Sedientos de exhibir: los artistas del norte y su gesta por la descentralización

Su árida geografía es al mismo tiempo campo fértil para la investigación y la experimentación artística. Sin embargo, está claro que los creadores del norte de Chile no tienen la misma circulación que sus pares de Santiago, ni la misma atención que reciben de los medios de comunicación ni del Estado. Durante la pandemia, estas diferencias se han acentuado y, por ejemplo, de los 244 beneficiados por el fondo de Adquisición de Obras de Arte, sólo 10 fueron artistas de las regiones de Arica y Parinacota, Atacama y Antofagasta. Aquí, alzan la voz.

Por Denisse Espinoza A.

Cuando se comenzó a confeccionar este reportaje, a inicios de diciembre, Santiago retrocedía a la fase 2 en el control de la pandemia, lo que obligó a muchos espacios culturales de la capital a volver a cerrar sus puertas o a tomar medidas de aforo reducido, resignándose otra vez a la vida semipresencial. Por esos días, en el norte de Chile el panorama era distinto: estando en fase 3, se inauguraba la novena versión del Festival de Arte Contemporáneo SACO, con cuatro exhibiciones presenciales abiertas, siete artistas extranjeros invitados a exponer y a realizar obras in situ, además de varios artistas nacionales dando charlas y exhibiendo, en vivo y de manera virtual, sus trabajos.

Tras una década, el proyecto liderado por la artista polaca Dagmara Wyskiel, avecindada hace 17 años en Antofagasta, se ha convertido en el más importante de la región y con el tiempo ha logrado concitar el interés de artistas y curadores internacionales, quienes ven en el desierto de Atacama, en la historia del salitre y el cobre chileno; en las culturas precolombinas y en el potencial astronómico de los claros cielos chilenos, campos fértiles para la investigación y la creación artística.

Sin embargo, el hito que significó levantar en este contexto de crisis un festival de carácter internacional como SACO no fue consignado por ningún diario ni medio de comunicación capitalino, y aún menos en el sur del país.

“Por suerte, los cónsules y embajadores de países como Alemania, Bélgica o Francia, que nos piden que invitemos a sus artistas a residencias, no están esperando la validación de la prensa local ni de nuestro gobierno, y siempre podemos contar con sus apoyos financieros”, reflexiona Wyskiel.

Piezas de la muestra colectiva presencial y virtual «Ahora Nunca» en el puerto de Antofagasta. 45° de Paula Castillo (Chile) y Círculo abierto de Marisa Merlin (Italia).

Así, hasta fines de febrero, SACO 9 “Ahora o nunca” estará presentando a artistas de Colombia, México, Argentina, Brasil, Suiza, Corea y Bélgica, en exhibiciones presenciales colectivas e individuales en el puerto de Antofagasta, el Centro Cultural Casa Azul; en la Fundación Minera Escondida en San Pedro de Atacama y en el espacio ISLA en Antofagasta, una casa convertida en residencia artística. Además, tanto estas como las exposiciones virtuales tienen videos de recorridos en 360° donde el público puede ver desde su casa los montajes, explicados por el propio artista o curador(a).

Lo cierto es que en el Norte Grande, la escena artística dista bastante del nutrido circuito de Santiago: allá no existe formación profesional de arte, pues ninguna universidad imparte la carrera y los aspirantes deben necesariamente dejar la región para estudiar. Tampoco hay galerías comerciales ni espacios públicos de arte contemporáneo, sólo están los museos regionales y centros culturales con escasa programación.

Los creadores deben arreglárselas tanto para exhibir sus obras como para vivir de su trabajo. Es por esto que la labor de Dagmara Wyskiel y su colectivo Se Vende se ha vuelto crucial, logrando convertir a SACO en el principal evento de mediación cultural y vitrina de arte chileno del norte chileno hacia el mundo.

“Quisimos hacer a toda costa SACO, con la máxima cantidad de actividades presenciales, porque sentimos que era un acto de resistencia, que la experiencia del arte necesita del contacto directo del público con la obra”, afirma la artista visual, quien también critica la pasividad de los propios actores de la escena artística. “A veces veo demasiada comodidad en algunos artistas, pero también en la institucionalidad cultural. Ese discurso de ‘qué fantástico es internet, qué democrático es, qué manera de llegar a todos los rincones’, para mí también es una forma de conformismo”, lanza Wyskiel, quien además recibió fondos públicos a través del programa Otras Instituciones Colaboradoras, en la que el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio entrega recursos a iniciativas culturales que han destacado por su trayectoria.

 “Tener un sueldo asegurado es una tremenda responsabilidad, porque somos nosotros quienes estamos a cargo de que no se corte la comunicación entre la comunidad y el arte. Así deberían entenderlo todos los directores de museos e instituciones culturales, pero muchas veces no veo ese compromiso”, cree la artista. Sin embargo, no deja de ser crítica con los recortes que ha sufrido el sector cultural y el tibio papel que ha cumplido la ministra Consuelo Valdés en la defensa de lo que ella llama un presupuesto público digno: el 1% para cultura. “El 0,43% que hoy tenemos es una burla, es decirte que no le importas, que lo que haces es totalmente irrelevante. Son migajas”, plantea la directora de SACO.

La dura evaluación es compartida por el curador independiente Rodolfo Andaur, oriundo de Iquique, que desde 2006 ha ayudado a poner en el mapa nacional e internacional el trabajo de los artistas del norte, y quien critica la visión centralista de Santiago. “Al principio pensé que con el conflicto sociopolítico que atraviesa Chile y la pandemia, la lógica sería descentralizar la ayuda, pero la respuesta de la institucionalidad cultural ha sido entre desarticulada y nula. Los recortes de fondos han perjudicado sobre todo a las regiones. Pero esto viene de antes. El mayor error, a mi juicio, fue levantar el Centro Nacional de Arte en Cerrillos, sin siquiera hacer un reconocimiento sobre qué es lo nacional. ¿Por qué no levantaron un centro de arte en Concepción, en Talca o en Antofagasta, donde hay escenas de arte interesantes? Fue un golpe que nos dejó a las regiones aún más a la deriva”, dice Andaur.

El curador cuestiona además el fondo de Adquisición de Obras, otorgado por el Ministerio de las Culturas para dar una mano a aquellos artistas con más carencias y donde el centralismo volvió a quedar en evidencia: de los 244 beneficiarios, un 72% fueron artistas de la región Metropolitana. Sólo hubo diez representantes del norte, repartidos entre Arica y Parinacota, Antofagasta y Atacama, frente a 31 artistas del sur —Biobío, Ñuble, Magallanes, Aysén y Los Lagos— y 26 de la región de Valparaíso. “Son diferencias brutales, porque en el norte no hay escuelas de arte, pero eso no quiere decir que no haya artistas o que nunca hubiese sido importante. De hecho, en los años 60 hubo una sinergia intelectual importantísima acá, sobre todo en el teatro”, plantea el curador.

Hipotecar la cultura

Sin quererlo, Cholita Chic fue heredera de esa historia de exilio del arte en el norte del país. Su papá, muralista, y su madre, escultora, ambos de egresados de Arte de la Universidad de Chile del Norte, en los años 60, le inculcaron la pasión por la creación, pero ella tuvo que dejar su natal Arica para formarse profesionalmente. De adolescente ganó una beca que la llevó a Copenhague, donde vivió dos años. Allí se enamoró del diseño y comenzó su periplo: vivió y estudió en España, donde trabajó en la industria de la moda, y antes de radicarse otra vez en Arica, estudió fotografía en Argentina.

En 2015, junto a su hermana ingeniera, decidieron formar el colectivo Cholita Chic para reivindicar la belleza andina frente al estereotipo de mujer blanca occidental en lugares tan insólitos como Arica. “Quisimos exaltar la belleza indígena. Reivindicamos a una cholita fronteriza, aymara, inmigrante; una cholita boliviana, peruana, y ahora colombiana y venezolana. La primera vez hicimos un casting con chicas muy jóvenes, las trajimos de poblaciones rurales y las hicimos posar y modelar con prendas coloridas en la calle. Así nació el personaje imaginario de Cholita Chic”, cuenta la artista, que prefiere el anonimato.

El retrato con toques de arte pop de Cholita Chic se volvió un símbolo de la zona. En 2016 estuvo en la Feria Faxxi de Santiago y expuso en una muestra colectiva en el Museo de Arte Contemporáneo del Parque Forestal. Cada tanto vuelve a hacer alguna performance en el Agro o en 21 de mayo, la calle principal de Arica. “No nos pronunciamos para el estallido social. Sentimos que es una lucha más chilena y nuestro lugar es la frontera, el microespacio del migrante”, explica la artista, quien en paralelo es parte del colectivo fotográfico Bloque Lumpen, con quienes fotografió el reciente golpe de Estado en Bolivia y en febrero, junto a Marcos Andrade, otro gestor cultural de la zona, realizan la feria de arte y diseño Ekekoland.

Desde 2015 el colectivo Cholita Chic se dedica a rescatar imágenes de mujeres indígenas mezclándolas con estéticas del arte pop y del mundo del diseño. Su misión: reivindicar la belleza autóctona andina.

“Jamás he postulado a un fondo para un proyecto. En vez de perder un mes escribiendo un formulario, prefiero vender ropa americana y así me hago la misma plata y tengo más independencia. Hay muchos artistas que esperan que el Estado les pase cuatro chauchas para funcionar. Yo, con o sin ayuda, hago arte igual”, dice Cholita Chic.

La realidad es que en el norte a los artistas no les queda otra opción que autogestionar sus espacios de exhibición y circulación de obra. Es lo que le sucedió también a Romina Alarcón, fotógrafa que desde hace 16 años reside en Copiapó. Su trabajo va por dos líneas: el autorretrato, donde trabaja los estereotipos de género que se reproducen en la sociedad minera, y el documental, como cuando en 2015 registró la crudeza del aluvión que asoló al Norte Grande.

Alarcón formó en 2012 el colectivo Atacama Panorámica, y hace cinco años lidera junto a la artista Pía Acuña el Encuentro de Fotografía de Atacama (EFA), que se ha convertido en otro foco de exhibición y semillero de artistas. “Nos interesa que nuestro territorio sea conocido. Copiapó siempre pasa en balde frente a lugares turísticos como San Pedro de Atacama. Detesto el centralismo de la capital y el vicio de los amiguismos”, dice la fotógrafa, quien, al igual que en 2020, acaba de recibir fondos públicos para continuar con EFA.

“Por la pandemia la edición de septiembre fue virtual y pasó algo interesante, porque se inscribieron muchas personas incluso del extranjero. Se nos abrió el espectro y para 2021 decidimos hacer una versión híbrida e internacional”, cuenta Alarcón, que sin embargo también es crítica de las políticas de distribución de recursos del ministerio.

“Los concursos no debieran existir al menos de la forma en que ahora funcionan. Hay otras iniciativas muy buenas que no logran despegar porque los concursos son una carnicería y nuestro encuentro, que aunque ya tienen un nombre en la zona, debe igual someterse cada año a concursos, entonces siempre está en riesgo la continuidad”, explica.

¿Cuáles son las deudas más urgentes con el arte del norte? Para Rodolfo Andaur, el problema no es la falta de artistas, sino de programadores culturales. “En el gobierno de Bachelet, bajo la dirección de Paulina Urrutia, se firmó la política de levantar centros culturales en territorios de más de 50 mil habitantes. La mayoría estuvieron años sin funcionar y ahora están en manos de los municipios que no tienen capacidad de administrarlos. No existe un diálogo fluido entre ellos y la Seremi de Cultura”, plantea.

Romina Alarcón coincide en que la falta de infraestructura cultural es un problema grave que se suma a su mala administración.  En septiembre pasado, por ejemplo, se conoció la solicitud que hizo Marcos López, alcalde de Copiapó, al Ministerio de Hacienda para hacer un leaseback al Centro Cultural de Atacama, es decir, transferir la propiedad a una institución financiera para así pagar las millonarias deudas que mantiene el municipio.

“El edificio está recién remodelado y lo quieren entregar en una figura que es muy similar a una hipoteca. El tema es grave, y con otros artistas tuvimos una reunión con concejales de la región y la ministra de Cultura, quien fue interpelada por el municipio, ya que no tenía jurisprudencia en el tema. Los artistas estamos abandonados en muchos sentidos en el norte”, dice la fotógrafa.

Dagmara Wyskiel pone el énfasis en la falta de educación artística en la zona, aunque destaca la próxima apertura de la carrera de Gestión Cultural en el Instituto AIEP de Antofagasta, donde ella es asesora. También advierte el siempre escaso interés que hay de parte de los privados en financiar iniciativas culturales. En el caso de SACO, como en el de la mayoría de los eventos de la región, es Minera Escondida quien funciona como auspiciador, aunque todo se realiza a través de Ley de donaciones culturales, lo que permite a la empresa privada descontar impuestos.

“Me encantaría ver en Chile real auspicio de las grandes empresas y que la Ley de Donaciones fuera una opción para las pymes. ¿Te imaginas si la peluquería del barrio, la vulcanización o el almacén de la esquina pudiesen descontar impuestos por apoyar el arte? Estoy segura de que estaríamos desbordados de proyectos con temáticas mucho más punzantes, osadas y revolucionarias. Pero ese cambio de paradigma es demasiado relevante y, por supuesto, políticamente incómodo”, resume la artista.

Marcelo Leonart: Teatro en llamas

Mientras los malls siguen abiertos, los cines, museos y salas de espectáculos permanecen cerrados. La pandemia no sólo demostró el desamparo en que viven los trabajadores de la cultura en Chile, también exacerbó la precariedad del sector cultural. El escritor, dramaturgo y director teatral —una de las voces más lúcidas y corrosivas de las artes escénicas—, reflexiona sobre este asunto con vistas a pensar la cultura en la nueva Constitución, y defiende su derecho a escandalizar y a encender “como bencina” la rabia del público. “La escritura y el teatro debe sacarnos de nuestra zona de comodidad”, dice.

Por Evelyn Erlij

El año pasado iba a ser bastante agitado para Marcelo Leonart (1970), como probablemente lo sería para una buena parte de sus colegas del mundo artístico. Sus planes contemplaban el estreno en el Teatro UC de Space Invaders, la adaptación de la novela de Nona Fernández, y una obra escrita por él que tenía prevista montar en el GAM. “Mi trabajo más o menos remunerado cesó completamente —cuenta el escritor, director, guionista y dramaturgo, cofundador de la compañía La Pieza Oscura—. De golpe nos quedamos sin la posibilidad de trabajar. Como muchos, tuve que recurrir a ahorros que por suerte tenía. E hice unas clases para la Universidad de Chile y para una hermosa instancia, Núcleo Crítico, para Calama y Chillán. Todo estaba planificado para lo presencial. Pero terminó siendo digital. Eso ha sido lo más estimulante. Compartir con teatristas con ganas de aprender a lo largo de Chile”.

Marcelo Leonart. Crédito: Dante Leonart

La pandemia obligó a cerrar teatros, cines y salas de concierto en todo el mundo; pero también agravó los embates de la economía neoliberal en el mundo de la cultura, que por décadas se han traducido en inseguridad laboral, precariedad y autoexplotación. En países como Inglaterra y Alemania, el Estado intervino para sacar a flote al sector —Angela Merkel anunció 10 mil millones de euros para la industria cultural—, pero en Chile la situación fue muy distinta: según un estudio del Observatorio de Políticas Culturales, el 81% de los encuestados sufrió una disminución o el cese absoluto de su actividad; y el 54% no fue beneficiario de ninguna medida de apoyo gubernamental durante la crisis. Para este año, además, el gasto público en cultura bajará de 0,4% a un 0,3%, muy lejos del mínimo de 2% que recomienda la Unesco. Y frente al avance de la pandemia, es probable que las actividades presenciales sigan paralizadas.

