Ensayo general

Es posible que enfrentemos otras crisis con las características de la pandemia, y esta predicción se funda en una razón concreta: la crisis climática. De acuerdo con lo que señalan las y los expertos en la materia, la posibilidad de que este fenómeno genere profundas alteraciones en nuestras vidas, tan radicales como las que hemos vivido a propósito del covid-19, no parece una exageración. El economista Nicolás Grau es enfático: no podemos retomar la vida que llevábamos antes de marzo de 2020. Este período, dice, puede ser un ensayo general de otros desafíos que vendrán.

Por Nicolás Grau

Lo que hemos vivido a propósito de la pandemia debe impactar nuestras miradas del mundo. Si pensáramos que este es un evento de características irrepetibles, el desafío sería simplemente sortear el chaparrón (el diluvio, para ser más precisos) y luego retomar lo que hacíamos hasta marzo de 2020. Sin embargo, sería un error pensar así: este puede ser un ensayo general de otros desafíos que viviremos en los 4/5 que quedan de siglo XXI.  

¿Qué es lo que —creo— se puede repetir de esta crisis? 

Desde una perspectiva social, esta crisis posee un conjunto de características particulares. En primer lugar, se ha requerido reorganizar por un período largo de tiempo las formas de producción y reproducción social. Los países han tenido capacidades muy diversas para adaptarse a estos cambios. Por ejemplo, es evidente que una respuesta sanitaria/económica óptima requiere —entre otras cosas— desacoplar fuertemente las actividades productivas en las que participa cada persona y los ingresos que ella recibe. En particular, lo ideal sería detener la producción en los sectores que favorecen la propagación del virus, pero aquello no se puede hacer a cabalidad si quienes trabajan en esos sectores se quedan sin ingresos producto de esta decisión. En otras palabras, esta es una crisis que nos exige funcionar como un cuerpo.

En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, la crisis ha tensionado al máximo las sociedades toda vez que ha requerido esfuerzos extremos de la población, y tales esfuerzos no han sido homogéneos. Sin ir más lejos, en el caso de Chile —al menos— las tasas de mortalidad han tenido una fuerte correlación con la pobreza. Esto no solo es un problema de injusticia, sino además de la dificultad de actuar como cuerpo, de sentir que todas y todos estamos en un mismo barco y que, por ello, debemos hacer nuestro aporte para superar la crisis. Es esperable que esta dificultad de actuar unidas y unidos, con empatía y solidaridad, sea más relevante en sociedades muy desiguales y, por lo mismo, con baja cohesión social.      

En tercer lugar, la crisis ha sido especialmente exigente con los liderazgos políticos y ha requerido de una acción estatal a gran escala. La otra cara de la moneda es que el mercado ha tenido un rol menor que en una situación normal. Se ha requerido de liderazgos que, en un contexto de incertidumbre extrema, den tranquilidad y transmitan con claridad el camino que debemos recorrer, aun cuando este sea un camino difícil y demandante. Cuando ese tipo de liderazgo no existe, tal como sucede en Chile, la estrategia sanitaria —que requiere del compromiso de todas y todos— se pone en jaque.  

Crédito: Fabián Rivas

Por último, esta crisis ha desnudado la tremenda disparidad que existe en el mundo respecto de las capacidades colectivas que tienen los países para emprender tareas complejas. Algunos países son capaces de crear y producir vacunas, otros no. Algunos son capaces de producir ventiladores mecánicos, otros no. Algunos son capaces de organizar un proceso de vacunación del grueso de su población en un período corto de tiempo, otros no. Algo que nos recuerda esa vieja (y correcta) idea de que un país no es desarrollado por el PIB per cápita que tiene, sino por su capacidad (siempre colectiva) de hacer cosas más complejas, cosas que no todos pueden hacer.   

¿En qué se basa mi predicción de que podemos enfrentar otras crisis con estas características? En una razón concreta: la crisis climática. De hecho, la crisis climática que (hoy) estamos viviendo ya está demandando este tipo de desafíos, pero a una escala menor que la resultante de la pandemia. Y de acuerdo con lo que señalan las y los expertos en la materia, la posibilidad de que este fenómeno genere profundas alteraciones en nuestras vidas, de un orden de magnitud como el que hemos vivido a propósito del covid-19, no parece una exageración.

La crisis climática va a exigir —ya está exigiendo— fuertes alteraciones de la forma en que producimos y reproducimos la vida social. La sociedad estará —ya está— fuertemente tensionada por la asimetría que se genera entre las y los “ganadores” y “perdedores” del deterioro del planeta. Tal crisis será mejor sorteada por sociedades cohesionadas, donde primen las conductas prosociales, y donde exista un nivel de igualdad que nos haga a todas y todos sentir que somos parte de un esfuerzo común. La crisis climática reclama del mundo político y del Estado un rol de liderazgo y articulación, que nos permita transitar tan rápido como sea posible a una forma de vida social que no ponga en riesgo nuestra existencia. Por último, la crisis climática requiere ciencia, innovación, emprendimiento (público y privado). Precisa de todas nuestras capacidades y creatividades colectivas para generar otra realidad. Otra forma de producir que no implique tener que elegir en el mediano plazo entre una reducción sustantiva de la calidad de vida material actual o poner en entredicho el futuro del planeta.  

Chile está al debe en la mayoría de estos ámbitos y no hay tiempo que perder. 

¿Cómo salir del fin? Itinerario de una pregunta

Que la ciudadanía haya hecho realidad una Convención Constitucional no consiste simplemente en la “institución de la revuelta”, sino más bien en darse la ocasión de transitar desde el derruido escenario del fin hacia un tiempo distinto, en que lo que regule el territorio de las diferencias no sean el miedo de unos y la rabia de otros, sino el diálogo y la imaginación. La tarea ahora, dice el filósofo Sergio Rojas, es imaginar cómo salir de este tiempo que abunda en formas y contenidos agotados.

Por Sergio Rojas

Inédito: por primera vez en su historia, la ciudadanía en Chile ha elegido a quienes en su representación redactarán la Constitución. Existe por ahora el clima subjetivo de encontramos ad portas de un futuro. ¿En qué consiste lo nuevo por venir? Pareciera que el presente se hizo angosto, dejándonos todavía con un pie en el pasado y el otro casi en un futuro de cuyo real inicio solo después tendremos noticia. En otros escritos he propuesto la idea de que en verdad el futuro nunca se abre “en” el presente, pues lo que ocurre más bien es que el pasado se cierra, pero no a nuestras espaldas, sino con nosotros “adentro” de ese tiempo que de pronto se fue transformando en una “época” (y toda época es siempre pasada). La tarea, entonces, es imaginar cómo salir de este tiempo que abunda en formas y contenidos agotados; es decir, habríamos llegado al fin de un tiempo marcado por el escepticismo, pero ahora hay que salir del fin.

“Realmente, aún no sé qué fue lo que pasó”, me decía un amigo historiador hace unas semanas atrás. Por otro lado, en los medios y redes digitales, el análisis político, siempre atento a desentrañar lógicas y cálculos de coyunturas, logra conjeturar en cada caso las posibles direcciones que tomarían a corto plazo los acontecimientos. Pues bien, cuando intentamos avizorar un curso de sentido cifrado entre el ruido y la humareda, dirigimos la atención hacia procesos de mediana y larga duración, y entonces, allí mismo donde hasta hace poco solo se veía ruptura y transgresión, emerge otra temporalidad en curso.

Cuatro acontecimientos —de distinta naturaleza, pero internamente relacionados—, nos habrían conducido hacia la expectante circunstancia en la que nos encontramos. Primero fue la revuelta social que se desencadenó en octubre de 2019; luego, el 15 de noviembre del mismo año, vino el Acuerdo Por la Paz Social y la Nueva Constitución; al año siguiente, en el plebiscito del 25 de octubre, con un abrumador 80% de los votos, la ciudadanía aprobó elaborar una nueva Constitución; finalmente, el 15 y 16 de mayo de 2021 se eligieron los integrantes de la Convención Constitucional (ocasión en la que se votaron también alcaldes, concejales y gobernadores). Desde una mirada retrospectiva, impresiona el orden que siguieron los sucesos, la coherencia política de su itinerario en medio de lo que fue una tempestad. Entiendo aquí por política la institucionalidad que una colectividad establece para admitir en su cotidiana existencia el conflicto que es inherente a cualquier sociedad. En este sentido, las últimas tres instancias dan cuenta de un ejercicio político, sin embargo, su origen se encuentra en la revuelta, un acontecimiento de insubordinada facticidad que desborda la política. Sabemos que las jornadas de insurrección acontecieron casi simultáneamente en muchos lugares de América Latina, Europa, África y Asia. Lo que ahora hace noticia en el mundo es esa voluntad ciudadana de institucionalidad política que surgió en Chile desde la revuelta.

La metáfora del “estallido” señala el momento en que el orden público fue impactado por el colapso del orden social imperante, producto de esa explosiva combinación de frustración, decepción, rabia e insatisfacción, que desde hace más de una década venía nombrándose como “malestar”. Todo esto resultó en un desfondamiento de la institucionalidad política. El gobierno, los partidos políticos, el Congreso, los municipios fueron desbordados por una insurrección social que, ya lo sabemos, seguirá siendo objeto de investigaciones y tesis doctorales en las siguientes décadas. Lo que reflexiono en estas apretadas líneas es la relación que podría existir entre ese acontecimiento y las tres situaciones señaladas que le siguieron. Para algunos, el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 operó como contención de una “fuerza destituyente” que habría debido continuar; para otros, los resultados de las elecciones recién pasadas han dado lugar a lo que denominan “la institución del 18-O”.

La revuelta que se inició en octubre de 2019, desbordando la institucionalidad política, fue el violento desenlace de un progresivo cuestionamiento al régimen de la representación (haciendo eco en ello también un largo proceso de degradación de las formas heredadas de autoridad). El orden de la política se había ido transformando, al paso de décadas, cada vez más en un orden de contención. Entonces vino el desborde, y la pregunta inmediata no fue “hacia dónde iba”, sino desde dónde venía. Aquella “fuerza destituyente” no era solo una movilización múltiple, descentrada y supuestamente ajena a la política, sino más bien una radical confrontación con la política misma. Las imágenes del desborde nos dan a entender que la revuelta no vino desde “afuera” de la política, sino que surgió desde abajo; vino precisamente desde un territorio humano y social subyacente al orden de la representación, una zona de deseos, intereses, expectativas, ganas, necesidades, etc., que no llegaban a ser representadas. 

Crédito: Fabián Rivas

Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural.  Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres. 

Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.  

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Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal. 

Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio. 

La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.  

De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias. 

El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.  

Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos.  Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder).  Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad. 

Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno.  El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.

Cultura: el invitado de palo

Esta crisis debiera ser la ocasión para idear nuevas formas de financiamiento cultural, que escapen al fomento de la competencia entre pares y sumen a los trabajadores artísticos como sujetos de tal política, y no solo como medios con los cuales se obtienen mayores índices de consumo o participación cultural. Una vez iniciado el debate constituyente, parte de la “superación” del Estado subsidiario y el neoliberalismo (si es que es posible tal cosa) pasará también por dejar de entender al primero como una simple caja pagadora de artistas y mediadores subcontratados.

Por Diego Parra Donoso

La crisis sanitaria se ha manifestado de múltiples modos en la vida cotidiana de la mayoría de las personas: algunas perdieron sus trabajos, otros aceptaron la disminución de sus sueldos y la mayoría ha debido echar mano a sus ahorros para sobrellevar este tiempo. Si bien algunos sectores de la economía “prosperaron”, hay otros que vieron imposibilitado su desarrollo y hasta hoy no han recibido apoyo alguno desde el Estado. El mundo de la cultura es uno de ellos, y desde el comienzo de esta pandemia ha demandado una política de emergencia acorde a las condiciones específicas de nuestros trabajos, cuestión que aún sigue pendiente.

Las actividades culturales fueron quizá las primeras en ser completamente canceladas sin proyecciones de pronta apertura, ya que las restricciones sanitarias se han aplicado con especial rigor a funciones teatrales, conciertos y exposiciones, las que a diferencia de sectores comercialmente relevantes como el retail, no tienen demasiada capacidad de lobby para iniciar procesos de apertura controlada (como se ha hecho en otras latitudes, donde incluso ya se están ensayando conciertos masivos). A más de un año del comienzo de la pandemia en nuestro país, probablemente ya sea tiempo de asumir que no vendrán planes sectoriales especiales y que cualquier política de asistencia debería enfocarse de manera urgente en ayudar económicamente a una ingente fuerza laboral que lleva meses rascándose con sus propias uñas. Seguramente para la mayoría de nuestro sector los ahorros en las AFP se agotaron (producto de bajas cotizaciones al carecer de contratos de trabajo), así que cualquier retiro no supone ya ayuda alguna y, asimismo, los IFE (Ingreso Familiar de Emergencia) recién hace algunas semanas han empezado a contemplar a más personas, por lo que uno desearía que se formulen ayudas sectoriales mejor enfocadas en el sector artístico, que posee un perfil laboral distinto al resto de trabajadores.

Ahora bien, este reclamo por la ausencia de políticas de apoyo a los trabajadores de las artes es de larga data, puesto que en los años que lleva instalado el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio (Mincap), y antes el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, nunca se ha intentado estudiar cuáles son realmente las condiciones laborales del sector (sin ir más lejos, la regulación especial creada en 2003 y que contempla el Código del Trabajo, involucra fundamentalmente a los trabajadores de las artes escénicas, dejando de lado a artistas visuales, restauradores, montajistas, curadores, mediadores, etcétera). Este desconocimiento afecta directamente la creación de cualquier política de Estado dirigida al sector, que tradicionalmente se ha enfocado en la promoción del consumo cultural y el financiamiento —vía fondos concursables— de la producción artística, pero no en el reconocimiento de los agentes artísticos como trabajadores calificados. ¿Cómo podría el Estado formular una política o programa específico si realmente no conoce la realidad de los productores y mediadores?

La pandemia hace urgente ayudas a corto plazo, que no discriminen demasiado a sus beneficiarios, pero al mismo tiempo, no podemos dejar de tener en cuenta que el Mincap no ha ofrecido prácticamente ninguna ayuda a los ministerios de Desarrollo Social, Hacienda y Economía para que estos tengan algún insumo a la mano a la hora de generar ayudas económicas (las que con el paso del tiempo se han ido diversificando, llegando al punto donde se están ofreciendo bonos a feriantes, que comparten con nuestro sector una relativa desregulación en sus trabajos). Frente a esta situación, a diferencia de lo que el Mincap realizó el año pasado, se debería dar paso a un financiamiento menos burocrático y que tome como referencia, por lo menos, los datos que gremios, asociaciones y sindicatos artísticos pueden entregarle, ya que se ha oído con insistencia el reclamo gubernamental de que “carecen de la estadística específica” de los sectores de la población a los que deben ayudar (cosa curiosa para funcionarios que no llegaron a sus cargos por simple azar, sino que quisieron voluntariamente hacerse cargo del Estado, sabiendo a priori el estado de situación en el que se encontraban).

