Estudiar Literatura: defensa de una humanidad radical

Decidí dedicar mi vida a la literatura entre el azar y un acto de sobrevivencia: el placer fue mi puerta de entrada. Pero una vez ahí, ya no tan preocupada de resolver cómo, sola, debía existir en el mundo, sino colectivamente, adquirí la conciencia de que la literatura y las humanidades tienen muchísimo más que ofrecer, ejerciendo un rol clave en nuestro destino como personas que comparten un mismo tiempo y territorio: también como medio certero hacia nuestra la libertad.

Por Javiera Steck

Una tarde fui a una galería engastada en el anónimo Santiago centro buscando el lanzamiento de un libro. Estudiaba Ingeniería y entre mis amigos de entonces, todos físicos que se creían artistas y poetas, era tradición pasarnos el dato de estas presentaciones: éramos pobres y perseguíamos el vino de honor entre montañas de literatura y silencio, una de nuestras actividades mejor valoradas. Ir a esa clase de eventos nos proporcionaba, pensábamos, cierta clase de profundidad: una sustancia que nunca encontramos en el ejercicio de las ciencias exactas. Amortiguaba nuestra exhaustiva juventud con un toque de vejez, una calma que no teníamos. El libro en cuestión era una investigación de la Fundación Vicente Huidobro; el título está hoy perdido para mí.

En esos tiempos yo era un trasto, una nadie. Pocas semanas antes me habían terminado una relación de años y estaba en causal de eliminación de mi carrera. Odiaba, con una intensidad difícil de imaginar hoy, la profesión que había elegido, y la vida parecía una broma tan grande que ni siquiera la borrachera continua era ya un plan tentador. Ese día entré con ahogo alojado en el pecho: no acepté la copita. Pero ella sí lo hizo: una treintañera esbelta y con la cara cansada, ojeras, un vestido medio japonés. La autora del proyecto decía que había tardado nueve años en parir ese libro, que era prácticamente todo lo que había salido de ella durante esa década. El parto más largo de su vida. Media infeliz, se notaba que no quería estar ahí, que quería al vino pero no a los invitados, a los libros pero no a su libro.

Me imaginé siendo esa mujer, sentada en esa silla, pensando sobre nosotros y sobre ella misma con tedio. Insatisfecha, sí, pero con vino en mano, y con quince desconocidos interesados (fuera innoble o inconcebiblemente, tal como yo buscaba un traguito de vino gratis en una tarde de invierno) en su trabajo. Consciente de la absoluta pequeñez e intrascendencia de su trabajo, pero con la certeza —¿y tranquilidad?— de haber navegado esos mismos 10 años en un mar de bibliografía: y que incluso al momento del parto seguía rodeada de literatura y de personas que también creían tajantemente en el valor sagrado de esos objetos.

Y quise ser ella. Entendí que esa era una manera feliz de ser infeliz, que el piso mínimo de satisfacción siempre podría construirlo sobre libros: que esa vida existía. El cansancio sería por las infinitas horas de lectura. La desazón porque nadie lee lo que escribo: pero de cualquier manera, sería una mujer que escribía, que se había atrevido a hacerlo. Era la posibilidad de que existiera el placer como fondo. Eso era vida. Yo podría fracasar en un parto equivalente, ser ese cansancio. Pero pariría con placer: y eso era vida.

Al día siguiente empecé el trámite para el cambio de carrera: era mi cuarto año. Siendo sincera, cualquier micro me servía: cualquiera entre las humanidades me parecía que cumplía el requisito de llevarte a ese mundo. Me cambié sin optimismo, limitándome a un mero ejercicio de supervivencia: pensando, no en hacer algo útil, no en tener una profesión con la que pagarme techo y comida después, sino en postergar la decisión de qué hacer conmigo y, en el camino, leer harto, leer caleta. Decidí estudiar Literatura como una decisión ciega, primitiva: fue la memoria de un viejo arraigo lo que encontré en esa galería, lo que me llevó hasta ahí, persiguiendo la última vez que había sentido genuino placer. Y llegó el placer. Así que corresponde cerrar con un cliché: la literatura es lo que me salvó la vida.

Qué es la literatura y qué importa lo que sea

Leer había sido mi primera vocación: mi familia lo sabía y por eso el cambio, en principio inesperado, más tarde fue entendido como inevitable. Ya dentro, mi entusiasmo dio sus frutos: me enganché con la teoría literaria, al punto de ser ayudanta de Introducción a la Teoría Literaria en la Universidad de Chile y en la universidad que me aceptaran siempre que pudiera. Lo más atractivo de enseñar esa disciplina era retroceder al momento cuando, de mechona, me topé con la pregunta: qué es la literatura. El momento en que supe que no tenía idea sobre el objeto con que, durante tiempo, había estado en relación de veneración y deuda. Mi definición personal, ligada a mi encuentro con la literatura, no puede ser otra que: la literatura es el objeto estético con materialidad de lenguaje, siempre con miras al placer. Entiendo que hay otras definiciones y discusiones que difieren de esta noción (por ejemplo, la afirmación de que la literatura es lo que la sociedad dice que es la literatura, es decir, convencional; o que corresponde a un uso artificioso del lenguaje o a la ficción), pero dudo que haya, en toda la historia de la literatura, algún texto considerado como tal que haya ingresado al canon (o la convención “literaria”) sin haber antes generado placer estético en alguien (o la negación del placer, también una experiencia estética). En La literatura en peligro, el mismo Todorov señala que entró a los estudios literarios por placer, al igual que Zambra cuando indica en Tema libre que “la idea de que el placer [de leer y escribir] coincidiera con el deber nos parecía maravillosa”: ambos, al igual que yo, sin tener mucha idea sobre qué implicaban los estudios literarios antes de dedicarse a ellos. Como defensa teórica de mi definición, me sirven también esos dos ejemplos: finalmente, quienes definen convencionalmente lo que es considerado como “literatura” en el tiempo, son los mismos críticos y estudiosos de la literatura que, en el ejercicio de su profesión, van reproduciendo el canon heredado (lo que les pareció digno de valor a los estudiosos y lectores del pasado); pero también disputan y modifican ese mismo canon según valoraciones y hallazgos literarios propios, sin duda fundados en la experiencia estética que los críticos del tiempo presente (Zambra, Todorov, las y les estudiantes de Literatura) experimentaron. El placer es la puerta de entrada de la literatura, porque quienes leemos y sentimos somos también quienes convencionalmente definimos al objeto.

Sin embargo, creo que es justo agregar otra característica a la definición anterior de literatura, derivada de que esta forma parte de las humanidades. Y las humanidades constituyen “un modo de habitar el mundo”, de manera que “lo habitan desde el compromiso con el saber sobre y con ese mundo, y la multiplicación de dicho saber”, como escriben Alejandra Bottinelli y Rodrigo Karmy, a la vez que poseen poderes críticos y potencialmente desestabilizadores, al decir de Grínor Rojo. De esta manera, la literatura se convierte en el espacio en que objeto estético y el compromiso crítico y ético convergen, aunque esto último no siempre se manifieste de manera evidente.

Humanidades, libertad y comunidad

“La percepción del rumbo que pudiéramos darles a nuestros destinos como individuos y como pueblo es lo que constituye (o debiese) el objetivo de las disciplinas humanistas», señala el profesor Grínor Rojo, en sintonía muy clara con las ideas de Doris Sommer, quien a su vez sostiene que el aporte explícito de las humanidades a la vida común es la capacitación del juicio de las personas: juicio que nos hace libres, y que solo puede ser entrenado a través de la experiencia estética. Coinciden también en que la experiencia estética tiene esta capacidad “justamente porque no se halla […] por definición al servicio ni de las demandas de la razón pura ni de las de la razón práctica”.

Coincido plenamente con estos planteamientos. Creo, como señala Rojo, que tanto la literatura como los estudios literarios y el resto de las humanidades, tienen su razón de ser (o debiesen) en reflexionar, de manera éticamente comprometida, sobre el mundo que habitamos, y gracias a eso su función es proponer nuevas (y mejores) maneras en las que podamos formular nuestra vida en común, algo que todas las comunidades desean lograr. Las humanidades entonces aportan a la capacidad de juicio, y por ende a la libertad intelectual, material y espiritual de los individuos; pero también ofrecen la posibilidad única de pensar críticamente la vida en sociedad, y mejorarla. 

Supongo que este proyecto tan mayor y abstracto del panorama general de las humanidades nada significa si los humanistas no cumplimos nuestro trabajo de realizar las humanidades de manera concreta en el mundo, por reducido que sea nuestro rango de acción e influencia. Sobre esto, es difícil definir cómo yo misma —alguien por quien la literatura hizo tanto— experimenta ese “aportar” a la vida común, pero en la práctica creo que ha devenido en que enseño (y lo disfruto) teoría literaria, a la vez que realizo talleres que salen de la lógica del mercado, sea para ayudar a la inserción académica de estudiantes nuevos o para dar a conocer lo que más me apasiona: el feminismo y la literatura de mujeres. Creo que estos últimos encarnan perfectamente los procesos y capacidades críticas que tanto Rojo como Sommer adjudican a las humanidades: conocer una tradición de mujeres pensadoras, por ejemplo, que antes creías inexistente, puede salvarte del insondable vacío simbólico patriarcal que muchísimas mujeres, sobre todo cuando éramos jóvenes, experimentamos como asfixia y complejo de inferioridad. Más concretamente aún: leer a ancestras tan anteriores a nosotras como Christine de Pisan (siglo XV) defendiendo el derecho de las mujeres al uso de su razón y a ser tratadas con dignidad, o la ira lesbiana y antirracista de contemporáneas como Audre Lorde, enseñan de manera testimonial y directa que las mujeres pueden existir de otras maneras, más libres, en el mundo, y que tenemos una historia no de conformidad sino de férrea (y no poco contradictoria) resistencia. Esta lección es fundamental: mejoró sustancialmente mi vida, por ejemplo; mis relaciones con otras mujeres, con mis parejas, con mis oficios; también las vidas de mis amigas, sus parejas y sus oficios. En concreto, aprendimos de ellas otra manera de interpretar la realidad, y con ella ganamos libertad.

Sin embargo, ante todas estas acciones feministas y “locales” (que para mí son constitutivamente valiosas, y contribuyen a la vida concreta de mujeres concretas), existen desafíos estructurales, que afectan a todas las personas, que también debemos enfrentar: el más grande es sortear las relaciones de interés y exclusión que instala la lógica capitalista en la producción y difusión de nuestras ideas humanistas. Me explico: para que las humanidades desplieguen plenamente su capacidad de cambio y mejora del mundo, requerimos un sistema económico y social que permita que todas las personas produzcan las cosas que materialmente sostienen la vida (comida, servicios básicos, etcétera), del mismo modo que permita que esas mismas personas puedan dedicar su tiempo a las artes y las humanidades, es decir, que no existan humanistas de profesión, que se ganen la vida a través del ejercicio exclusivo de las humanidades. ¿Por qué? Porque, como señalaba Sommer, las humanidades (junto con la experiencia estética) son el único vehículo para desarrollar nuestro juicio: ese paso que va más allá de la racionalidad y nos permite tomar decisiones libres.  Y justamente la vocación de las humanidades es darnos esa libertad, no a algunos, sino a todos. Yo no quiero a una élite de pensadores profesionales encargándose de meditar, conducir y administrar la vida intelectual de la nación a costa de que otros produzcan lo que ellos comen y utilizan para su sobrevivencia día a día, ni que esas mismas personas destinadas a producir (o destinadas a trabajos más precarios que el “servicio” intelectual que hacen los académicos en las universidades) no puedan dedicarse al ejercicio de las humanidades gracias a ese destino. Lo que quiero es que todas las personas tengan la oportunidad de hacer un aporte desde las humanidades, de construir su libertad y contribuir a este «pensar y crear el mundo». De modo que el ejercicio de las humanidades no puede estar reglado por el pago, pues estaría sujeto a interés (por sobrevivir) y exclusión, de quienes no pueden dedicarse exclusivamente a “pensar” porque tienen que dedicar su tiempo exclusivamente a “producir”. 