“He tenido tiempo para leer y escribir, cosas que por lo demás siempre hago —dice Leonart sobre cómo ha vivido estos meses aciagos—. Y para emputecerme con la inoperancia e indolencia del ministerio y su ministra, que nunca pareció darse cuenta de la crisis del sector. Su gestión ha sido nefasta en general (su silencio ante las violaciones a los derechos humanos es inhumana), pero más aún en la crisis. Una vergüenza total y absoluta”, opina el autor de novelas como Lacra (2013), Weichafe (2018) y Los psychokillers (2019). No obstante, el problema es sistémico. El arte y la cultura en Chile son actividades que están constantemente precarizadas, insiste Leonart, una realidad muy evidente en las artes escénicas:

—El teatro chileno, cuya calidad tiene un nivel internacional de excepción, se desarrolla siempre al borde del heroísmo, con fondos concursables escasos, burocráticos y cuya rendición trata al artista casi como un delincuente. Los que hacemos teatro en Chile lo hacemos a partir de la necesidad de la expresión, de encontrarse con la gente en las salas, del convivio que implica el acontecimiento teatral. Con la pandemia no solo desaparece esa posibilidad. Desaparecen las posibilidades de ingresos. Y la invisibilización de nuestro trabajo como actividad económica. Se nos trata como si fuera un pasatiempo. Algo inútil, superfluo e innecesario. Que la misma ministra piense eso es insultante. Lo anuncio: no lo olvidaremos en el Chile que queremos construir.

—En Chile, el sector privado tiene muy poco interés en financiar cultura, y la dependencia en los fondos del Estado no sólo propicia la precariedad, sino también define cuál es la cultura que debería ser financiada.

El sector privado —que en Chile asociamos con el capital— no tiene el menor interés de financiar expresiones que lo cuestionen. Una de las pocas cosas positivas que tienen los fondos concursables es que muchas veces financian proyectos que son transgresores y que jamás serían financiados por capitales privados. Nuestro modo de producción, que de alguna manera busca emular el gringo pero con una tristeza infinita por la inconmensurable pobreza, banaliza de tal modo la producción privada que la única manera de acceder a fondos para obras expresivas es recurriendo al Estado. Por suerte el mundo cultural chileno no está secuestrado por este gobierno o por el conservadurismo concertacionista. Pero sí por la burocracia y la estupidez.

—¿Qué crees que debería tenerse en cuenta al momento de integrar la cultura en la nueva Constitución?

Una discusión crucial será cómo nos ponemos de acuerdo para exigir —y ejercer— nuestros derechos culturales. El arte necesita recursos. Pero no es un negocio. Incluso si se hace dinero con él. Cambiar ese paradigma sería un triunfo. Y nuestra única posibilidad de futuro.

—Hay representantes del mundo cultural que buscan ser constituyentes. ¿Qué papel deberían tener en este proceso político?

Creo que tienen que estar presentes. Pero no como rostros. Tiene que estar presente el tejido de la cultura y las artes. Por mi distrito, apoyo a Andrea Gutiérrez, dramaturga y actriz, expresidenta de Sidarte. Por su trabajo en redes, con la base y en pos de los derechos culturales. La convención no puede ser una kermés de famosos con buenas intenciones. El trabajo en red lo es todo.

Noche mapuche (2017). Crédito de foto: Maglio Pérez.

—Fuiste parte de cabildos y asambleas tras el estallido. ¿Eres optimista frente al proceso constituyente? Escribiste en Palabra Pública que el horror sería “volver a la normalidad”.

No creo haber sido optimista cuando escribí esa frase. Y no lo soy ahora. Creo que el acuerdo del 15 de noviembre fue una manera de ahogar esos cabildos y asambleas que surgieron después del 18 de octubre. El mismo 15, en la madrugada, pensé que era un error. ¿Una asamblea con otro nombre, con las reglas de los partidos? Leer los nombres que se proponían para esa asamblea hoy producen ternura por la ingenuidad. El acuerdo fue agüita para el sistema y el establishment. Ojalá estemos atentos y presionemos para, sea como sea esa asamblea, no volvamos a esa normalidad de mierda que teníamos.

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En 1989, mucho antes de publicar novelas y de ganar reconocimientos como escritor —obtuvo el Premio Juan Rulfo de Cuento en 1998, fue finalista del Premio Herralde con El libro rojo de la Historia de Chile (2015) y recibió el Premio Revista de Libros de El Mercurio en 2012 con Fotos de Laura—, Marcelo Leonart cursó dos años en la Escuela de Teatro de la UC, donde conoció al dramaturgo Egon Wolff, que además de guiarlo en la creación de su primera obra, No salgas esta noche (1991), se convirtió en uno de sus mentores. A ambos los une un teatro políticamente consciente, atento a las desigualdades, conflictos e injusticias de la sociedad en que les tocó vivir. De ahí que la prensa lo describa como uno de los creadores más comprometidos del teatro y la literatura actuales: “Nadie se ha preocupado como Marcelo Leonart en dar cuenta del agitado ánimo social de hoy”, escribió hace unos años el periodista Roberto Careaga.

En su último trabajo, Tú no eres, hermana, un conejo corriendo desesperado por el campo chileno, presentado en la última Muestra de Dramaturgia Nacional, aborda la diferencia de clases y de género en Chile a partir del encuentro de dos personajes femeninos de épocas distintas. “En la obra, una mujer en crisis del siglo XXI viaja al siglo XIX a contener a otra mujer que está viviendo un hecho traumático —detalla el dramaturgo—. No es casual el encuentro de esas mujeres. Pero, más allá del género, en la obra es importantísimo el tema de la clase. Adelaida, la mujer del siglo XIX, para reafirmar su propia identidad y su propia crisis, se cree en condiciones de consolar a alguien que está mucho peor que ella. ¿Y quién está peor que un peón del siglo XIX en el campo chileno? La respuesta era obvia. Una mujer. Una sirvienta, casi una esclava, que ha osado rebelarse ante el patrón”.

La idea era “visitar el siglo XIX desde una perspectiva actual: un mundo en una crisis profunda, pero también de una profunda emancipación”, explica el director, que con sus proyectos personales y con los que ha desarrollado con La Pieza Oscura —compañía que formó hace casi veinte años junto a su pareja, la escritora, dramaturga y actriz Nona Fernández—, se ha dedicado a escarbar en zonas oscuras del pasado y el presente usando, muchas veces, el humor negro como arma. El taller (2012), por ejemplo, está inspirada en los talleres literarios de la agente de la DINA Mariana Callejas, y en la delirante Noche mapuche (2017), aborda el clasismo, el racismo y la invasión a los pueblos originarios a través de una puesta en escena desbordante y corrosiva. “El escándalo no por escándalo, sino como provocación, como proyecto político”, escribió la escritora Andrea Jeftanovic sobre la obra.

Nona Fernández ha dicho que Noche mapuche siempre terminaba atrapando la contingencia, que siempre había una nueva víctima a quien ofrecerle la temporada y que sus funciones fueron bastante encendidas. Joseph Beuys, el artista alemán, decía que la provocación siempre da vida a algo. ¿Te propones remecer al público, sacarlo de su quietud?

No contesto yo, contesta Pasolini, que lo dijo antes de manera insuperable: «Escandalizar es un derecho. Y escandalizarse, un placer.» La escritura y el teatro debe sacarnos de nuestra zona de comodidad. Si no, ¿qué sentido tiene? Tanto para disfrutarlo como para ejercerlo, la comodidad es profundamente aburrida. Por otra parte, tener siempre una nueva víctima a quien dedicarle la obra nos producía siempre una enorme tristeza. Una tristeza, hay que decirlo, que encendía nuestra rabia —y la del público— como bencina.

—Con tus trabajos, por ejemplo la novela Weichafe o las obras Noche mapuche, El taller o Liceo de niñas has construido una contrahistoria de la historia oficial. ¿Podría decirse que es eso lo que te has propuesto?

Lo divertido es que ni siquiera es una contrahistoria. Son hechos de lo más objetivos. Cuando la Nona o yo ponemos materiales documentales son de dominio público. A veces el orden los ilumina, como una buena hoguera. En Noche mapuche contamos historias de abuso al pueblo mapuche, a los nativoamericanos, a los afroamericanos. Narramos el asesinato de Matías Catrileo. Cuando al final se narra el asalto a la casa de los Luchsinger la gente se espanta —se escandaliza— por esa violencia. Ni siquiera tomamos partido. Lo que es impresionante es que, luego de una hora y media,NADIE se escandalice por la otra violencia que hemos narrado. Tal vez por eso queda resonando tan fuerte la última frase de la obra: traigan los bidones.

—La dictadura aparece en varias obras, como El taller y Liceo de niñas. ¿Por qué te interesa insistir en esos pasajes incómodos de la historia y la memoria?

El taller y Liceo de niñas son textos de la Nona que yo dirigí.Corresponden a su imaginario, que compartimos en nuestra compañía. En ambos textos y puestas, tal como en Noche mapuche, recurrimos a yuxtaponer épocas. Hablar del pasado para hablar del presente. Cuando los tiempos se superponen, hay cosas de nuestra actualidad que podemos entender mejor. Y que nos escandalizan. Ahora cito a Faulkner (porque su frase, también, es insuperable): «El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado.»

El taller (2012). Crédito: GAM.

—Cuando Arturo Fontaine publicó un texto en Letras Libres sobre el estallido en el que, entre otras cosas, sugería influencia de Maduro en las movilizaciones, tú convocaste a los escritores a dar cuenta de ese momento histórico. “Escribamos lo que vemos en la calle, en nuestras casas”, dijiste. ¿Crees que el estallido se ha visto lo suficientemente reflejado en la literatura y el teatro recientes?

Creo que es pronto. Pero creo que hay que escribir, montar, expresar. Huyamos de los lugares comunes, por favor. Pero no dejemos que esta pólvora se apague. Ya habrá tiempo para reflexiones maduradas (y a veces anestesiadas, como suele suceder). El tiempo precioso de esta escritura al fragor de los acontecimientos no va a volver. Lo que no escribamos ahora se va a perder para siempre.

—¿Cuáles son tus planes para este año?

Teatro y literatura, como siempre. Insisto porque si no me aburro. Insisto aunque nadie me lea. Insisto aunque el teatro que quiero hacer —con la sala llena y el público muy cerca— suene —ahora— como de ciencia ficción.

Diamela Eltit: «Hoy la vulneración a los derechos humanos, la cesantía y el abandono tienen una relación con los tiempos de la dictadura»

La escritora y Premio Nacional de Literatura habla de las consecuencias sociales y el manejo del Gobierno ante la pandemia del coronavirus. “Muchas muertes pudieron evitarse con una política integral de salud”, señala. Además, reflexiona sobre las referencias a la contingencia en su obra, comenta la vigencia del CADA y los nuevos grupos que convocan. “LasTesis y Delight Lab son el arte público más importante de este tiempo”, asegura.

Por Javier García Bustos

Hace más de una década comparte dos territorios lejanos. Habitualmente, la destacada escritora y académica Diamela Eltit (1949) pasaba algunos meses en Santiago, Chile, y otros en Estados Unidos, ya que es profesora en la Universidad de Nueva York. Entre septiembre y diciembre de 2020, la autora de Lumpérica, Premio de Narrativa José Donoso 2010 y Premio Nacional de Literatura 2018, estuvo otra vez en Norteamérica. Pero el panorama que vio fue desolador.

A un año de la propagación de la pandemia del coronavirus en el mundo, las consecuencias devastadoras en la población han sido evidentes. En Chile, en particular, se arrastraba una crisis mayor luego del estallido social de octubre de 2019.

“El sistema recubre la pobreza y la extrema desigualdad”, comenta Diamela Eltit, quien desde comienzos de los ochenta ha construido una obra donde aborda el cuerpo femenino como un territorio político, y ha descrito la violencia de la sociedad de consumo desde la perspectiva de los menos favorecidos en títulos como Vaca sagrada (1991), Los vigilantes (1994), Fuerzas especiales (2013) y Sumar (2018).

Formada como profesora de Castellano, Diamela Eltit luego obtuvo una Licenciatura en Literatura en el mítico Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. A finales de los setenta, la autora, por entonces pareja del poeta Raúl Zurita, integró junto a él y los artistas Lotty Rosenfeld, Juan Castillo y Fernando Balcells el grupo CADA (Colectivo de Acciones de Arte).

Referente de la escena artística nacional, el colectivo realizó una serie de acciones urbanas que hasta hoy resuenan en otros grupos de arte y en la memoria colectiva. “El CADA pensó la calle justo en los momentos más desfavorables para los cuerpos ciudadanos”, ha escrito Diamela Eltit, quien en esta entrevista rememora sus acciones, alude a nuevos grupos de arte como LasTesis y Delight Lab, habla de los efectos sociales de la pandemia, cuestiona las medidas tomadas por el Gobierno y reflexiona sobre el proceso constituyente.

¿Cómo podría resumir 2020, un año marcado por la incertidumbre y la muerte?

—Fue un año inédito y angustioso. No sólo lo afirmo a nivel personal, pues formo parte del “grupo de riesgo” por la edad, sino especialmente por las personas pobres o muy pobres que se vieron hipercastigadas por la enfermedad. Estuve en Nueva York, donde enseño entre septiembre y diciembre, y el panorama allá era dramático por la cesantía y la cantidad de personas viviendo en las calles. Vi una situación de pobreza mucho más radical que la provocada por la crisis financiera de 2008. Y el virus diseminado locamente por una pésima política de la enfermedad. Lo que yo entiendo de manera muy contundente es que el neoliberalismo intensificado bajo el que nos regimos es incapaz de contener y manejar una crisis social. El sistema recubre la pobreza y la extrema desigualdad mediante la generación de macrozonas de exclusión territorial y social, el intenso extractivismo, el crédito usurero, el hacinamiento para contar con un techo y la impunidad de un elitismo desenfrenado.

Al leer algunas columnas y entrevistas se hace evidente que ha sido crítica de la gestión de salud del Gobierno de Sebastián Piñera. ¿Cree que la intención de manejar de mejor manera la pandemia fue mejorando con el paso de los meses o nunca existió un mensaje claro hacia la población?

—Pienso que la pandemia bajo la dirección de Jaime Mañalich, Paula Daza y Arturo Zúñiga fue un desastre. Ellos compraron y compraron insumos, es verdad, tal como si el país fuera una clínica; consiguieron ventiladores, camas, arrendaron de manera turbia el Espacio Riesco, pero se olvidaron de la atención primaria, de confinar y de trazar los contagios. Ellos vienen del sistema privado de salud, ellos son Isapre, pero el país es Fonasa. Y lo más negativo en medio de la enfermedad era señalar cómo los felicitaban de todas partes del mundo por winners. Mañalich esgrimió su farsantería pública ya conocida, el menosprecio constante a las voces críticas con la complicidad del representante de la OMS en Chile, un veterinario que se plegó a Mañalich para obtener fondos públicos y corrió por los canales de televisión apoyando las pésimas medidas de salud que se implementaban. Pero las cifras de las lamentables muertes estaban adulteradas y pasamos a ser el cuarto país con más muertes en el mundo. Muchas de esas muertes pudieron evitarse con una política integral de salud y dejando de lado las imágenes de los empresarios recibiendo ventiladores como si ese fuese el único centro de la enfermedad, dejando de lado la contención del virus. Enrique Paris, desde luego, es distinto, porque Mañalich fue una opción realmente dañina. Pero este médico Paris, más allá de su máscara de médico bueno, es un hombre funcional al sistema neoliberal. Un acólito. 

La crisis sanitaria dio paso a una crisis social y económica, donde el hambre volvió a estar presente, incluyendo la masificación de las ollas comunes. Muchas personas recordaron acciones como las del grupo CADA. ¿Qué le produjo este ambiente reiterativo y recordar las acciones de ustedes?