Las formas de asistencia no pueden nuevamente enfocarse en la concursabilidad, que ya en condiciones normales supone un mecanismo con incentivos perversos, porque los objetivos de una política concursable tienen como criterio la “calidad” o congruencia de lo ofrecido con lo buscado por quien convoca —ya sea un objeto o un candidato—, y no la necesidad económica en la que se encuentre el trabajador que solicita la ayuda. El año pasado se cometió este fatal error con una “Convocatoria nacional para la adquisición de obras” , que sirvió como un ejercicio de mecenazgo público inédito, pero oportunistamente fue promocionado como mecanismo de ayuda a artistas en situación precaria. Basta ver la lista de ganadores (muchos de ellos de reconocida trayectoria y participación en el circuito académico y galerístico) para entender qué tan grave fue dicho procedimiento, percibido como una burla por muchos artistas que sinceramente creyeron que serían beneficiados por una política sectorial, puesto que fondos fueron especialmente reasignados ante el reclamo de la comunidad artística para tales fines.

Esta crisis debiera ser la ocasión para idear nuevas formas de financiamiento cultural, que escapen al fomento de la competencia entre pares y sumen a los trabajadores artísticos como sujetos de tal política, y no solo como medios con los cuales se obtienen mayores índices de consumo o participación cultural. Hasta hoy no poseemos realmente un ministerio que reconozca la especificidad de nuestras labores, y que en función de ello desarrolle acciones que tiendan a dar mayor dignidad y regulación a dichos trabajos. Si bien asuntos como estos son ciertamente materia de leyes, la discusión constituyente somete a revisión todo lo que se ha hecho y, muy especialmente, lo que queremos que sea de aquí en adelante. Igualmente, el debate presidencial vuelve a poner en la atención pública los programas que cada candidat@ desea proponer al país, y la cultura siempre aparece como un punto a tomar en consideración para la comunidad. Sería muy pertinente preguntarse si los actuales candidatos realmente están proyectando una política cultural que no solo diga que “quiere más cultura” o este tipo de frases de buena crianza, sino que realmente comprenda la difícil situación en la que esta pandemia nos dejará como sector una vez la crisis decline.

Es necesario revisar cómo se puede descentralizar el financiamiento cultural, pensando en distribuir hacia los nuevos gobiernos regionales, o también a las gobernaciones y municipalidades, que son las que más cerca están de la ciudadanía. Un enfoque territorial en la distribución de fondos podría asegurar a futuro que una mayor parte de los agentes culturales pueda desarrollar sus labores con mayor libertad y, además, vinculándose más estrechamente con dichas comunidades (que pueden estar fuera de los circuitos de distribución tradicionales). Sobre esto último, no podemos olvidar que la crisis política y cultural que comenzó en octubre de 2019 aún sigue operando en la sociedad chilena, y que la Convención Constitucional no es la única vía mediante la cual dicho movimiento subterráneo tendrá su mediación. Serán también las distintas manifestaciones artísticas las que den forma a las múltiples muestras de descontento, afirmación identitaria y construcción de archivo que están y seguirán ocurriendo.

Hay candidatos que han afirmado desde ya que su intención es aumentar considerablemente —con respecto al actual escenario— el porcentaje de dineros que el Estado invierte en cultura (Gabriel Boric y Daniel Jadue), sin embargo, cualquier crecimiento presupuestario debe ir acompañado de planes y programas que realmente ameriten tal aumento y no simplemente pasen por agrandar dotaciones de funcionarios o, peor, el pozo a repartir en fondos concursables (sin la necesaria reformulación de tal herramienta). El Chile que venga luego del estallido, la pandemia y la Convención Constitucional requerirá de nuevas miradas sobre las artes y la cultura, unas que, por un lado, integren modos de relacionarse distintos (autogestión, cooperativas, asociatividad, organización territorial, cabildos, entre otros), y por otro, atiendan a trabajador@s que carecen virtualmente de reconocimiento social alguno (que se han asociado tradicionalmente al ocio y la entretención). Quiero decir aquí que, una vez iniciado el debate constituyente, parte de la “superación” del Estado subsidiario y el neoliberalismo (si es que es posible tal cosa) pasará también por dejar de entender al primero como una simple caja pagadora de artistas y mediadores subcontratados. Es decir, pasar de un Estado que nos trata como empresas, a uno que nos mire como trabajador@s y ciudadan@s.

Hacia un país plurinacional

La concepción ilustrada y la concepción romántica de la nación (o comunitaria, en términos actuales) apuntan a dos realidades, a dos matrices y a dos lógicas que en aras de organizar la convivencia, la paz social, los derechos humanos e identitarios es necesario armonizar.

Por Bernardo Subercaseaux

Hablar de una nación plurinacional, que contiene a más de una nación parece para el ciudadano de a pie una contradicción. ¿Cómo puede ser que lo que es UNO sea también DOS y hasta TRES? Si aclaramos la génesis de los dos conceptos de nación y los ámbitos que involucran, la contradicción desaparece. Por una parte, tenemos el concepto de nación como institución política, heredera de la Ilustración y de la revolución francesa. Así concebida, la nación implica un Estado, una base territorial, una unión de individuos gobernados por una Constitución y unas leyes. Se trata de una institución propia de la modernidad que reemplaza a otras formas de territorialización del poder como fueron los imperios, los principados o las monarquías. Es dentro de este marco que Chile emerge como república en las primeras décadas del siglo XIX.

La concepción política de la nación va a ser, empero, rearticulada y cuestionada por el pensamiento alemán, con ideas que van a significar un viraje en el uso del concepto. En el romanticismo germano se gesta una concepción cultural de la nación que es antagónica a la ilustrada, en la medida que pasa a ser definida por sus componentes no racionales ni políticos. Contra la universalidad ilustrada abstracta, el romanticismo alemán rescata los particularismos culturales, lo singular e infra intelectual, la etnia, el origen, la lengua y el habla, aquello que el concepto de ciudadano oculta. En este uso del concepto la base del mismo pasa a ser no una frontera geográfica definida desde la política, sino un fondo cultural y espiritual: la nación como memoria compartida, como alma, como espíritu y tradición, como sentimiento y lenguaje, como cultura. Desde esta concepción se entiende que la nación política pueda acoger a más de una cultura y puede dar origen a un Estado plurinacional, como ha ocurrido en Canadá, Nueva Zelanda, Suiza y Bolivia. No se trata de copiar, cada país tiene una historia y particularidades diferentes, las que en un contexto participativo a través de diálogos y no sin dificultades han logrado una convivencia armónica entre la lógica política y la lógica cultural.

Forzar a la nación cultural en su diversidad a acostarse en el lecho de Procusto de la nación política ha probado ser históricamente inconducente, como demuestra lo ocurrido en la ex Unión Soviética. Como también lo ha sido recurrir a una ortodoxia culturalista y en base a ella anular y reprimir otras dimensiones, como ocurrió, por ejemplo, con el pangermanismo nazi o con el fundamentalismo religioso islámico en que se desconoce el concepto de ciudadano y los derechos políticos, civiles y sociales que este concepto implica. También resulta inconducente la independencia de un territorio bajo el argumento de su unidad cultural, desgajándolo de una nación política de larga data, con pérdidas mutuas para los dos ámbitos. La concepción ilustrada y la concepción romántica de la nación (o comunitaria, en términos actuales) apuntan a dos realidades, a dos matrices y a dos lógicas que en aras de organizar la convivencia, la paz social, los derechos humanos e identitarios es necesario armonizar.

La matriz ilustrada, y el Estado que responde a ella, proclama —al menos discursivamente— la dignidad y los derechos de todo ciudadano, pero el concepto de ciudadano —que históricamente reemplazó al de súbdito y al vasallaje— apunta a la matriz política y a la institución de una república, y tiene una carencia en la medida que oculta el particularismo identitario y cultural (la etnia, el sexo, el género, el sector social). Una carencia que en la medida que homogeniza lo que es diverso y no homogéneo contribuye a la desigualdad y, lo que es peor, la oculta. Por otro lado, el particularismo cultural o el fundamentalismo identitario por si solo resulta a veces atentatorio contra la dignidad y los derechos humanos. No siempre las costumbres o las prácticas culturales por ser culturales deben preservarse; es el caso, por ejemplo, de la mutilación genital femenina en Guinea o Mali, o el trato que se le da a las mujeres en Saudi Arabia. Por otra parte, la historia también nos enseña la extraordinaria perdurabilidad de la dimensión cultural en relación a una determinada institucionalidad política. En Perú el imperio incaico como institución política sucumbió hace más de cinco siglos, sin embargo, sus vasos sanguíneos siguen vivos y circulando en la música, en la literatura y en algunas costumbres. La cultura tiene una notable maleabilidad para mimetizarse, para hibridizarse, para perseverar y resurgir. En la feria artesanal que se instala los domingos en San Pedro de Atacama no se vende música peruana, ni música boliviana, ni música argentina, ni música chilena, se vende “música andina”. La cultura trasciende las fronteras y congrega lo que el recorte político nacional suele ocultar. En América Latina las fronteras políticas no coinciden con las fronteras culturales, lo mismo ocurre al interior de cada nación con la división política en provincias. El desajuste entre la lógica política y la lógica cultural está presente entre nosotros cuando ciudadanos mapuche, aymaras o pascuenses pueden votar pero no pueden ser reconocidos a plenitud en sus derechos identitarios y culturales y, por lo tanto, también políticos.

Si bien la lógica cultural puede ser en ocasiones contradictoria con la lógica política, en la necesidad de armonizarlas la pregunta es ¿quién articula a quién?, ¿lo político a lo cultural? o ¿lo cultural a lo político? Ya Ernest Renan en su famosa conferencia de 1882 «¿Qué es la nación?» esgrimió una respuesta. Aunque él no lo expresa así, sus ideas pueden ejemplificarse con la metáfora de la mano y el guante: la matriz política por medio de la reinvención del Estado en un Estado plurinacional es la que articula e integra los dedos culturales, si los ignora y los desconoce corre el riesgo de ser un mitón, que puede servir como guante de box pero no para tocar el piano de una democracia plural y de un país plurinacional. La perspectiva de una nación que armonice ambas lógicas debe legitimarse en una Constitución participativa que de origen a un nuevo Estado, proceso que debe considerar a los diversos pueblos originarios teniendo en cuenta la densidad demográfica y territorial de los mismos y sus luchas históricas. En alguna medida, ese proceso debiera contemplar ciertos grados de autodeterminación pero no de independencia. De hecho, los dedos no se pueden arrancar de la mano. La mano necesita los dedos y los dedos a la mano. En esa perspectiva cabe pensar una reinvención del Estado actual —en crisis neoliberal— para un Chile plurinacional.

En nuestro país tenemos antecedentes históricos que ya insinúan los dos usos del concepto de nación. En el momento de la independencia, el diputado José Gaspar Marín, secretario de la primera y segunda Junta de Gobierno (1810-1812), refiriéndose a los habitantes de la Araucanía, decía “los indios… han reconocido nuestra emancipación, nuestros derechos, del mismo modo que nosotros los límites del territorio chileno” (hasta el Biobío); luego se preguntaba “¿Con qué razón tratamos de internarnos más allá de lo que prescriben los tratados de tiempo inmemorial entre nación y nación?” (citado por Pedro Cayuqueo en Historia secreta mapuche). En este uso ya muy temprano late la insinuación de una nación política y una nación cultural. Hoy, en vísperas de una nueva Constitución, llegó el tiempo de articularlas y de establecer legalmente un país plurinacional.

La nación en su dimensión política tiene mucho que aprender de la nación en su dimensión cultural, y también viceversa. La lucha por la igualdad es también una pugna por el reconocimiento de la diferencia. No cabe duda entonces que el encuentro y la armonización de ambas lógicas y el reconocimiento y valoración de la variable cultural puede contribuir a armonizar la convivencia social, y de paso darle algo de lubricación a los medios de comunicación tradicionales —sobre todo a la TV— y a una democracia que a los ojos de los jóvenes y del ciudadano de a pie se perciben bastante oxidados.

La mesa del pellejo

Cada vez me cuesta más entender cierta forma de asumir las “diversidades”, como si se tratara de problemáticas o luchas que en algún punto serían homologables, susceptibles de ser presentadas de acuerdo con una lógica sumatoria. Incluirlas en jornadas, congresos y coloquios a modo de “cuota” y de manera agrupada es un gesto que reconoce su existencia, pero en una jerarquía que las desmerece y que niega involuntariamente su potencialidad política.

Por Claudia Zapata Silva

Hace poco fui invitada a un congreso que proponía reflexionar sobre el momento político que se inauguró en Chile en octubre de 2019, específicamente sobre los desafíos que conlleva para la sociedad la elaboración de una Constitución Política. Mi participación se produjo en la mesa titulada “Derechos de las diversidades sexuales, los pueblos originarios y los migrantes”, junto a colegas especializados en cada una de estas temáticas. Estas líneas tratan sobre la incomodidad con que enfrenté en esa oportunidad un tipo de invitación que es recurrente para quienes nos dedicamos al estudio de estos temas.

Confieso que cada vez me cuesta más entender cierta forma de asumir las “diversidades”, como si se tratara de problemáticas o de luchas entre las que habría cierta continuidad política o que en algún punto serían homologables, susceptibles de ser presentadas de acuerdo con una lógica sumatoria. También por el lugar que ocupaba la mesa en el congreso, compuesto por otras ocho que versaban sobre temas como “política”, “economía”, “sociedad”, entre otros, y —nunca está demás decirlo— con una abrumadora presencia de hombres a cargo de estos temas generales.

Acepté participar porque tanto los organizadores como las y los colegas invitados me merecen el mayor respeto y porque la intención era contribuir desde nuestro quehacer investigativo a los debates ciudadanos, objetivo que comparto plenamente. También porque, como señalé, no se trata de una excepción sino de un gesto repetitivo en el ambiente académico, así como en el social y cultural —que son los espacios por donde circulo—, por lo que mal podría responsabilizar a este congreso en particular de falta de imaginación política.

Una reflexión más de fondo me lleva a reconocer que ha sido la propia cultura académica la que ha producido y reproducido esta forma de organizar el conocimiento desde hace largo tiempo. Son formas tan arraigadas que incluso se replican en espacios que, como este congreso organizado por estudiantes, cuestionan la cultura académica, aunque repitiendo algunos de sus problemas, entre ellos, la distinción jerárquica entre lo particular y lo general; la identificación silenciosa entre “las diversidades” y un paradigma agotado como es el de las minorías; y cierto regocijo por la otredad cultural.