No me malentiendan: justamente lo que hago hoy en día es estudiar humanidades en una universidad tradicional para llegar, ojalá, a ser académica: una de esos humanistas profesionales cuya extinción acabo de defender. Entiendo que, mientras tengamos que vivir en el capitalismo, los humanistas tendremos que “apostar” a ganarnos la vida haciendo algo que nos ofrezca placer (leer, escribir, ¡pensar!) e intentar escapar de esos otros trabajos precarios que no nos traen ninguna satisfacción. Sé que lo que planteo solo es posible en un comunismo al estilo de Carlos Pérez (donde cada persona trabaja 4 horas a la semana produciendo para las necesidades vitales de la comunidad: el resto es tiempo libre y se trabaja en otras cosas desde la lógica del regalo), o en una comunidad ecofeminista al estilo de los nuevos proyectos de vida de inspiración indígena y anticapitalista que se están tejiendo en Latinoamérica.  Pero también es cierto que, si no luchamos para que ese proyecto de transformación social radical se concrete, somos cómplices de repetir estructuralmente los patrones de desigualdad social ya existentes: siempre que defendamos un orden en que las humanidades, y por consiguiente, la capacidad de libertad de pensamiento, sean para unos pocos y que el resto de las personas se dedique a otros trabajos de “menor trascendencia” (mantenernos vivos), seremos cómplices. Por ningún motivo busco la degradación de las humanidades, sino que sostengo que estas alcanzarán su plenitud como poder crítico y director de la vida común solo cuando estén a disposición de todas las personas: y para eso debiese dejar de existir la separación que hay entre personas que se ocupan solo de pensar y personas que se ocupan solo de producir.

Hasta que llegue ese cambio, ¿qué podemos hacer? Mis respuestas son obvias y poco satisfactorias: primerísimo, trabajar y resistir activamente desde la literatura, los estudios literarios y otros espacios para conseguir esa transformación social; y segundo, empezar a aprender a realizar el trabajo humanista (ya sea la pedagogía, la filosofía o, lo que nos concierne, la literatura y los estudios literarios) fuera de la lógica tecnocrática e interesada del mercado. Esto siempre significará un extenuante esfuerzo extra: organizar talleres y cursos gratis, levantar bibliotecas abiertas (con mis amigas planeamos levantar una apenas tengamos algo de dinero, una “biblioteca abierta feminista”), son algunas ideas: en definitiva, liberar a las humanidades de las universidades y tratar de extenderlas lo más posible.

Decidí dedicar mi vida a la literatura entre el azar y un acto de sobrevivencia: el placer fue mi puerta de entrada. Pero una vez ahí, ya no tan preocupada de resolver cómo, sola, debía existir en el mundo, sino colectivamente, adquirí la conciencia de que la literatura y las humanidades tienen muchísimo más que ofrecer, ejerciendo un rol clave en nuestro destino como personas que comparten un mismo tiempo y territorio: también como medio certero hacia nuestra la libertad.

Comunicación de calidad en tiempos de pandemia

La libertad del actuar periodístico y de los medios de comunicación es extremadamente relevante en el contexto de la pandemia de covid-19, y la necesidad de que la ciudadanía tenga acceso a información veraz y a un liderazgo político y mediático ético es evidente. Para las y los profesionales periodistas no solo se trata de un asunto de curatoría, verificación y chequeo de información, sino también de la posibilidad de ejercer libremente y de forma segura la tarea informativa.

Por Lionel Brossi y Ana María Castillo*

El año pasado, varias académicas y académicos de la Universidad de Chile publicaron el documento “Bases para una comunicación de calidad en tiempos de pandemia”, en el que se abordaron diversas temáticas relacionadas en torno a dos ejes. Por un lado, se desarrollaron orientaciones respecto a los criterios para una comunicación efectiva frente a una crisis sanitaria, económica y social, y por otro, se abordó la responsabilidad editorial en la cobertura de la pandemia. En este último apartado se menciona, entre otras advertencias, que con el aumento de la desinformación que circula en contexto de pandemia hay más propensión a tomar decisiones de riesgo o a dejar de cumplir con lo que las autoridades sanitarias recomiendan. En el documento se sostiene que lo anterior, sumado a una creciente desconfianza en las instituciones por parte de la población, al agotamiento físico y psicológico, y al agravamiento de los problemas económicos, termina por generar condiciones poco propicias o incluso contraproducentes para afrontar la pandemia.

En ese sentido, la labor ética de los medios, entendidos como líderes de opinión organizacionales, es crucial. La campaña de vacunación es un hito de esta nueva etapa de la pandemia en el país, que ha sido manejada con éxito en términos de velocidad y de adquisición y distribución de dosis en la población. Sin embargo, al estar acompañada de declaraciones que por momentos aluden a exitismos parciales por parte de un sector de la clase política y que son ampliamente difundidas por los medios, se ha creado una sensación de seguridad ficticia que tiene el potencial de promover el agravamiento de los contagios y muertes en el país, en un momento en que los índices siguen siendo mayores que en la llamada primera ola.

Es en este contexto que el acceso a información de calidad se constituye como un derecho vital. Por un lado, está la desinformación intencional propagada por los líderes de opinión, ya sea por falta de transparencia, por aprovechamiento político o intereses económicos, entre otros, y por otro, aquel tipo de desinformación que se genera a partir de sesgos cognitivos, que terminan por distorsionar los hechos con el potencial de causar enormes daños, especialmente al tratarse de temas relacionados con la salud pública.

Desde que el líder de la Organización Mundial de la Salud acuñó el término infodemia para referirse a los enormes volúmenes de desinformación que circulan más rápido que un virus, seguimos viendo muchos titulares y contenidos que desinforman, que espectacularizan la desgracia, que estigmatizan, que continúan utilizando un vocabulario de guerra y que, en definitiva, no cumplen o ignoran las bases mínimas para una comunicación de riesgo efectiva.

En una situación de crisis sanitaria y de desconfianza en los medios de comunicación, las redes sociales y los sistemas de mensajería han tomado una mayor relevancia en el contexto de confinamiento. Los medios tradicionales de comunicación se mantienen como una fuente relevante, pero se suma la influencia de las redes sociales y otros sistemas que pueblan y diversifican el ecosistema informativo. Es así como las piezas de información ya no solo provienen de fuentes periodísticas, sino también de los contactos y el entorno cotidiano de las personas. Esto genera una tensión entre la calidad de la información y la confiabilidad de la fuente. Un ejemplo es que existe una tendencia a confiar en quien envía la información —especialmente si proviene de círculos cercanos— y a no verificar la misma, aumentando el alcance del problema.

Libertad de expresión y de prensa

Satisfacer el mandato de la salud pública es un enorme desafío en momentos en los que el escepticismo o el cuestionamiento sobre las vacunas se mantiene vigente en parte de la población. 

La libertad del actuar periodístico y de los medios de comunicación es extremadamente relevante en el contexto de la pandemia de covid-19, y la necesidad de que la ciudadanía tenga acceso a información veraz y a un liderazgo político y mediático ético es evidente. Para las y los profesionales periodistas no solo se trata de un asunto de curatoría, verificación y chequeo de información, sino también de la posibilidad de ejercer libremente y de forma segura la tarea informativa.

Desde octubre de 2019 y actualmente en el contexto de pandemia, hemos visto en el país los inaceptables casos de ataques, amedrentamiento y espionaje a periodistas. El derecho a la libre expresión, a la libertad de prensa y el derecho a la comunicación deben ser protegidos en tanto son derechos fundamentales para la vida en sociedad, promoviendo la comunicación abierta y transparente por parte de las autoridades, los medios de comunicación independientes y la alfabetización mediática.

Redes sociales y sistemas de mensajería

Las redes sociales organizan la información de acuerdo a nuestros gustos y preferencias, ya que constantemente monitorean nuestras acciones, preferencias, deseos y monetizan nuestra atención, personalizando los contenidos a los que accedemos. En este sentido, interactuamos con algoritmos cuya tarea es mantenernos constantemente conectados a las plataformas y, por ende, a contenidos publicitarios. Estos algoritmos alimentan y refuerzan los sesgos cognitivos y también tienen el poder de amplificar las posiciones extremas, alimentando así la circulación de desinformación, de teorías conspirativas y de contenidos contrarios a la promoción de la salud pública. 

Comprometerse con el propósito de diseminar información de calidad requiere equilibrar la intersección entre el derecho a la libertad de expresión y acceso a la información con la necesidad de evitar la propagación indiscriminada de desinformación o información de baja calidad. Para ello, deben existir medidas y acciones, tanto por parte de las empresas de redes sociales como emanadas de mecanismos regulatorios, que contribuyan a reducir considerablemente la circulación de la desinformación y la incitación al odio. Deben promoverse la diseminación y acceso a información de calidad (verificada, transparente, independiente y plural), así como estrategias comunicacionales y educativas para que la ciudadanía adquiera las herramientas críticas, analíticas y de manejo de información adecuadas, especialmente en relación a los entornos digitales como redes sociales y sistemas de mensajería.

Responsabilidad comunicativa

Decíamos en los párrafos iniciales que desde el comienzo de la pandemia por covid-19 la desinformación ha impactado áreas enormemente relevantes para la toma de decisiones relacionadas a la salud de las personas. El mal tratamiento de las fuentes de información y la propagación de información falsa o no verificada, provoca la implementación de medidas y toma de decisiones erradas o inefectivas para enfrentar a la pandemia y promover la salud pública. En ocasiones, este tipo de información de mala calidad se puede considerar como válida por gran parte de la población cuando es discutida y recomendada públicamente por autoridades y líderes de opinión pública que niegan el alcance de la pandemia y que, en definitiva, ponen en riesgo a la población. Lo mismo ocurre en el caso de la desinformación sobre la vacunación. Cuando a través de los medios de comunicación y plataformas digitales no se promueve información clara y de calidad sobre la vacunación, se da espacio para versiones alternativas que pueden confundir y obstaculizar la salud pública, pese a lograr cifras alentadoras de alcance y despliegue de recursos.

Asimismo, deben establecerse los mecanismos de protección en relación al uso de información sensible de las personas, que de hacerse pública pueda afectar sus derechos u oportunidades. El incremento de sistemas de rastreo y vigilancia pueden constituirse en una amenaza a la privacidad de las personas y al derecho de protección de datos personales.

En el contexto de los grandes desafíos económicos que viven los medios de comunicación en el país, se han adoptado nuevos modelos de negocio, por ejemplo, de acceso a contenidos mediante pago por suscripción. En ese sentido, es importante velar por que aquella información que sea relevante para la salud pública, como en el caso de la pandemia de covid-19, sea de acceso gratuito y abierto.

Por el momento, y dadas las experiencias que se han vivido en el país desde que comenzó la pandemia, una de las principales prioridades para enfrentarla debe ser determinar qué implica una respuesta eficaz a la misma y en qué ámbitos. Atención sanitaria universal, mayores esfuerzos para enfrentar las persistentes desigualdades estructurales, transparencia en las políticas públicas y toma de decisiones, colaboración multisectorial, una comunicación de riesgo efectiva y con foco en la ciudadanía, son algunos de los desafíos que deben abordarse en el contexto actual y con miras a futuro. Asimismo, urge fomentar una distribución de recursos equitativa, incentivar las inversiones para reforzar la resiliencia de los servicios de salud y atender a los diversos contextos situados, con perspectiva de género y de derechos humanos.