—Ya el estallido social, que en realidad puede ser entendido como una microrrevolución, repuso la comunidad y lo comunitario como la vía política para ejercer demandas. Una comunidad unida desde las diferencias, formada e informada por las importantes dirigencias vecinales, pero con un objetivo común: la reparación de la vida social del país marcada por una inequidad masiva. La pandemia visualizó los espacios y demostró que el hambre estaba latente ante cualquier vaivén del sistema en que vivimos. Pero, tal como durante la dictadura, ahora, ante la falla del Estado, se levanta la comunidad para suplir (y no hablamos de los sectores del 20%, sino del 80%, siguiendo el resultado de la Constituyente), y eso es extraordinario y conmovedor. Con respecto al CADA, junto con procedimientos teóricos-estéticos, se planteó siempre en los ejes arte-política-espacio público. Pero sí me impacta ver el NO+ generado por el CADA en 1983, se levantó el NO+ con la seguridad de que iba a ser completado por la ciudadanía y casi cuarenta años después continúa vigente. Ahora, la situación por la que atravesamos es muy delicada, un prolongado estado de excepción, muertos, heridos, presos políticos que el sistema renombra como delincuentes. Hoy la vulneración a los derechos humanos, la cesantía y el abandono tienen una relación con los tiempos de la dictadura, el actuar salvaje de Carabineros y los crímenes de lesa humanidad que ya acumulan. Y para qué seguir hablando de la corrupción, el robo, la colusión “desde arriba” que zafa con una impunidad asombrosa.

En este último tiempo, ante el desencanto de la gente, se ha podido ver el trabajo de nuevos grupos de arte como el colectivo LasTesis y Delight Lab. ¿Cómo ve la evolución del arte, en este sentido, y qué le parecen estos grupos que interactúan con la ciudadanía con un claro mensaje social?

—Sobresalientes, LasTesis, poniendo y disponiendo la performance como espacio para escenificar, políticamente, el asedio al cuerpo de las mujeres y denunciarlo en escenarios públicos y convocantes. Ya en 2018 se puso de relieve la dimensión del reclamo de las mujeres a su subordinación y asimetría social. Mientras que Delight Lab y su cuidadosa y eximia administración del arte lumínico denuncia masivamente el hambre, el crimen y la injusticia. Y no puedo dejar de mencionar acá el homenaje lumínico efectuado a la artista Lotty Rosenfeld y su trabajo con los signos de circulación ciudadana. LasTesis y Delight Lab son el arte público más importante de este tiempo.

Los olvidados de la historia

Traducida al inglés, francés, italiano y griego, Diamela Eltit es autora de una sólida obra compuesta de novelas y ensayos que ya superan los veinte libros, donde destacan, entre otros títulos, Por la patria (1986), Mano de obra (2002), Signos vitales (2008), Impuesto a la carne (2010) y Réplicas (2016). En los últimos meses, el sello Planeta editó una colección que reúne gran parte de su trabajo.

Como dijo el crítico peruano Julio Ortega, los libros de Diamela Eltit “convierten la lectura en una sediciosa labor clandestina, de vocación anarquista, radicalidad estética y despojado estilo”. Por estos días, la narradora prepara un nuevo trabajo, pero aún sin coordenadas definidas. “Estoy esperando que la escritura se ubique en el lugar correcto de mi deseo”, comenta Eltit, y en seguida alude a las conexiones de su obra con la contingencia.  

En su libro Sumar se pueden encontrar ecos de lo que fue el estallido social y las demandas de los trabajadores. En Fuerzas especiales, de alguna manera, se prefigura la represión de Carabineros. ¿Le motiva la idea de encontrar referencias de la realidad en su ficción o es una decisión consciente reflejar la realidad en una historia?

—Desde luego, más allá de las fallas ostensibles del sistema y su estela de victimización social, la dimensión del estallido no estaba prevista. Sumar fue la escritura de una ficción fundada en el malestar de un grupo de personajes. Mientras escribía, leí que la primera marcha hacia La Moneda (a principios del siglo XX) fue la llamada “Marcha del hambre”, entonces tomé prestados los nombres de algunos dirigentes de la marcha (muy relegados por la historia social) y se los puse a “mis” personajes. Me interesó la calle como escenario y la marcha como historia social. Los ambulantes me pareció que nombraban lo móvil y también al vendedor ambulante, aquel que está en todas las ciudades visible e invisible a la vez. Pensé una marcha interminable en tiempo, número y espacio, pensé en La Moneda como el sitio preciso: dinero y política. Pensé en el ayer y los olvidados por la historia. Pero, claro, era una ficción, quizás la literatura se funda también en un futuro.

¿Y cómo ve esta relación con la realidad en el caso de Fuerzas especiales?

Fuerzas especiales es mi novela más urgente de estos últimos veinte años. La escribí conmocionada por la indiferencia de los sectores acomodados o medianamente acomodados o semiacomodados ante la terrible segregación del territorio, el elitismo político y un sospechoso no ver dónde estamos parados. Los sectores pobres, liberados a su suerte, con sus dirigentes vecinales extenuados y solos, encuentran un asidero posible ya sea en las iglesias evangélicas, con sus normativas extremas, o el narco y su clara organización paramilitar. Los partidos políticos y el Estado los abandonaron hace décadas. La delincuencia está ligada a la desigualdad, es proporcional a ella, es un costo considerado marginal por el sistema. Y la policía, básicamente los «pacos», son los que cumplen una función terrible y liberadora para el sistema político: asedian, maltratan, roban, se coluden con el narco, posibilitan los noticiarios televisivos que permiten asociar pobreza y peligro, pobreza y delincuencia, culpar al pobre de su pobreza y descargar así de responsabilidades al empresariado, a los políticos que se han coludido o han permitido graves abusos financieros. Las Fuerzas Especiales de Carabineros se enfrentan asimétricamente con las fuerzas especiales que requieren vastos sectores del país para sobrevivir a una pobreza a menudo disfrazada de clase media. Bajos de Mena es una zona de sacrificio en la ciudad. Mientras escribía Fuerzas especiales, que desde luego es una ficción posible, necesité una inmersión radical y psíquica en los bloques, viví y morí allí mientras escribía, vi a los “pacos” exudando odio, pisé cada escalón para llegar al cuarto piso de esas construcciones. 

Desde hace un tiempo la clase política sufre el desprestigio y da la impresión de que nadie es fiable para reemplazarla. Quien levanta la voz, generalmente, es desacreditado. ¿Son tiempos de mayor intolerancia o son otros síntomas los que llevan a actuar de esta manera?

—La política chilena, desde los años noventa, en la llamada centroizquierda, emprendió una desafiliación del pueblo, y cada año fue peor, todo agravado por los desmesurados salarios que reciben los congresistas. La cultura selfie, la filiación a un yo y la falacia de una democracia fundada en el consumo fue creando una fisura entre la realidad chilena y los representantes políticos, y por eso hay un abismo entre ellos y el pueblo. Yo pienso que hay que esperar, no me asusta ni la protesta ni el descrédito, es necesario decantar los abusos, reprochar las faltas, poner de relieve las insuficiencias, develar las máscaras y las mascaradas políticas hasta llegar a un espacio donde el respeto sea una condición y cada persona, más allá de su formación, de su economía y de su subjetividad, forme parte.

¿Qué espera del proceso constituyente, que este 2021 tendrá la elección de los candidatos a la convención, y un camino que debería finalizar con la Constitución de 1980 y dar paso a la creación de una Constitución democrática?

—No sé, espero que al menos se deje de lado el Estado subsidiario, que los recursos naturales le pertenezcan al territorio y se limite la voracidad empresarial. No me cabe duda de que se van a cursar “derechos” como igualdad entre hombres y mujeres, pero esos temas son muy complejos, funcionan muy bien como declaraciones, pero su realidad requiere de una multiplicidad de factores. La igualdad salarial será una escritura posible, pero es inexistente en el mundo, se necesitan décadas para obtener esa paridad. Proteger la infancia, como otro ejemplo, es indispensable, pero si no cambia el sistema socioeconómico, los niños pobres seguirán su ruta de un trágico maltrato, porque hoy el Sename es un negocio para los sostenedores. Todos los derechos no pasan por las buenas intenciones o no son suficientes.  Se necesita una nueva articulación y repensar de arriba a abajo la educación, la familia, la ley, el habitar completo. Desde luego, es muy positivo cambiar esa Constitución “maldita”, pero, en último término, se necesita de una nueva era a la que habría que llegar.

Lina Meruane: “Nadie está pensando en cómo salvar el mundo: ya se dio por perdido”

La escritora chilena residente en Estados Unidos, autora de Sangre en el ojo y Sistema nervioso, habla en esta entrevista hecha en el programa radial Palabra Pública sobre el panorama literario actual y sobre temas recurrentes en su obra, como las enfermedades —del cuerpo, del sistema capitalista, del planeta— y la identidad. Además,  ahonda en las críticas que suscitó su diatriba Contra los hijos.  

Por Jennifer Abate y Evelyn Erlij

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—Estuviste viviendo en Berlín hasta 2007. ¿Dónde estás viviendo ahora?

Me he vuelto bastante nómada. Trabajo en Nueva York siete meses y medio al año, y el resto del tiempo lo paso en Chile. A veces me doy alguna vuelta por Europa porque estoy casada con un español. Ese año en Berlín fue muy bueno para mí, porque me dio tiempo para escribir y también para viajar un poco. Estoy en Nueva York la mayoría del tiempo y paso unos 3 meses al año en Chile, que no es poco y me hace muy feliz, además.

—Cuando uno vive afuera y vuelve a Chile cada cierto tiempo, se es más perceptivo frente a los cambios. Desde la época en que vivías acá la escena literaria ha cambiado mucho. Ahora hay muchas ferias y nuevas editoriales. ¿Cómo ves este auge?

Encuentro que la oferta cultural chilena ha ido creciendo exponencialmente. Me acuerdo que cuando me fui, volvía siempre a ver teatro, y lo sigo haciendo, porque había una oferta muy buena gracias a lo que hizo Santiago a Mil. Lo que encuentro que pasó en los veinte años que llevo afuera es que la oferta literaria y las actividades literarias aumentaron. Cuando uno llega a Chile, tiene esta impresión de que la cultura está efervesciendo, de que hay muchísimas editoriales y mucha gente nueva escribiendo y publicando. Uno cree que se está publicando y leyendo mucho en Chile. Voy a todas estas ferias, me gusta mucho la Furia del Libro, pero también está la Independiente de Valparaíso, y muchas más. Sospecho —quiero, deseo— que se esté leyendo más. Quizás es la pura sensación de estar en este gueto en el que uno se mueve. Al parecer hay al menos un segmento de chilenos jóvenes que están interesados en saber y leer. Eso no lo sentía antes.

—También tiene que ver con la emergencia de nuevas editoriales independientes. Tenías una editorial, Bruta Editoras, que quedó congelada. ¿Qué pasó con eso?, ¿cuál crees que es la importancia de que existan estas editoriales más pequeñas?

Creo que las editoriales pequeñas trabajan sobre un deseo más puntual, más específico, como una idea, una pregunta. Bruta Editoras partió así, éramos una especie de colectivo y queríamos pensar cómo se escribe desde un lugar que no es propio, que es una pregunta que a mí en particular me interesaba mucho y que está desarrollada en Volverse palestina. Alia Trabucco y Soledad Marambio, que eran las socias principales, también eran personas que vivían fuera y también estaban elaborando esa pregunta bajo su experiencia. Pusimos a trabajar esa pregunta en libros; invitábamos a trabajar a un autor y una autora a escribir sobre un lugar que no les era propio, donde hubieran vivido o hayan visitado, o con el que tenían alguna relación de tipo familiar. Eso generó una colección de ocho libros que nos gustaban mucho, pero no nos dio la energía, entonces el proyecto se congeló. Lo que acabamos de hacer es resucitarlo y buscar otra editorial dirigida por mujeres, que es Banda Propia. Ellas asumieron ese proyecto republicaron los libros de Bruta. Las editoriales independientes están convocando una energía y preocupaciones que las editoriales más grandes no logran ver. Están más cerca del terreno, de la gente más joven, también. De ahí están saliendo voces muy nuevas y eso no existía en los años 80.

—Haces clases en el magister de escritura creativa de la Universidad de Nueva York (NYU), en tiempos en que hay una especie de explosión entorno a la escritura creativa. ¿Cómo crees que están funcionando esos posgrados? ¿Los ves como un lugar para profesionalizar la escritura o quizás como un espacio para intercambiar ideas?

Tengo el recuerdo de los años 80 y 90 de los talleres literarios en Santiago, en las casas de los autores, que es una tradición muy larga. También están las tertulias. Siempre ha habido esa necesidad de conversar alrededor de un texto, de tener pares que nos puedan leer, de tener un tutor o un gran escritor que pueda emitir una opinión y dar sugerencias. En esos espacios también aprendes a leer, no sólo a escribir, y esa es la cuestión. Esta tradición nos precede a los latinoamericanos, también sucedía en Europa. Lo que está pasando ahora es que se profesionalizan estos espacios porque se convierten en un cartón universitario, en un programa de dos años, que no sé muy bien hacia dónde llevan, porque no sé qué pasa con esa gente que se gradúa en escritura creativa. Algunos de estos escritores incipientes pueden lograr tener un espacio de trabajo, pero eso está mediado por la publicación y la circulación de la obra, no basta el cartón. Uno es médico, tiene un cartón y puede ejercer. En escritura creativa me parece que no es tan así. Dicho esto, me parece que en Estados Unidos hay una tradición fuerte de escuelas de escritura creativa universitarias, todas las universidades tienen su pregrado, master y a veces doctorado en este campo. Lo que es relativamente nuevo es que hay una escuela en El Paso que es bilingüe y la NYU sacó el primer master en escritura creativa en español, Iowa abrió uno y hay otros para gente que escribe en español. Eso me parece notable, porque hasta ahora no se había reconocido el castellano como una lengua literaria en Estados Unidos.

—En la NYU hay un núcleo latinoamericano muy fuerte, de hecho.

Hay muchos chilenos dando clases en esta escuela. Es lo más raro que hay. Está Diamela Eltit, que es una figura mayor. Está Alejandro Moreno en dramaturgia, yo doy un taller de ficción y luego hay un par de argentinos, una peruana y un puertorriqueño. Todo muy conosurista.

—Escribiste hace poco tu primer libro de poesía, Palestina, por ejemplo. ¿Por qué vuelves a Palestina y por qué decides explorar la poesía para abordar este tema?

Tengo que hacer una subida de cejas, porque me da hasta vergüenza pensar que escribí un libro de poesía. En realidad, tenía que escribir un ensayo para una conferencia, y en ese momento estaba leyendo a Virginia Wolf con renovado interés, quería leer cómo había escrito la guerra y el bombardeo de Londres. Me puse a escribir, pensando en Virginia Woolf, y noté que el texto tenía una especie de música. Empecé a cortarlo, para que fuera más fácil leerlo. Y ahí me di cuenta de que tenía forma de poema. Estaba conflictuada con que había escrito un poema en vez de un ensayo, aunque también tiene algo de eso, porque hay ideas elaboradas y un poco de historiografía. Es un texto sobre la repetición del genocidio en Europa, que precede al Holocausto judío y que continúa en la población palestina hoy. Es una especie de revisión del instinto exterminador que precede a la Segunda Guerra Mundial y que luego la sucede. Salió en forma de poesía y de repente me escribió Gladys González, una poeta a la que quiero mucho y que es editora independiente, y me dijo que quería publicar algo mío que fuera inédito. Le dije que tenía esto, algo así como un poema, pero medio trucho. Ahí acentué su forma de poesía. En el texto hay una serie de juegos gráficos que me permiten leerlo de cierta manera y que espero que permitan también al lector leerlo de la manera en que yo lo pienso.