Dándole más vueltas al asunto, tiendo a pensar que algo que también viene haciendo crisis a partir de los alzamientos populares del siglo XXI en América Latina es esta cultura intelectual que comprende estos temas como “compartimentos”, “fragmentos” o “residuos”, siguiendo la jerga de la cultura posmoderna que ha tenido en la academia occidental un peso abrumador desde que la guerra fría se decantó en favor del bloque capitalista. Un curso histórico que tal vez exigía mayor rigor crítico, no obstante, lo que produjo fueron teorías que actuaron, tal vez sin proponérselo, como correlato de esas transformaciones geopolíticas y económicas, enfocadas casi obsesivamente en el cuestionamiento de lo antiguo pero que terminaron siendo complacientes o poco perspicaces para cuestionar la lógica de acumulación capitalista actual y sus consecuencias políticas.

Entre esas consecuencias se cuenta el giro culturalista de las luchas —muy celebrado y promovido por estas teorías—, con un énfasis en la política identitaria. Luchas que arrancan con la reivindicación de una particularidad negada o denostada, pero que en un contexto posrevolucionario que imponía severas restricciones tuvo como única proyección el reconocimiento tibio de esa diferencia a nivel de los Estados nacionales, pero solo en aquellos aspectos culturales convenientemente separados de su realidad material y de una totalidad desigual que se sostiene en jerarquías de clase, raza, etnia, género y sexo. Fue ese mismo alcance modesto del reconocimiento el que empujó a una parte de estos sectores a imprimir nuevas direcciones a sus movimientos, por eso no es casualidad que lo que llevamos de siglo XXI tiene como uno de sus rasgos más sobresalientes la presencia de movimientos sociales en los que la reivindicación de esa dimensión cultural —sin duda potente y necesaria— se encuentra imbricada con la dimensión material. Allí radica su relevancia política en el contexto de revueltas populares que posicionan cada vez con más fuerza un horizonte distributivo.

La academia, como el espacio social que es, experimenta sus propias tensiones, transformaciones y aprendizajes en medio de esta historia viva que nos remece todos los días. Por mucho tiempo se abrazaron paradigmas teóricos que moldearon formas de pensar la política y que han hecho enormes contribuciones para sacudirnos de los vicios teóricos previos, pero que también presentan limitaciones a la hora de enfrentar los desafíos actuales, en parte porque respondieron a otros contextos, que en el caso de América Latina fueron las dictaduras, las transiciones democráticas y el neoliberalismo que ahogaba las opciones de cambio profundo. Entre esas limitaciones se encuentra una concepción fetichista de la resistencia, que poco distingue entre la sobrevivencia y la transformación de las condiciones que impiden la vida digna. Esto seguramente porque esa transformación estaba vedada por el peso del autoritarismo neoliberal, pero también porque desde esas teorías se nos dijo que la revolución había fracasado, que era cosa de hombres iluminados a los que había que erradicar de la memoria; y junto con ello, se nos habló de lo local —la región, el barrio, el cuerpo— como espacios privilegiados de la acción, desvalorizando la disputa de espacios territoriales y simbólicos más amplios.

Se trata sin duda de perspectivas más serias y de mayor contenido de lo que alcanzo a resumir aquí, no obstante, son ideas generales que constituyen la vulgata que circula profusamente por los campus de humanidades y de artes. Al mismo tiempo, conviene recordar que en igual período hay quienes debatieron con mayor o menor fortuna esas teorías, algunos intentando leer los cambios históricos desde perspectivas críticas actualizadas y otros aferrados al pasado. Un ejemplo interesante lo provee la academia estadounidense, relevante para esta discusión porque constituye uno de los centros mundiales desde los cuales se han importado —y se siguen importando— algunos de estos enfoques, no siempre de la manera más productiva y lúcida. De ellos, he seguido con particular interés la obra de intelectuales feministas como Nancy Fraser y Angela Davis, no porque considere que su pensamiento deba replicarse sin más, sino porque se trata de propuestas que invitan a pensar afirmaciones que han devenido, irónicamente, en verdades irrefutables, entre ellas la demonización de lo general y la celebración de lo local y lo fragmentario. En el caso de Fraser cuestionando el reduccionismo culturalista y la política identitaria que agota sus energías en el reconocimiento, abogando por la necesaria expansión de esa agenda hacia la distribución y la justicia; y Davis insistiendo incansablemente en el carácter estructural de las desigualdades raciales, de género y de clase, y en cómo estas forman parte constitutiva de un modelo de acumulación capitalista e imperial.

No es extraño que en el momento histórico que vivimos sintamos molestia frente a la compartimentalización culturalista y la política identitaria, cómodas a la acumulación del capital y fácilmente manejables por las oligarquías financieras, como de hecho ha ocurrido con el multiculturalismo hecho política de Estado. Porque este es un momento que ha remecido aquello que teníamos naturalizado y que nos anima, entre otras cosas, a concebir las “diversidades” como signos complejos que se relacionan con el todo, que tienen derecho al todo, que pueden y deben aspirar a refundar la totalidad que les niega justicia material y simbólica.

Si queremos incidir y aportar al proceso político desde nuestro quehacer académico no podemos continuar con la reiteración de ese modo de concebir las luchas de ciertos sectores sociales que señalaba al comienzo, porque incluirlas en jornadas, congresos y coloquios a modo de “cuota” y de manera agrupada es un gesto que reconoce su existencia, pero en una jerarquía que las desmerece y que niega involuntariamente su potencialidad política. Sobre este asunto es Angela Davis quien nuevamente proporciona las palabras precisas cuando sostiene en Una historia de la conciencia. Ensayos escogidos (2016) que: “No nos interesan la raza y el género (ni la clase, la sexualidad y la discapacidad) per se, por sí mismas, sino principalmente en cuanto base para las jerarquías de poder, de modo que podemos transformarlas en vectores interrelacionados de la lucha por la libertad”.

Contra la neutralidad: a propósito de desbiologizar la escritura

Aspirar a la “desbiologización” debe guiar nuestro proceder escritural y creativo, es el horizonte, pero tampoco debemos caer en la trampa que solo le conviene a la hegemonía, esa suerte de absorción de lo minoritario que lo único que hace es eliminar las huellas de la disidencia, de lo particular, de lo que se posiciona a contrapelo de los mandatos universalizantes.

Por Francisco García Mendoza

En este mundo la neutralidad no existe. Por lo mismo, quizá llama la atención la cantidad de constituyentes declarados independientes no neutrales elegidos para elaborar la nueva Constitución. Ni siquiera la neutralidad perpetua de Suiza en los conflictos armados es cierta. Podemos fisurar esa lógica, sí; podemos desestabilizarla, también; pero aspirar a su destrucción es una tarea que nos obliga a asumir posiciones que quizá nunca, pero nunca, estaríamos dispuestos a tomar. Me explico: cuando una niña o un niño nace, no tiene opción de elegir entre ser heterosexual, homosexual, o lo que sea. En realidad, existe un mandato, una obligación que de inmediato lo adscribe a cierta categoría general o universal. Se asume que ese recién nacido es heterosexual y si ese sujeto, ya en su niñez, ya en su adolescencia, incluso en su lecho de muerte, se da cuenta de que en realidad no adscribe a ese mandato, está obligado a dar explicaciones, a justificar su desacato. Un chico gay debe dar explicaciones, es lo que comúnmente se llama salir del closet. Debe explicarle a su familia, a sus amigos, a sus compañeros, que en realidad no adscribe a ese mandato heterosexual, incluso debe explicarse a sí mismo el por qué es lo que es. De ahí, en parte, las frustraciones y los altos índices de suicidio en la población adolescente no-heterosexual. Ir contra la corriente supone una entereza y una fuerza de voluntad superlativa. Del mismo modo ocurre, en diferentes grados, con otras categorizaciones que implican la adscripción a un binarismo que implica lo general, por una parte, y lo particular, por otra. Lo masculino siempre es universal, hay una apropiación cultural, social y lingüística, histórica del masculino como regla general. Cuando hablamos de “todos”, con “o”, se supone que nos incluye al universo total de sujetos, aunque sabemos que no es así. Cuando menciono “alumnos” se supone que estoy incluyendo a todos mis estudiantes, pero tengo claro que tampoco es así. Nuestra cultura, nuestra sociedad, está fundada en ese binarismo universal/particular del que es muy difícil, si no imposible, escapar.

Ahora bien, para retomar el tema sobre la neutralidad. Un chico o chica que se declare de género neutro o de sexualidad no binaria, en realidad no es ni neutral ni binario. Pues posicionarse a contrapelo del mandato heterosexual y masculino nunca es ser neutral. Siempre va a tener que dar explicaciones, siempre va a tener que justificar su existencia en un mundo que está fundado en una estructura dual, donde siempre el primero es el mandato y el segundo son los “casos”. Un chico o chica de género neutro, o de sexualidad no-binaria, está posicionado en un lugar otro, contrario incluso, a ese masculino universal y eso, en ningún caso, es ser neutro. Nada es neutro, incluso asumirse neutral es estar mucho más cerca del statu quo que de cualquier otra cosa. De ahí que me llame la atención el llamado que realiza la escritora Diamela Eltit a “desbiologizar” la escritura. Ese no basta ser mujer, pero tampoco basta ser hombre, que se ha replicado en diversas plataformas. Es cierto, hay diversas corrientes en esto de pensar el género en la escritura: por un lado está el relevar la particularidad de ese lugar minoritario, asumir la escritura desde una posición mujer, desde un lugar marica, indígena, en fin, desde cualquier lugar que no se corresponda con el mandato de lo universal, y potenciar esa particularidad, incluso estratégicamente; y, por otro, como parece asumir Eltit, está la corriente que aspira a ignorar estas categorías que arrastran una serie de binarismos tanto biológicos como culturales en la escritura. Sin embargo, pienso que mientras existamos y sigamos viviendo en una cultura cuya fundación está sostenida en estos binarismos diferenciadores, cualquier llamado a “desbiologizar” o “desgene(rali)rizar” la escritura, no es otra cosa que un masculinizar, heterosexualizar, la letra. Hablar de literatura, a secas, dejando de lado las categorías particularizadoras (escritura de mujeres, escritura marica) es una opción, pero no se puede desconocer el mandato que permite ridiculizar, por ejemplo, una “antología de cuento de hombres” o el “día del orgullo heterosexual”. Primero hay que socavar, y ni siquiera con socavar basta, la estructura social y cultural en la que estamos forzada e inevitablemente inscritos.

Diamela Eltit se adelantó, es cierto, pues antes que la escritura hay otras esferas que sostienen la articulación de la letra. Estoy de acuerdo con ella, sumamente de acuerdo, pero me parece, insisto, que antes es necesario dar otros pasos. Aspirar a la “desbiologización” debe guiar nuestro proceder escritural y creativo, es el horizonte, pero tampoco debemos caer en la trampa que solo le conviene a la hegemonía, esa suerte de absorción de lo minoritario que lo único que hace es eliminar las huellas de la disidencia, de lo particular, de lo que se posiciona a contrapelo de los mandatos universalizantes. Esa suerte de neutralización de la escritura, hoy en día, solo le conviene al lugar que históricamente ha mandatado la literatura y la producción cultural. La literatura, y, sobre todo, la cultura, sigue siendo definida por el mandato masculino y heterosexual. Derribar la estructura es el camino, como lo propuso alguna vez Patricia Espinosa con el Premio Nacional de Literatura. No basta con premiar a escritores no-masculinos de aquí al año 2100 para suprimir la diferenciación. Aún así, me temo, el gesto ni siquiera alcanzaría a fisurar la estructura social y cultural en la que estamos inscritos. Lamentablemente, la vida no es la literatura, la inteligibilidad de los sujetos no depende de quienes expresamos nuestro deseo en la posibilidad de la letra. De todas formas, es relevante pensar y discutir proposiciones como las expuestas por Diamela Eltit, quizá no resolverlas. Aunque nuestros trabajos académicos deban responder a una estructura más bien científica, el fin último del debate cultural no debe ser la respuesta, no debe ser nunca, jamás, la comprobación de la hipótesis.

El dominio que te concierne

Tal vez en esa sensación de lo efímero, en ese arranque de vida que es un recuerdo, en esa cosa informe que es la memoria, se juegue esta permanencia en la inmovilidad. Todo pareciera mezclarse en la memoria caóticamente, como fragmentos de cuerpos entrelazados, como si también hubiese caído una bomba sobre Viña del Mar, y la vida se detuviese como lo ha hecho desde hace ya un año, situando a todos al borde de un cráter, arriba de escombros, copa en mano, dispuestos a brindar por la catástrofe que, pese a todo, aún los mantiene con vida.

Por Claudio Guerrero Valenzuela

Escrito está en tus páginas
que poesía y principio de propiedad
dos fuerzas son que se repelen,
pero escrito está también
que la poesía es infinita y divina,
no hay tiempo preciso ni lugar,
y el dominio que te concierne
verdadero, eterno, único es,
imperio sobre el universo todo.
Sergio Raimondi, Poesía civil

A nuestro alrededor los cuerpos se alzaban de la piedra
formando grupos compactos, enredados entre sí como
si una explosión los hubiera reducido a fragmentos.
Peter Weiss, La estética de la resistencia

No sé por qué, esos aviones me parecían más naturales
que las pequeñas luciérnagas volando a ras del piso las primeras noches calurosas de la última primavera.
Sergio Chejfec, Modo linterna

Llegue, pues, el oficio segundón, a la hora de la crisis, cuando el tedio
ya aparece en su fea desnudez; venga cualquier cosa nueva y fértil,
y ojalá ella sea pariente de la creación, a fin de que nos saque del atolladero.
Gabriela Mistral, El oficio lateral

Hay en alemán una palabra para designar este sentimiento de bienestar
que provoca el estar a salvo en un espacio cálido e inexpugnable: gemütlichkeit. La gemütlichkeit no es tan sólo confort o comodidad, es sobre todo refugio, depuración,
la sensación de hallarse en el propio nido, lejos de las complicaciones externas.
Fabio Morábito, También Berlín se olvida

Escucha a Sergio Raimondi en un podcast de la Deutshe Welle y le oye decir que ha escrito un poema a las grúas de Berlín como parte de su estancia en la ciudad durante un año, gracias a una beca de la DAAD. El entrevistado le sugiere a la entrevistadora, de acento rioplatense como él, que se fije en que en esta ciudad siempre hay un edificio en construcción. Ella pronuncia la palabra grúa en alemán, pero no alcanza a retenerla y prontamente lo olvida, mientras continúa con el aseo dominical de su casa en Viña del Mar, afanado en limpiar un WC que se propone dejar prístino, como recién comprado. En el último tiempo se ha habituado a cocinar o a realizar la limpieza con un parlante de mano que hace rebotar los sonidos de canciones, las noticias de la radio o podcast de todo tipo. En el último tiempo, la pandemia ha traído de vuelta la escucha.