La comunicación de calidad, entendida como un bien público, cumple un rol central y de suma relevancia para enfrentar nuestra situación actual de pandemia, para abordar de forma efectiva la campaña de vacunación y lograr promover un compromiso de responsabilidad colectiva con los desafíos por venir.

* Directores del Núcleo Inteligencia Artificial y Sociedad, Instituto de la Comunicación e Imagen (ICEI), Universidad de Chile.

Las elecciones del 15 y 16 de mayo de 2021: claves de un terremoto político

Como el plebiscito de 1988, las megalecciones de mayo pasado marcan un antes y un después en la historia del sistema político chileno. El desplome de los partidos tradicionales, la fragmentación de la izquierda y el alto número de independientes en la Convención Constitucional auguran grandes dificultades para producir gobernabilidad. Esta dispersión, sin embargo, puede hacer de la convención el ancla del proceso político que se abre.

Por Carlos Huneeus

Una elección crítica 

Los resultados de las cuatro elecciones celebradas los días 15 y 16 de mayo pasados significaron un terremoto político. Si bien fueron comicios distintos (de constituyentes, gobernadores, alcaldes y concejales), los resultados apuntaron hacia una misma dirección y remecieron al sistema de partidos políticos.

Fueron elecciones críticas, sobre todo la de constituyentes, de aquellas que los estudiosos del comportamiento electoral coinciden en señalar que producen un cambio fundamental en las preferencias del electorado, al romper alineamientos históricos y permitir la aparición de nuevos referentes. Todo esto genera cambios en el sistema de partidos por la nueva correlación de fuerzas y mutaciones en sus tres dimensiones: en el electorado, como organización y en su participación en el gobierno (party government).

Carlos Huneeus. Créditos: Felipe PoGa.

Estos comicios marcan un antes y un después en la historia del actual sistema de partidos políticos chilenos, 33 años después de otra elección crítica, el plebiscito de 1988, que inició el proceso que puso fin a la dictadura de Pinochet y determinó los partidos que predominarían en la política competitiva hasta ahora. 

El proceso constituyente

La principal de las tres fue la elección de la Convención Constitucional. Por primera vez en nuestra historia republicana de casi dos siglos, Chile tendrá una nueva Constitución redactada por representantes elegidos por el pueblo. La carta fundamental de 1833 y la de 1925 fueron redactadas por una comisión especialmente designada para ese fin por el poder ejecutivo de la época, y la de 1980, por la Junta de Gobierno.

Reemplazará a la Constitución de 1980, impuesta por la dictadura del general Pinochet siguiendo el modelo de una democracia protegida, con tutela militar, pluralismo restringido, desconfianza en la soberanía popular y mecanismos contramayoritarios para asegurar la permanencia de sus principales mecanismos, dándole un poder de veto a la minoría de derecha.

Utilizando conceptos de la teoría de la transición a la democracia de Rustow (1970), el proceso constituyente fue gatillado por “presiones desde abajo”, expresadas en las masivas manifestaciones de protestas (el estallido social del 18 de octubre de 2019) y por “acuerdos desde arriba” (el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, alcanzado el 15 de noviembre de ese año) entre los partidos de gobierno y de oposición, con la excepción del PC. Allí se estableció que se elegiría un Convención Constitucional de 155 integrantes, paritario y con representantes de los pueblos originarios (17) que redactaría la nueva carta fundamental.

Dicho acuerdo convocó un proceso constituyente que tuvo un primer hito en el plebiscito realizado el 25 de octubre de 2020, en el cual una amplia mayoría se pronunció por una Nueva Constitución y por una Convención Constitucional integrada exclusivamente por miembros elegidos que la redactaría, obteniendo un 78,27% y 79,44% respectivamente. Hubo una participación relativamente alta, 50,1%, superior a la que hubo en las elecciones de 2017, considerando el contexto de la pandemia.

La Convención Constitucional tendrá un reglamento que será aprobado por los 2/3 de los convencionales. Esta mayoría también se requerirá para la aprobación de las disposiciones de la nueva Constitución; una garantía para la minoría en cuanto a que no será sobrepasada por la mayoría de los convencionales, apuntando a que sea una Constitución de consenso. La nueva Constitución tiene un plazo relativamente breve para ser redactada: nueve meses, con una extensión de tres meses si fuese necesario.

Quiénes ganaron y quiénes perdieron

El principal resultado de las cuatro elecciones fue el “triunfo” de la abstención, un 56,6% del electorado en la de constituyentes, la cual, como se dijo, fue la más relevante. El “partido” más votado fue el de quienes no votaron y prefirieron permanecer en sus domicilios.  

La abstención es un aumento de dos puntos porcentuales respecto de la primera vuelta en las presidenciales de 2017 y de seis puntos sobre el plebiscito del 25 de octubre de 2020, que confirmó el proceso constituyente, cuando la abstención fue 49,1%. Más de un millón de votantes se desplazaron al abstencionismo en siete meses (7.527.996 y 6.467.978, respectivamente). Se reforzó una tendencia de declinación de la participación desde las elecciones parlamentarias de 1997, acentuada después por la introducción del voto voluntario en 2012.

Esta baja participación es una señal de una baja legitimidad electoral de la democracia, la cual requiere un mínimo de participación del 50% del electorado.

Los resultados de participación (en la elección de los constituyentes) desnudan la desigualdad socioeconómica y política. Las comunas de la zona oriente de Santiago, en las cuales viven las personas con mayor educación y más altos ingresos, tienen una participación electoral que se acerca a la de los países avanzados —Vitacura, 63,43%; Las Condes, 55,64%; y Lo Barnechea, 60,62%—, mientras que las comunas de la zona poniente de la capital, en las cuales viven las personas con menor educación y bajos ingresos, tienen una participación menor al promedio nacional —La Pintana, 36,29%; Cerro Navia, 38,94%; y Estación Central, 38,16%—.

El desplome de los partidos tradicionales

Un segundo resultado que destaca es el dramático estado de los partidos de centroizquierda de la ex Concertación, y de los de derecha, reunidos en Chile Vamos(que integró al Partido Republicano en su lista), todos los cuales apoyaron, en su momento, a los siete gobiernos después de Pinochet.  

Las colectividades de la ex Concertación (lista “Apruebo”) eligieron 25 convencionales (16,1%). La DC tuvo un desastre electoral, eligiendo solo un convencional, el presidente de la colectividad, y un independiente, que significa, en los hechos, haber quedado fuera de la Convención. Una situación similar fue la del PPD, que eligió dos convencionales y un independiente. Solo el PS tuvo un buen resultado, eligiendo 10 convencionales del partido y cinco independientes.

Los partidos de la ex Concertación recibieron un 33,5% de los votos de concejales, 15 puntos porcentuales por debajo de los recibidos en 1989, un 48,98%, cuando se estableció el hoy desplomado sistema de partidos.

La lista de la coalición de gobierno (“Vamos por Chile”) eligió 37 convencionales, muy por debajo del tercio que estaban convencidos de alcanzar para ejercer un poder de veto en la Convención Constitucional. 

La derrota en alcaldes fue severa, perdiendo 59 comunas, entre las cuales destacan Santiago, Ñuñoa y Maipú, en la Región Metropolitana, y Viña del Mar, Chillán, Valdivia, entre otras, en el resto del país.

En las elecciones de alcaldes de 1989 la derecha (RN y UDI) obtuvo un 34,19%, mientras que ahora alcanzaron 22,77%, una disminución de menor envergadura en relación al resultado de la centroizquierda. Esta votación aumenta significativamente al 33,1% con los sufragios obtenidos por los candidatos de las nuevas colectividades de derecha, el PRI, Evópoli y el Partido Republicano.

En tercer lugar, la nueva izquierda (Frente Amplio y PC) obtuvo un buen resultado, 28 convencionales, superando a los partidos de la ex Concertación.

La nueva izquierda, el PC e independientes de izquierda tuvieron un buen desempeño en las elecciones de alcaldes, al imponerse en importantes comunas de la capital (Santiago, Ñuñoa y Maipú) y de regiones (Valparaíso, Viña del Mar y Valdivia). También tuvieron un buen desempeño en la de gobernadores regionales, donde ganaron en primera vuelta en la Región de Valparaíso y pasaron a segunda vuelta en la Región Metropolitana.

En las elecciones de concejales, la nueva izquierda, el Frente Amplio y la Federación Verde Regionalista Social obtuvieron un 12,42%. El PC, por su parte, obtuvo 9,23%. Este es un aumento respecto a la votación alcanzada en las elecciones de 1993, la primera en las cuales presentó candidatos en una lista propia, alcanzando el 4,99% de los votos.

Sin embargo, se confirmó la fragmentación de la izquierda en una decena de partidos y una organización informal, la “Lista del Pueblo”, en la cual dominan los independientes de izquierda.

En cuarto lugar, destaca el gran número de independientes, que reafirma el varapalo recibido por los partidos tradicionales. Destacó la “Lista del Pueblo”, que eligió 28 convencionales, resultando el principal conglomerado de la Convención, aunque sin organización.  Otra la lista es la de los “independientes no neutrales” (“lista Nueva Constitución”), que eligió 11 convencionales.

Los independientes también fueron elegidos en cupos de listas de partidos, lo cual aumentó su peso en la Convención. 39 convencionales independientes fueron elegidos en esa situación, de un total de 90 elegidos por las listas de los numerosos partidos que participaron en los comicios. De esos 39, 7 fueron en listas de la UDI, que eligió 17; 5 en listas de RN, que eligió 15, e igual número en la del PS; y 5 de los 9 que eligió RD, entre otros.

La debilidad de los partidos tradicionales, la fragmentación de la nueva izquierda y el alto número de independientes hará muy difícil el trabajo de la Convención Constitucional. Estos últimos no tienen lealtades partidarias o de movimientos relativamente claras, lo cual puede conducir a protagonismos individuales que dificulten llegar a acuerdos. Estas dificultades son legados de los partidos tradicionales y del gobierno Piñera.

La difícil gobernabilidad con fragmentación de partidos y polarización

La derrota de los partidos de derecha se explica por el rechazo a la gestión del gobierno del presidente Piñera, particularmente ante el estallido social, sin saber qué hacer los primeros dos días, confiado en que se restablecería la paz social, y luego, declarando que el país estaba “en guerra con un enemigo poderoso e implacable”, sin atender las demandas de la población ni capacidad de controlar la acción de Carabineros para contener a los manifestantes, cometiendo graves violaciones a los derechos humanos.

También tuvo un mal desempeño ante la pandemia del covid-19, subestimando su gravedad, sin escuchar a los alcaldes y a los expertos, sin entregar ayuda oportuna y efectiva a los millones de chilenas y chilenos que fueron afectados por la crisis económica gatillada por la pandemia. Puso énfasis en la reactivación del comercio, que dañaría las medidas sanitarias destinadas a contener la expansión del coronavirus, con aumento de los contagios y muertes en el invierno de 2020, situando a Chile entre los países con mayor número de fallecidos por 100.000 habitantes.

La alta fragmentación del sistema de partidos, especialmente en la izquierda —hay 18 colectividades con representación parlamentaria—, y la polarización harán extremadamente difícil la gobernabilidad del país después de Piñera. Hay democracias con multipartidismo extremo que funcionan muy bien (Holanda), pero en ellas no hay polarización política, sino competencia hacia el centro, y las élites tienen una alta disposición a la negociación y al compromiso. Esas condiciones no se dan en el Chile actual. La derrota de la derecha, en tanto, abre un complejo futuro para el conglomerado y para el sistema político, porque una democracia estable requiere un partido de derecha moderno y consolidado.