Volverse palestina implica un viaje al origen, a las raíces. ¿Qué lugar tiene en tu vida esa búsqueda?

Palestina, por ejemplo también es una explicación de por qué escribí Volverse palestina. Hay una relación muy fuerte entre esos dos textos. La idea del origen es muy problemática. Si lo pensamos en términos históricos, la población judía europea que viajó a lo que ahora es Israel, buscando el llamado “hogar seguro”, inventó que originalmente era de ahí, cosa que históricamente no está comprobado, porque la población judía ahí era pequeña. Ahí se ejerce una narrativa esencialista que justifica esa migración masiva y que reivindica ese lugar como propio. Si yo, como descendiente de palestinos, pienso en el origen, no puedo sino pensarlo bajo esa misma idea esencialista. Hay que tener mucho cuidado con cómo se esencializa ese lugar de origen. La diferencia es que mis abuelos paternos tenían una casa y venían de ese lugar. Cuando inicié ese viaje, nunca había estado en ese lugar y mi padre tampoco. ¿Cómo uno hereda un lugar que no es de uno? ¿Cómo lo reclama, lo revindica, lo experimenta a un nivel emocional? ¿Significa realmente algo para mí? Mi respuesta a esa pregunta es la respuesta que la misma de la comunidad chileno-palestina: necesitamos revindicar ese lugar como propio porque es político hacerlo. No es una cuestión nostálgica —quizás para algunos, no para mí—, pero es un deber político revindicar ese lugar, porque hay una disputa de orígenes sobre ese territorio y también una disputa presencial. Tiene que ver con lo político más que con lo melancólico, nostálgico, romantizado del origen de la familia.

—Tu novela Sistema nervioso ha sido descrita como “la biografía clínica de una familia”. Eres hija de médicos y has dicho que te educaste en el lenguaje médico y en un mundo en el que la enfermedad era algo común, cotidiano. ¿Por qué decides recoger esta experiencia biográfica presente en varios de tus libros, como Fruta prohibida y Sangre en el ojo? Así como la enfermedad es algo cotidiano para ti, probablemente la hipocondría también lo sea.

Para mí, el lenguaje de la medicina es un lenguaje muy formativo. Cuando una ha vivido escuchando hablar sobre el cuerpo, cuando una misma tiene una condición médica, hay algo que se instala en la cabeza y que te lleva a pensar cómo operan esas narrativas médicas. Partí pensándolas durante mi doctorado, porque escribí una tesis sobre la representación del sida en la literatura latinoamericana. Me sirvió mucho tener este bagaje de lenguaje, esta  narrativa de la salud y la enfermedad, que siempre es muy maniquea. Porque en la salud está por un lado la bondad, la belleza, la legalidad, y por el otro están la maldad, el pecado, la suciedad, la migración. Susan Sontag es la primera que lo plantea cuando escribe el ensayo “La enfermedad y sus metáforas: El sida y sus metáforas”. En la representación del sida vi claramente cómo estaba articulado ese discurso y qué es lo que habían hecho los escritores para responder a este problema. Ese trabajo está recogido en el libro Viajes virales.

—¿Qué descubriste a través de esa investigación?

Mientras leía para ese ensayo, me di cuenta de que había muchas más cosas que quería decir y que están reflejadas en esos tres libros que mencionaste, que funcionan como una gran reflexión sobre cómo operan esos discursos en varios niveles. La primera novela, Fruta prohibida, piensa a la enferma como alguien que resiste el discurso de la enfermedad. Lo que hace Sangre en el ojo es poner a una protagonista que pierde la vista y que le va a cobrar a la medicina la promesa de la recuperación, de la salud. Luego, con Sistema nervioso, pensé: a lo mejor ya no se tiene que tratar de una protagonista enferma que se resiste o que usa el discurso de la salud: los voy a enfermar a todos. Hasta el perro de peluche que aparece se llama Gastroenteritis. Es la locura total, es la normalización de la enfermedad. La verdad es que estamos todos siempre rodeados de la posibilidad de enfermar o estamos viviendo con enfermedades. Es parte de los sistemas familiares y sociales. Lo vi muy claramente en el discurso de la migración, por ejemplo, que ahora está tan acentuado en Chile desde la preocupación. El migrante es visto como alguien foráneo que trae algo que nos va a dañar. Ahí hay un problema discursivo enorme. También tenemos mucha migración interna que ya está muy asentada y hay una cosa muy paradójica con eso. Hay que pensar en esa relación, de lo que consideramos propio y no. Si la pudiéramos pensar con más normalidad, y entender que es parte del mundo en que vivimos, creo que estaríamos mucho mejor.

—El concepto de “sistema” está muy presente en Sistema nervioso: el sistema de salud, el sistema nervioso, social, familiar, incluso el sistema solar.

Mientras pensaba en el personaje central, me di cuenta de que no podía ser médico. Me puse a leer sobre astronomía y astrofísica, que son temas alucinantes y que hoy están generando mucho interés. Esa referencia al sistema solar aparece en varias novelas recientes, quizás porque vivimos un momento muy apocalíptico y estamos en medio de la destrucción del planeta. El gran “presidente del mundo” es ese sujeto innombrable que no cree en el cambio climático. El mundo está muy enfermo. Mucha gente está pensando —la gente más rica— en irse a otro planeta que no esté destruido como el nuestro. Nadie está pensando en cómo salvar el mundo: ya se dio por perdido. De repente me hizo sentido pensar en esta obsesión y es un tema que se elabora en algún punto de la novela: si nos deberíamos ir o no, si podemos irnos, y cómo salvamos nuestro planeta enfermo.

—Como dices, estamos rodeados de enfermedades y no sólo del cuerpo, sino también del sistema social y político: se habla incluso de las enfermedades del capitalismo, entre ellas, la depresión. A pesar de eso, vivimos en un mundo que rechaza la enfermedad y el envejecimiento, y en el que se exigen cuerpos sanos y jóvenes.

Ahí está justamente el problema: este sistema no acepta ni piensa a sus ciudadanos enfermos, viejos o con otras capacidades. Lo que define al sistema neoliberal es que abandona sus funciones custodiales. El Estado busca achicarse en lo que le conviene, porque si hay que financiar armas, está bien. Pero si son viejos, mujeres embarazadas o discapacitados, toda esa gente queda abandonada. Es un sistema pensando para los que son jóvenes, efectivos y eficientes laboralmente, y eso genera una ciudadanía de segunda clase que está abandonada. Y son justo esas personas abandonadas las que tienen menos capacidad para oponerse, para resistir y salir a la calle. Algo que discutí en Contra los hijos es que a las mujeres se les impone ese trabajo de cuidado: somos nosotras las que estamos sosteniendo lo que el Estado neoliberal no nos está dando por derecho propio, porque pagamos impuestos, mal que mal. Las mujeres cuidan a los hijos, a los abuelos, a los enfermos, a los que tiene problemas.

—¿Ves alguna salida?

Creo que habrá una salida en la medida en que los ciudadanos y sobre todo las ciudadanas tomemos conciencia y nos hagamos cargo de cómo funcionan estos sistemas de explotación. Estamos agotados, tomando antidepresivos y ansiolíticos para sobrevivir lo cotidiano, para poder levantarse en la mañana y dormir en la noche.

Contra los hijos es una diatriba en la que reclamas tu derecho a no ser madre. En la contratapa mexicana incluso decía que el libro debería venderse en las farmacias al lado de los condones y las píldoras anticonceptivas. ¿Qué comentarios o críticas has recibido desde que comenzó a circular el libro? Hubo un intercambio de palabras con el escritor español Alberto Olmos, que dijo que «una persona que no tiene hijos no sabe nada sobre no tener hijos”.

Es un libro que escribí con cierto humor negro, que no tiene este señor Olmos, al que le contesté sin ningún tipo de humor y puse un poco los puntos sobre las íes para aclararle ciertas cuestiones que él parecía no ver. Él habla de que no existe una presión por tener hijos, que él nunca la sintió. Eso es muy interesante, porque que uno no la haya sentido no significa que no exista y, segundo, lo mejor es porque uno está haciendo precisamente lo que la sociedad quiere que uno haga, que es tener hijos, y Olmos tiene hijos. Me parecía muy interesante esta ceguera. Paul Preciado dice que el que no ve la violencia debe ser porque la está ejerciendo. Entonces, el que sigue la ruta indicada nunca va a sentir presión, va asentir que está fluyendo con las expectativas sociales. En el medio español Contexto (Ctxt) me invitaron a contestar y nunca he escrito una respuesta tan rápida.

—¿Cómo resumirías esa respuesta?

Ahí dije: si pensar en la discusión del aborto no es presión para tener hijos, ¿qué es? Es la manera más violenta y clara de que hay una presión por tener hijos. Mujeres jóvenes que ya tienen hijos en muchos lugares del mundo piden al médico que les amarren las trompas y el médico les dice que no, porque se pueden arrepentir. No pueden ni siquiera decidir dejar de tener hijos. Es una cuestión brutal. En esa crítica no solo está la presión de tener hijos y por hacer que las mujeres no dejen de tener hijos, sino que también está la ausencia de ayudas que permitan a las mujeres compatibilizar —solas o acompañadas— la vida pública y privada. Eso también es incoherente de parte del Estado, pero sabemos que los Estados neoliberales no van a suplir esas otras funciones. Me parece que esa crítica de Olmos no le hacía justicia al tema ni al libro. No es que le pida justicia al libro, mi libro también es muy injusto en muchos sentidos y carga muy fuertemente en contra de estas contradicciones.

—Tomas un tono muy interesante en el libro y que tiene que ver con la diatriba.

Hay una reflexión anterior para mí, y que es que habemos pocas mujeres ensayistas en América Latina y qué cuidadosas siempre somos. Pensaba mucho en esta figura de Virginia Woolf, en que ella escribe una reseña muy crítica de un colega escritor y lo hace todo el tiempo con el ángel de la casa subido sobre el hombro, pensando “¿debería aplacar mi tono, sonreír más, ser más buena persona, más lady?”. Entonces, pensé: ¿por qué hay que ser tan buena onda con estos temas? Voy a decir las cosas con la acidez con que las siento, porque también yo he recibido mucha acidez y porque me parece que es un tema que ya está trabajado y volver a él de manera solemne no me interesa.

—La mujer que tiene hijos se convierte en un problema para el sistema capitalista, porque se les debe asegurar ciertos beneficios.

Y porque se piensa que la maternidad es femenina. No se piensa nunca que los hombres también son parte de la familia.

* Esta entrevista fue realizada en el programa radial Palabra Pública de Radio Universidad de Chile el 5 de julio de 2019.

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Desde 2019, el programa radial Palabra Pública ha sido una plataforma de conversación con importantes figuras de la cultura, la academia, las ciencias y la sociedad civil. Rescatamos en esta sección de archivo algunas de esas entrevistas. 

Del año 27, de los albergues, de la prosa poética

Sobre el hallazgo de la novela inédita de Nicomedes Guzmán Un hombre, unos ojos negros y una perra lanuda (1937).

Por Roberto González Loyola

Un hallazgo tan sorprendente como inesperado ha ocurrido durante el mes de diciembre de este caótico año 2020. En pleno período de cuarentena, observando con angustias preocupantes el retroceso nuevamente a una fase que pone al confinamiento, a la distancia y al control socio-policial de las vidas en el protagonismo cotidiano, una novela inédita del escritor chileno Nicomedes Guzmán ha sido encontrada. Por primera vez en años, Un hombre, unos ojos negros y una perra lanuda vuelve a ser abierta.

El año 2020 era un tiempo lleno de actividades para la Fundación Nicomedes Guzmán. Esta organización, nacida al alero del centenario del nacimiento de Nicomedes el año 2014, motivó en todo el país la conmemoración de los 80 años de la generación literaria y editorial del 38 -de la que Guzmán formó parte- con una serie de actividades de difusión, educación y masificación de la vida y obra de mujeres y hombres escritores, ilustradores, editores, gestores de un momento único en nuestra historia cultural: la generación del 38 fue una convergencia de un tiempo narrativo lleno de movimientos que engrandecieron las letras populares.

Novela Un hombre, unos ojos negros y una perra lanuda (1937). Foto: Fundación Nicomedes Guzmán.

Exposiciones en la Biblioteca Nacional, difusión de un cuaderno pedagógico para establecimientos educacionales, conversatorios en diversas regiones del país, itinerancia de la muestra conmemorativa de los 80 años, re-edición de sus libros, publicación de cuentos y poemas inéditos, se vieron suspendidas y canceladas.

Pero llegó diciembre y todo cambió; cambió lo que tenía que ver con la fundación y cambió lo que sabíamos sobre la generación. Porque resulta que Nicomedes Guzmán, escritor central de la generación del 38 desde su realismo social proletario, publicó Los Hombres Obscuros en 1939 y allí, dedicándole su narración a su madre obrera doméstica y a su padre vendedor ambulante, se dijo: “Pedazo de realidad arrancada a tirones desde la tremenda realidad chilena que se cierne sobre el pueblo -explotación, hambre, miseria, promiscuidad, crimen, prostitución, vicio-”.

Y sobre La Sangre y la Esperanza (1943), su novela más conocida, se escribía: “Novela de masa, novela proletaria en su más estricto sentido, responde a la absoluta función social que las realidades de estos tiempos exigen a la literatura”. No había dudas, Nicomedes Guzmán ciñó su impronta como el novelista del pueblo, como el representante de quienes bajo la opresión del capital, escribían, amaban, representaban la vida de conventillos, de vagabundos, de prostitutas. Y todo eso hasta ahora había tenido un preludio inesperado, un preludio que no respondía a archivos, ni biografías, mucho menos a investigaciones reiteradas sobre su vida y su obra. Una parte importante del desarrollo narrativo chileno estaba en un documento inédito, en un documento que pensábamos quemado.

Es que Nicomedes Guzmán entre los años 1931 y 1937, bajo el seudónimo de Ovaguz, publicó en El Peneca una serie de cuentos, poemas, ilustraciones y crónicas que, hasta unos días atrás, pensábamos eran el camino importante hacia el entendimiento de su auto-formación literaria. Complementariamente, apareció en el archivo familiar un poemario inédito del año 1934: Croquis del Corazón, allí bajo la firma de Darío Octay, Nicomedes dedicaba un hermoso ejemplar confeccionado íntegramente por él a Lucía Salazar, su novia y luego esposa. En 2015 la Fundación Nicomedes Guzmán, la cooperativa editorial Victorino Lainez y el centro cultural Al Tiro de la población El Polígono -donde Nicomedes escribió toda su obra- publicaron este material inédito, pensando que este croquis era la pieza angular de su desarrollo. Tampoco lo era.

Apareció luego Acordeón de Ausencias del año 1937, otro poemario que, sin embargo, funcionó de antesala de su primer libro, el poemario La Ceniza y el sueño,de 1938. Y entonces, leyendo a Oreste Plath, a Julio Moncada y a Luis Sánchez Latorre, nos convencimos de que Nicomedes sí había escrito una novela anterior, pero que, cuando presentó dicha novela a su más admirado escritor Jacobo Danke y este le hablara de algunos defectos, Nicomedes volviendo a su casa decidió quemarla. Pero esto parecía anécdota más que otra cosa; sus grandes amigos, confidentes en las letras, decían que no importaba, que esa novela era el preámbulo, era el ensayo de sus dos grandes textos. Pero resulta que no.

«Este texto es, sin duda alguna, la pieza necesaria para entender al escritor, a la generación, al momento histórico que vivió Chile y su cultura durante el Frente Popular».