Prestar oído le ha devuelto algunas sensaciones, algunos silencios, algunas imágenes de aquella ciudad. Durante un tiempo pensó que tras los treinta días que duró su estadía en la capital alemana gracias a una beca bastante más modesta que la del poeta de Bahía Blanca, hace ya casi tres años, nada interesante podría escribir sobre ella más que anécdotas absurdas, detalles inoficiosos, impresiones sesgadas y comparaciones propias de turista latino habituado al caos de las sociedades del tercer mundo. Si traiciona ese imperativo soberanamente autoimpuesto se debe más a ciertos misterios difíciles de desentrañar que a una actitud lógica o extremadamente racional frente a la escritura. Esperanzado, también, en apuntar algo más que una simple idea del viaje, o motivado, quizá, por este encierro pandémico que revuelve los tiempos, diluye las acciones y confunde los espacios activando la imaginación, se atreve a ensayar algo, a retomar incluso un diálogo imaginario con el poeta argentino, continuación del comenzado hace unos años a partir de la lectura de su libro Poesía civil, y que ha girado particularmente en torno a las relaciones entre poesía, creación y comunidad, así como al lugar de la escritura en el contexto de una crisis continua que parece predominar hoy en todos los ámbitos de la vida.

Leyó hace poco un tratado sobre el pensamiento apocalíptico —si hay algo que la pandemia trae a escena es la posibilidad cierta de un final— donde el autor citaba un verso de Wallace Stevens, expresando algo así como lo que sigue: “La imaginación se encuentra siempre en el final de una era”. Si hay algo que ha aprendido a hacer en este último tiempo es a convivir con la incertidumbre, las urgencias y las necesarias propuestas tentativas para una pregunta que se ha hecho recurrente: cómo seguir viviendo juntos, cómo pensar un futuro distinto.

El virus mutante ha generado otro orden de cosas. Ha acelerado la exigencia de la escritura hasta un punto insospechadamente vital, como si escribir pudiera, en parte, apaciguar la angustia de las imprecisiones del tiempo presente. Pero también ha impuesto otra manera de comunicarse con las personas, quizás una más prístina, sincera y directa. En el último año ha conversado más seguido con sus antiguos amigos de colegio y de universidad que hasta antes del confinamiento. También, entremezclado con las labores de aseo, cocina, preparación y realización de clases, ha acompañado las tareas de la más pequeña o escuchado las hazañas acometidas en los juegos en línea por el más grande, y se da el tiempo para conversar por videollamada con uno de sus cuñados quien, literalmente, ha regresado de la muerte. Después de permanecer intubado por alrededor de un mes y medio, ha regresado a casa. Andrés le cuenta con detalle algunos de sus viajes alucinatorios, encuentros imposibles con su abuelita en una antigua mansión, la certeza de hallarse en Temuco y no en Santiago, paisajes eternos con gente caminando como zombies sin dirección alguna. Pero de todas esas pequeñas historias, una le ha quedado resonando: ha llegado hasta un lugar que parece registro civil y se siente compelido a mostrar su carnet de identidad. El funcionario que se lo exige le pregunta: ¿y usted qué hace aquí?, si usted está muerto.

……

Por aquel entonces hacía calor en Berlín. Un calor húmedo de verano que despertaba unas ganas tremendas de tomarse una cerveza diaria, o una Club Mate, siempre refrescante, que compraba al paquistaní del negocio de la esquina cada mañana, cuando salía en dirección a la estación de tren que lo llevaría hasta Postdamer Platz, donde se hallaba la biblioteca del Instituto Iberoamericano, lugar en que debía revisar una serie de documentos y papeles que no viene al caso mencionar y que solo le produce fatiga en este momento. Motivado por el entusiasmo de lo nuevo, los días debían ser intensos y solo debía agotarse por el extremo cansancio.

Extrema fascinación causaba la idea de un muro fantasma que dividía la ciudad en dos: pesquisar sus huellas, contrastar el Este con el Oeste, definir criterios arquitectónicos que separaban un lado del otro. Sumado a los bombardeos y destrucciones de antiguas guerras, cada rincón de la ciudad parecía un hecho histórico ineludible que causaba escozor descubrir: aquí en la Plaza de la Ópera fue la famosa quema de libros; por acá en un lugar difícil de precisar, muy cerca de la Puerta de Brandenburgo, se hallaba el búnker de Hitler; por este camino de Pankow ingresó el ejército ruso; en esta estación de trenes llamada Anhalter Banhof, que hoy conserva apenas su grandiosa puerta, deportaron a miles de judíos hacia la muerte; en la arquitectura del estadio Olímpico es posible observar gran parte de la megalómana estética nazi; en la cúpula del Reichstag los rusos izaron la bandera con la hoz y el martillo. Cada espacio contaba su propia historia, del mismo modo que lo haría La Moneda o el Estadio Nacional para un extranjero. Pero como espacios mentales visitados previamente por la lectura, el hecho de que ahora se erigieran como lugares reales, con volumen, olores y colores, le parecía un asunto estimulante.

Una ciudad habitada por estos espectros, construida en base a las vías ferroviarias que constituyen las venas de Europa, y que expresan una conciencia modernizadora voluntariosa, una ciudad que mezcla palacios con edificios de cristal, donde se pueden encontrar los centros corporativos de las empresas más grandes del mundo, rodeada de enormes parques y bosques, de sempiternos ciclistas que se desplazan de un lado a otro con ordenado frenesí, todo revuelto con la vocación de quien sabe habita un espacio único, todo eso le permitía figurársela como un teatro inacabable, imposible de cartografiar en tan solo un mes y al mismo tiempo como algo inútil de capturar.

Todas las ciudades conservan las huellas de un pasado horrible, aunque no se dejen ver con transparencia. Hace casi una década, cuando llegó a vivir a la costa desde la capital, entre las muchas cosas que le llamaron la atención del balneario que hasta entonces le parecía más conocido por su vocación turística, algo así como una Acapulco del Pacífico Sur, fue notar la casi total ausencia de centros de memoria que hablaran del pasado reciente. La dictadura, iniciada aquí y vigente apenas unas décadas atrás, había sido borrada por completo de la ciudad. Casi por casualidad descubrió que un edificio frente a la Estación Miramar ocupaba el mismo lugar de lo que fue un centro de tortura de la policía secreta. Cercano a su casa, también, tardíamente descubrió una casona, por Agua Santa arriba, que formó parte de la clandestinidad de la muerte y que ahora parece estar habitada por una familia. ¿Sabrán ellos de los gritos ahogados de los torturados que aún emergen de las habitaciones?

Algo similar pasaba con esta otra ciudad colmada de historia, donde la resonancia de antiguas bombas se mezclaba con otras historias cruzadas, tanto o más fascinantes: en esta casa que hoy es una farmacia pasó sus primeros años de infancia Walter Benjamin. En esta esquina mataron a Rosa Luxemburgo. La Alexanderplatz sigue siendo casi la misma que descubrió con emoción retratada en la película Goodbye Lenin. Junto al río Spree es dable sentarse a escuchar música y tomar cerveza después de visitar el Berliner Ensemble de Bertolt Brecht. Por otra parte, Jennifer, la anfitriona que le abre las puertas de su casa y le acoge con entusiasmo, le explica que en la ciudad todo está regulado, que cruzar la calle fuera del espacio peatonal destinado exclusivamente para aquello puede constituir la más terrible afrenta y una muestra de incivilidad, y que la ciudad está marcada por este tipo de actitudes y comportamientos que se deben aprender.

Conviven la historia y un presente que no exhibe huellas ni expresiones regulares de su pasado, pero que en ocasiones se percibe con una tensión contenida. Jennifer y su marido chileno, Tato, trabajan en una escuela con inmigrantes, con niños, niñas y adolescentes que generalmente han padecido las cosas más terribles antes de llegar hasta Alemania. Hacen notar que la inmigración es un problema importante para los alemanes. Ellos lo perciben a diario y forman parte de una primera línea de atención y contención, emocionalmente agotadora. No todos en el país están realmente abiertos a su acogida y, como en otras partes del continente, es en los espacios rurales donde existe mayor resistencia. Berlín es una Babilonia repleta de turcos, sirios y latinoamericanos, y a veces se tiene la impresión de estar en cualquier otra parte del mundo. En cierta oportunidad se dirigen a la piscina pública de Charlottenburg, construida, se enteró hace poco, hace ya más de un siglo. Una piscina enorme, profunda, donde los niños y jóvenes pueden lanzarse clavados desde tres o cinco metros de altura, con absoluto desenfado. Conforme transcurría la tarde, se producía un singular recambio en el color de la gente y en el ruido reinante: lo blanco y lo rubio que predominaba a primera hora daba paso a la tez morena de la inmigración del medio oriente. Y la tranquilidad y el silencio inicial era reemplazado por un bullicio de gritos, risas y discusiones en elevado tono que hacía pensar en una inminente gresca. Hermosas musulmanas con burkinis marca Adidas que cubrían todo su cuerpo, y enormes mocetones en zunga, de pronto se gritaban de un lado a otro y copaban el espacio. Se notaba cierta tensión en los guardias. Le pareció, en algún minuto, que la piscina municipal se parecía a cualquier otra piscina municipal en donde se expresa lo público en todo su esplendor, un lugar adonde llegan personas de toda clase, y donde la felicidad se manifiesta libremente, pero le sorprendió y le pareció simbólico que a determinada hora de la tarde lo germánico se hubiera retirado, haya abandonado el lugar de modo tal que la inmigración pudiera encontrarse de pronto a sus anchas, ya dueños del espacio. A la inversa, como muestra quizás de las relaciones transculturales siempre inciertas entre dos o más culturas, cuando se encuentra con Diego, un exalumno chileno que cursa un postgrado en la ciudad, y se dirige con él a los bares de Kreuzberg para beber cerveza y conversar durante horas acerca de la vida, la historia y la poesía, y se entera de que cierto puesto de dönner kebab es considerado el mejor de la ciudad, constata que este se llena de alemanes que no tienen problema en hacer una fila de media hora para atiborrarse gustosos con este plato foráneo, casi del mismo modo como en Viña del Mar los autos taconean la calle frente al Casino a la espera de una hamburguesa McDonald’s.

Hay un equipo de la Bundesliga en Berlín: el Hertha, de camiseta azul. El otro, el Unión Berlín, con indumentaria roja, juega en la segunda división. Los azules son del oeste y los rojos del este. Los primeros son más ricos y los segundos un club pequeño de la parte industrial de la ciudad, pero cuyo estadio se encuentra en medio de una zona boscosa, de esas que abundan por todas partes. Va a ver al Unión Berlín. Demora hora y media en atravesar la ciudad, combinando el tren con un tranvía repleto de hinchas cerveza en mano. Le parece que esto podría ser lo más cercano a una idea inconclusa y sinsentido de lo germano. La alegría desborda, un repertorio contagioso de canciones es entonado festivamente, enormes banderas que se doblan como mariposas, y como se diría en Latinoamérica, predomina el colorido de la fiesta futbolera. El estadio se encuentra repleto de gente, con veinte mil personas en las tribunas, todas de pie bien apretadas, porque no hay butacas. De pronto se ve compelido a saltar y a cantar también, aunque no entienda ni media letra de lo que se entona. Los coros resuenan fuertes, muy graves, y no sabe por qué piensa que las canciones del ejército alemán invadiendo terreno enemigo deben haber sonado parecido a esto. Antes, durante y después del partido, la gente toma cerveza y acompaña con una currywurst bien aliñada o una weisswurst generosa. Las familias van con sus niños en bicicleta; de hecho, hay un enorme aparcadero de bicicletas, casi no circulan autos, y todo le parece una hermosa fiesta de mediodía coronada con una victoria del local por dos a cero. De vuelta a su casa al otro lado de la ciudad, decide tomarse una última cerveza y caminar el trecho que antes realizó en tranvía. El paisaje de fábricas, de enormes bloques de edificios y calles desiertas de domingo se le aparece más real que el circuito próximo al casco histórico. A un costado, el enorme río se ha vuelto mucho más ancho y caudaloso, y un barco transita apacible llevando alguna carga cuyo destino ignora y que tampoco se da el trabajo de imaginar.

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Todo se mezcla en la memoria, todo concurre simultáneamente en este tiempo detenido impuesto por el virus, en este día gris asolado por una vaguada costera que extiende una red durante días enteros, todas las imágenes se mezclan descentrando la experiencia, tanto, que podría dar casi lo mismo dónde tiene lugar, porque pareciera ser siempre una misma y única experiencia de asombro ante el silencio que impone la reclusión, la detención del tiempo que propone la lectura, o el mismo ritmo cotidiano de tareas hogareñas que sustentan la limpieza, la alimentación o el orden. Pero también cansado ya de los encuentros virtuales vía Zoom con familiares y amigos tanto o más cansados, de los chats por Whatsapp, o de las terapeúticas llamadas telefónicas que recuerdan que allá afuera existe otro, la escritura se vuelve un reservorio propicio para la contención, y un modo de encauzar el enorme tráfago de ideas que llega de todos lados como noticias de tristes presagios.

Tal vez en esa sensación de lo efímero, en ese arranque de vida que es un recuerdo, en esa cosa informe que es la memoria, se juegue esta permanencia en la inmovilidad, esta detención obligada que hace que todas las calles sean las mismas, más allá de la impertinencia de la comparación, y que todos los espacios parecieran confluir en uno solo y al mismo tiempo, en un punto concentrado del universo. Adónde lo llevan estos trenes de la S-Bahn que circulan hacia lo infinito, se pregunta, como en un eterno círculo que desvanece el tiempo. Los árboles del Tiegarten se podría decir que se asemejan a los de la Quinta Normal. Allí tomó de la mano a una ninfa esquiva, allí también el mármol emerge del pasto seco y proyecta sombras por todos lados. Bajo esta misma lógica, ya no sabe si a la salida de la estación del subterráneo se encontrará con un palacio cuyo invernadero es idéntico al que alguna vez observó en el Parque de Lota. Y las estatuas podrían ser las mismas del Parque Lezama de Buenos Aires, o del Parque Italia de Valparaíso. La calle de Viña del Mar donde vive, por su parte, se parece al camino que recorrieron a caballo los soldados libertadores bajando por Putaendo. Todo pareciera mezclarse en la memoria caóticamente, como fragmentos de cuerpos entrelazados, como restos de cuerpos destrozados y unidos unos a otros por costuras invisibles, como si también hubiese caído una bomba sobre Viña del Mar, y la vida se detuviese como lo ha hecho desde hace ya un año, situando a todos al borde de un cráter, arriba de escombros, copa en mano, dispuestos a brindar por la catástrofe que, pese a todo, aún los mantiene con vida.

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La bibliotecaria, una española algo mayor y que residía desde hace unas cuantas décadas en Alemania, intrigada y tal vez orientada por la lista de libros que a diario solicitaba revisar, un día le regala un libro: La estética de la resistencia, de Peter Weiss. Le dice que cuando tenía su edad leyó aquel libro con devoción, y que su lectura le había permitido una comprensión bien particular de lo que significa la creación artística en contextos históricos angustiantes. Entre otras cosas, el libro había significado un acompañamiento vital para sobrellevar, a través de la sublimación del arte, cierta distancia elitista que promueve el circuito de arte europeo, una cuestión muy lejana, casi inalcanzable para cualquiera que no contara con las credenciales sociales que como autor lo habilitaran para participar activamente de ese circuito. El libro le había entregado una dimensión ética de la creación que guardaba relación, además, con el compromiso con una época, con la pasión por cambiar un panorama establecido, cierto statu quo, al menos desde la comprensión de la propia subjetividad como ente creador, para desde allí resistir a todo tipo de hegemonía. Y le recalca esto último, como advirtiéndole que cada vez son más sustantivos los recortes a la cultura por parte del Estado benefactor, que ella lo ha constatado con su hijo violinista miembro de la Orquesta Filarmónica, y que el fantasma del neoliberalismo también acecha sobre Europa, que ya atraviesa a los países con vocación socialdemócrata, promoviendo las lógicas de la oferta y la demanda por sobre cualquier otra, aun en el espacio de la cultura.

Apremiado por otras lecturas que se le imponen, el libro no será leído sino bastante tiempo después, lejos de allí, bajo otras circunstancias, como si cada obra, como este mismo escrito, tuviera un propio tiempo que se debe respetar, como si no hubiese en verdad tiempo preciso ni lugar, como si su imperio estuviese fuera del tiempo. Por entonces, la urgencia investigadora lo situaba en revistas de principios de siglo veinte difíciles de hallar en otra parte, así como también en aquellas historias que intentaban articular el significante traumático constituido por el holocausto. La memoria circulaba por todas partes en una ciudad que aprendió a administrar la historia de manera culposa, después de haber desencadenado una de sus tragedias más grandes. Los museos, los memoriales, las placas recordatorias se le aparecían por todos lados como parte de un pasado todavía presente, todavía hiriente, recordándole al espectador que forma parte de una cadena ineludible de acontecimientos y que estos, a menudo, se presentan de manera circular, en algo así como un eterno retorno, pero del cual es imperativo extraer lecciones, modificando con variaciones el nuevo estatus del infinito. La imagen le recordó ciertas composiciones que atribuía a Johann Sebastian Bach: la idea de fugas y contrafugas, que en su modo alternado o trenzado de expresión constituían variaciones sobre un mismo tema, deformaciones de un objeto o simples desvíos que de todas formas impedían un extremo alejamiento de la nota detonante. La cultura de la memoria, siempre abierta, siempre en disputa, siempre conflictuada, se parecía en algo a eso: a un ir y venir, a un desplazamiento incierto sobre un campo más o menos delimitado, a un espacio restringido por la historia, dominado por la historia, marcado con sangre por la historia, que es el pie forzado, in media res, de todo comienzo. Pero al mismo tiempo la memoria se le imponía como un camino a desandar, un tránsito con lógicas propias, imprevisibles y a veces dolorosas. Un desplazamiento de signos que había que aprender a leer para estructurarla y darle forma.  

Cuando retoma la lectura de La estética de la resistencia, en la parte de abajo de la última página, como si fuese una continuidad de la historia, un más allá del punto final, lee, escrito con letra manuscrita, un nombre: Fca Roldan. Nada más. Sin punto, sin tilde, apenas un registro de una pertenencia que optó por diluirse para compartir, en otro tiempo, la experiencia de la memoria.

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El silencio que se instala actualmente en las ciudades regidas por cuarentenas y restricciones de movimiento ha puesto frente a los ojos la idea de naturaleza, y una reflexión acerca de los alienantes modos de vida que predominan en las grandes urbes. Le pareció que Berlín tenía una extensión similar a la de Santiago. Se podría decir que su superficie, lo que se demoraba en recorrerla de un punto a otro era más o menos la misma, pero con una notable diferencia: tenía la mitad de los habitantes. Tal vez porque era verano y seguramente la gente migraba hacia diversos lugares de descanso, la ciudad le pareció muy silenciosa. Cómo será en invierno, entonces, cuando el frío y la nieve cubre todo como con un manto y la gente se manda a guardar. Ese silencio no lo volvió a sentir sino tiempo después, cuando obligados por la reclusión, el barrio viñamarino se volvió callado y los autos dejaron de pasar con la frecuencia acostumbrada, y las bocinas frenéticas de las micros, como de tren histérico, dejaron de sonar alarmantemente. El silencio impuesto en las noches ha opacado también las risas estruendosas que solían escucharse rebotando en la quebrada, esas cuya procedencia resultaba inoficiosa definir. El eco las hacía dirigirse de un lado a otro como una pelota sobre dos muros equidistantes, de acá para allá, envolviendo la quebrada donde vive en una atmósfera de alegría que no resultaba para nada molesto, en especial cuando las carcajadas se volvían contagiosas, o cuando dicho jolgorio se daba en el propio hogar. El toque de queda como excepción regularizada ya lleva más de un año, y a partir de las siete u ocho de la tarde se grava una quietud que transforma la ciudad en un pueblo, como cuando sus tías de Rengo, un poblado minúsculo situado a unos 120 kilómetros al sur de Santiago, sellaban las puertas de la casa con unas enormes vigas de madera que parecían durmientes arrancados de alguna vía férrea, clausurándola por completo para los asaltantes de gallinas y los borrachos impertinentes. Entonces solo cabía la posibilidad del peso de una noche densa e infranqueable.

El retorno a la naturaleza ha sido documentado con esperanza por ambientalistas, ecocríticos y algunos estudiosos del antropoceno. Dicho regreso ha morigerado el pesimismo frente al estado de destrucción del planeta, volviendo a poner en el tapete los efectos del cambio climático. Se han escuchado reportes de aves que volvieron a sus antiguos hábitats, de pumas y cóndores que bajaron de la precordillera y fueron vistos merodeando las casas del sector alto de Santiago, de los bajos niveles de smog de Beijing, de la mejor calidad de vida que llevan las mascotas gracias a los bajos índices de ruido en las grandes urbes, o de la caída en los niveles de emisión de carbono debido al menor volumen de vuelos comerciales. Como contrapartida, el encierro ha gatillado un aumento de la violencia intrafamiliar, y preocupantes indicadores de alteraciones en la salud mental de niñas y niños, entre otras muchas consecuencias respecto de las cuales habrá que indagar de qué modo y hasta cuándo perdurarán en el tiempo.

Llevar un huerto es algo que aprendió de Gabriela Mistral. Ella le llamaba el oficio lateral a esto de ser huertera: mantener una ocupación paralela al oficio principal. Ella se dirigía principalmente a los instructores, mal pagados, agobiados, y que pronto comenzaban a mirar con desdén su propio oficio. Pero también lo aplicaba para su propia labor principal: la escritura. Su oficio lateral le proporcionaba la energía renovadora, cierta suspensión de la temporalidad que le permitía mantenerse lo más alejada posible de la racionalidad y del trabajo físico que impone el escribir, de modo de llenar el alma con otra cosa, por el simple placer de hacerlo. Mistral eligió el huerto, el cuidado de plantas, frutas y arbustos, como cualquier otra persona elegiría la carpintería, la herrería o algún deporte. Mistral optó por el despeje mental que traen aparejados los tiempos de siembras y cosechas, que dan las podas y las manos con barro, las tijeras y el combate contra la hierba mala que quita fuerza y vigor a las plantas. El cuidado y el cariño por una pequeña porción de tierra que acompaña y nutre la actividad humana. Un cuarto propio afuera de la mesa de escritura. Un cuarto propio que es un afuera y al mismo tiempo una extensión del acto de creación.

El concepto utilizado por Mistral, vitalista y desalienante, cobró sentido para él cuando empezó a ejercer la pedagogía, hace dos décadas. Resultaba algo casi de vida o muerte, por propia sanidad mental, cultivar un pasatiempo que permitiese dejar de lado las presiones que supone la docencia. Pero cuando conoció en Berlín los kleingärten, unos pequeños jardines que los berlineses cultivaban lejos de sus hogares, a la vuelta de la esquina, cruzando la calle, a menudo próximos a la línea ferroviaria, y que resultaban ser jardines comunitarios muy cuidados, a veces con pequeñas casas en miniatura que ofrecían algo de sombra y hacían más agradable la estancia en verano, se le ocurrió, desde su ignorancia, que esta costumbre tal vez tuviera relación con una economía de guerra, de subsistencia, que permitiese asegurar una alimentación mínima cuando el trabajo agrícola tuviese que parar por razones de fuerza mayor. Se le figuró que aquellos kleingärten, que proliferaban por todas partes de la ciudad, constituían pequeños refugios para las atormentadas almas de los berlineses, agobiados por los escombros de su propia historia.

Estos jardines que a veces ocupaban una manzana entera, y a los que nunca se atrevió a entrar, proporcionaban un sustento seguro para las crisis, de allí saldría el tomate o la lechuga con que hacer frente a la fragilidad de la vida en guerra. En el oficio de cultivar estos pequeños terrenos, por tanto, también se jugaría de modo extremo una salida a lo precario, a cierta inestabilidad que entraña la vida moderna, una posibilidad de ponerle fin al quietismo improductivo, a la lasitud que conduce al nihilismo y al tedio, dando pie alegremente, de modo regenerador, como lo pensaba Mistral, a la posibilidad de crear un refugio, un espacio propio que resultase significativo, revitalizante y placentero, pariente de la creación como alternativa al atolladero. Pero no de manera individual, sino que en perspectiva comunitaria, como una opción a escala menor frente a las lógicas del capital, que promueve la competencia, la atomización y el debilitamiento de las redes organizativas sociales. Piensa que tampoco se trata de romantizar estos espacios, porque en verdad poco o nada sabe de ellos, pero le gusta la idea de imaginarlos como huertos comunitarios similares a los que existen en muchas ciudades latinoamericanas, al menos como potencia creativa, como posibilidad de un orden distinto que se pueda reproducir, aunque sea en el espacio de la miniatura micropolítica. Las pequeñas construcciones que acompañan estos huertos se le aparecían, por lo demás, como casitas de muñeca, pequeños palacios de descanso cuyo único horizonte es el bienestar y la posibilidad de realizar una quimérica vida imposible de vivir fuera de allí, una estancia utópica más allá del frenético paso de los trenes que remece las pequeñas estructuras. Esta idea se le ocurre ahora, con el encierro: los kleingärten como una puesta en abismo de una imposible realización mayor, nacida como resistencia ante el agobio de lo real, como nidos o bunkers a ras de suelo.

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Hace muchos años había comenzado a llevar un huerto con cierta devoción, actividad que se intensificó durante el periodo de la pandemia. Ya no bastaban otros oficios paralelos igual de nutritivos como el fútbol, cada vez menos relevante desde que los clubes se habían vuelto sociedades anónimas, se había implementado la así llamada política vigilante de Estadio Seguro, y las butacas individuales con estándar FIFA habían terminado por borrar la antigua sociabilidad de la gradería popular, lugar de encuentro colectivo que también permitía una suspensión momentánea de la realidad. Poco a poco, guiado por el confinamiento obligado, de pronto la familia comenzó a nutrirse con mayor frecuencia de acelgas, tomates, cebollas y una que otra papa que surgía sin previo aviso. Lo demás consistía en cuidar el generoso limón que regularmente ofrecía sus frutos durante todo el año, en darle forma al jazmín que recordaba al de la casa de su infancia, en cuidar las rosas, o regar con abundante agua el helecho que la antigua dueña de la casa había hecho plantar, traído de no sabe dónde, aunque es un árbol que se da con frecuencia en el sur de Chile, en sectores como Valdivia o Puerto Montt. Cada fin de semana del último año destinaba parte importante de su tiempo a embellecer el jardín, que ahora había pasado a ser objeto de observación y cuidados cotidianos, que entregaba calma y tranquilidad en medio de las agobiantes noticias de muerte que diariamente transmitía la radio a la hora en que se dedicaba a preparar el almuerzo.

La tarea de embellecerlo todo de pronto se volvió moneda corriente. Para sobrellevar lo más amigablemente posible el encierro, ahora que pasaba todo el tiempo en casa, se hizo necesario preocuparse también por otros espacios cotidianos. Es así como el paisaje del patio trasero visto desde la cocina, donde la familia pasaba una gran parte del tiempo, le resultó cada vez más molesto, incluso insoportable. Bastó un movimiento de piezas para terminar con la molestia y el desagrado. Hizo traer un par de maceteros de gran tamaño desde el otro lado de la casa, unos hermosos maceteros de greda que habían comprado hace unos años en Pomaire, y el par de arbustos que contenían resultó suficiente para cambiar la fisonomía triste del paisaje, invadido por el muro de piedra que sostiene al cerro que irrumpe por detrás. Lo propio ocurrió con la tremenda pared blanca de la casa del vecino, que también se incriminaba como parte de la misma molestia, como una ominosa blancura insoportable. Una pareja de muralistas, cercanos a Crishea y Rosario, dos amigas del barrio que se dedican a la música y que también practican un oficio lateral, pintaron con motivos marinos ese espacio, y ahora todo lo invade un azul intenso que llena de vida y permite olvidar a menudo las amenazas del exterior.

La modificación del espacio cotidiano ha resultado un pasatiempo edificante, en el amplio sentido del término, en distintos sectores del barrio. La terapia ocupacional que se despliega trae consigo golpeteos de martillos y zumbidos de galletas. Muchos de los vecinos de la cuadra, con dineros frescos sustraídos a las pensiones de la futura jubilación, dada la posibilidad de retirar el 10% de lo acumulado, aprovechó de reparar algún techo, construir un nuevo baño, reponer el piso de la cocina o volver a pintar la fachada de su casa. El silencio cotidiano del encierro se ve interrumpido por este régimen de sonidos que de manera más o menos regular se despliega desde hace meses, de nueve de la mañana a seis de la tarde, como si la pandemia obligase a reparar el descuido cotidiano, como si de pronto los habitantes de la ciudad, en un acto trágico de reconocimiento, se hubiesen percatado de que algunas de sus condiciones materiales de existencia podían modificarse. Algunos, los que pudieron hacerlo, los que no estaban endeudados, tuvieron tiempo para fijarse en las manchas de la cocina, en lo sucia que estaba la pared, en lo bueno y sano que sería adquirir un living nuevo, sobre todo ahora que se pasará todo el tiempo en casa, en especial cuando el hogar es ahora el centro de todo, el refugio, el nido, lejos de las complicaciones externas. Un vecino que aprovechó de montar un gimnasio en la parte trasera de su vivienda comenta que los materiales de construcción se han encarecido y que son cada vez más escasos, que en una oportunidad tuvo que llegar hasta una ferretería de Concón para conseguir unos listones de madera, y que prácticamente fue él quien terminó por llevarse los últimos que quedaban. Su construcción está ahora detenida a la espera de los materiales que terminarán por darle forma a sus afanes deportivos.   

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Si hay algo que quizás la pandemia ha acelerado irremediablemente es la añoranza por momentos de vida que ya no pueden reeditarse. Al recordarlos, trae de vuelta como bofetón en el rostro una realidad imposible de recuperar. Conectado a su computador en su escritorio de trabajo, asiste a la presentación de un libro de la poeta argentina Alicia Genovese, publicado en Chile por Ediciones Inubicalistas. Escucha atentamente sus poemas y luego se abre una conversación en base a preguntas, respuestas, contrapreguntas y apertura a nuevos aspectos de su poesía, diálogo que se interrumpe abruptamente cuando Alicia se va de la conexión y no vuelve más. Un compatriota de la poeta señala que una tormenta asola Buenos Aires en esos momentos, y que probablemente no regresará. De pronto, la gente de California, de Santiago o Talca se ve compelida al retiro, y esa charla que antes, en el tiempo de la presencialidad, se prolongaba largamente junto a un vaso de vino, termina fríamente cuando el retiro perfomático de la estrella principal del evento resulta como un imperativo de la huida, un triste sonido de trompetas que indica que todo debe llegar hasta ahí para retornar a las sombrías vidas del encierro. Con el sabor amargo de boca se retira de la conexión de Zoom, y el paisaje rutinario le cae encima para alejarlo, quizás por cuánto tiempo, de las amigas y amigos poetas con los que acostumbraba a compartir cada vez que un nuevo libro aparecía sobre el escenario de Valparaíso. El enclaustramiento se le vuelve otra vez algo insoportable, algo que debe ser contrarrestado, una angustia cada vez más difícil de sobrellevar.

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Día a día el periódico le trae las noticias que no quisiera leer ni escuchar. Con el paso del tiempo la segunda ola de la pandemia se ha vuelto una amenaza más real, y ahora no solo han subido considerablemente los contagios, sino que le pareciera que se acerca a su barrio, a su casa como un algo informe, ominoso, como la alegoría que expresa la película La cosa, de John Carpenter. A la espera, todavía, de una vacuna que no llega, se entera de gente cercana, de la misma edad, incluso niños, que han contraído el virus y que lo han pasado muy, pero muy mal. No quiere pasar por eso. No está preparado emocionalmente para ninguna enfermedad de este tipo. Los días se le figuran como un agotador acto de resistencia que comienza cada mañana a las ocho, cuando las labores escolares de los niños y las propias suyas obligan a un despertar rápido, ejecutivo, en la autoimpuesta economía de guerra y de supervivencia, que consiste en levantarse, ducharse, vestirse, tomar desayuno y tender las camas, todo en un razonable lapso de tiempo, y preocuparse de que todos cumplan con el régimen de sanidad mental, para luego comenzar las obligaciones propias que hacen el día amable y llevadero. Entonces cada uno se va a lo suyo, pero siempre alguien debe quedarse con la más pequeña, que con cinco años todavía requiere de gran atención por parte de sus padres. El sistema de turnos, al cabo de unas semanas, resulta bien aceitado, pero intenso. Oficiar de profesor o profesora de enseñanza básica no es algo para lo que se ha preparado, y a menudo, en mitad de la jornada, es como si ya hubiese transcurrido un día entero.

A veces se pregunta respecto de cómo afectará esto a los niños. Están felices de permanecer junto a sus padres todo el día, no cabe duda, pero el espacio de la adultez, cada vez más estrecho, a veces necesita de otro tipo de respiración. Cuando llega la noche y los niños se acuestan, es como si empezara otra vida, otra versión del día con una energía nueva, insospechada, que intenta poner en movimiento motores engrasados, demasiado usados. Con frecuencia, el cambio de foco resulta adecuado y así se puede esperar algo renovados los avatares del día siguiente. Pero también, como nunca, se ha visto a sí mismo implorando que pronto todo esto acabe, que los niños puedan volver al colegio y que cada uno pueda tener su espacio propio de soledad, por al menos dos o tres horas seguidas sin que nadie lo interrumpa.

Quizá los mejores momentos le resultan aquellos en que debe salir a la calle a comprar algo de primera mano, algo concreto como el pan, y la calle desierta y el sol y el aire viñamarino lo llena de vida, las casas relumbran y el cielo se muestra como si fuese descubierto por primera vez. Entonces, no debe soñar con ninguna otra ciudad, porque el presente se le muestra como algo verdadero, algo que se puede tocar. A menudo, estas breves salidas tienen por objeto llevar a la más pequeña a sus clases de música, en la academia situada a dos cuadras de su casa, porque se ha convenido que estas no serán suspendidas, porque es una necesidad del alma, tanto para Crishea y Rosario, las profesoras, como para la niña y sus padres. A veces va y vuelve, y en otras ocasiones se queda allí leyendo lo que dura la sesión. La alegría de la niña cuando sale de sus clases le devuelve el aire y piensa que con eso debiera ser suficiente. Crishea le cuenta que al terminar la clase acostumbran a tomar té juntas. Emilio, otro de los profes de la academia, poco antes de que termine la hora prepara una bandeja con sus respectivas tazas, y cuando la clase ya ha terminado les espera para que tutora y estudiante compartan un té de jazmín. La última vez que va para allá, presencia la escena. Crishea le sirve a la niña y la niña sorbetea gustosa, como si estuviese en el salón principal de algún palacio. Su mano toma con elegancia la taza y exige que el ritual se cumpla con el decoro necesario y la disposición de ánimo que el acto requiere. Pocas veces en el último tiempo le ha visto relumbrar el rostro como lo puede apreciar durante los cinco minutos que dura el ritual del té, antes de que Crishea se vaya a su próxima clase. Esos pocos minutos de felicidad son suficientes para volver a la vida.

João Carlos Salles, rector de la Universidad Federal de Bahía: «No seremos siervos del absurdo»

¿Cuál es el sentido de que se prohíba decir “el presidente es genocida” y que veamos a profesores, técnicos y estudiantes perseguidos? ¿Por qué esa combinación ha generado procesos, intimidaciones? A fin de cuentas, la combinación no parece herir la gramática, y toda la sociedad brasileña en este momento se ocupa de esta cuestión: ¿hay responsabilidad en el caso de la pandemia? Sin embargo, creo que hay una razón profunda para la prohibición: sobrepasa todos los límites admitir que un presidente pueda ser genocida así como no podemos aceptar que un genocida sea presidente.

Por João Carlos Salles / Traducción: Ana Pizarro

1. La universidad debe siempre recordar a la sociedad un valor esencial de la vida democrática sobre cualquier otro instrumento de poder. Es nuestro deber apuntar a la argumentación, no a la agresión, no al ataque, simplemente a la polémica. Es eso lo que trajo nuestro acto “Educación contra la barbarie”, datos y argumentos como un ejemplo de nuestra unidad y naturaleza.

La universidad tiene ahí también sus ambigüedades. Puede ser solo un espacio para las élites, de reproducción, competencia y hasta de prejuicios. Pero nosotros sabemos que esa no es su verdad. Ella es, sobre todo y ahora más que nunca, el espacio de la ampliación de derechos, el lugar del enfrentamiento de los prejuicios, el lugar de la colaboración y de la creatividad. El lugar de la ciencia, la cultura y el arte. Es por eso que incomoda a muchos.

Siendo el lugar de la palabra, ella piensa la palabra, ve los límites de la palabra y no acepta el cercenamiento de sus posiciones ni la falta de respeto a los derechos que están garantizados para nosotros en la Constitución. No es aceptable, por ejemplo, el irrespeto a su autonomía en la elección de sus dirigentes; tampoco ningún ajuste de conducta. A final de cuentas, nada hay que ajustar en nuestra conducta política, científica, artística o cultural.

Debemos así reaccionar a cualquier amenaza, haciendo prevalecer lo que nos es propio, por ejemplo, cuando lidiamos con los límites de las propias palabras, que son el instrumento de nuestro trabajo; por eso solo nosotros mismos podemos decir lo que es inaceptable, a la luz de los mejores argumentos.

Como servidores públicos somos servidores del Estado y no siervos de gobernantes. Y, en lo que nos consta, todo código de conducta del servidor público afirma que nosotros debemos pautar nuestras decisiones por la ciencia y no por la ignorancia. Es propio, entonces, de la dignidad de la función y del cargo de un servidor público pensar en el interés común, pensar en el bien común, y no solo en proteger sus opiniones, intereses particulares o prejuicios. Y nuestra arma fundamental, garantizada por la Constitución, es el ejercicio de la autonomía, apuntando a la producción de conocimiento.

2. Hemos tenido diversos ataques en el uso de expresiones en la universidad. Nosotros que somos del área de la filosofía no podemos dejar de pensar en los usos del lenguaje. Sopesamos las palabras y los argumentos. La atención al lenguaje, el cuidado con el lenguaje nos es fundamental en la vida universitaria. Y eso va más allá del interés del filósofo. El uso del lenguaje no puede, finalmente, servir a la pura agresión, siendo nuestro deber inmediato y estratégico restablecer una base común para la sociabilidad, una capaz de garantizar los intereses colectivos y de larga duración del Estado. Siendo la educación exactamente eso, una apuesta de larga duración del Estado, no puede así ser reducida, impregnada de mezquindad.

Pensemos casos extremos de uso de las palabras. Sabemos, en el uso del lenguaje, que a veces nos valemos de algunas contradicciones como un fuerte recurso expresivo; la contradicción nos sirve así como un modo de sugerir lo inefable, lo que no se deja expresar. No es otro el recurso de Santa Teresa de Jesús cuando intenta decir eso que sobrepasa todo límite, el éxtasis místico, el contacto de lo temporal con lo divino: “Vivo sin vivir en mí, / Y tan alta vida espero, / Que muero porque no muero.”

La contradicción es un recurso literario fuerte, que puede ser tortuoso, y, aún más, provechoso. Como en Euclides da Cunha que, desafiando definir al sertanejo, construye uno de los oxímoron más célebres de nuestra literatura, una construcción de palabras de sentido opuesto, que parecen excluirse mutuamente, pero ayudan a sugerir matices impredecibles. “El sertanejo es, antes que nada, un fuerte”, dice Euclides y, para traducir esto, usa un oxímoron curioso, “Hércules-Cuasimodo”, recurso cuestionable tal vez como lectura antropológica, pero de una expresividad sensacional, con lo cual Euclides rescata la fuerza del sertanejo, a quien, en todo caso, le faltaría “la plástica impecable, el desempeño, la estructura correctísima de las organizaciones atléticas”.

La contradicción parece conseguir algo, pero otras no parecen sugerir nada, salvo el absurdo. ¿Cuál es el sentido entonces de que se prohíba decir “el presidente es genocida” y que veamos a profesores, técnicos y estudiantes perseguidos? ¿Por qué esa combinación ha generado procesos, intimidaciones? A fin de cuentas, la combinación no parece herir la gramática, y toda la sociedad brasileña en este momento se ocupa de esta cuestión: ¿hay responsabilidad en el caso de la pandemia?

Ahora bien, los términos “presidente” y “genocida” pueden estar juntos en una frase. No hay una incompatibilidad lógica o gramatical. Tampoco tendría sentido jurídico limitar lo que puede ocurrir en el ámbito de alguna consideración sociológica, política o epidemiológica. Sin embargo, creo que hay una razón profunda para la prohibición. Y debo admitir que tienen razón aquellos que quieren borrar esa combinación. Es que simplemente ella repugna a la cultura, hiere el buen gusto, ultraja al buen sentido. No se puede esperar nada que surja de esa combinación. En suma, sobrepasa todos los límites admitir que un presidente pueda ser genocida así como no podemos aceptar que un genocida sea presidente.

De la misma forma, si tenemos una mínima formación, si no estamos embrutecidos, esperamos que un estadista sea acogedor, solidario, que tenga compostura. Ciertamente, un estadista (como cualquiera de nosotros) tiene una opinión particular, su interés de grupo, pero solo se vuelve un verdadero estadista si es capaz de colocar el interés común por sobre el suyo propio; por ser capaz de someter su opinión, que es particular, al juicio de la ciencia, cuyas propuestas sí son pasibles de demostración, de prueba, de reconocimiento por la comunidad científica.

Un estadista no necesita ser académico. Por lo demás, ya tuvimos un académico que no juzgó tan importante extender el beneficio de acceso a las universidades a sectores más amplios de la población. En este sentido, hasta un académico puede ser ignorante. En suma, académico o no, el verdadero estadista debe ser capaz de dialogar y de escuchar a la academia, a los saberes más refinados, así como valorizar los saberes de su pueblo. Debe ser culto, en un sentido más profundo, con lo cual honra el cargo y le confiere dignidad.

Un estadista valoriza la vida por encima de todo y cualquier interés. Así, es inadmisible la combinación “estadista ignorante”. No se puede creer que tenga estatura de estadista quien se muestra rudo, sin compostura, quien desdeña la vida, amenaza, agrede, no respeta la libertad de prensa, la autonomía universitaria, la libertad de cátedra y de expresión. Nunca será un estadista quien, finalmente, es incapaz de solidaridad, quien favorece el embrutecimiento y la violencia, quien prefiere las armas a los libros.

3. Nuestro acto surge en un momento límite para nuestra sociedad. En un momento en que las instituciones fundamentales de la cultura están bajo ataque y nosotros somos ahora juzgados por nuestras decisiones. Ya no podemos más, por todas las razones aquí presentadas, por todos los argumentos, por todas las palabras, dejar de expresar nuestra repugnancia a la barbarie.

Debemos también expresar nuestra repugnancia a la barbarie que se disfraza con medios aparentemente racionales. Es la barbarie que hemos llamado “cortesía destructiva”. Cito aquí a Theodor Adorno, que, en una conferencia de 1967, más de dos décadas después de la Segunda Guerra Mundial, reflexionó sobre el retorno de los movimientos fascistas en Alemania, en una constelación peligrosa de medios racionales y fines irracionales, cuando la irracionalidad de los fines contamina y falsea la supuesta racionalidad de los medios:

“No se debe subestimar esos movimientos —insistía Adorno en Aspectos del nuevo radicalismo de derecha— debido a su bajo nivel intelectual y debido a su ausencia de teoría. Creo que sería una falta total de sentido político si creyéramos que por esto mismo tienen un mal resultado. Lo que es característico de estos movimientos es mucho más una extraordinaria perfección de medios, a saber, en primer lugar, de los medios de propaganda en el sentido más amplio, combinado con una ceguera, con lo abstruso de los fines allí perseguidos».

Uno de los fines que se persigue es el desmontaje, la destrucción o la desconstrucción de la universidad pública, gratuita, inclusiva y de calidad. Así, ahora, utilizando medios más silenciosos, vemos a dirigentes que sustituyen la agresión antes hecha en Twitter por el recurso de una reducción presupuestaria atroz, con la que hacen, con el pretexto de la crisis, una elección demoledora, desmontando o destruyendo la apuesta que la sociedad hace o debe continuar haciendo en la educación —apuesta que como nos han enseñado países civilizados, es aún más cierta y necesaria en momentos de crisis grave—.

4. Nuestro acto denuncia. Con inmensa voracidad y rapidez, como consecuencia aún más terrible a causa de la pandemia, el desierto crece. Las amenazas se amontonan, el caos se profundiza. Pero si el desierto crece, no ha de crecer dentro de nosotros.

Confiamos así que nuestro acto no ha de encerrarse en sí mismo. Un acto solo no teje la mañana, como nos enseña Joao Cabral de Melo Neto, en uno de sus poemas más conocidos, “Tejiendo lamañana” (La educación por la piedra, 1965), en el cual, además, utiliza con gran arte los versos incompletos, la materialidad de versos levemente interrumpidos, para suscitar la bella imagen de la construcción colectiva de una mañana.

En el poema, frases incompletas (como “De uno que recoja ese grito que el”) se sustentan, sin embargo, en frases siguientes (como “y lo lance a otro; de otro gallo”) de manera que el verso/grito en vez de caer, se mantiene suspendido y se eleva por otro verso/grito que lo continúa y lo completa en la trama entretejida.

Un gallo solo no teje una mañana
precisará siempre de otros gallos.
De uno que recoja ese grito que él
y lo lance a otro; de otro gallo
que recoja el grito de un gallo antes
y lo lance a otro; y de otros gallos
que con muchos otros gallos se crucen
los hilos de sol de sus gritos de gallo,
para que la mañana, desde una tela tenue
se vaya tejiendo, entre todos los gallos.

Y encuerporándose en tela, entre todos,
Levantándose tienda, donde entren todos,
Entrextendiéndose para todos, en el toldo
(la mañana) que vuela libre de marco.
La mañana, toldo de una tela tan aérea
que, tejido, se eleva por sí sola: globo de luz.

Si no es acogido por otro, un acto se quiebra. Un grito se vuelve silencio, cuando en otro no tiene reverberación. Que se construya entonces una trama y, en cada nuevo acto, en cada nueva charla, en cada nuevo gesto, al movilizarnos y realizar nuestra tarea cotidiana de enseñanza, investigación y extensión, todos podamos decir: no seremos rehenes del absurdo. Nunca seremos cómplices de la destrucción, jamás seremos siervos de la barbarie.

Exactamente porque somos servidores públicos, servidores del Estado y no siervos del gobierno, somos los que no pueden aceptar ciertas combinaciones de palabras; somos los que nunca pueden ser cómplices, rehenes o siervos del absurdo. Y cerramos este acto, diciendo una vez más no a la barbarie y diciendo sí a la educación.

Y, ¡viva la universidad pública!

Salvador de Bahía, Brasil, 18 de mayo de 2021.

João Carlos Salles, rector de la Universidad Federal de Bahía: «No seremos siervos del absurdo»

¿Cuál es el sentido de que se prohíba decir “el presidente es genocida” y que veamos a profesores, técnicos y estudiantes perseguidos? ¿Por qué esa combinación ha generado procesos, intimidaciones? A fin de cuentas, la combinación no parece herir la gramática, y toda la sociedad brasileña en este momento se ocupa de esta cuestión: ¿hay responsabilidad en el caso de la pandemia? Sin embargo, creo que hay una razón profunda para la prohibición: sobrepasa todos los límites admitir que un presidente pueda ser genocida así como no podemos aceptar que un genocida sea presidente.

Por João Carlos Salles | Traducción: Ana Pizarro

1. La universidad debe siempre recordar a la sociedad un valor esencial de la vida democrática sobre cualquier otro instrumento de poder. Es nuestro deber apuntar a la argumentación, no a la agresión, no al ataque, simplemente a la polémica. Es eso lo que trajo nuestro acto “Educación contra la barbarie”, datos y argumentos como un ejemplo de nuestra unidad y naturaleza.

La universidad tiene ahí también sus ambigüedades. Puede ser solo un espacio para las élites, de reproducción, competencia y hasta de prejuicios. Pero nosotros sabemos que esa no es su verdad. Ella es, sobre todo y ahora más que nunca, el espacio de la ampliación de derechos, el lugar del enfrentamiento de los prejuicios, el lugar de la colaboración y de la creatividad. El lugar de la ciencia, la cultura y el arte. Es por eso que incomoda a muchos.

Siendo el lugar de la palabra, ella piensa la palabra, ve los límites de la palabra y no acepta el cercenamiento de sus posiciones ni la falta de respeto a los derechos que están garantizados para nosotros en la Constitución. No es aceptable, por ejemplo, el irrespeto a su autonomía en la elección de sus dirigentes; tampoco ningún ajuste de conducta. A final de cuentas, nada hay que ajustar en nuestra conducta política, científica, artística o cultural.

Debemos así reaccionar a cualquier amenaza, haciendo prevalecer lo que nos es propio, por ejemplo, cuando lidiamos con los límites de las propias palabras, que son el instrumento de nuestro trabajo; por eso solo nosotros mismos podemos decir lo que es inaceptable, a la luz de los mejores argumentos.

Como servidores públicos somos servidores del Estado y no siervos de gobernantes. Y, en lo que nos consta, todo código de conducta del servidor público afirma que nosotros debemos pautar nuestras decisiones por la ciencia y no por la ignorancia. Es propio, entonces, de la dignidad de la función y del cargo de un servidor público pensar en el interés común, pensar en el bien común, y no solo en proteger sus opiniones, intereses particulares o prejuicios. Y nuestra arma fundamental, garantizada por la Constitución, es el ejercicio de la autonomía, apuntando a la producción de conocimiento.

2. Hemos tenido diversos ataques en el uso de expresiones en la universidad. Nosotros que somos del área de la filosofía no podemos dejar de pensar en los usos del lenguaje. Sopesamos las palabras y los argumentos. La atención al lenguaje, el cuidado con el lenguaje nos es fundamental en la vida universitaria. Y eso va más allá del interés del filósofo. El uso del lenguaje no puede, finalmente, servir a la pura agresión, siendo nuestro deber inmediato y estratégico restablecer una base común para la sociabilidad, una capaz de garantizar los intereses colectivos y de larga duración del Estado. Siendo la educación exactamente eso, una apuesta de larga duración del Estado, no puede así ser reducida, impregnada de mezquindad.

Pensemos casos extremos de uso de las palabras. Sabemos, en el uso del lenguaje, que a veces nos valemos de algunas contradicciones como un fuerte recurso expresivo; la contradicción nos sirve así como un modo de sugerir lo inefable, lo que no se deja expresar. No es otro el recurso de Santa Teresa de Jesús cuando intenta decir eso que sobrepasa todo límite, el éxtasis místico, el contacto de lo temporal con lo divino: “Vivo sin vivir en mí, / Y tan alta vida espero, / Que muero porque no muero.”

La contradicción es un recurso literario fuerte, que puede ser tortuoso, y, aún más, provechoso. Como en Euclides da Cunha que, desafiando definir al sertanejo, construye uno de los oxímoron más célebres de nuestra literatura, una construcción de palabras de sentido opuesto, que parecen excluirse mutuamente, pero ayudan a sugerir matices impredecibles. “El sertanejo es, antes que nada, un fuerte”, dice Euclides y, para traducir esto, usa un oxímoron curioso, “Hércules-Cuasimodo”, recurso cuestionable tal vez como lectura antropológica, pero de una expresividad sensacional, con lo cual Euclides rescata la fuerza del sertanejo, a quien, en todo caso, le faltaría “la plástica impecable, el desempeño, la estructura correctísima de las organizaciones atléticas”.

La contradicción parece conseguir algo, pero otras no parecen sugerir nada, salvo el absurdo. ¿Cuál es el sentido entonces de que se prohíba decir “el presidente es genocida” y que veamos a profesores, técnicos y estudiantes perseguidos? ¿Por qué esa combinación ha generado procesos, intimidaciones? A fin de cuentas, la combinación no parece herir la gramática, y toda la sociedad brasileña en este momento se ocupa de esta cuestión: ¿hay responsabilidad en el caso de la pandemia?

Ahora bien, los términos “presidente” y “genocida” pueden estar juntos en una frase. No hay una incompatibilidad lógica o gramatical. Tampoco tendría sentido jurídico limitar lo que puede ocurrir en el ámbito de alguna consideración sociológica, política o epidemiológica. Sin embargo, creo que hay una razón profunda para la prohibición. Y debo admitir que tienen razón aquellos que quieren borrar esa combinación. Es que simplemente ella repugna a la cultura, hiere el buen gusto, ultraja al buen sentido. No se puede esperar nada que surja de esa combinación. En suma, sobrepasa todos los límites admitir que un presidente pueda ser genocida así como no podemos aceptar que un genocida sea presidente.

De la misma forma, si tenemos una mínima formación, si no estamos embrutecidos, esperamos que un estadista sea acogedor, solidario, que tenga compostura. Ciertamente, un estadista (como cualquiera de nosotros) tiene una opinión particular, su interés de grupo, pero solo se vuelve un verdadero estadista si es capaz de colocar el interés común por sobre el suyo propio; por ser capaz de someter su opinión, que es particular, al juicio de la ciencia, cuyas propuestas sí son pasibles de demostración, de prueba, de reconocimiento por la comunidad científica.

Un estadista no necesita ser académico. Por lo demás, ya tuvimos un académico que no juzgó tan importante extender el beneficio de acceso a las universidades a sectores más amplios de la población. En este sentido, hasta un académico puede ser ignorante. En suma, académico o no, el verdadero estadista debe ser capaz de dialogar y de escuchar a la academia, a los saberes más refinados, así como valorizar los saberes de su pueblo. Debe ser culto, en un sentido más profundo, con lo cual honra el cargo y le confiere dignidad.

Un estadista valoriza la vida por encima de todo y cualquier interés. Así, es inadmisible la combinación “estadista ignorante”. No se puede creer que tenga estatura de estadista quien se muestra rudo, sin compostura, quien desdeña la vida, amenaza, agrede, no respeta la libertad de prensa, la autonomía universitaria, la libertad de cátedra y de expresión. Nunca será un estadista quien, finalmente, es incapaz de solidaridad, quien favorece el embrutecimiento y la violencia, quien prefiere las armas a los libros.

3. Nuestro acto surge en un momento límite para nuestra sociedad. En un momento en que las instituciones fundamentales de la cultura están bajo ataque y nosotros somos ahora juzgados por nuestras decisiones. Ya no podemos más, por todas las razones aquí presentadas, por todos los argumentos, por todas las palabras, dejar de expresar nuestra repugnancia a la barbarie.

Debemos también expresar nuestra repugnancia a la barbarie que se disfraza con medios aparentemente racionales. Es la barbarie que hemos llamado “cortesía destructiva”. Cito aquí a Theodor Adorno, que, en una conferencia de 1967, más de dos décadas después de la Segunda Guerra Mundial, reflexionó sobre el retorno de los movimientos fascistas en Alemania, en una constelación peligrosa de medios racionales y fines irracionales, cuando la irracionalidad de los fines contamina y falsea la supuesta racionalidad de los medios:

“No se debe subestimar esos movimientos —insistía Adorno en Aspectos del nuevo radicalismo de derecha— debido a su bajo nivel intelectual y debido a su ausencia de teoría. Creo que sería una falta total de sentido político si creyéramos que por esto mismo tienen un mal resultado. Lo que es característico de estos movimientos es mucho más una extraordinaria perfección de medios, a saber, en primer lugar, de los medios de propaganda en el sentido más amplio, combinado con una ceguera, con lo abstruso de los fines allí perseguidos».

Uno de los fines que se persigue es el desmontaje, la destrucción o la desconstrucción de la universidad pública, gratuita, inclusiva y de calidad. Así, ahora, utilizando medios más silenciosos, vemos a dirigentes que sustituyen la agresión antes hecha en Twitter por el recurso de una reducción presupuestaria atroz, con la que hacen, con el pretexto de la crisis, una elección demoledora, desmontando o destruyendo la apuesta que la sociedad hace o debe continuar haciendo en la educación —apuesta que como nos han enseñado países civilizados, es aún más cierta y necesaria en momentos de crisis grave—.

4. Nuestro acto denuncia. Con inmensa voracidad y rapidez, como consecuencia aún más terrible a causa de la pandemia, el desierto crece. Las amenazas se amontonan, el caos se profundiza. Pero si el desierto crece, no ha de crecer dentro de nosotros.

Confiamos así que nuestro acto no ha de encerrarse en sí mismo. Un acto solo no teje la mañana, como nos enseña Joao Cabral de Melo Neto, en uno de sus poemas más conocidos, “Tejiendo lamañana” (La educación por la piedra, 1965), en el cual, además, utiliza con gran arte los versos incompletos, la materialidad de versos levemente interrumpidos, para suscitar la bella imagen de la construcción colectiva de una mañana.

En el poema, frases incompletas (como “De uno que recoja ese grito que el”) se sustentan, sin embargo, en frases siguientes (como “y lo lance a otro; de otro gallo”) de manera que el verso/grito en vez de caer, se mantiene suspendido y se eleva por otro verso/grito que lo continúa y lo completa en la trama entretejida.

Un gallo solo no teje una mañana
precisará siempre de otros gallos.
De uno que recoja ese grito que él
y lo lance a otro; de otro gallo
que recoja el grito de un gallo antes
y lo lance a otro; y de otros gallos
que con muchos otros gallos se crucen
los hilos de sol de sus gritos de gallo,
para que la mañana, desde una tela tenue
se vaya tejiendo, entre todos los gallos.

Y encuerporándose en tela, entre todos,
Levantándose tienda, donde entren todos,
Entrextendiéndose para todos, en el toldo
(la mañana) que vuela libre de marco.
La mañana, toldo de una tela tan aérea
que, tejido, se eleva por sí sola: globo de luz.

Si no es acogido por otro, un acto se quiebra. Un grito se vuelve silencio, cuando en otro no tiene reverberación. Que se construya entonces una trama y, en cada nuevo acto, en cada nueva charla, en cada nuevo gesto, al movilizarnos y realizar nuestra tarea cotidiana de enseñanza, investigación y extensión, todos podamos decir: no seremos rehenes del absurdo. Nunca seremos cómplices de la destrucción, jamás seremos siervos de la barbarie.

Exactamente porque somos servidores públicos, servidores del Estado y no siervos del gobierno, somos los que no pueden aceptar ciertas combinaciones de palabras; somos los que nunca pueden ser cómplices, rehenes o siervos del absurdo. Y cerramos este acto, diciendo una vez más no a la barbarie y diciendo sí a la educación.

Y, ¡viva la universidad pública!

Salvador de Bahía, Brasil, 18 de mayo de 2021.

Estudiar Literatura: defensa de una humanidad radical

Decidí dedicar mi vida a la literatura entre el azar y un acto de sobrevivencia: el placer fue mi puerta de entrada. Pero una vez ahí, ya no tan preocupada de resolver cómo, sola, debía existir en el mundo, sino colectivamente, adquirí la conciencia de que la literatura y las humanidades tienen muchísimo más que ofrecer, ejerciendo un rol clave en nuestro destino como personas que comparten un mismo tiempo y territorio: también como medio certero hacia nuestra la libertad.

Por Javiera Steck

Una tarde fui a una galería engastada en el anónimo Santiago centro buscando el lanzamiento de un libro. Estudiaba Ingeniería y entre mis amigos de entonces, todos físicos que se creían artistas y poetas, era tradición pasarnos el dato de estas presentaciones: éramos pobres y perseguíamos el vino de honor entre montañas de literatura y silencio, una de nuestras actividades mejor valoradas. Ir a esa clase de eventos nos proporcionaba, pensábamos, cierta clase de profundidad: una sustancia que nunca encontramos en el ejercicio de las ciencias exactas. Amortiguaba nuestra exhaustiva juventud con un toque de vejez, una calma que no teníamos. El libro en cuestión era una investigación de la Fundación Vicente Huidobro; el título está hoy perdido para mí.

En esos tiempos yo era un trasto, una nadie. Pocas semanas antes me habían terminado una relación de años y estaba en causal de eliminación de mi carrera. Odiaba, con una intensidad difícil de imaginar hoy, la profesión que había elegido, y la vida parecía una broma tan grande que ni siquiera la borrachera continua era ya un plan tentador. Ese día entré con ahogo alojado en el pecho: no acepté la copita. Pero ella sí lo hizo: una treintañera esbelta y con la cara cansada, ojeras, un vestido medio japonés. La autora del proyecto decía que había tardado nueve años en parir ese libro, que era prácticamente todo lo que había salido de ella durante esa década. El parto más largo de su vida. Media infeliz, se notaba que no quería estar ahí, que quería al vino pero no a los invitados, a los libros pero no a su libro.

Me imaginé siendo esa mujer, sentada en esa silla, pensando sobre nosotros y sobre ella misma con tedio. Insatisfecha, sí, pero con vino en mano, y con quince desconocidos interesados (fuera innoble o inconcebiblemente, tal como yo buscaba un traguito de vino gratis en una tarde de invierno) en su trabajo. Consciente de la absoluta pequeñez e intrascendencia de su trabajo, pero con la certeza —¿y tranquilidad?— de haber navegado esos mismos 10 años en un mar de bibliografía: y que incluso al momento del parto seguía rodeada de literatura y de personas que también creían tajantemente en el valor sagrado de esos objetos.

Y quise ser ella. Entendí que esa era una manera feliz de ser infeliz, que el piso mínimo de satisfacción siempre podría construirlo sobre libros: que esa vida existía. El cansancio sería por las infinitas horas de lectura. La desazón porque nadie lee lo que escribo: pero de cualquier manera, sería una mujer que escribía, que se había atrevido a hacerlo. Era la posibilidad de que existiera el placer como fondo. Eso era vida. Yo podría fracasar en un parto equivalente, ser ese cansancio. Pero pariría con placer: y eso era vida.

Al día siguiente empecé el trámite para el cambio de carrera: era mi cuarto año. Siendo sincera, cualquier micro me servía: cualquiera entre las humanidades me parecía que cumplía el requisito de llevarte a ese mundo. Me cambié sin optimismo, limitándome a un mero ejercicio de supervivencia: pensando, no en hacer algo útil, no en tener una profesión con la que pagarme techo y comida después, sino en postergar la decisión de qué hacer conmigo y, en el camino, leer harto, leer caleta. Decidí estudiar Literatura como una decisión ciega, primitiva: fue la memoria de un viejo arraigo lo que encontré en esa galería, lo que me llevó hasta ahí, persiguiendo la última vez que había sentido genuino placer. Y llegó el placer. Así que corresponde cerrar con un cliché: la literatura es lo que me salvó la vida.

Qué es la literatura y qué importa lo que sea

Leer había sido mi primera vocación: mi familia lo sabía y por eso el cambio, en principio inesperado, más tarde fue entendido como inevitable. Ya dentro, mi entusiasmo dio sus frutos: me enganché con la teoría literaria, al punto de ser ayudanta de Introducción a la Teoría Literaria en la Universidad de Chile y en la universidad que me aceptaran siempre que pudiera. Lo más atractivo de enseñar esa disciplina era retroceder al momento cuando, de mechona, me topé con la pregunta: qué es la literatura. El momento en que supe que no tenía idea sobre el objeto con que, durante tiempo, había estado en relación de veneración y deuda. Mi definición personal, ligada a mi encuentro con la literatura, no puede ser otra que: la literatura es el objeto estético con materialidad de lenguaje, siempre con miras al placer. Entiendo que hay otras definiciones y discusiones que difieren de esta noción (por ejemplo, la afirmación de que la literatura es lo que la sociedad dice que es la literatura, es decir, convencional; o que corresponde a un uso artificioso del lenguaje o a la ficción), pero dudo que haya, en toda la historia de la literatura, algún texto considerado como tal que haya ingresado al canon (o la convención “literaria”) sin haber antes generado placer estético en alguien (o la negación del placer, también una experiencia estética). En La literatura en peligro, el mismo Todorov señala que entró a los estudios literarios por placer, al igual que Zambra cuando indica en Tema libre que “la idea de que el placer [de leer y escribir] coincidiera con el deber nos parecía maravillosa”: ambos, al igual que yo, sin tener mucha idea sobre qué implicaban los estudios literarios antes de dedicarse a ellos. Como defensa teórica de mi definición, me sirven también esos dos ejemplos: finalmente, quienes definen convencionalmente lo que es considerado como “literatura” en el tiempo, son los mismos críticos y estudiosos de la literatura que, en el ejercicio de su profesión, van reproduciendo el canon heredado (lo que les pareció digno de valor a los estudiosos y lectores del pasado); pero también disputan y modifican ese mismo canon según valoraciones y hallazgos literarios propios, sin duda fundados en la experiencia estética que los críticos del tiempo presente (Zambra, Todorov, las y les estudiantes de Literatura) experimentaron. El placer es la puerta de entrada de la literatura, porque quienes leemos y sentimos somos también quienes convencionalmente definimos al objeto.

Sin embargo, creo que es justo agregar otra característica a la definición anterior de literatura, derivada de que esta forma parte de las humanidades. Y las humanidades constituyen “un modo de habitar el mundo”, de manera que “lo habitan desde el compromiso con el saber sobre y con ese mundo, y la multiplicación de dicho saber”, como escriben Alejandra Bottinelli y Rodrigo Karmy, a la vez que poseen poderes críticos y potencialmente desestabilizadores, al decir de Grínor Rojo. De esta manera, la literatura se convierte en el espacio en que objeto estético y el compromiso crítico y ético convergen, aunque esto último no siempre se manifieste de manera evidente.

Humanidades, libertad y comunidad

“La percepción del rumbo que pudiéramos darles a nuestros destinos como individuos y como pueblo es lo que constituye (o debiese) el objetivo de las disciplinas humanistas», señala el profesor Grínor Rojo, en sintonía muy clara con las ideas de Doris Sommer, quien a su vez sostiene que el aporte explícito de las humanidades a la vida común es la capacitación del juicio de las personas: juicio que nos hace libres, y que solo puede ser entrenado a través de la experiencia estética. Coinciden también en que la experiencia estética tiene esta capacidad “justamente porque no se halla […] por definición al servicio ni de las demandas de la razón pura ni de las de la razón práctica”.

Coincido plenamente con estos planteamientos. Creo, como señala Rojo, que tanto la literatura como los estudios literarios y el resto de las humanidades, tienen su razón de ser (o debiesen) en reflexionar, de manera éticamente comprometida, sobre el mundo que habitamos, y gracias a eso su función es proponer nuevas (y mejores) maneras en las que podamos formular nuestra vida en común, algo que todas las comunidades desean lograr. Las humanidades entonces aportan a la capacidad de juicio, y por ende a la libertad intelectual, material y espiritual de los individuos; pero también ofrecen la posibilidad única de pensar críticamente la vida en sociedad, y mejorarla. 

Supongo que este proyecto tan mayor y abstracto del panorama general de las humanidades nada significa si los humanistas no cumplimos nuestro trabajo de realizar las humanidades de manera concreta en el mundo, por reducido que sea nuestro rango de acción e influencia. Sobre esto, es difícil definir cómo yo misma —alguien por quien la literatura hizo tanto— experimenta ese “aportar” a la vida común, pero en la práctica creo que ha devenido en que enseño (y lo disfruto) teoría literaria, a la vez que realizo talleres que salen de la lógica del mercado, sea para ayudar a la inserción académica de estudiantes nuevos o para dar a conocer lo que más me apasiona: el feminismo y la literatura de mujeres. Creo que estos últimos encarnan perfectamente los procesos y capacidades críticas que tanto Rojo como Sommer adjudican a las humanidades: conocer una tradición de mujeres pensadoras, por ejemplo, que antes creías inexistente, puede salvarte del insondable vacío simbólico patriarcal que muchísimas mujeres, sobre todo cuando éramos jóvenes, experimentamos como asfixia y complejo de inferioridad. Más concretamente aún: leer a ancestras tan anteriores a nosotras como Christine de Pisan (siglo XV) defendiendo el derecho de las mujeres al uso de su razón y a ser tratadas con dignidad, o la ira lesbiana y antirracista de contemporáneas como Audre Lorde, enseñan de manera testimonial y directa que las mujeres pueden existir de otras maneras, más libres, en el mundo, y que tenemos una historia no de conformidad sino de férrea (y no poco contradictoria) resistencia. Esta lección es fundamental: mejoró sustancialmente mi vida, por ejemplo; mis relaciones con otras mujeres, con mis parejas, con mis oficios; también las vidas de mis amigas, sus parejas y sus oficios. En concreto, aprendimos de ellas otra manera de interpretar la realidad, y con ella ganamos libertad.

Sin embargo, ante todas estas acciones feministas y “locales” (que para mí son constitutivamente valiosas, y contribuyen a la vida concreta de mujeres concretas), existen desafíos estructurales, que afectan a todas las personas, que también debemos enfrentar: el más grande es sortear las relaciones de interés y exclusión que instala la lógica capitalista en la producción y difusión de nuestras ideas humanistas. Me explico: para que las humanidades desplieguen plenamente su capacidad de cambio y mejora del mundo, requerimos un sistema económico y social que permita que todas las personas produzcan las cosas que materialmente sostienen la vida (comida, servicios básicos, etcétera), del mismo modo que permita que esas mismas personas puedan dedicar su tiempo a las artes y las humanidades, es decir, que no existan humanistas de profesión, que se ganen la vida a través del ejercicio exclusivo de las humanidades. ¿Por qué? Porque, como señalaba Sommer, las humanidades (junto con la experiencia estética) son el único vehículo para desarrollar nuestro juicio: ese paso que va más allá de la racionalidad y nos permite tomar decisiones libres.  Y justamente la vocación de las humanidades es darnos esa libertad, no a algunos, sino a todos. Yo no quiero a una élite de pensadores profesionales encargándose de meditar, conducir y administrar la vida intelectual de la nación a costa de que otros produzcan lo que ellos comen y utilizan para su sobrevivencia día a día, ni que esas mismas personas destinadas a producir (o destinadas a trabajos más precarios que el “servicio” intelectual que hacen los académicos en las universidades) no puedan dedicarse al ejercicio de las humanidades gracias a ese destino. Lo que quiero es que todas las personas tengan la oportunidad de hacer un aporte desde las humanidades, de construir su libertad y contribuir a este «pensar y crear el mundo». De modo que el ejercicio de las humanidades no puede estar reglado por el pago, pues estaría sujeto a interés (por sobrevivir) y exclusión, de quienes no pueden dedicarse exclusivamente a “pensar” porque tienen que dedicar su tiempo exclusivamente a “producir”. 

No me malentiendan: justamente lo que hago hoy en día es estudiar humanidades en una universidad tradicional para llegar, ojalá, a ser académica: una de esos humanistas profesionales cuya extinción acabo de defender. Entiendo que, mientras tengamos que vivir en el capitalismo, los humanistas tendremos que “apostar” a ganarnos la vida haciendo algo que nos ofrezca placer (leer, escribir, ¡pensar!) e intentar escapar de esos otros trabajos precarios que no nos traen ninguna satisfacción. Sé que lo que planteo solo es posible en un comunismo al estilo de Carlos Pérez (donde cada persona trabaja 4 horas a la semana produciendo para las necesidades vitales de la comunidad: el resto es tiempo libre y se trabaja en otras cosas desde la lógica del regalo), o en una comunidad ecofeminista al estilo de los nuevos proyectos de vida de inspiración indígena y anticapitalista que se están tejiendo en Latinoamérica.  Pero también es cierto que, si no luchamos para que ese proyecto de transformación social radical se concrete, somos cómplices de repetir estructuralmente los patrones de desigualdad social ya existentes: siempre que defendamos un orden en que las humanidades, y por consiguiente, la capacidad de libertad de pensamiento, sean para unos pocos y que el resto de las personas se dedique a otros trabajos de “menor trascendencia” (mantenernos vivos), seremos cómplices. Por ningún motivo busco la degradación de las humanidades, sino que sostengo que estas alcanzarán su plenitud como poder crítico y director de la vida común solo cuando estén a disposición de todas las personas: y para eso debiese dejar de existir la separación que hay entre personas que se ocupan solo de pensar y personas que se ocupan solo de producir.

Hasta que llegue ese cambio, ