esa misma clase: ¿acaso Aniceto Hevia no es el álter ego de Manuel Rojas, por ejemplo? ¿No reconocemos todos, de alguna manera, a Louisa May Alcott en Jo, a Rubén Darío en el poeta de El rey burgués, a María Luisa Bombal en la protagonista de La última niebla?

Tras esa defensa que, es cierto, tiene algo de caricatura, hay un argumento que no se puede despreciar. La literatura tiene reglas distintas de la moral, y mantener esa separación es clave para que las ficciones literarias puedan existir. Cuando discutíamos ese punto en clases se solía citar el juicio de 1857 en torno a Madame Bovary, una novela que el fiscal Ernest Pinard consideraba una afrenta a la conducta decente y a la moralidad pública. El defensor de Flaubert, Jules Senard, intentó en su defensa una estrategia que llamó “incitación a la virtud mediante el horror del vicio”. Sí, es cierto que en esta novela se relatan hechos reprensibles, pero solo lo hacemos para corregir el actuar real de las personas. Un argumento más viejo que el hilo negro: lo usa Choderlos de Laclos en Las relaciones peligrosas, Lucio en El asno de oro y hasta Rabelais en Gargantúa. La eficacia de esa defensa depende, sin embargo, de un detalle crucial: debe existir una distinción muy clara entre ficción y realidad. El vicio narrado solo existe en las páginas del libro pues, de ocurrir en la realidad, absolutamente todos —el fiscal, el defensor y hasta el propio Flaubert— se verían en la obligación de denunciarlo y castigarlo. Solo los vicios ficticios, inexistentes para el mundo real, pueden y deben quedar impunes.

El caso de Yoga es sutilmente diferente, sin embargo. Hay una novela, sí, y también hay un comportamiento que avergüenza o que podría merecer reproche. Lo que no hay es una clara diferencia entre la realidad y lo que podemos llamar ficción. Sobre esa confusión constitutiva del presente se han escrito ríos de tinta, pero no es necesario recurrir a los tratados sobre el posmodernismo para explicarla. Basta con pensar en nuestra propia experiencia cotidiana. Los usuarios de las redes sociales suelen decir que nadie es tan inteligente como en Twitter, tan simpático como en Facebook ni tan guapo como en Instagram, y con ello quieren decir que cada expresión de nuestra personalidad dice una verdad parcial, una mentira a medias de nosotros mismos. Que vivimos versiones ficcionadas de nuestro yo, autoficcionadas casi siempre, otras veces fuera de nuestro control. Cuando Hélène Devynck reclama estar condenada a encarnar las fantasías de su exmarido, creo yo, reclama que una parte no menor de su identidad terminará fuera sus mecanismos normales de control (ella misma, el azar) y se convertirá en el patrimonio de alguien más, alguien de quien, precisamente, se quiere alejar. Emma Bovary no puede temer que Flaubert la siga imaginando, pues existe solo como personaje ficticio. Hélene Devynck teme, con razón, que las ficciones reales tejidas a su alrededor devoren lo que ella es.

No ha cambiado la literatura. No ha cambiado el modo en que los escritores se acercan a ella. Lo que ha cambiado, me parece, es la textura de la que están hechas las personas. Somos cada vez menos algo que se puede oler, tocar y gustar, y cada vez más palabras, imágenes. En ese desajuste se está escribiendo la literatura del día de hoy, una literatura que ha terminado por convertirse en realista a pesar de sí misma. Casos como el de Yoga nos muestran sus primeras incomodidades. Puedo equivocarme medio a medio, pero sospecho que la siguiente jugada le corresponde a los autores y las autoras de ficciones literarias, que estarán obligadas a encontrar formas nuevas de contar. Por de pronto, no parece tan descabellado pensar en una especie de “ética de la ficción” que incluya, por ejemplo, el derecho a dejar de ser ficcionalizado. ¿Girará hacia una radical inverosimilitud, ahora que todo lo verosímil se confunde tan fácilmente con la verdad?

Exagero, claro. Generalizo a partir de un caso particular. Todavía la mayor parte de los textos literarios que leemos siguen y seguirán las convenciones más clásicas de la narración literaria. La pandemia, por otro lado, nos recuerda a cada momento que las cosas que están más allá de las palabras siguen existiendo, porfiadas, y siguen oponiéndose a nuestro deseo. Pero tengo la seguridad de que algunas autoras, algunos autores, algunos proyectos, algunas novelas y memorias están escribiéndose en este mismo momento desde esta esquina aproblemada de la literatura del presente.

Yoga
Emmanuel Carrère
Anagrama, 2020
336 páginas
$20.000