Un hombre, unos ojos negros y una perra lanuda del año 1937, nunca fue quemada; Nicomedes la guardó como una fuente inagotable de inspiración para su literatura realista, social y proletaria. Y esa novela apareció ante nuestros ojos hace unas semanas. Este texto es, sin duda alguna, la pieza necesaria para entender al escritor, a la generación, al momento histórico que vivió Chile y su cultura durante el Frente Popular; el realismo social proletario encuentra en la novela una muestra increíble de un escrito que, pensado desde y para las clases populares, profundiza su pluma en la prosa poética. Nicomedes que venía trabajando la poesía en la inspiración del amor, decidió ilustrar en la novela el realismo brutal de su clase y claro, sus escritos fueron tomando la forma de una prosa poética que más lo acercaban a Pedro Prado que a su generación. No está de más decir que Prado también desarrolló su literatura en los mismos ponientes espacios de Santiago.

Y es que creemos que Jacobo Danke criticó justamente esa prosa poética de Nicomedes, la que llena de reiteraciones, de adjetivos, de profundas cíclicas metáforas, de alegorías constantes hacia una clase que, oprimida ancestralmente (ahora bajo la forma de proletariado), debía ser embellecida bajo cualquier parámetro y sobre cualquier narrativa. Larguísima novela de realismo social proletario que ilustra a niños, a hombres, a mujeres, a la cesantía, a la crisis en el norte, las marchas en la Alameda, la organización social, el olor a sobaco, el odio a los pacos, la nocturna prostitución, la cárcel con mierda, la injusticia histórica, la sangre del pueblo.

Y si el conventillo es la realidad urbana de La Sangre y la Esperanza y la pensión en Los Hombres obscuros, en esta nueva novela un nuevo espacio urbano aparece en el centro: el albergue. Habitación de la crisis, resguardo para la cesantía, el albergue aparece para ilustrar una ciudad empobrecida entre los dramas de un tiempo que Nicomedes parecía no haber trabajado. Porque Los Hombres Obscuros ocurre en el 37, La Sangre y la Esperanza se mueve entre el 10 y el 20; pero Un hombre, unos ojos negros y una perra lanuda se va al 27; momento de crisis, de disputas del poder, de instalación de un ambiente policial que hasta el día de hoy repercute. Cercana a La Llama (1939) de Lautaro Yankas, Nicomedes parecía estar solventando el ambiente para la discusión política, literaria, social y estética de toda la generación del 38, muchos años antes de lo que se pensaba.

Hoy nos encontramos estudiando la obra, leyéndola para delimitar nuestras propias capacidades de asombro, mientras a través de estas formas y medios, buscamos encontrar editoriales que quieran hacerse cargo de editar y publicar tamaño trabajo, tamaño encuentro, tamaña responsabilidad literaria e histórica.

Escuchamos y leemos.


Roberto González Loyola es presidente de la Fundación Nicomedes Guzmán.

Arte de resistencia: cinco colectivos que surgieron y persisten tras el estallido social

La explosión de expresiones artísticas callejeras fue un fenómeno que corrió en paralelo a la revuelta del 18 de octubre y llevó al movimiento social a otro nivel de creatividad. Los artistas encontraron en murallas, edificios, monumentos y señaléticas el lienzo perfecto para plasmar sus consignas al tiempo que las calles se llenaron de performances y comparsas. Hasta que la pandemia del Covid-19 dejó todo en suspenso. ¿Qué sucedió con esos colectivos artísticos que encendían a diario la protesta social? Aquí, cinco de ellos cuentan cómo lidiaron y sobrevivieron a este periodo de encierro e incertidumbre y qué planes tienen hoy.

Por Denisse Espinoza A.

Si hubo algo que caracterizó al arte surgido al alero del estallido social del 18 de octubre de 2019 fue la falta de nombres propios. Adjudicarse la autoría de una obra -hacer ”autobombo”- comenzó a ser visto como otra demostración más del individualismo neoliberal de ese sistema político y económico que se quería derrocar. Los y las artistas dejaron al margen sus obras personales para volcarse hacia la creación colectiva. Brigadas de muralistas, músicos de distintas orquestas, artistas de performances, grupos de fotógrafos y fotógrafas se volcaron a las calles todos juntos, porque unidos se sentían también más invencibles. Y así fue.

Coloquio de Perros. Foto: Felipe Díaz.

Durante cinco meses, las calles se llenaron de expresiones gráficas, coros ciudadanos y acciones de mujeres encapuchadas, que con sus torsos desnudos entonaban cánticos rebeldes. Los y las artistas de distintas disciplinas se reunieron, dialogaron y crearon juntos, cobrando una potencia inusitada. Quienes ganaron más fama fueron tildados incluso de peligrosos. Delight Lab, conocidos por sus proyecciones lumínicas en la fachada del edificio Telefónica, fueron censurados dos veces y Lastesis, que eran reconocidas por la revista Time entre los personajes más influyentes del 2020, gracias a su mediática performance “Un violador en tu camino”, recibían al mismo tiempo una querella de Carabineros de Chile por “atentar contra la autoridad” e “incitar al odio y la violencia”.

A esas alturas, eso sí, el movimiento social completo se había suspendido por la pandemia de Coronavirus y por las cuarentenas obligatorias que dejaron a los artistas sin calles para expresarse ni espacios culturales donde trabajar.

“La lógica neoliberal de los noventa también afectó al arte”, dice Gabriela Rivera, integrante de la colectiva Escuela de Arte Feminista. “Estaba esa idea del artista exitoso, mainstream, que exhibe y vende en galerías, y el que quedaba fuera de eso no existía. Creo que eso ha empezado a desaparecer, y la rebeldía del mundo del arte se ha empezado a negar a esa hegemonía”, agrega la fotógrafa.

La realidad en Chile es que muy pocos artistas pueden vivir del circuito de galerías. Muchos hacen clases, otro puñado vive de los fondos concursables y el resto se las arregla con oficios que les ayudan a autogestionar su trabajo artístico. “En Chile tenemos una cultura en torno al arte que lo precariza de por sí, siempre se ha ninguneado el trabajo artístico desde las instituciones culturales hacia abajo”, opina el diseñador César Vallejos, uno de los fundadores de Serigrafía Instantánea, en 2011, y quien ahora participa del colectivo Insurrecta Primavera. “Ahora que me he vuelto a reencontrar con amigos y amigas artistas que no veía desde el comienzo de la pandemia les pregunto cómo están y me dicen ‘como siempre nomás, a patadas con los piojos, acostumbrado a llegar a cero, a surfear la ola, arreglándoselas a puro ingenio. Esa es la verdad”.

Para Paula López del colectivo porteño Pésimo Servicio el problema ha sido justamente esa lógica del asistencialismo estatal a través de los fondos concursables, que “nos convirtió en seres ajustados a un presupuesto y a una planificación que son prácticas ajenas al arte”.  Eso genera, a su vez, un “sesgo político y editorial que elitiza el arte”, dice la fotógrafa. “Creo que muchos sentían que tenían el resguardado, entonces aparece todo este arte contestatario autogestionado que molesta y no saben cómo controlar”.

Si bien la autogestión no les da para vivir holgadamente, sí les permite tener independencia editorial, lo que en el arte político es crucial. Además, todos coinciden en algo: tras el estallido y en medio de la pandemia crear en solitario y al margen de lo que sucedía afuera sigue siendo imposible. El motor de estos colectivos es hacer un arte político, que eduque y profundice la reflexión.

Colectivo chusca (@colectivochusca): “Visibilizar a los caídos”

“En ese momento, estaba trabajando en torno a unos poetas japoneses el tema de la muerte, a raíz de una invitación que me habían hecho para noviembre, pero después del estallido todo cambió. Había algo mucho más urgente e inmediato que abordar, que era la protesta y las muertes y heridos reales que estaban quedando por la represión policial”, cuenta Sebastián Jatz, compositor y artista sonoro, quien junto a Fernanda Fábrega, Andrés Gaete y Bernardita Pérez, forman en noviembre de 2019 el colectivo Chusca, con la idea de rendir homenaje a las víctimas de la revuelta.

Colectivo Chusca, intervención en Metro Baquedano.

“Había información muy difusa, incluso organizaciones como Amnistía Internacional o el Instituto Nacional de Derechos Humanos, tenían cifras y nombres distintos de las víctimas, no había tanta información. Entonces la idea fue contar quiénes eran estas personas que habían perdido la vida en la primera línea o gente que le llegó una bala loca, que estaba en un lugar equivocado. El desafío era poder presentar temas derechamente políticos, contingentes y polémicos de una manera poética, que tenga un vínculo a nivel emotivo pero que también sea informativo”, explica Jatz. Así nació la pieza “Personas que encontraron la muerte aunque sabemos que son más”, compuesta por relatos de los casos de muertes durante manifestaciones, acompañados de percusiones de platillos, bombos y un kultrún, que fue presentada en distintos espacios públicos.

Debutaron en diciembre de 2019 en el galpón 5 de Franklin, y luego se presentaron otras nueves veces en lugares como el frontis del Museo Nacional de Bellas Artes, la Estación Baquedano, el frontis del GAM, en la Oficina Salitrera Chacabuco, en el Valle de los Meteoritos y en el Cráter de Monturaqui. Hasta que llegó la pandemia.

Desde entonces el colectivo se silenció, volviendo recién en octubre pasado, para el aniversario del estallido, cuando volvieron a reponer la pieza fuera de las Torres de Tajamar. “Es super lógico que ante una crisis de cualquier orden tiendes a acercarte a quienes están pasando por algo similar a ti. Para mí era el único tema, no podía hablar de otra cosa, me invitaban a otros proyectos y era como ‘lo siento no puedo poner mi cabeza en otro lugar’. Había un sentido de urgencia y de intransigencia”, dice el artista.

“Yo he dado por muerta muchas veces Chusca, pero son mis compañeras quienes mantienen la energía del proyecto”, confiesa Jatz, dejando ver una de las bondades de los colectivos de arte: cuando uno se cansa, otro puede apoyarlo y continuar.

Escuela de Arte Feminista (@escueladeartefeminista): “Por una pedagogía rebelde”

El agote de años luchando por abrirse paso con un arte feminista en la escena local, les pasó la cuenta a Alejandra Ugarte, Gabriela Rivera y Jessica Valladares, quienes se replegaron justo antes del estallido social. Nacidas en la década del ochenta y compañeras de generación artística -Alejandra egresada de la Universidad Arcis y Gabriela y Jessica de la Universidad de Chile- las tres se formaron como colectiva en 2015, armando un espacio de diálogo feminista y activismo abierto al público, yendo a las marchas y haciendo bulladas performances callejeras. Sin embargo, eso no impidió que vieran con algo de incredulidad pero certera emoción cómo entre marzo y junio de 2018 el movimiento feminista se tomaba las calles, las universidades y los noticiarios haciéndole frente a los casos de femicidio, abuso y violencia sexual, como el de Nabila Riffo.

Copia Feliz del Edén, marcha del 8 de marzo de 2017.

“En 2007 las marchas de la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres eran de 50 personas, en 2014 ya eran más de 100, pero en 2018 fueron miles, de todas las edades y todas las generaciones. No esperábamos esa multitud la verdad, aunque siempre fuimos parte y estuvimos viviéndolo todo el tiempo, fue una sorpresa”, comenta Gabriela.

Luego vino el estallido, la represión de la policía, los heridos por balines y el miedo.

“Le dimos el pase a las generaciones más jóvenes, porque tienen más energía y menos traumas. Para nosotras que venimos con la carga de la dictadura y que además somos madres, el nivel de violencia que ejerció Carabineros en esos meses fue paralizante”, dice Alejandra. “Ese tiempo nos sirvió para repensarnos y rearticularnos”, agrega.

Paradójicamente, la pandemia imprimió nuevo aire a la Escuela de Arte Feminista, que retomó su quehacer pedagógico. “Sentimos que la educación es clave. Venimos de una generación donde nunca se habló tanto de feminismo, en la Escuela de Arte jamás hubo paridad entre los profesores y profesoras, de hecho eran casi todos hombres, todo era muy machista y hoy, en el fondo, no han cambiado tanto las cosas, en los colegios hace falta una educación no sexista y feminista”, dice Alejandra.

Fue lo que también entendió el colectivo Lastesis, quienes lograron una resonancia que nunca ha tenido la colectiva de Alejandra. “Reconozco el impacto que tuvieron y cómo viralizó la acción, pero la verdad es que siempre la espectacularización del arte me genera dudas.  Para mí lo más importante que lograron fue atraer a una generación mayor con Lastesis senior y ayudar a que muchas mujeres comenzaran a denunciar los abusos”, dice.

Lo cierto es que la Escuela de Arte Feminista ha sido una pieza importante para pensar el género desde el arte. Desde mediados de los 2000, cuando hicieron una serie de performances en el espacio público, dictaron varios talleres de fanzine y feminismo en la Biblioteca de Santiago y luego, en 2017, ganaron una residencia en Balmaceda Arte Joven, dando espacio a otras colectivas y artistas feministas. “Siempre tuvimos como referente un proyecto que había en EE.UU., la Womanhouse, un espacio donde se revisaba una genealogía de artistas feministas y alucinábamos con eso, con tener nuestro cuarto propio”, recuerda Gabriela, quien desde el año pasado está radicada en España y ve en el trabajo educativo virtual con sus compañeras el único futuro posible para su colectividad.

Pésimo Servicio (@pesimoservicio_): “Amistad y arte político en el Puerto”

Fue el mismo 18 de octubre de 2019 cuando, en Valparaíso, un grupo de amigos artistas discutía la idea de arrendar un taller y armar una cooperativa de trabajo para así compartir ideas y gastos. Al día siguiente, el eco de la revuelta de Santiago llegó al puerto y la urgencia de unirse cuajó. “A los tres días ya estábamos imprimiendo folletos para repartir en las marchas, creando consignas y proyectando ideas. Aprovechamos el toque de queda para quedarnos toda la noche imprimiendo y trabajando y ya en diciembre teníamos juntos un taller en la Plaza Echaurren”, cuenta la diseñadora y artista de collage Danila Ilabaca, quien junto a los artistas visuales Gabriel Vilches, Camila Fuenzalida y Pablo Suazo, los fotógrafos Rodolfo Muñoz y Paula López y el restaurador Iñaki Redementería, forman el colectivo Pésimo Servicio.

Intervención en Valparaíso, colectivo Pésimo Servicio.

Como vienen de disciplinas diferentes, con estéticas distintas, la metodología del grupo ha sido básicamente someterse a un estilo gráfico simple y limpio. Toman ideas de lo que escuchan en la calle o en las noticias, las que sintetizan en frases cortas, que luego imprimen en folletos o volantines, proyectan en edificios o detrás de un camión en movimiento o pintan en el suelo. Desde el inicio las frases llamaron la atención. “O explotamos o nos siguen explotando, una de dos”, “En Chile se tortura”, “No estoy en guerra”, “Hay que escuchar la voz del pueblo” o, simplemente, la imagen de la bandera chilena negra con la palabra “mata”.

“La autoría se pierde porque ni siquiera los mensajes vienen de nosotros. También es importante que cualquiera pueda replicar fácilmente la gráfica, que sea de todes”, dice Gabriel Vilches. Rodolfo Muñoz destaca que “en Chile está fácil hacer arte político porque pasan injusticias todos los días, es increíble. No tocamos un tema especial, sino que nos enfocamos en que todos tienen una raíz en el colonialismo, la dictadura y ahora el sistema neoliberal”.

La mayoría de sus intervenciones la han hecho en Valparaíso, en plazas, cerros y canchas, pero también han trabajado en Santiago. En septiembre, de hecho, junto a Delight Lab realizaron la acción que fue censurada por Carabineros cuando con un foco iluminaron el verso «Destruir en nuestro corazón la lógica del sistema», extraído de un poema de José Ángel Cuevas, haciendo desaparecer la proyección del monumento de Baquedano en Plaza Italia.

“Al final fue bonito lo que pasó con el Pepe Cuevas, porque por la censura de repente vio reproducido su poema completo en La Tercera, se empezó a hablar mucho de él, siendo que nunca fue un poeta tan mediático y ahora incluso van a hacer una reedición de su trabajo”, comenta Paula López.

Durante la pandemia, el grupo dejó de verse, pero no de trabajar, comenzando una modalidad virtual que también dio frutos. Se volcaron a lo audiovisual y en junio estrenaron “El cuerpo al servicio del capital”, un corto documental sobre la salud en Chile a propósito de la crisis sanitaria.

Por estos días están planean una intervención presencial con otros colectivos y preparan una nueva cápsula audiovisual sobre el tema del miedo y el control social. “Entrevistamos a una terapeuta y chamana para reflexionar sobre qué pasa con el cuerpo cuando siente miedo, pero también nos interesa el tema de la sobremilitarización, porque en Valparaíso no sólo hay milicos y pacos, sino también navales, una Armada gigante, entonces el control ha sido super fuerte”, explica Iñaki.

“Estamos en un proceso de quitarle el miedo a la gente, porque Valparaíso se ha vuelto a silenciar, y la idea es que se vuelva a la calle, a reclamar por los derechos, a reivindicar el espacio que nos volvieron a quitar”, concluye Gabriel Vilches.

Tres tristes tigres (@coloquiodeperros): “El arte de conversar”

El periodista Sebastián Herrera y su pareja, la artista Laura Estévez, hace un tiempo que tenían una instancia de diálogo en torno a la música en el barrio Franklin cuando se produjo el estallido social. “Recuerdo que la segunda semana estábamos en una marcha y la reflexión fue, bueno, sabemos que hay un malestar, pero cuáles son las demandas concretas, cuál es el discurso de fondo. Parecía necesario y urgente sentarse a conversar”, explica Herrera. Fue entonces que decidieron, junto al cineasta Fernando Guzzoni (La Colorina), armar el colectivo Tres tristes tigres -en homenaje a Raúl Ruiz- y replicar la instancia de diálogos con simplemente una improvisada mesa, sillas y micrófonos en el frontis del Museo de Arte Contemporáneo, que llamaron “Coloquios de perros”.

Coloquio de Perros III. Foto: Felipe Díaz.

“La idea era simplemente crear un espacio de reflexión donde encontráramos un punto que fuera congruente a todas aquellas personas con inquietudes similares. Nunca aspiramos a que fuera exitoso o no, era igual si llegaban diez o cien”, dice el periodista. Pero lo fue.

Entre octubre de 2019 y marzo de 2020 se realizaron once coloquios, donde participaron relevantes figuras de la cultura, entre ellos el poeta Raúl Zurita, el arquitecto Alejandro Aravena, la sicoanalista Constanza Michelson, la escritora Nona Fernández, el colectivo Lastesis y la artista Cecilia Vicuña. “En pandemia nos cuestionamos si el lugar del diálogo era todavía importante, si la gente lo necesitaba e hicimos algunos ‘coloquios de perros’ en forma digital, pero luego habían proliferado tanto los espacios de conversación virtuales, vía Zoom u otros que sentimos que nuestra labor ya estaba ocupada, que era redundante hacerlo”, dice Herrera.

Aunque ya llevan un tiempo sin hacer un coloquio de perros, el periodista sí cuenta que para octubre próximo planean hacer uno de más días, en el mismo lugar de siempre y gratis. Mientras que adelanta que la segunda semana de enero lanzarán un nuevo proyecto digital que funcionará a modo de revista. “Va a tener cada dos meses una temática que va a colonizar el sitio web, y esa temática va a ser respondida a través de entrevistas, podcast, columnas y artículos. Pero al mismo tiempo será un contenedor visual de todos los coloquios de perros anteriores y de los futuros que vengan”, adelanta.

Insurrecta primavera (@insurrectaprimavera): “Discípulos adelantados”

Aunque César Vallejos llevaba una década haciendo arte político en las calles junto al colectivo Serigrafía Instantánea, siendo uno de los grupos con más presencia durante el estallido social (pegando afiches y estampando pañuelos, sacando la prensa a la calle y haciendo talleres populares), finalmente el diseñador se apartó del colectivo por diferencias creativas. Sin embargo, fue en uno de los talleres que dictaron en diciembre, en la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, que se conformó un nuevo grupo de aficionados e interesados en levantar una nueva brigada de propaganda que bautizaron como Insurrecta Primavera.

Afiches callejeros de Insurrecta Primavera.

Con ellos, César ha seguido activo incluso durante la pandemia. Hicieron una intervención de afiches y stickers en el momento en que las críticas hundían la labor del ministro Jaime Mañalich por el mal manejo de la pandemia, y luego se han dedicado a trabajar ilustraciones de los presos políticos y víctimas del Estado de ayer y hoy. El 11 de septiembre intervinieron la fachada del Estadio Nacional con los rostros de Cecilia Magni, Macarena Valdés y Joane Florvil. Y recién el 15 de noviembre pasado intervinieron los muros de la población La Bandera en memoria de Camilo Catrillanca.

“Sin duda que con las cuarentenas el movimiento social se detuvo y hubo un debilitamiento porque en el fondo la pandemia nos encierra, no nos permite juntarnos, que era lo que se estaba cultivando en las calles, el contacto en los diversos espacios de confluencia. Y a eso se suma el gran cansancio del estallido por el factor de la represión policial, muchos dejaron de estar en la calle”, plantea Vallejos.

Claro que para el diseñador tanto el estallido social como el estallido gráfico eran situaciones que sorprendieron pero que se vienen fraguando hace décadas. “Los movimientos sociales han tenido un desarrollo que va más allá de la revuelta, están los movimientos populares, ecologistas, el levantamiento en Punta Arenas, lo que pasó en Freirina, en las zonas de sacrificio a lo largo del país, el movimiento feminista, el movimiento estudiantil, los mineros, portuarios, profesores, el movimiento No+AFP, etcétera”.

Con los colectivos de arte es lo mismo. Hace años que se viene conformando un movimiento de muralistas y brigadas, de performistas, de artistas textiles, de comparsas y orquestas y pasacalles que en el estallido salieron todos a la luz. Y volverán a salir, advierte Vallejos. “Sólo el fin de semana pasado había por lo menos ocho actividades en distintos territorios. Nosotros estuvimos en la Villa Olímpica, donde se juntaron unas mil personas, tocaron como diez bandas y habían unos cien feriantes de oficios gráficos. Y al mismo tiempo estaban pasando cosas en Pedro Aguirre Cerda, Puente Alto, Bajos de Mena y La Victoria”, cuenta el artista. “El arte siempre ha sido una trinchera contracultural y por eso Plaza Dignidad se llenó de arte, incluso las personas de la primera línea usaban trajes creados por ellos y pintaban sus escudos, todo fue una gran performance que está esperando el momento de volver”.

La cultura chilena: cincuenta años

En su punto máximo y último, que como digo es el de la Unidad Popular, la modernización democrática de nuestra segunda modernidad tuvo como sus dos ejes principales la universalidad del sujeto, que es el fundamento de las acciones solidarias y de colaboración, y su autonomía, que es el fundamento del espíritu crítico. Esa era la plataforma filosófica con la que quienes participábamos en aquél esfuerzo democratizador infundíamos sentido a nuestra relación con la realidad.

Por Grínor Rojo

Salvador Allende asumió sus funciones como presidente de Chile el 4 de noviembre de 1970 y, al contrario de lo que muchos creíamos entonces, su mandato no traía consigo el comienzo de un nuevo período de la historia nacional, sino el estiramiento hasta el máximo de lo que él podía dar de un período previo y más largo. Estoy pensando en nuestra segunda modernidad, la que se inauguró en los años veinte del siglo pasado y cuyo gran proyecto cultural consistió en la instalación en Chile de una conciencia democrática y democratizadora que, sin perjuicio de inflexiones y debilidades múltiples (no son lo mismo el populismo del viejo Alessandri, el socialismo democrático de Pedro Aguirre Cerda, el macarthysmo de González Videla, el neofascismo de Ibáñez, el protoneoliberalismo de Jorge Alessandri y la “revolución en libertad” de Frei Montalva), se mantuvo en pie hasta el 11 de septiembre de 1973.

Grínor Rojo, ensayista, crítico literario y profesor titular del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile.

Mientras no puso en cuestión su dominio, la oligarquía de nuestro país toleró la existencia y aspiraciones de semejante proyecto democratizador. Una demostración de esa anuencia reticente fue la reforma agraria “de macetero” que implementó Jorge Alessandri, a principios de los años sesenta, sin el más mínimo entusiasmo y picaneado por la kennedyana Alianza para el Progreso. Pero, cuando la oligarquía chilena sintió que el proyecto se expandía más allá de lo presupuestado, que eso hacía peligrar sus intereses, que las invasiones bárbaras estaban poniendo su perpetuación en jaque, se reconstituyó rápidamente y reaccionó de la manera que todos sabemos: haciendo trenza con el imperialismo, sacando a los militares a la calle y sumergiendo al país en diecisiete años de tinieblas.

En su punto máximo y último, que como digo es el de la Unidad Popular, la modernización democrática de nuestra segunda modernidad tuvo como sus dos ejes principales la universalidad del sujeto, que es el fundamento de las acciones solidarias y de colaboración, y su autonomía, que es el fundamento del espíritu crítico. Esa era la plataforma filosófica con la que quienes participábamos en aquél esfuerzo democratizador infundíamos sentido a nuestra relación con la realidad. La solidaridad y la colaboración se concretaron durante el trienio de Allende, facilitándose el acceso de los ciudadanos a los bienes de todo orden (bienes materiales, alimentación, casa, abrigo, pero también bienes no materiales, como la educación formal y la no formal o la frecuentación liberada para todos los centros de cultura, teatros, museos, bibliotecas, etcétera), así como mediante la promoción de un trato respetuoso entre las personas en el ámbito de su vida cotidiana. Me refiero al trato que yo entablo con un otro que difiere de mí, a quien yo le reconozco su identidad como la de un otro legítimo, pero que en derechos no es diferente de mí y con el que debo y puedo relacionarme horizontalmente. El espíritu crítico, por su parte, estimuló el discernimiento y la discrepancia razonada, por lo que no estar de acuerdo con las opiniones políticas del otro que no era como uno no sólo resultaba posible, sino bienvenido. E incluso era aceptable no estar de acuerdo y manifestarlo con dureza, pero siempre racionalmente y sin por eso convertir al adversario en enemigo. La Unidad Popular no persiguió a nadie por su pensamiento, no cerró ningún periódico, no calló ninguna boca.

A propósito de las prácticas en que cuajó este proyecto cultural, se suelen mencionar la nueva canción, el nuevo teatro, el nuevo cine, los murales callejeros y el involucramiento generoso de las mujeres y los jóvenes en las diferentes iniciativas. Las feministas, pensando, proponiendo y actuando como no lo habían hecho desde los tiempos de su lucha por los derechos políticos. Los jóvenes, sintiendo que su rebeldía estaba amarrada a la emancipación de los más.

Pero los que vivimos esa época sabemos que en realidad fue el libro (y, en general, la letra) el vehículo por excelencia de aquel afán de lucidez. Era una vieja tradición de la izquierda chilena, que entonces renacía y gloriosamente; una tradición que había apostado cincuenta años atrás, en los tiempos de Recabarren y El Despertar de los Tabajadores, a los beneficios de la lectura y la escritura. Me acuerdo muy bien de los pasajeros en la micro, sacando el libro o la revista o el periódico de algún bolsillo de la chaqueta, desarrugándolo y haciendo equilibrios para poderlo leer. Ello explica que uno de los logros espectaculares de aquel período haya sido la Editorial Quimantú, que publicó 12.000.093 libros con 247 títulos distintos en poco más de dos años y de los cuales, cuando se produce el golpe de Estado, se habían vendido 11.164.000, casi todos en los quioscos de periódicos y a un precio que cualquier trabajador podía permitirse. Nunca se había visto un éxito de ventas semejante en la historia editorial de Chile y tampoco se ha vuelto a ver después.

El gobierno de Augusto Pinochet echó en el tacho de la basura los dos principios filosóficos que constituían el alma de la cultura chilena hasta ese momento. Desechó el universalismo y la autonomía del sujeto, porque como un asunto de principio ese era un gobierno que descreía tanto del uno como de la otra. Por consiguiente, despreció la solidaridad, la colaboración y el espíritu crítico, e introdujo en cambio la competencia sin restricciones junto con el disciplinarismo autoritario. El disciplinarismo autoritario apuntalando esta vez el desenfreno de los mercaderes.

Así fue como la dictadura pinochetista impulsó la figura del otro como un competidor al que debo y puedo anular y vencer. Que ganara el “más mejor”, fue lo que se dijo, copiando la sentencia meritocrática del futbolista Leonel Sánchez, aunque el más mejor fuese en este caso sólo aquel a quien los nuevos dueños del poder le habían entregado los instrumentos para serlo.

La diferencia se convirtió en jerarquía y el universalismo en uniformidad. En un lado se ubicaban los jefes, que eran los superiores por la gracia divina y a los que si uno quería evitarse problemas era conveniente obedecerles, y en el otro se ubicaban los subordinados, los inferiores, también por la gracia divina, que eran los que obedecían y a quienes se apiñó en una masa indistinta. Por ejemplo, dejaron de existir en Chile los indios, sólo había chilenos. Un decreto de Pinochet, el 2.568, de 1979, prácticamente los ¡abolió!, autorizando la división de las tierras de las comunidades, “liberalizándolos” y “chilenizándolos”.

«El gobierno de Augusto Pinochet echó en el tacho de la basura los dos principios filosóficos que constituían el alma de la cultura chilena hasta ese momento. Desechó el universalismo y la autonomía del sujeto, porque como un asunto de principio ese era un gobierno que descreía tanto del uno como de la otra».

Resultados principales de esa gestión autoritaria: i) una sociedad desigual y segregada, lo que se materializó topográficamente en un apartheid urbano, de espacios para ricos y espacios para pobres,cuyo rigor habrían envidiado los supremacistas blancos de Sudáfrica; ii) una educación mejor para unos y peor para otros. Chile se transformó en el paraíso de la educación privada: colegios particulares pagados enteramente, que eran los de primera clase, para los ricos; colegios particulares subvencionados, pagados parcialmente, los de segunda clase, para aquellos que no eran ricos pero tenían todas las intenciones de serlo; y colegios públicos gratuitos, los de tercera clase, para los pobres de solemnidad. Con esto la educación pública chilena retrocedió en proporción inversa y a expensas del avance de la educación privada, hasta el nivel de su casi liquidación, es decir hasta un nivel en el que ciertos colegios públicos, que habían sido el orgullo de Chile, se desintegraron y, lo que es aún peor, que siguieron desintegrándose después, porque la verdad es que no hemos salido de ese estado de cosas hasta el día de hoy. No olvidemos, además, en este renglón, que con la misma lógica la dictadura intentó cerrar la Universidad de Chile y que sólo la respuesta airada y unánime de su comunidad impidió que ello ocurriera; iii) la instalación de un aparato de control de la cultura crítica, y estoy aludiendo ahora a la censura directa e indirecta; iv) el sospechoso regocijo de los desfiles militares, del folklore oligárquico, de los saludos a la bandera y de una canción nacional a la que se le repusieron versos alusivos a los “valientes soldados de Chile”; y v) una cotidianeidad caracterizada por la hostilidad y la agresión.

En cultura, como en todo lo demás, la postdictadura ha mantenido, y no pocas veces ha profundizado, lo obrado por la dictadura, aunque debe reconocerse que morigerándolo para hacerlo palatable a la “gente” (una palabra sanitizada, que sustituyó a la palabra “pueblo”, que era el término que empleábamos hasta 1973 para estos propósitos… otra sustitución significativa con la que se mal sinonimiza lo que no se quiere nombrar con su nombre propio). Por ejemplo: la segregación social se mantiene contemporáneamente incólume, como una expresión clara y concreta de la desigualdad, entre ricos y pobres, blancos e indios, caballeros y rotos, señoras y chinas. Y en esas condiciones no es raro que se haya continuado en la postdictadura con el predominio de la educación privada, tanto en cantidad como en calidad. Los colegios privados tienen hoy día más alumnos que los públicos e incluso más de los que tenían en 1990. En 2017, en la media, 370.627 en la educación pública frente a 519.207 en la particular subvencionada y 81.725 en la particular pagada. También el número de estudiantes en la educación superior pública es minoritario. Y los mejores resultados en las pruebas para entrar a la universidad los obtienen los/las egresados/as de la media que salen de los colegios particulares pagados.

Pero también es cierto que la censura desapareció o, mejor dicho, que sus funciones han sido trasladadas y confiadas al ejercicio de un supuesto “sentido común”, que no es otro que el que difunde una nube espesa de banalidad, la que secretan los medios, sobre todo, y que algunos políticos suelen hacer suya, ya que para sus propósitos funciona de perlas. Asisten, por ejemplo, esos representantes de nuestros deseos, rebosantes de complacencia, a los “matinales” de la televisión, donde su política se codea con la de los “rostros”, las bataclanas y los futbolistas mientras se deleitan todos juntos con los sabores del chisme.

El hecho es que hoy no hay censura formal en nuestro país, que eso es verdad y hay que agradecerlo, pero no menos verdad es que el pensamiento crítico tiene serios problemas para darse a conocer, porque aquellos que tendrían que abrirle camino -los controladores de la prensa, de los canales de televisión, de las radios, de las editoriales, del Ministerio de las Culturas, entre otros-, no lo hacen, argumentando no tanto el distanciamiento que ellos tienen respecto de la crítica en general, que lo tienen en efecto, como el desinterés de la “gente” por tales contenidos. Un buen ejemplo es el canal estatal de televisión, que opera de la misma manera en que operan los canales privados, sólo que lo hace peor y sobrevive por eso en un déficit interminable y que los contribuyentes tenemos que ayudar a paliar cada dos o tres años. Han optado quienes dirigen ese canal por la cultura light de la farándula, una estrategia comercial que, según declaran, les asegura un rating competitivo. Que eso no es cierto, a todos nos consta. Un ente público compitiendo en un contexto capitalista con un ente privado no puede ganar.

Finalmente, anoto aquí que en el cotidiano actual continúan presentes (la realidad es que se han incrementado) la hostilidad y la agresión, en ocasiones hasta niveles apenas tolerables. Que las autoridades de turno prometan entonces combatir la “violencia” imperante en el país no es más que un parloteo hipócrita. Vivimos en una sociedad que es estructuralmente violenta y esas autoridades, que hablan fuerte y golpean la mesa, tienen, si es que no toda, una parte sustancial de la culpa.

* Texto presentado en el simposio “50 años: Unidad Popular, un pasado lleno de futuro”, en la Universidad de Chile, el 3 de noviembre de 2020.

La Chile en la historia de Chile: Matilde Throup (1876-1922)

Por Florencia La Mura

En febrero de 1877, el entonces Ministro de Justicia, Miguel Luis Amunátegui, dictó el decreto que permitía a las mujeres ingresar a la educación universitaria. En 1892 y a los 16 años, sería Matilde Throup la primera en titularse como abogada en Chile y Latinoamérica. Oriunda de Angol e hija de un militar, Throup luchó incansablemente contra la discriminación hacia las mujeres, la que vivió constantemente a lo largo de su carrera.

Matilde Throup (1876-1922)

A pesar de haber logrado estudiar, estando recién egresada quiso postular al Juzgado de Letras de Ancud, lo que se le negó por el hecho de ser mujer. Por esos años, de acuerdo a interpretación, el Código Civil señalaba que sólo un “abogado” podía ser testigo en los testamentos, por lo que la Corte de Apelaciones, apegándose a lo masculino del término, estableció que no podía desempeñarse como notario. Apelando a la Corte Suprema, la abogada ganó el caso y sentó un precedente con respecto al ingreso de mujeres a cargos públicos.

Por una parte, la sentencia dictaminó que Throup “no obstante su sexo, tiene constitucionalmente derecho, como todo habitante de la República para ser admitida al desempeño de los empleos públicos que pretende”, además de aclarar, respecto al termino masculino de su profesión, que “no hay razón para suponer que la palabra abogado empleada en el citado artículo 337 se refiere sólo a un sexo”. Tanto esta resolución como su facultad de mujer egresada de Derecho fueron tomadas como ejemplo en países como Bélgica y Argentina, en defensa de mujeres estudiantes de derecho a las que no se les permitía ejercer.

 Además de ejercer como abogada criminalista de manera particular, atendiendo a clientes ricos y pobres, su carrera sentó jurisprudencia respecto al acceso de las mujeres a empleos públicos. “Con una audacia poco frecuente en las mujeres”, relata Felícitas Klimpel en La Mujer Chilena (1962), “la primera abogado, Matilde Throup, desafiando todas las prácticas existentes de denegar derechos a la mujer, se presentó también, por primera vez, a un concurso para el cargo de Oficial Civil de la Primera Circunscripción de Santiago y fue admitida a examen sin ninguna dificultad”. Falleció a los 46 años, joven, pero con un legado que llegaría más allá de las fronteras chilenas y que perdurará frente a sus colegas mujeres.

Fuentes:

Mujeres y profesiones universitarias (1900-1950) – memoriachilena.cl

La mujer chilena, Felícitas Klimpel (Editorial Andrés Bello, 1962)

Algunas, Otras. Linaje de mujeres para el Bicentenario (Corporación Humanas, 2010)

Leonardo Padura. El hombre que mira desde la esquina

El autor de El hombre que amaba a los perros, del personaje Mario Conde y decenas de otros textos, recorre aquí su última novela, su ir y venir de Cuba, sus ideas sobra la diáspora, sus crónicas rebeldes y aquellas lealtades que complejizan la relación con su historia, rutinas, lo político y la política. Felicita a Chile por su proceso constituyente y dice que “ustedes merecen tener un futuro mejor”.

Por Ximena Póo

Cuando termina un libro, siente que va a morir, que es el final, ese día absoluto que sabemos que no hace el quite a nadie. José Donoso decía lo mismo a los y las jóvenes periodistas de los noventa, que nos mirábamos con los y las maestras de entonces y de hoy pensando que ese sería el último párrafo y, en su caso, así fue, finalmente. Para Leonardo Padura (Cuba, 1955), escribir parece ser vida, disciplina, juerga, sufrimiento y esa felicidad digna que lo vuelca a publicar, caminar por la ciudad, rodearse de cineastas; escribir es imagen en movimiento, es ternura, odio y amor, “bajos fondos” y libertad. Un extrañamiento interno y externo, del tipo que viven quienes desafían toda frontera impuesta, es el que lo ha movido y lo mueve ahora. Ha visto a amigos y amigas salir de Cuba para no volver y para volver; experimentó el periodo especial de los noventa; ha cultivado grandes amistades dentro y fuera, en ese espacio “entre dos mundos” que es el desgarro del exilio y también de la migración. Está al tanto de lo que pasa en Chile: “Hay un viejo refrán del boxeo y yo creo que a Piñera ‘lo salvó la campana’ de la pandemia, porque realmente el movimiento que existía en Chile era indetenible. Los felicito, ojalá tengan la mejor Constitución posible, pero ustedes se merecen tener un futuro mejor y Cuba también”, dice el autor de El hombre que amaba a los perros (2009).

En Padura no hay exceso de lugares comunes, sino más bien una comunidad de lugares, como ocurre en Como polvo en el viento, su más reciente novela, publicada por Tusquets (Grupo Planeta) desde La Habana para el mundo. Leonardo Padura nunca se ha ido de Cuba. Entra y sale, como si entrara y saliera libremente hacia otras dimensiones, reconociendo en esos trayectos esa cubanidad que se establece entre las identidades que va creando entre sus personajes de novela negra o de novela histórica.

Leonardo Padura. Foto: Iván Giménez.

Con Palabra Pública dialogó el autor de decenas de textos, admirador y cercano a Roberto Bolaño, amigo de Luis Sepúlveda y de Ramón Díaz Eterovic. De teléfono a teléfono, a la antigua, hablamos mientras la pandemia nos recorre, sofocante de principio a fin a nivel mundial, y el empeño por las transformaciones sociales y la humanidad de regreso comienzan a volverse costumbre.

En Como polvo en el viento, el destierro se vuelve central. “El tema del exilio es un conflicto, una problemática, una esencia que ha estado presente en la historia desde nuestros orígenes. Cuba empieza a ser un país con una cultura propia en las primeras décadas del siglo XIX, la época en que se producen las independencias latinoamericanas; ahí llega una condensación de toda una serie de elementos que van a dar origen a la cubanía, a la cubanidad. Desde ahí está presente el drama del exilio y yo lo relato en La novela de mi vida (2002), en la que hablo de José María Heredia, el primer cubano que tuvo conciencia de ser cubano y lo expresó, y que es también nuestro primer exiliado”.

En su reciente novela destaca que existe la posibilidad del regreso y eso es central. Esa posibilidad del retorno “cambió la percepción que se tenía” y recuerda que “tenía un tío que salió de Cuba en el 68, y cuando lo despedimos fue como estar en su velorio, como si no lo fuéramos a ver más nunca y, de hecho, ese tío nunca regresó a Cuba y yo lo pude ver en Nueva York muchos años después, en el 92. Cuando le hablé de la despedida en la casa de mis abuelos, en el barrio en el que vivimos nosotros, él había borrado ese recuerdo, pero yo, siendo un niño, lo recordaba; son esas estrategias que tienen los exiliados para poder sobrevivir”.

Voces, retos y lealtades

En este último texto asume una construcción de los personajes donde se hace cargo de voces que hasta ahora no estaban tan resueltas en su obra, por ejemplo, las de las mujeres. Es así como se aprecia una diversidad registros para géneros diversos. “Las novelas mías anteriores, como las de la serie del personaje de Mario Conde, son bastante masculinas en el sentido de que el mundo del crimen por lo general tiene un carácter más masculino que femenino, y porque el protagonista es Conde. En la novela de mi vida el personaje central también era masculino, y en El hombre que amaba a los perros, lo mismo (Trotsky, Mercader, el cubano Iván que recoge la historia), pero siempre han ido apareciendo mujeres importantes en mis novelas”. Las repasa una a una y advierte que “en la serie de Conde, la madre de su amigo el flaco Carlos, Josefina, que cocina para todo el grupo de amigos, representa ese carácter salvador que tuvo la madre cubana durante todos estos años”. Padura destaca que “sin la capacidad creativa, imaginativa, de lucha de las mujeres cubanas, nos hubiéramos muerto de hambre. En la historia cubana reciente, la madre se convirtió en el centro de la familia”.

En Como polvo en el viento “quería tratar puntos de vista diferentes, todos relacionados con esa experiencia generacional de la promoción a la que yo pertenezo, la que en los noventa teníamos 30 o 35 años, como estos personajes, como el de Clara, porque todo comienza cuando ella va a cumplir 30 años y es un personaje central”. Las experiencias de las protagonistas fueron un reto para él. “Trabajé mucho en la historia de tres mujeres: Clara, como la madre que permanece; Elisa, la iconoclasta, la rebelde, la que no respeta ningún código y va por encima de ellos; y Adela como ese personaje que tiene la necesidad de encontrarse a sí misma. Adela tiene un conflicto que es muy universal, el de la identidad. Siempre trato de que los problemas de los personajes no estén absolutamente vinculados al género, sino que sean problemas que tengan que ver con la condición humana. Irving, el amigo gay, es quien necesita estar siempre cerca de todos los amigos y por eso es el gran confidente de todos ellos”.

Hay dos grandes problemas que, en este libro, admite, tuvo que resolver: la estructura y la construcción de estos personajes femeninos con características tan específicas y con caracteres tan fuertes y definidos como los que tienen Clara, Elisa y Adela. “Una declaración política puede tener matices, pero suele ser en blanco y negro; una creación literaria nunca puede ser en blanco y negro porque cada lector le va a poner un tono de color. Lo que hace un escritor es dibujar la silueta, proponer una tonalidad para que el lector sea quien termine dándole el color definitivo, y es el elemento constitutivo de una novela y mucho más en el caso de los personajes, que son los conceptos con los que interactúa directamemente el lector”, reflexiona Padura, Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015.

El autor es leal a su experiencia, a su habitar, a su compañera, a sus relaciones, a la territorialidad, a los ritos del día a día. No ha abandonado a Conde, pese a que lo ha interrumpido. Padura piensa que “la propia realidad cubana ha sido una de las causantes de que yo no haya podido moverme de este barrio. Sabes que en Cuba comprarse una casa fue imposible hasta hace unos cuatro años, y yo vivo donde puedo y donde quiero. Es una vivienda construida entre él y la escritora y guionista Lucía López Coll, su esposa (son pareja desde el 78), sobre la casa original que levantaron sus padres en el año 1954, un espacio fronterizo entre algunos mundos posibles. Así es como “la casa, Lucía, el barrio, la ciudad, el país, todo eso me ha servido de alguna manera para darme la estabilidad necesaria para escribir, y son el alimento de historias, personajes, conflictos, para poder escribir mis novelas”.

Las peculiaridades de la realidad cubana son los elementos que, insiste, “nutren mi literatura, la manera de entender la vida en un barrio. Siempre digo, y esto es muy visible en las novelas de Conde, que yo trato de ver la realidad cubana desde la altura de la calle en una esquina de un barrio de La Habana. No la veo desde una perspectiva superior; trato de verla al nivel en que viven esa realidad los demás cubanos. Aquí, en este barrio, conozco todos los códigos, las personas, las maneras de pensar, sus esperanzas, sus frustraciones, sus anhelos, sus necesidades, y todo eso me sirve para poder escribir”.

“Distintas verdades”

Hay un texto poco conocido de Padura que se titula Soñar en cubano. Crónica de nueve innings, escrito entre la página 115 y 131 del libro Cuba en la encrucijada. 12 perspectivas sobre la continuidad y el cambio en La Habana y en todo el país (Debate, 2017), editado por Leila Guerriero. Ahí, Mantilla deviene en beisbol y él escribe: “En la esquina de mi casa, en el patio de mi escuela, en el descampado de unas canteras cercanas, en un baldío arenoso de la periferia, jugué pelota en cada momento de mi vida en que me fue posible hacerlo. Con trajes improvisados o sin ellos, con guantes o sin ellos, con los bates y las pelotas que aparecieran en los años en los que grandes carencias impedían adquirir esos implementos, mis amigos y yo nos dedicamos a jugar y soñar con el beisbol”. No son historias mínimas, son historias que van articulando identificaciones en movimiento con las superestructuras que condicionan la experiencia. Y Padura lo hace en clave narrativa, donde la humanidad se propone desde esa calle donde habita lo político, lo social. En 2018 recibió el Premio Internacional de Novela Histórica Barcino (Barcelona) “por la novela La transparencia del tiempo (de la saga de Mario Conde), que tiene todo un contenido histórico, y en la fundamentación el jurado decía ‘en su obra, Leonardo Padura ha sido capaz de escribir la crónica de la Cuba actual, de la Cuba de la Revolución a través de las novelas de su personaje de Mario Conde como Vázquez Montalbán fue capaz de escribir la crónica de la transición española a través de sus novelas de Pepe Carvalho’. Es decir, estaban destacando en un premio de novela histórica la crónica del presente; esto quiere decir que se están leyendo estas novelas, y ha sido mi propósito, como una crónica posible de la vida cubana contemporánea”. Esto, cree, es por muchas razones, pero sobre todo porque “el escritor a veces tiene la posibilidad de darle la voz a personajes marginales o marginados, y en un país como Cuba, durante tantos años la información solamente tuvo un canal, el canal oficial, pero hay una parte de la realidad que ha tenido un solo reflejo. Yo trato de que el reflejo de la realidad cubana sea diverso en mis novelas y que sea un reflejo veraz”.

Padura advierte que “siempre digo que en mis novelas hay una verdad y que tal vez no sea la verdad, porque desde el punto de vista en que uno mire la realidad puede tener distintas interpretaciones y distintas verdades; la mentira, sin embargo, es absoluta”. Todo esto ha sido un proyecto que ha desarrollado a lo largo de trece novelas publicadas, donde Mario Conde es el protagonista en varias, porque “ha sido una búsqueda, una intención, un proyecto fundamentalmente literario y cultural. Durante muchos años la novela negra se vio marginada porque era una literatura que se consideraba de evasión, entretenimiento, poco elaborada, pero a partir de los años sesenta-setenta hay todo un movimiento de renovación, sobre todo por las estrategias que elaboró la posmodernidad en el sentido de tomar un género de la cultura popular y llevarlo a la ‘alta cultura’, utilizando incluso otros recursos de la cultura popular”. Por eso, enfatiza, se trata de “utilizar recursos de la novela policial para escribir literatura con L mayúscula”.

“Cumplir como ciudadano”

Padura es consciente de que ser publicado en una transnacional le da la posibilidad de llegar a todo el mundo. Y, por lo mismo, cree que hoy el gran problema para la literatura latinoamericana –con una alta producción y calidad– es que “los libros no cruzan las fronteras”, como fue durante el boom. Ahí radica, comenta, “la importancia de las redes de edioriales locales” para generar cooperación. “Ningún escritor o escritora está en competencia con otro escritor o escritora, cada uno/a encuentra a sus lectores o no los encuentra, pero no por culpa de otro escritor; hay toda una serie de mecanismos como el mercado, pero creo que existe una enorme solidaridad; cuando voy a Chile, presenta mis libros Ramón Diaz Eterovic; cuando voy a Argentina, lo hace Claudia Piñeiro; cuando voy a Colombia, los presenta Héctor Abad; en México los presenta Gonzalo Celorio; y en España, Manuel Vázquez Montalbán. Creo que entre todos nosotros hemos tenido la capacidad de imponernos por encima de los egos personales; a veces hay conflictos, pero son pequeñas broncas locales”.

Como polvo en el viento (2020), de Leonardo Padura.

Leonardo Padura revela que sus “críticos más jodidos son otros escritores cubanos y en la mayoría de los casos viven fuera de Cuba; les molesta que mis libros tengan esta circulación y que haya logrado hacer esto desde Cuba sin hacer concesiones literarias ni políticas y tratando de mantener una fidelidad a mis principios”. Es la agenda asociada a su historia, como el relato de la diáspora que también es su relato al interior, desde esa esquina en Mantilla. No sólo son las letras dedicadas a Clara, Elisa, Adela, Irving y los demás amigos que habitan en su reciente novela. Algo de él también hay en Conde, en la historia de Trotsky, en sus crónicas periodísticas a pie de calle, porque, concluye dese la isla, “no sólo tengo una responsabilidad estética, tengo una responsabilidad ciudadana y trato de cumplirla con mi literatura, como escritor, difusor de determinadas ideas, comentarista de determinadas realidades, pero tratando de preservar un espacio sin contaminarlo con determinadas alianzas, componendas ni de un lado ni del otro; mi libertad es mi bien más preciado y es donde trato de cumplir mi trabajo como escritor y cumplir como ciudadano”.

Cultura y proceso constituyente: un debate de primera necesidad

¿Cuál debería ser el lugar de la cultura en una nueva Constitución? ¿Es la cultura un insumo básico que tendría que estar entre las exigencias inamovibles de una Constitución del siglo XXI? Abrimos la conversación a días del histórico plebiscito del 25 de octubre para saber la opinión de creadores, gestores, académicos y representantes del mundo del arte. Hablan Gonzalo Díaz, Antonio Becerro, Jaime Bassa, Bárbara Negrón, Santiago Schuster, Consuelo Andronoff, Tomás Peters y Cristóbal Gumucio. 

Por Javier García Bustos

Se convirtió en uno de los libros más vendidos tras el estallido social y siguió siéndolo hasta hace algunas semanas. No era un nuevo título de Harry Potter ni de Dan Brown. Empinada en el ranking de bestsellers e impresa por Editorial Jurídica de Chile, la Constitución acaparó el interés de los ciudadanos.   

¿Por qué la urgencia en leer la Constitución que nos rige desde 1980? Y, ¿qué dice sobre la cultura la Constitución redactada en dictadura y que ahora podría modificarse ante el histórico proceso constituyente que se inicia con el plebiscito del 25 de octubre? 

Ilustración de Fabián Rivas.

“La presencia de la cultura es marginal en la Constitución de 1980, pues no tiene un reconocimiento que dé cuenta de la riqueza y complejidad de las culturas en el país”, explica el abogado Jaime Bassa. “La actual Constitución no garantiza ninguna forma de derecho fundamental en torno a la cultura, pues no hay reconocimiento alguno a la dimensión relativa al acceso individual, así como tampoco al papel que cumple la actividad cultural en la vida de las personas y en el desarrollo de la sociedad”, agrega Bassa, autor de los libros La constitución que queremos (2019) y Chile decide (2020).

La idea de los derechos culturales “está presente en el artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, donde se establece que ‘Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico’”, explica el abogado Santiago Schuster. “De igual modo, el Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, de 1966, adoptado por Naciones Unidas, consagra el derecho a toda persona a participar en la vida cultural… Estas disposiciones, de reconocimiento universal, contienen la más concreta consagración de los derechos culturales como derechos fundamentales”, agrega. Y sobre referencias internacionales de cómo incluir la cultura en la Constitución, Schuster cita ejemplos europeos: “La Constitución de España, Grecia, Italia, Portugal y Suecia consagran el derecho de libertad de creación intelectual y artística”.

Del ámbito americano, Tomás Peters, sociólogo y doctor en Estudios Culturales, cree que podemos aprender de México. “Si bien no ha integrado en su Constitución esta discusión, sí ha elaborado dos leyes específicas sobre derechos culturales: ‘Ley General de Cultura y de Derechos Culturales’ y la ‘Ley de los Derechos Culturales de los Habitantes y Visitantes de la Ciudad de México’, y en ambos casos yo creo que se puede aprender mucho para nuestro actual proceso”.

¿Qué opinan creadores, gestores, académicos y representantes del mundo del arte sobre cómo abordar la cultura en una posible nueva Constitución para Chile?

El Premio Nacional de Artes 2003 Gonzalo Díaz comenta la relevancia de que “el espíritu y el texto de una nueva Constitución promueva una convivencia social, donde las enormes desigualdades tiendan a disminuir drásticamente, y al mismo tiempo garantice que la práctica del abuso desmedido de la minoría ya no será posible”. El académico cree que “declarando con precisión y con fuerza los derechos de los ciudadanos, la salud, la educación, la vivienda, la jubilación, el acceso a la cultura considerados como derechos efectivos, será el mayor logro cultural que podamos soñar como país y como nación”.

Para el artista visual Antonio Becerro, “no se trata solo de cambiar las leyes o la Constitución, sino que este cambio debe ir acompañado de la derrota de la pedantería de la cultura actual neoliberal de mercado que domina a Chile”.

Entre las reivindicaciones históricas del ámbito cultural que deberían estar en una nueva Constitución, Becerro, director de Perrera Arte, centro cultural que cumple 25 años, cree que “habría que recuperar los espacios públicos para manifestaciones artísticas sin represión alguna, reivindicar los medios de comunicación masivos, televisión, diarios, radios, etcétera. Estas acciones, para la actual Constitución son indebidas, de modo contrario, la nueva Constitución debería considerarlas legales y necesarias”. 

Uno de los desafíos que podría plantear una nueva Constitución, reflexiona Bárbara Negrón, directora del Observatorio de Políticas Culturales y la Unión Nacional de Artistas, “es lograr comunicar lo que significa, en concreto, tener derecho a acceder a la cultura. No es fácil, pero, por ejemplo, hoy tenemos evidencia de que las personas con menos recursos, menos años de educación y más edad -adultos mayores-, consumen menos bienes culturales que quienes son los privilegiados en esta sociedad”.

Crisis y patrimonio

Tras el estallido social del 18 de octubre de 2019 se efectuaron una serie de diálogos ciudadanos, en plazas, juntas de vecinos y espacios culturales. A finales de ese mes, el centro cultural Matucana 100 convocó a más de 30 instituciones ligadas a la cultura y más de dos mil personas se reunieron en sus dependencias. Fueron las primeras señales de que la ciudadanía quería cambios más profundos.

A casi un año de aquella actividad, Cristóbal Gumucio, director ejecutivo de Matucana 100 hoy enfrentado ante un proceso constituyente, comenta: “hay que entender a la cultura no como un sector, sino más bien como un elemento central y transversal para el desarrollo del país, en este sentido denotar la responsabilidad del Estado para con la cultura”.

Pocos días después de los diálogos ciudadanos en Matucana 100, a inicios de noviembre, más de cien escritores y editores se reunieron en una asamblea en la sala Sazié, de la Casa Central de la Universidad de Chile. Entre otros, estaban Nona Fernández, Francisco Ortega, Pía Barros, Galo Ghigliotto y Marcelo Leonart. El objetivo era común: demostrar la participación de un gremio ante los problemas del país. “No sé si los escritores todavía tenemos alguna incidencia en la política, probablemente sí, por eso estamos acá”, dijo entonces el poeta Jaime Luis Huenún, Premio de Poesía Jorge Teillier 2020.

En los meses siguientes se instaló la crisis sanitaria producto del Coronavirus. La pandemia se propagó y entonces la desolación del sector cultural fue total. Los artistas difundieron en redes sociales los hashtags #LaCulturaDiceBasta y #ExigimosQueRenuncien, en referencia a la ministra de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, Consuelo Valdés, y al subsecretario de las Culturas y de las Artes, Juan Carlos Silva.

Ya en junio la prensa informaba: “La deuda histórica con la cultura queda en evidencia con la pandemia: Ministerio no da el ancho y sector lanza su propio plan”, apuntó El Mostrador. El mismo mes, la escritora y actriz Nona Fernández señaló en CNN: “Estamos viviendo un momento realmente difícil de completo abandono estatal”. En tanto, el subsecretario Juan Carlos Silva planteó en La Tercera: “El ministerio no tiene capacidad de ayuda social”.

El Sindicato de Actores y Actrices de Chile (Sidarte) envió el 27 de agosto una carta a la ministra Consuelo Valdés ante recortes en el sector y la suspensión del Programa Acciona: “El arte y la cultura agonizan y nuestro Ministerio nos abofetea y asfixia (…) Las organizaciones sin financiamiento estatal están destinadas a desaparecer y con ellas un eslabón vital para el desarrollo de la Cultura y las Artes a lo largo del país”.

Santiago Schuster, académico de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, asegura que “lo que ha sido ignorado es que la cultura es una necesidad básica del ser humano, un mínimo sin el cual no se puede alcanzar la realización personal, y por ello debe ser incluida en una nueva Constitución como un derecho equivalente al derecho a la salud y a la educación. Ese es un reclamo histórico que no corresponde a un sector, sino que incluye a toda la ciudadanía”.  

Un tema que no quiere dejar afuera de la discusión Santiago Schuster, exdirector general de la Sociedad Chilena del Derecho de Autor (SCD), son los derechos de autores y de qué manera garantizar, en una posible nueva Constitución, que sean debidamente respetados. “La trasgresión del derecho de autor, como derecho fundamental, se encuentra actualmente garantizada mediante el recurso de protección. Lo que sería necesario agregar es el derecho a una justa compensación por la utilización de una creación intelectual, que sería un freno al creciente intento por vaciar al derecho de autor de su contenido remuneratorio en aras del acceso a la cultura, como si se tratara de una responsabilidad de un sector -el de los creadores- y no una genuina obligación del Estado”.

En tanto, Tomás Peters recalca que una nueva Constitución “debería reforzar el derecho a la vida cultural”, ya que “existe cierto consenso en que las condiciones laborales de los artistas siguen siendo precarias. Sumado a ello, y según los estudios recientes, el acceso a la cultura-artes en Chile ha ido disminuyendo en la última década”, agrega.

La opinión entre los diferentes actores sobre la cultura como “derecho fundamental” en una nueva Constitución es un consenso. “La cultura, las artes y el patrimonio en la vida de las personas es imprescindible, por eso la cultura debe considerarse como un bien de primera necesidad”, señala Consuelo Andronoff, directora de arte e integrante de ATAA CHILE (Asociación de Trabajadores de Arte Audiovisual).

Andronoff puntualiza sobre la Constitución de 1980 que “promueve la mercantilización donde todo tiene que ser rentable, y es ahí donde la cultura se ve olvidada. Pero no podemos pensar en el desarrollo de una sociedad sin considerar su cultura. Y para eso se necesita implementar políticas públicas que la sustenten, que mejoren las condiciones y oportunidades de los trabajadores y trabajadoras del sector cultural. La cultura ayuda a la integración social y educa. Educar es formar seres humanos libres, críticos, comprometidos con la comunidad, con la sociedad y sus tradiciones”.

El mercado y lo público  

Con el regreso de la democracia se crearon políticas públicas reconocibles y se masificaron métodos de postulación de financiamiento a los artistas. En 1992 se creó el Fondart (Fondo Nacional de Desarrollo Cultural y las Artes), que hoy es administrado por el Ministerio de las Culturas. En 2019, para la ejecución de 2.184 proyectos a nivel nacional, el ministerio asignó más de 22 mil 600 millones de pesos.

“Las lógicas mercantilizadas propias del Estado subsidiario han debilitado el desarrollo y promoción de las artes y de las culturas, sometiendo sus prácticas a las dinámicas propias de los fondos concursables, precarizando la actividad creadora y de difusión en un sector que es fundamental para el país”, opina el abogado Jaime Bassa. “La virtual ausencia de financiamiento estatal de carácter permanente es una muestra más del deterioro progresivo de lo público”, añade.

Tomás Peters precisa que el Estado “ha fortalecido un modelo basado en competencias desiguales con los fondos concursables. Es sabido que los fondos concursables no son ‘concursables’, sino más bien instrumentos de selección”. Frente a este panorama, Peters comenta que una nueva Constitución “no podrá por sí sola solucionar los problemas de la oferta cultural -subsidio a los artistas-, sino que más bien puede reforzar que la demanda -el público- pueda tener un acceso igualitario. Una reivindicación del sector cultural debería ir por este registro: reforzar el derecho al acceso cultural y que el Estado genere las condiciones propicias para que los ciudadanos puedan gozar de las artes, acceder a ellas sin barreras económicas o simbólicas”.

En tanto, Cristóbal Gumucio, de Matucana 100, señala la relevancia de incluir a las regiones para ampliar el diálogo: “Tenemos que reivindicar la multiculturalidad y el desarrollo de los territorios, rompiendo con el centralismo del Estado”, y agrega que el llamado “derecho a la cultura”, entendido como un derecho fundamental, “tiene que establecerse en un marco definitivo que reivindique a la cultura como un elemento esencial de la nueva Constitución”.

Para finalizar, reflexiona Consuelo Andronoff, “bibliotecas, cines, teatros, danza, museos, artes visuales, música, poesía, amplían el aprendizaje de nuestra historia, el patrimonio cultural es importantísimo en una sociedad sana; poder mirar hacia atrás, comprender nuestra historia en base a diferentes manifestaciones culturales es una forma de conocerse y de poder desarrollar una opinión y un pensamiento crítico en lo que queremos generar a futuro. Por eso la importancia de tener políticas públicas que ayuden a tener una sociedad que dialogue”.