Las nuevas constituciones no nacen en tiempos de tranquilidad, cuando el país no está sometido a grandes tensiones, sino que “casi siempre se redactan a raíz de una crisis o circunstancia excepcional de algún tipo” (Jon Elster). Son ocasiones en las cuales las élites son puestas contra la pared y se les impone la exigencia de superar sus conflictos, para ponerse de acuerdo en torno a los principios e instituciones que definen la nueva carta fundamental.

La principal tarea de Chile será entonces la redacción de la nueva Constitución, que supone celebrar un nuevo pacto social que configurará un nuevo tipo de relaciones de poder en el sistema político. La dispersión de fuerzas en la Convención Constitucional puede favorecer que esta institución sea un ancla del proceso político y contribuya a la gobernabilidad del país, al cual luego se incorporen el próximo gobierno y los nuevos legisladores que se elegirán en noviembre próximo.

El proceso constituyente y las infancias: ¿una nueva relación entre el Estado y la niñez?

Es imprescindible la formulación de mecanismos que consideren información, formación y participación efectiva de niños, niñas y adolescentes en el proceso constituyente. Marginarlos compromete el valor intergeneracional de un contrato social que no solo debe integrar diferentes visiones, sino también construir un horizonte donde quepan los anhelos de una generación que interpretó el malestar de la sociedad, movilizó multitudes y hoy nos permite imaginar un proyecto que reconstituya el sentido de comunidad y de una vida digna.

Por Camilo Morales

Uno de los temas que ha generado una discusión inédita en el marco del proceso constituyente, y que inicia una nueva etapa luego de las elecciones de las y los integrantes de la convención constitucional, es la discusión acerca del lugar que potencialmente podrían tener niñas, niños y adolescentes en la nueva Constitución. El 25% de la población hoy no tiene un espacio formal de participación en un proceso de carácter histórico pero que incidirá tarde o temprano en sus vidas.

Desde diversas organizaciones se han venido impulsando diferentes acciones con el propósito de visibilizar la importancia del reconocimiento constitucional de la niñez y promover la participación de un grupo que, por su condición de minoría de edad, ha quedado históricamente excluido de la posibilidad de participar activamente en la vida social y política del país. Lamentablemente, el protagonismo y capacidad de acción política que han demostrado en la serie de movilizaciones sociales de los últimos años no han sido elementos suficientes para reconocerles su condición de actores sociales.

Camilo Morales.

Con todo, comprender la importancia del reconocimiento de la niñez y la adolescencia en el proceso constituyente sigue siendo una tarea fundamental que deberá estar al centro de la deliberación de la convención.

A partir de lo anterior, propongo una reflexión intentando responder la siguiente pregunta: ¿Por qué es tan relevante asegurar la participación de niñas, niños y adolescentes en el proceso constituyente, junto con el reconocimiento constitucional de sus derechos?

Primero, la posibilidad de que una nueva Constitución reconozca a niñas, niños y adolescentes como sujetos titulares de derechos es un acontecimiento único, de relevancia política, jurídica y ética. Posiblemente al nivel de lo que fue en su momento la ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño en 1990, pero que por las condiciones estructurales definidas por el modelo neoliberal se integró de forma incompleta y limitada. El potencial transformador del proceso constituyente supone una posible ruptura con el estatuto hegemónico que ha tenido la infancia en nuestra sociedad, a saber, sujetos invisibles definidos desde la incapacidad y la vulnerabilidad.

Segundo, un nuevo contrato social puede configurar una nueva forma de relación entre el Estado, la sociedad y la infancia. Esta relación sigue fuertemente delimitada por una visión tutelar y proteccionista. Históricamente ha sido a través de la caridad y el control social el modo en que los niños se han vinculado a las instituciones públicas y privadas encargadas de la protección. Predomina en nuestras políticas y legislaciones la idea de que el niño es una persona que debe recibir pasivamente cuidado y protección sin mayor participación social, siendo la familia y la escuela sus espacios “naturales” de socialización. El reconocimiento constitucional puede ser un impulso para producir avances que hagan efectivos los derechos de los niños a través de cambios legales y políticas públicas que los reconozcan como sujetos de derechos y permitan desarrollar otros espacios de vinculación social.

Tercero, una nueva relación entre el Estado y la infancia solo será posible a través del cambio de modelo socioeconómico y político vigente que, en este caso en particular, ha producido un sistema de mercantilización y privatización de la protección de la niñez. Este modelo implementado durante la dictadura, pero profundizado durante la democracia a partir del 1990, penetró en diferentes esferas de la vida social siendo una de las más perjudicadas el campo de la protección de los derechos de niños y niñas. La subsidiariedad del Estado se expresa radicalmente en la configuración de una institución como el Servicio Nacional de Menores (Sename) cuya racionalidad mercantil tiene hoy una continuidad a través del nuevo servicio “Mejor Niñez”, próximo a implementarse y que no modifica la actual relación público-privada en esta materia. Un nuevo modelo socioeconómico y político debe tener como horizonte la idea de un Estado que cuide, que recupere el sentido de lo público en la esfera de la protección integral de los derechos.

Cuarto, la legitimidad del proceso constituyente se basa en la participación ciudadana. Por lo tanto, la forma en cómo se defina la participación de todos los actores sociales, incluidos, niños, niñas y adolescentes, es fundamental para fortalecer el carácter democrático del proceso y generar condiciones que permitan reestablecer los lazos sociales entre la política y la sociedad. Es imprescindible la formulación de mecanismos que consideren información, formación y participación efectiva incorporando diferentes formas de expresión y deliberación. Considerando también aquellos espacios de organización espontánea e informal que no entran en los cánones de la participación tradicional. Con todo, la participación no puede quedar reducida al momento de la elaboración de la nueva carta fundamental. El desafío es desarrollar mecanismos institucionales permanentes e incidentes que permitan a este grupo de la sociedad una vinculación mayor con la vida social y política de sus comunidades y del país. La distribución del poder también debe incorporar la dimensión de las relaciones generacionales, considerando las condiciones de subordinación que subyacen estructuralmente entre niños y adultos.

Finalmente, el proceso constituyente contiene la promesa de configurar un proyecto de sociedad a través del reconocimiento de derechos sociales y de una nueva forma de distribuir el poder. Marginar a niñas, niños y adolescentes, desconociendo su capacidad de agencia, compromete el valor intergeneracional de un contrato social que no solo debe integrar diferentes visiones y experiencias, sino que también construir —a partir de una diversidad de voces— un horizonte político que de lugar a los proyectos y anhelos de una generación que interpretó el malestar de la sociedad, movilizó multitudes en la calles y hoy nos permite imaginar un proyecto que reconstituya el sentido de comunidad y de una vida digna.

La pandemia y la crisis de las humanidades

¿Están las humanidades en peligro de extinción? ¿Es posible vivir en la sociedad actual sin filósofos, sin historiadores, sin educadores, sin artistas? ¿Se puede escuchar a los otros, aprender a debatir y compartir con los demás sin estas áreas de conocimiento? Lo que está en juego es la manera de estar en el mundo y de eso se preocupan nuestras disciplinas. Vivimos porque convivimos. Sin las humanidades, la ciencia está vacía y la tecnología ciega.

Por Naín Nómez

Podemos decir con Marshall Berman que vivimos tiempos en que todo lo sólido se desvanece en el aire. Parafraseando al coronel Aureliano Buendía en el inicio de Cien años de soledad, podríamos agregar que muchos años después íbamos a recordar con nostalgia el momento en que las humanidades eran parte del conocimiento esencial de las academias, que datan al menos desde la época de Aristóteles hace unos 2400 años. Fue a partir de la entronización del proceso de la modernidad hacia los siglos XVII y XVIII que los estudios humanísticos empezaron a perder terreno frente a la relevancia que adquirió el pensamiento científico, en connivencia con la racionalidad del pensamiento cartesiano, primero, y del positivismo de Augusto Comte, después. El proceso de la modernidad que puso al sujeto en el centro del mundo y por ende del conocimiento, y que afirma que el progreso en la marcha hacia la libertad y la felicidad está gobernado por el saber de la razón. Posteriormente, y de la mano con el liberalismo, el naturalismo y el positivismo, la racionalización del mundo se homologa al lenguaje de la ciencia como el discurso por excelencia de la verdad. Esto se acrecienta en el siglo pasado, con la caída de los grandes relatos y la crisis en que entra el proceso histórico moderno por el agotamiento de su movimiento liberador e igualitario, dejando como única utopía la de la ciencia a través de sus aplicaciones técnicas en la cibernética, la telemática y la informática.

Naín Nómez. Crédito: Rodrigo Fernández.

Esta entrada un poco rimbombante solo tiene el sentido de situar la crisis de las humanidades en el camino de una crisis mayor en donde la racionalidad original del proceso de lo moderno, que era la consecución de una finalidad social, se convierte en racionalidad instrumental, acción puramente técnica cuyos fines están guiados por el interés personal y no social. Después de su paulatina instalación, con avances y retrocesos, el proceso de la modernidad empieza a disolverse, sin que todavía sepamos muy bien si lo que tenemos ahora es una postmodernidad o si en este largo camino solo se trasviste, como lo hace el tecno capitalismo liberal actual.

Más allá de estas disquisiciones tan poco alentadoras como el covid-19, es necesario que volvamos al tema que nos convoca. ¿Están las humanidades en peligro de extinción? ¿Es posible vivir en la sociedad actual sin filósofos, sin historiadores, sin educadores, sin artistas? ¿Se puede escuchar a los otros, aprender a debatir y compartir con los demás sin estas áreas de conocimiento?

Actuamos desde las emociones y estas están ligadas a disciplinas humanistas. La ciencia aplicada nos da vacunas, pero las humanidades nos hacen conocer las realidades sociales de los seres humanos que se enferman. Ellas no intervienen en la creación de las vacunas, pero ayudan a enfrentar de mejor manera la existencia dentro y en la pandemia: la soledad, la tristeza, los conflictos amorosos, los recelos frente a la inoculación, el desempleo, el aislamiento de la familia y los cercanos, la educación virtual y, en fin, a dar las otras respuestas (que son múltiples) a la pandemia. Se trata de intervenir el virus no como lo hacen la economía, la microbiología, la bioquímica, sino también desde la mirada de nuestras disciplinas: la filosofía, la sicología, la antropología, la lingüística, la literatura, la educación, la historia, el periodismo, etcétera. También desde la vida en común de la humanidad, desde la reflexión que reconoce la relación entre el ser humano y la naturaleza, desde la necesidad de situarnos en nuestra precariedad, de hacernos parte de un colectivo que nos permite ser solidarios y exorcizar nuestra soledad. Los algoritmos, las cifras, las estadísticas son solo datos que no nos acogen, no nos alimentan, no nos abrigan. Necesitamos que nos recuerden el sentido de todo esto, que se trata de fenómenos que hemos experimentado desde siempre, que contamos con la experiencia de los otros y las otras, ahora y antes, que es parte de la supervivencia de la vida. Ese apoyo viene de las reflexiones individuales y colectivas de nuestras disciplinas, que nos describen lo que nos pasa como sujetos y como sociedad y nos entregan el sentido de la existencia, más allá de los avatares coyunturales que de vez en cuando nos enfrenta con el medio natural (terremotos, incendios, plagas, erupciones volcánicas, inundaciones, etcétera). El miedo, el pánico, el terror, el dolor de la existencia que se acrecienta con el aislamiento, el encierro, el hambre, la separación de las familias y amigos, la incertidumbre del mañana, no pueden ser apaciguados por los bonos y las canastas alimenticias. Se necesita otro  tipo de alimento más espiritual, más ético, más emotivo, más trascendental, más comunal, que entregue los contextos hacia atrás y hacia adelante, aunque no dé certezas porque nadie las tiene. Justamente, es la incertidumbre la que permite empezar a elaborar respuestas sean o no verdades, porque alimentan el ser sí mismo, el ser sí misma. Las humanidades dan el conocimiento y la experiencia de muchos seres humanos, cuyas representaciones reales y simbólicas incursionan en las experiencias subjetivas de los que vivimos hoy en pandemia. Los alemanes, por ejemplo, han consultado a filósofos, historiadores, cientistas sociales, especialistas en comportamiento y en otras áreas, para aportar al proceso educativo de los niños en la actual situación. En cambio, nuestros dirigentes desconocen el papel de los estudios humanísticos o los consideran superfluos, al margen de encajar dos o tres frases de referencia cultural al azar en algún discurso lleno de lugares comunes. Chile tiene una de las tasas más altas a nivel mundial de trastornos como ansiedad y depresión. El confinamiento aumenta la irritabilidad y la sensación de falta de sentido. Se ha perdido a personas cercanas y el encierro es fatal para los jóvenes. Las mujeres quintuplican a los hombres en problemas mentales, especialmente en sectores vulnerables. Se percibe una amenaza externa que no es controlable. Hasta la relación amorosa sufre y se enferma: es cosa de ver la proliferación de los femicidios, sin contar la intensificación de los conflictos y las separaciones. Todo es visto desde la perspectiva médica y biológica sin ver el rol que podrían jugar las ciencias humanas y el conocimiento artístico frente a la desesperanza.     

¿Qué utilidad pueden tener las humanidades hoy?

Como ha dicho el escritor Paul Auster, en La Tercera, “si no tenemos arte, moriremos espiritualmente”. Lo que está en juego es la manera de estar en el mundo y de eso se preocupan nuestras disciplinas. Vivimos porque convivimos. En este sentido, no se trata de oponer ciencia a humanidades, porque también tienen que convivir y trabajar conjuntamente. Sin las humanidades, la ciencia está vacía y la tecnología ciega. Si no hay seres humanos, ¿para qué la ciencia? ¿Para qué el desarrollo si no hay cuidado para los seres humanos?  Quienes proporcionan valor y sentido frente a la utilidad, cuestionamiento frente a los dogmas de la eficiencia, son las artes, la historia, la literatura, la filosofía y la educación, entre otros saberes.

Hemos descuidado tanto la naturaleza que ahora se resiente. Al matarla nos matamos nosotros. Al planeta no le hacemos falta. Seguirá ahí. Acostumbrados al corto plazo por el exitismo, el consumo, los medios tecnológicos, hemos perdido la paciencia. Las humanidades nos enseñan que todo cambio requiere tiempo y que las medidas actuales generarán la sociedad del futuro, que no son solo aparatos virtuales o robots, sino que se trata de cambiar la forma en que nos relacionamos y de cómo nos sentimos mejor. El avance de la automatización del trabajo, la educación y el comercio produce un dilema ético. La velocidad de las máquinas y el utilitarismo reduce la empatía e instalan un antihumanismo radical. Es la optimización mercantilista del teletrabajo, que es una nueva forma de control social que impide la capacidad de decisión humana. Por un lado, está el confort de la tecnología y la imposición del trabajo virtual como una necesidad de la pandemia, que no solo produce formas de tristeza, depresión y aislamiento, sino que destruye miles de empleos y limita los lazos humanos, la sociabilidad y la felicidad de construir proyectos comunes, cuerpo a cuerpo. Esto pasa también con la educación a distancia, que elimina la necesidad que tenemos de educarnos en aulas comunes junto a los demás. Por otro lado, el cambio digital que aceleró la pandemia profundizó las brechas  y desigualdades socioeconómicas, raciales, geográficas, educativas y de género, que son exclusiones de larga duración.

En Chile, el individualismo ha llegado a un nivel insostenible y eso incide en el número de contagiados y de muertos, porque cada uno se rasca con sus uñas. No hay pegamento social y solo se hace comunidad en algunos bolsones sociales, como los colectivos en las poblaciones para parar la olla común o en asociaciones barriales de capas medias intelectuales o socializadas. Las elites económicas son individualistas por naturaleza o solo se articulan en función de la clase o el dinero. El ascenso de diversos grupos medios aspiracionales ha engendrado también un reagrupamiento social cuyo objetivo es tener más dinero  y no perseguir otros valores más tradicionales como la educación y la cultura en su simbología general. En gran medida, los y las jóvenes han crecido bajo estos “valores-disvalóricos”, acrecentados por una desmesurada subjetividad basada en los medios tecnológicos y la virtualidad, que intensifica las conductas de aislamiento y competitividad. A eso se agrega el presentismo que significa vivir encerrado por el covid-19, sin pasado ni futuro, ratificado por la incapacidad de proyectarse en la sociedad que viene. Como indica el biólogo y filósofo chileno Humberto Maturana, recientemente fallecido, “antes de la pandemia vivíamos insensibles, ciegos a muchas cosas (…) es la psiquis del poder, es una psiquis de lucha competitiva oportunista (…) ahora decimos que somos los primeros en vacunas ¿para qué? (…) el deseo psíquico de negar al otro, es una actitud negativa” (La Tercera). Ya no tenemos mundo sino solo fragmentos de realidad inconexa, cuyo círculo más amplio son parientes y amigos que visitamos de manera virtual y telegráfica. Desde hace tiempo, hemos perdido el sentido de comunidad que alguna vez tuvimos.

La relación establecimiento-mundo científico-salud, escamotea los muertos. Mientras la ciencia quiere explicar el fenómeno, nosotros queremos saber su significado social, cómo reaccionamos frente al virus y frente a la muerte súbita. Hasta un defensor de la tradición liberal como José Joaquín Bunner indica: “¿acaso las ciencias no han tocado sus límites frente al virus? ¿Es contar los muertos, el máximo indicador de la eficiencia y la racionalidad?” (El Mercurio). Y agrega: “La vista de los cadáveres despierta pasión por la vida. No es una amenaza solo a la salud, sino a la propia sociedad, las instituciones, el Estado, los estilos de vida, los imaginarios, la percepción del futuro. Además de las cifras o los paliativos, la sociedad reclama interpretaciones intelectuales, reflexión filosófica, relatos históricos, análisis comprensivos, intuiciones de poetas y escritores, arte, teatro, en fin, formas de imaginar que den sentido a las experiencias reales de fragilidad, de temor y de incertidumbre, el fin del sin sentido que siente el ser humano frente a la catástrofe”.

La Asociación de Investigadores e Investigadoras en Artes y Humanidades, organismo creado por los académicos de diversas universidades del país, envió al Gobierno una propuesta de medidas en relación al covid-19 y, a la vez, formuló una mesa de trabajo con el Ministerio de Ciencias para discutir temas como la salud mental, la brecha digital, la relación con el Estado, el ámbito laboral, la desigualdad  y los derechos humanos. Entre las medidas propuestas estaban las de transparentar la toma de decisiones, desarrollar mayor contacto con las comunidades para recoger sus necesidades y conocer sus prácticas culturales, poner énfasis en el cuidado comunitario y reforzar los esfuerzos en salud mental. También se planteaba incorporar las perspectivas de género y apoyar a las poblaciones migrantes. Hasta donde sabemos, nada de esto ha sido recogido por el Gobierno y no hay ningún representante de las humanidades y las ciencias sociales en la mesa donde se toman las decisiones para hacer frente a la pandemia. El Gobierno, atrincherado en sus posiciones autistas, sigue considerando la crítica como sinónimo de perjuicio y falta de cooperación. Por su parte, el profesor Rodrigo Karmy de la U. de Chile, ha señalado que las humanidades pueden parecer fuera de época, en desuso e inútiles, idea que nos viene de la arrogancia de las ciencias duras y nuestro complejo epistémico. También del relevamiento de la producción del conocimiento neoliberal y el capitalismo académico con su obsesión por la indexación equivalente a dinero, la obligación de usar formas metodológicas de las ciencias duras, que de esta manera se erigen en el fetiche de “investigación en sí”, que acumula “capital cognitivo” y alimenta el flujo del “capitalismo mundializado” dejando de lado la figura del intelectual. Desde esta mirada, solo las humanidades permiten ir más allá de los logaritmos y las estadísticas, para desarrollar diálogos y abrirse a otras preguntas que interpelen las modulaciones del presente, las prácticas y saberes que provienen de las experiencias cotidianas de los interlocutores, los orígenes de sus vivencias frente al virus y sus secuelas de muerte, así como las historias que se ocultan detrás de cada sujeto y su entorno. Es lo que recoge el concepto de “Syndemia” de Merril Singer, que alude a la interacción entre lo biológico y lo social, incluyendo las desigualdades de todo tipo. Ver el covid-19 como una syndemia implica comprender sus orígenes sociales y las enfermedades no comunicadas (NCD, por sus siglas en inglés) como hipertensión, obesidad, diabetes, enfermedades respiratorias y cáncer, que se relacionan con la educación, el empleo, la vivienda, la alimentación y el medio ambiente. Como destaca Grínor Rojo, las humanidades dan origen a la cultura moderna que cuestiona la naturalización del aparato simbólico de la economía neoliberal. Tal vez por ello, del ínfimo 0,36% de su producto bruto que Chile destina a la investigación (frente al 3,25% de Suecia) solo un 0,10% corresponde aproximadamente a las humanidades. Su tarea puede ser peligrosa para los poderes estatuidos.

Judith Butler nos recuerda que hace 20 años, en la película Matrix 1, el agente Smith le decía a Neo: “Ustedes no son mamíferos (…) se multiplican y multiplican hasta consumir cada recurso natural. El único otro organismo que sigue el mismo patrón es el virus (…). Los seres humanos son una enfermedad, un cáncer del planeta: son un virus. Un virus que vive a expensas de las células que invade”. Sobrepoblamos el planeta, aumentamos la temperatura de la biósfera con el desarrollo técnico-industrial y económico, hemos extinguido especies completas de flora y fauna. No nos diferenciamos mucho del virus que ahora nos ataca. Desde las humanidades no podemos tampoco parar el virus. Pero podemos trabajar desde las subjetividades de cada ser humano para hacer la pandemia menos apocalíptica y abrir otras realidades, que nos ayuden a asumirla y entender su proceso interior, limitando sus efectos sicológicos y existenciales (25-5-2020).   

Queremos finalizar citando al académico portugués Boaventura De Sousa Santos, quien en su libro La universidad del siglo XXI (2015), señala: “Sostengo que en el siglo XXI la universidad pública será menos hegemónica en el campo de la producción de conocimiento avanzado, pero no menos necesaria. Su especificidad como bien público es la de ser la institución que une el presente y el pasado con el futuro, a mediano y largo plazo a través del conocimiento y de la educación que genera. También es la institución que crea un espacio público privilegiado, potencialmente dedicado al debate abierto y crítico de las ideas (…). En los últimos años ha aumentado la presión para transformar a la universidad en una empresa capitalista como cualquier otra, para proletarizar a sus profesores y convertir a los estudiantes en consumidores de un servicio más. La creatividad, el pensamiento libre, el saber y la innovación sin valor económico cada vez son más marginados, y ya comienzan a ser sospechosos o simplemente inútiles (…). Es por esto, un bien público permanentemente amenazado”.

Esperemos entonces, parodiando al escritor guatemalteco Augusto Monterroso, que cuando despertemos mañana, la próxima semana o el próximo mes, la pesadilla monstruosa de la pandemia ya no siga ahí. Por otro lado, esperemos también que las humanidades sigan siendo parte esencial de nuestras sociedades y que nos acompañen a lo menos por otros 2400 años más.

***

Esta es la exposición central que dictó Naín Nómez en la ceremonia de conmemoración del cuadragésimo aniversario de la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Serena, el 30 de abril de 2021.

Iniciamos el camino hacia la plurinacionalidad

La convención constitucional será un espacio para pensar los términos de un país intercultural y plurinacional. No se trata de un beneficio para los pueblos indígenas, sino para la sociedad entera, que permitirá relevar nuevos sujetos de derechos, como la propia madre tierra, y hacer realidad principios como la equidad intergeneracional. La incorporación de una autoridad ancestral como la machi Francisca Linconao, en tanto, no es un simbolismo, sino una oportunidad para aprender sobre otras formas de ejercer el poder y la autoridad.

Por Verónica Figueroa Huencho

¡Tenemos convención constitucional paritaria, elegida por la ciudadanía y con representación de pueblos indígenas! Se trata de un hecho histórico que marcará la vida de quienes hemos tenido la oportunidad de participar de este proceso, pero también para las futuras generaciones, que se verán impactadas por las decisiones que emanen de esta instancia responsable de escribir la nueva Constitución política de Chile.

La participación de los pueblos indígenas constituye, sin duda, una oportunidad para enriquecer el debate y favorecer un diálogo para el que no estamos acostumbrados: uno de carácter intercultural. Quizás el Parlamento de Tapihue en 1825 haya sido la última oportunidad que tuvimos de dialogar en un contexto de respeto a la autodeterminación de los pueblos indígenas y de acuerdos de convivencia y respeto mutuo al más alto nivel político. Han sido siglos de exclusiones y discriminaciones para los pueblos indígenas, tanto de los espacios públicos y de toma de decisiones como de los espacios cotidianos, privando a la sociedad entera de propuestas, alternativas y conocimientos que podrían haber enriquecido la problematización de los grandes temas que nos afectan en la actualidad. La interculturalidad, por lo tanto, se vio impedida de avanzar por decisiones tomadas desde este Estado nación que buscó integrarnos de manera forzada a su propuesta hegemónica de mundo, de ciudadanía, de mérito, de progreso. Y si bien estas definiciones fueron ejecutadas de manera sostenida por más de 200 años, los pueblos indígenas seguimos existiendo, seguimos estando presentes, seguimos buscando correr el cerco de lo posible.

Verónica Figueroa Huencho. Vicepresidenta del Senado Universitario de la Universidad de Chile y profesora asociada de su Instituto de Asuntos Públicos.

Esta resistencia histórica tiene hoy una representación concreta en la elección de 17 constituyentes indígenas, quienes a través del sistema de escaños reservados llevarán las voces de los 10 pueblos indígenas que la ley 19.253 reconoce de manera oficial. No es suficiente. Falta la voz del pueblo selknam, luchadores incansables por este reconocimiento. Falta la voz del pueblo afrodescendiente, reconocido en Chile como pueblo tribal por la ley 21.151, pero excluido de los escaños reservados de manera arbitraria, aun cuando le son aplicables las normas establecidas en el Convenio 169 de la OIT, ratificado por el Estado de Chile en 2008. Pero no me cabe duda que gran parte de las y los constituyentes elegidos, no solo los pertenecientes a pueblos indígenas, llevarán esas voces a la convención, pues han manifestado su voluntad de representar la diversidad que caracteriza al Chile actual.

No fue fácil recorrer este camino. La discusión que derivó en la ley 21.298 que modificó la Carta Fundamental para reservar escaños a representantes de los pueblos indígenas en la convención constitucional no recogió las demandas de representación por peso demográfico que pedían las comunidades y organizaciones que pasaron por el Congreso. Ello amparado en la Declaración Americana sobre Derechos de los Pueblos Indígenas que establece en su artículo 1º la autoidentificación como criterio fundamental, debiendo los Estados respetar el derecho a la autoidentificación individual y colectiva, conforme a las prácticas e instituciones de cada pueblo indígena.

Tampoco consideró las críticas a la construcción de un padrón electoral indígena en tiempos de pandemia, con grandes asimetrías de información. No fue fácil para las candidaturas explicar las formas en las que se construyó ese padrón (recordemos que se construyó desde diferentes bases de datos: personas con calidad indígena certificada por CONADI, datos administrativos con apellidos mapuche evidente, nómina de postulantes a beca indígena desde 1993, registro especial para elección de consejeros indígenas CONADI, registro de comunidades y asociaciones indígenas, elección de comisionados CODEIPA para Isla de Pascua). Las personas indígenas tenían un plazo acotado (25 de febrero de 2021) para revisar el padrón, solicitar su incorporación y quedar habilitadas para votar a través de escaños reservados. Lo anterior incidió, sin duda, en la baja participación de personas indígenas, donde solo un 23% del padrón (1.239.295 personas indígenas) lo hizo por esta vía.

A ello debemos sumar un contexto de pandemia, la lejanía de ciertos territorios para acceder a los lugares de votación, la falta de medios de transporte, la falta de información y capacitación por parte de SERVEL a todos los actores involucrados. De hecho, en diferentes plataformas y redes sociales se daba cuenta de los problemas que electores indígenas tuvieron para ejercer su derecho a sufragio. Sin embargo, dado lo inédito de este proceso, solo quedan oportunidades para mejorar a futuro, para adaptarnos a la interculturalidad y su incorporación como proceso sustantivo para la vida democrática. Los errores son un aliciente para seguir avanzando en el reconocimiento de derechos para los pueblos indígenas.

Crédito: Felipe PoGa.

En ese sentido, la convención constitucional será un espacio para pensar los términos de un país intercultural y plurinacional. Un primer desafío será definir las reglas de funcionamiento de la convención a través del reglamento, el que debe incorporar en sus definiciones las particularidades que aporta la interculturalidad. Por lo tanto, las formas y metodologías de trabajo, los mecanismos para tomar decisiones, la asignación de responsabilidades, los sistemas de rendición de cuentas y transparencia, entre otros, deben asegurar que esa interculturalidad sea efectiva como expresión legítima de la voluntad de avanzar en esta materia. La convención debe asumirse, necesariamente, como intercultural y contribuir, con el ejemplo, a impulsar los cambios que necesitamos para dejar una sociedad mas justa, en todos los sentidos, a las próximas generaciones. La participación de una autoridad ancestral como la machi Francisca Linconao (primera mayoría indígena, con más de 15.560 votos) no debe ser vista como un simbolismo, sino como una oportunidad para aprender sobre otras formas de ejercer el poder y la autoridad.

Un año parece poco tiempo para romper con siglos de exclusiones. Pero la composición de la convención constitucional en general, y la legitimidad de las propuestas de las y los constituyentes indígenas en particular, abren una puerta a la esperanza. Las convicciones y el liderazgo de estas y estos representantes son una base fundamental para la incorporación de los derechos de los pueblos indígenas, pero también el apoyo mayoritario mostrado por una ciudadanía que busca cambios profundos. La plurinacionalidad no debe ser entendida como un beneficio para los pueblos indígenas, sino para la sociedad entera, y su incorporación en la Constitución permitirá relevar nuevos sujetos de derechos, entre ellos a la propia madre tierra o la naturaleza. La equidad intergeneracional debe ser un principio fundamental para guiar los debates y propuestas, algo que los pueblos indígenas han defendido desde tiempos ancestrales.

Por ahora, nos queda acompañar este proceso, participar activamente y confiar en las posibilidades que ofrece. Para los pueblos indígenas, si bien es histórico, también es un paso más en nuestro camino hacia la autonomía y la libre determinación, que nos permite soñar un futuro mejor para nuestros niños y niñas, pichi keche y pichi domo, para que crezcan plenos, para que el buen vivir sea una realidad, para que los sueños de nuestras y nuestros ancestros sean, por fin, realidad.

El fascismo y el nazismo de la lengua de Bolsonaro

¿Cómo explicar el comportamiento de un presidente que resiste a la autoridad científica? Aquí presentamos una explicación relativa a su uso del lenguaje, revisitando la obra de Roland Barthes, pensador del lenguaje, y de Victor Klemperer, analista de la retórica nazi. Bolsonaro solo sobrevive políticamente si continúa movilizando a sus fieles, en una dinámica de apoyo incondicional. No necesita tanques de guerra ni policía secreta: la propia lengua le sirve de estructura de apoyo.

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Baquedano ausente o el otoño de los patriarcas

La relación entre memoria y patrimonio siempre es una disputa; las menos un acuerdo, las más una imposición de un grupo por sobre otro. La estatua del general en jefe de la Guerra del Pacífico no será el único ni el último de los monumentos en disputa, pero sí el que se encontró en medio del huracán del estallido del 18 de octubre de 2019, en el centro del centralismo de la “nación”: un lugar donde no solo se confronta lo popular con las elites, sino desde el que también se está increpando la masculinidad y el heroísmo.

Por Alejandra Araya Espinoza

Es un ejercicio democrático hablar de la identidad y la nación como construcciones culturales siempre en movimiento, sobre espacio público y visiones encontradas, sobre ideología e historia oficial, sobre voces autorizadas para decidir en temas públicos y sobre las capas que se cruzan, superponen y se levantan en torno de la llamada “guerra de las estatuas” o las “disputas por la chilenidad”. El hecho es que hoy, la escultura del general Manuel Baquedano emplazada en la Plaza Italia, en Santiago de Chile desde 1928, ya no se encuentra allí. Su instalación cerraba un ciclo de declaratorias como monumentos nacionales de hitos militares de la conquista española y de la guerra del Salitre —iniciado en 1926—, ya rigiendo la nueva Constitución de 1925. Esta olía a pacto ante la crisis social del régimen oligárquico bajo presión tanto del pueblo organizado y en masa, como de los militares deliberantes que, bajo la consigna de aprobar leyes sociales, pusieron en jaque al Congreso y al presidente Arturo Alessandri Palma en el llamado episodio del “ruido de los sables”, en 1924. En ese entonces, era director de la Escuela de Caballería Carlos Ibáñez del Campo, quien apoyó a la Junta Militar que un 11 de septiembre de ese año asumió el poder, para luego apoyar su caída y pedir el regreso de Alessandri. Ibáñez era presidente de la República en 1928, el año de la instalación de la estatua. Y también lo era en 1957, cuando Gabriela Mistral murió, una intelectual antimilitar por esencia que sufrió el acoso político de su primer gobierno.

Protesta feminista en Plaza Italia-Dignidad, 23 de noviembre de 2020. Foto: Alejandra Fuenzalida.

Los monumentos públicos lo son por exponerse en espacios abiertos a los cuerpos que transitan, no son piezas de museo. La relación entre memoria y patrimonio siempre es una disputa; las menos un acuerdo, las más una imposición de un grupo por sobre otro. Baquedano no será el único ni el último de los monumentos en disputa, pero sí el que se encontró en medio del huracán del estallido del 18 de octubre de 2019, en el centro del centralismo de la “nación”.  Al cumplirse un año, amaneció su figura cubierta de pintura roja. Entre toda la masculinidad narrativa predominante, la voz del Ejército se hizo fuerte y deliberante en un asunto de espacio público y civilidad, gesto que repitió hace pocos días en un comunicado oficial en Twitter tachando de antichilenos, violentistas y delincuentes a todos quienes no rindieran honores al general. La idea del retiro de la escultura, de hecho, fue de ellos. El rechazo a tal idea provino de civiles de derecha y autoridades de gobierno, que leyeron el signo como una “derrota”. La alianza cívica-militar aquí parece tener una tensión incluso mayor que aquella que confronta lo popular con las elites en la Plaza Italia, signo también de los de arriba y los de abajo.

El muro del orgullo varonil-militar

En torno al basamento desnudo se construyó un muro durante el fin de semana del 12 al 14 de marzo, el que ha sido comparado en redes sociales con el de Berlín o la frontera entre México y los Estados Unidos. El muro en torno a la estatua tiene explicaciones técnicas desde el Consejo de Monumentos Nacionales: se intenta resguardar el espacio donde se trabajará para revisar el basamento y la sepultura del soldado desconocido instalada allí en 1931. Importante acción que pudo ser de educación ciudadana a vista de todos para aprender cómo trabajan conservadoras, arqueólogas, historiadoras, arquitectas, entre otras profesionales. Pero es un muro, no una valla, ni un cerco de madera, ni una malla kiwi: sin transparencia, denso y custodiado por militares. Añoranza de las empalizadas de los fuertes coloniales o de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, muy diferentes a las de los soldados de la Guerra del Pacífico, los de a pie, como el que duerme bajo la pisada del caballo del general, sin entrenamiento, sin uniformes muchos de ellos, y lanzados a la pampa a defender el pabellón nacional.

Sí, la estatua de Baquedano ha sido pintada, rayada, montada, y hasta fue rebanado el pie del caballo Diamante en el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, conocido hoy como 8M, gota que rebalsó el vaso del orgullo varonil-militar. Aunque quienes lo hicieron eran hombres de overol que se confundieron con un fusil y escribieron en el anca del caballo: M8. El soldado desconocido, entre tanto, duerme su sueño en una lápida de jerarquías y de heridas que no cierran. Toneladas de peso están sobre él y el denso aire del clasismo por debajo: unos viajan en el tren subterráneo hacinados en pandemia y otros en helicópteros llegan a sus segundas viviendas escapando de la chusma pestilente. Un hombre con un triciclo (mi vehículo familiar de la infancia) y la wenufoye increpó a los militares que vigilaban y custodiaban desde el miércoles 11 la escultura, les gritó: «cuidan a un caballo muerto». Nos recordó también que estos asuntos no le importan a quienes viven en la calle o que en cualquier lugar del territorio sin casa, sin agua o sin luz para ver o leer estas noticias. El hombre del triciclo también cuestionó a los uniformados en su masculinidad y heroísmo, para muchos sinónimos. El mismo 11 de marzo se anunciaba que el Instituto Nacional, primer establecimiento educacional de la República, abría sus puertas a las mujeres. Cual nuevas Eloísas, hoy hicieron fila para inscribirse y abrir nuevos umbrales plurigenéricos: “sé lo que es hacer Historia”, escucho en la radio.

Baquedano, ausente, se reemplaza por un muro-trinchera de los patriarcas, a quienes representa. La tensión entre el poder civil y el militar, entre hombres, cruzaba el monumento desde el 18 de septiembre de 1929, cuando se hizo la ceremonia pública de instalación en homenaje a los veteranos del 79, a los que la aristocrática pluma de Joaquín Edwards Bello calificó en sus notas personales como “parásitos” que vivían a costa del recuerdo pagado “por todos nosotros”. ¿Por qué olvidamos a Baquedano?, decía en La Nación: “Acaso porque fue demasiado nuestro, porque está muy cerca de nuestro temperamento: le miramos con el desdén del camarada de colegio para el hombre que se encumbra: “Psch! ¡Si he estado en el colegio con él”. Se le pidió rectificar y agradeció a Ibáñez que no lo obligara a hacerlo. En sus notas, refunfuñaba alegando que en “Chile nos han acostumbrado a los historiadores mistificadores”, y acusaba que “la principal falsedad de nuestros historiadores consiste en la inflación de los hechos militares”. Su comentario privado a la columna pública remata con esta frase: “La prueba de que Chile carece de militares es el asalto por ellos al poder. Ibáñez, al quien hago el honor de creer un civil bueno al estilo de O´Higgins, es importante para atajar los apetitos de la clase armada, no militar, que asalta todas las esferas nacionales donde existen caudales” [1].

Con permiso, héroes

La ecuación civil-militar se fundió en la Historia de Chile y firmó un nuevo pacto en la dictadura encabezada por Pinochet. ¿A quién le rinde homenaje el actual Ejército de Chile en la figura de Baquedano? ¿A cuál de todos sus generales? ¿A quién le dejan flores ad-portas de un 11 de abril, día de elección de una Convención Constituyente inédita en la Historia con mayúscula, a la que hoy se le agregó un día y militares custodiando las urnas?

El 26 de julio de 1922 se nombró una comisión para reunir fondos para erigir este monumento público, y se confió la obra al artista Virginio Arias. En mismo año y mes, Gabriela Mistral se iba de Chile, invitada por México a revolucionar la educación de una forma en que acá no le fue posible. En 1935, como cónsul en Madrid, ella, una mujer pública en tiempos de la “República del colegio de hombres”, escribía en El Mercurio un 20 de octubre un recado sobre los monumentos que hoy sería objeto de una querella criminal por “violentista”: “¿Por qué aprovechando el desorden de una huelga, no los tiran, dejando allí un letrero que diga: ‘Con permiso del héroe (cuando hay héroe) y por decoro de él?’ ¿O por qué no aprovechamos en noche normal el sueño espeso de los guardias municipales y se sale con una picota bajo el macfarlán o la manta o el poncho?”. Fiel a su rechazo a la historia de los cóndores, ironiza con el orgullo masculino sobre lo nacional y rebaja los monumentos a tradiciones pequeñas, edilicias: “Los buenos hombres ‘ediles’ o como los llamen, quieren honrar a su camarada de club o de café que se murió ayer y cuyo busto les hace falta en la luz familiar. Y ¡chas! Salta en la aldea el monumento” [2].

Una columna reciente sobre el caso Baquedano anota el número de monumentos dedicados a mujeres en Chile como gesto “solidario”, desde la mal leída paridad de género. No queremos entrar a la escuela del mal de macho. Lo que aún no se comprende es que la retirada del general de su pedestal ha hecho visible el pequeño espacio en que hoy rige el colegio de hombres y el regimiento. La masculinidad que representa un militar se repliega en sus laberintos y nuestro nuevo otoño ya no rinde honores a los patriarcas.


[1] Edwards Bello, Joaquín, 1887-1968. El caballo de Baquedano  [manuscrito] Joaquín Edwards Bello. Archivo del Escritor. Disponible en Biblioteca Nacional Digital de Chile http://www.bibliotecanacionaldigital.gob.cl/bnd/623/w3-article-335689.html . Accedido en 3/15/2021. El caballo de Baquedano, 10 de setiembre de 1929, La Nación. Agradezco el dato al colega Pablo Whipple que lo compartió en su twitter.

[2] Mistral, Gabriela, 1889-1957. Recado sobre sudamericanismo  [manuscrito] Gabriela Mistral. Archivo del Escritor. . Disponible en Biblioteca Nacional Digital de Chile http://www.bibliotecanacionaldigital.gob.cl/bnd/623/w3-article-138316.html . Accedido en 3/15/2021. Mistral, Gabriela, 1889-1957. Recado sobre sudamericanismo  [artículo] por Gabriela Mistral. El Mercurio (Diario: Santiago, Chile). Archivo del Escritor. Disponible en Biblioteca Nacional Digital de Chile http://www.bibliotecanacionaldigital.gob.cl/bnd/623/w3-article-145812.html . Accedido en 3/15/2021.

Estatuas

La intervención o derribamiento de estatuas, recurrente en la oleada de rebeliones populares que vive América Latina, exhibe la densidad histórica de los conflictos de la región. ¿Borramiento del pasado? Muy por el contrario, una estatua derribada es la visibilización de los orígenes poco heroicos de los poderes actuales. Y contiene la convicción de que la historia puede y debe ser contada de otra manera.

Por Claudia Zapata Silva

El 28 de abril recién pasado, miembros del pueblo Misak derribaron en Cali (Colombia) la estatua del conquistador español Sebastián de Belalcázar. Siete meses atrás, el 16 de septiembre de 2020, otra estatua de Belalcázar fue derribada en el Morro del Tulcán en Popayán, un templo sagrado y cementerio indígena construido por el pueblo pubenense varios siglos antes de la llegada de los españoles. Belalcázar fue nombrado gobernador y propietario vitalicio de Popayán por el emperador Carlos I, y es considerado el fundador de esta ciudad y de Cali, esta última el epicentro del alzamiento popular que tiene en jaque al gobierno de Iván Duque.

La intervención o el derribamiento de estatuas ha sido recurrente en la oleada de rebeliones populares que vive América Latina desde 2019, constituyendo una parte fundamental del repertorio de acciones que ha caracterizado este momento de confrontación con el modelo neoliberal y su administración política. A su vez, estas rebeliones se insertan en un ciclo mundial de protestas sociales que ahora tiene como telón de fondo una pandemia que ha agudizado y visibilizado más que nunca las desigualdades, y en buena parte de ellas el repudio hacia ciertas estatuas emerge como una metáfora potente de justicia. Así ha ocurrido en las manifestaciones contra el racismo exacerbado de los últimos años y en las conmemoraciones de la conquista de América de 2020, en que se derribaron estatuas de colonizadores y de esclavistas en Colombia, Martinica, Chile, Estados Unidos e Inglaterra.

Derribamiento de la estatua de Sebastián Belalcázar, Cali (Colombia). Crédito: UnivalleUnida.

El rechazo de los sectores conservadores ha sido instantáneo en cada uno de estos episodios. Entre las afirmaciones más recurrentes se dice que esto correspondería a la acción de violentistas que se aprovechan de movilizaciones y demandas legítimas para provocar el caos. Desde esta perspectiva, el pasado no tendría nada que ver con el presente y solo la vocación de violencia podría estar en la base de tales actos. También se acusa ignorancia de la historia, sosteniendo de contrabando que esa historia es solo una y que, te guste o no, te representa.

Por cierto, también surge la condena hacia “las formas” con una serie de argumentos que suponen —ingenua o tendenciosamente— la existencia de una esfera pública igualitaria donde se podrían conversar las diferencias de manera libre. La estrategia evidente que asoma aquí es la negación de la densidad histórica contenida en esta forma de protesta. Una pieza de antología sobre este guion trillado es la entrevista a Pedro Velasco, gobernador del Cabildo Misak de Guambia, organización que derribó la estatua de Belalcázar en Cali, por el periodista Néstor Morales (Blu Radio, 29/4/2021), quien insistió en situar a los Misak en el polo del salvajismo, apelando al diálogo civilizado, a las buenas formas y simulando incomprensión frente a expresiones —según él— de odio. La estrategia del líder Misak fue historizar ese intercambio, señalando al periodista sarmientino como el depositario de una lógica colonizadora, violenta e irracional, invirtiendo de este modo la acusación de barbarie.

El pasado es presente

¿Cómo no evocar nuestra propia rebelión popular cuando se observan las imágenes que llegan desde Colombia si en muchos sentidos esta lucha es la misma, contra un neoliberalismo que tiene a Chile y a Colombia como sus hijos predilectos, y donde se ensayan las estrategias represivas más atroces para que esa radicalidad neoliberal se mantenga?

Las estatuas que han caído aquí y allá, así como los monumentos intervenidos, no hacen más que exhibir la densidad histórica de estos conflictos, cuya explicación está lejos de agotarse en la reacción frente el alza del transporte en Chile o la reforma tributaria en Colombia. En nuestro caso, las consignas “No son 30 pesos son 30 años” o “No son 30 años son 500 años” son indicadores elocuentes de la existencia de esas capas profundas.

En estos momentos de crisis generalizada se pone de manifiesto, más que nunca, el diseño urbano como el constructo ideológico que es, una característica que se expresa en los nombres de calles, plazas y monumentos que, en conjunto, exhiben con elocuencia las relaciones de poder que nos constituyen como sociedad. En Chile, la visibilización de esa memoria dominante ha transformado a sus principales hitos en objetivos de la protesta, al igual que las tiendas comerciales que representan los intereses del empresariado nacional y trasnacional (bancos, retail, etcétera.). Así, de manera similar a las rebeliones sociales que se han producido a lo largo de la historia, los símbolos del poder sucumben al paso de la población alzada.

Con respecto a las estatuas, no es posible conocer las motivaciones de todos quienes participan en estas acciones, y es probable que la mayoría no conozca con detalle las vidas de quienes fueron elevados a la condición de héroes. Pero tampoco se puede omitir la impugnación contundente que allí se hace de una “historia patria” marcadamente colonialista, racista y masculina, que glorifica la violencia militar como forma de construcción de la nación chilena, características reconocibles en la representación escultórica de esas figuras. Ese guion patrio es el que en Chile mantiene atado el pasado y el presente en un proyecto de conquista perpetua, marcado por la invasión, la represión, la judicialización y la negación de ese diálogo libre al que apelan los que posan de civilizados. Un guion que enlaza en libros escolares y en el plano urbano representaciones de personajes de distintas épocas, como Cristóbal Colón, Pedro de Valdivia, Manuel Baquedano o José Menéndez, todos ellos tumbados de sus pedestales en la rebelión popular que se inició en octubre del 2019.

Se trata de miradas y acciones desacralizadoras de la historia cuyo mayor símbolo es lo que ha ocurrido con la estatua de Manuel Baquedano en el corazón de Santiago: intervenida hasta el hartazgo, “restaurada” igual número de veces, material predilecto de memes y, finalmente, trasladada entre gallos y media noche con un rito militar cuasi fúnebre, para ponerla a salvo de la plebe alzada que se niega a considerarla con la solemnidad que imponen las fuerzas del orden.

¿Borramiento del pasado? Muy por el contrario, una estatua derribada o intervenida es la visibilización de aquello que permanece como herida. Si fuera un pasado muerto no molestaría a nadie y se podría apreciar cristalinamente su dimensión estética. Pero no, esas estatuas eran historia viva que nos enrostraban cotidianamente quiénes habían vencido y quiénes son sus herederos. Materializaban un tipo de conmemoración que no se ajusta a la idea de la historia como ejercicio necesario de recuerdo, mucho menos como interpretación que se somete a debate, sino como recurso ideológico privilegiado para encubrir los orígenes poco heroicos de los poderes actuales.

Por cierto, no dejan de sorprender las limitaciones políticas e intelectuales de las élites para enfrentar este tipo de crisis. En el caso que nos convoca, prefieren condenar y descalificar en lugar de reflexionar sobre las motivaciones profundas del desapego ciudadano para con esos símbolos. Prefieren hacerse los sorprendidos a reconocer que esas estatuas los representan a ellos y solo a ellos. Prefieren atacar —no precisamente de manera verbal— que trabajar en nuevas claves que aseguren su sobrevivencia como clase.

Finalmente, ese poder de cuestionar la historia tal como ha sido impuesta desde las altas esferas contiene la convicción de que esta puede y debe ser contada de otra manera; de que existen otras posibilidades en las que salgan a flote los excluidos de ayer, sobre cuya derrota se asienta el capital económico y social de quienes nos despojan en el hoy; también de una historia que no omita los triunfos populares que han interferido y modificado el proyecto oligárquico. Volviendo a los Belalcázares, Colones, Valdivias y Baquedanos arrancados de sus pedestales, pareciera ser este un final lógico para conmemoraciones inconsultas y para un patrimonio que no comienza ni termina con las obras monumentales, sino con los intereses de las oligarquías que las erigieron y cuidan, las pasadas y las actuales.

O’Higgins, los araucano-mapuche y el ejército de Chile

O’Higgins, desde un indigenismo criollo de tinte republicano, tenía una perspectiva asimilacionista: por una parte, glorificaba a los mapuche, y por otra, percibía en ellos una condición que requería “civilizarlos”. Un doble discurso que se proyecta hasta hoy en estatuas, calles, malls y pueblos que honran a los araucano-mapuche, mientras que en la realidad se les ha dado un tratamiento que no se condice con esos homenajes. Lo mismo ocurre con la creación de la Brigada de Operaciones Lautaro, que utilizando el nombre del toqui, dispara en la zona de Arauco a sus nietos, bisnietos y tataranietos.

Por Bernardo Subercaseaux

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Somos los nietos de Lautaro tomando la micro/para servirle a los ricos
—David Añinir, Mapurbe, 2004

En 1883, en la contienda final de la mal llamada “pacificación de la Araucanía”, episodio que culminó décadas de despojo y empobrecimiento, uno de los cuerpos  gubernamentales que participó fue el batallón Caupolicán, que había actuado en la Guerra del Pacífico. Se asiste así a una paradoja: un batallón cuyo nombre honra simbólicamente a un héroe mítico de los araucanos, se enfrenta y dispara contra mapuche reales. Esta contradicción, que en alguna medida se prolonga hasta el día de hoy, data desde la Independencia e implica, por una parte, una glorificación idealizada de los araucanos vía sus héroes emblemáticos, y, por otra, marginación, exclusión y maltrato.        Los criollos independentistas —José Miguel Carrera, Bernardo O’Higgins y Ramón Freire, entre otros— se concebían herederos legítimos de los araucanos, cuyo coraje relatado en La Araucana operó como imaginario en campañas contra los realistas. Simbolizaban el nuevo mito patrio, y de allí que varios de los primeros  nombres de esa época aludan a esta identificación, entre otros, el primer diario oficial del Estado Chileno, El Araucano.

O’Higgins, como jefe militar, ya en 1814, arengaba a sus soldados a pelear como lo habían hecho Lautaro, Galvarino y Caupolicán. En marzo de 1819, dictó un Decreto  señalando que los araucanos debían ser considerados ciudadanos chilenos, con los mismos derechos  que todos los nacidos en el país; ciudadanía simbólica que nunca fue real. Más bien se trataba de un intento por atraerlos a la causa republicana, causa que, como ha señalado la historiografía, les fue ajena.

Entre los patriotas, O’Higgins fue quién tuvo mayor conocimiento y familiaridad con el mundo araucano. Estudió en el Colegio de los Naturales de Chillán, construido por los jesuitas y regido por los franciscanos desde 1786. Allí convivió con los hijos de los caciques de la zona y aprendió los rudimentos del mapudungun. En una carta de 1837 a su secretario, recuerda que sus “primeros camaradas de juego fueron los araucanos”, y “la historia que primero conocí fue la de los héroes y sabios de ese pueblo inconquistable”. Enviado por su padre a estudiar a Londres cuando todavía como hijo natural se apellidaba Riquelme, O’Higgins se presentó en la casa de Francisco de Miranda identificándose como un heredero de Lautaro. El patriota venezolano, a quien  rememora en sus cartas como “el Apóstol de la emancipación”, creó la Logia Lautaro, además de otra Logia con un nombre inolvidable: la Logia de los Caballeros Racionales.

Cuando O’Higgins fue forzado a abdicar y debió salir al exilio, un cacique le  ofreció acogerlo: “cuando no tengas otro auxilio —le escribió—, cuenta con tus araucanos” (Jorge Pavez Ojeda: Cartas mapuche: Siglo XIX). A pesar de esta proximidad, O’Higgins, desde un indigenismo criollo de tinte republicano, tenía —como todos los patriotas— una perspectiva asimilacionista. Por una parte, los glorifica, y por otra, percibía en ellos una condición que requería “civilizarlos”. Un doble discurso que se proyecta hasta hoy día en estatuas calles, malls y pueblos que honran a los araucano-mapuche, mientras que en la realidad se les ha dado un tratamiento que no se condice con esos homenajes, pues el afán de “civilizarlos” no respondía (ni responde hoy) a las demandas de independencia y libertad, que son precisamente los valores que se les ensalzan.

En la segunda mitad del siglo XIX, los liberales que patrocinaron la mal llamada —insisto— “Pacificación de la Araucanía, liderados por Vicuña Mackenna,  deconstruyeron este doble discurso utilizando los peores calificativos sobre el “indio” para justificar el proceso en curso. “El indio —no el de Ercilla— si no el que ha venido (…) a mutilar con horrible infamia a nuestros nobles soldados no es sino un bruto (…) que adora los vicios en que vive sumergido (…) basta ya de novelas y poemas”, escribió Vicuña Mackenna (Discursos Parlamentarios, vol. II, 1939). Más tarde, a comienzos del siglo XX, retorna el discurso de glorificación idealizada, pero ahora en una matriz biologista y positivista. Se trata del libro Raza chilena (1904), del médico colchagüino Nicolás Palacios, un disparate seudocientífico que inventa una supuesta raza nacional; libro que tuvo, empero, una enorme influencia. ¿Pero qué entiende Palacios por raza chilena? Basándose en las teorías social darwinistas de Gustave Le Bon y Vacher de Lapoulage, a los que cita a menudo (pero que entiende a medias), sostiene que la raza chilena se conformó a través de varios siglos por la conjunción de dos razas de filiación patriarcal y de estirpe guerrera: los araucanos (mapuche) y los godos (conquistadores españoles de ascendencia germánica).

Las condiciones que hicieron posible —según Palacios— la formación de esta raza uniforme en términos sicológicos y físicos, obedecen a consideraciones de genética racial: ambas fueron razas con cualidades estables y fijas durante varias generaciones. La confluencia permitió la constitución de una raza histórica, no contaminada; una “raza de excepción” como es la chilena, escribe. La base étnica fundamental son los araucanos, a quienes Palacios caracteriza por su carácter guerrero e indómito. El fenotipo de esta “raza” es, para Palacios, el “roto” (héroe de la Guerra del Pacífico), al que describe como valiente, guerrero, sobrio, patriota, parco y con sicología varonil, identificándolo con un árbol nativo: el espino. Pletórico de nacionalismo, el libro fue escrito, como dice el propio autor (adelantándose a Zalo Reyes) “con una lagrima en la garganta”. No es casual que otro colchagüino ilustre, que hizo fortuna en el mundo  bélico, haya patrocinado una edición moderna de la obra de Palacios y un monumento al autor en Santa Cruz: me refiero a Carlos Cardoen.

A pesar de lo farragosas y acientíficas de sus ideas (así las calificó un vasco insigne, Miguel de Unamuno); a pesar de que su teoría carece de un correlato real, la invención de una “raza chilena” se convirtió en una idea operante para historiadores como Francisco Antonio Encina, para la autoconciencia histórica del ejército de Chile y en medio de un clima médico favorable a la eugenesia. En Historia del Ejército de Chile, Tomo I (1980-82), volumen realizado por su Estado Mayor en convenio con historiadores de la Universidad de Chile (entonces intervenida), se dice que “la lucha que por espacio de casi tres centurias sostuvo España con nuestros indígenas, plasmó una raza nueva con las características de ambos pueblos”. Según el Estado Mayor, esa raza nueva es la base étnica del Ejército y de la nación. Respecto a la formación del pueblo chileno y de sus virtudes, se sostiene que “el orgullo nacional ha derivado del ancestro indígena”; también “todas las virtudes del soldado chileno (…). La obra de Don Alonso de Ercilla, La Araucana, ha sido fundamental en este aspecto, y sus estrofas han servido de oración a la patria para levantar el espíritu chileno en momentos difíciles”.

El 18 de septiembre de 1973, se publicó un decreto ley en el que se consignó como justificación del Golpe Militar la necesidad de restaurar la identidad histórico-cultural de la chilenidad. Aunque no se menciona el concepto de “raza”, la idea flota en el aire de esa declaración.

Honrando la memoria de Lautaro como estratega, actualmente el Ejército tiene una unidad de elite llamada Brigada de Operaciones Especiales Lautaro. Se dice —no me consta— que la Oficina del Comandante en Jefe del Ejército está presidida no por un cuadro de O’Higgins, sino por uno de Lautaro pintado por Fray Pedro Subercaseaux. Es deseable que no se repita lo de 1883 y que no tengamos que asistir a la paradoja de una Brigada de Operaciones que en su nombre rinde homenaje al toqui, disparando en la zona de Arauco a los nietos, bisnietos y tataranietos de Lautaro.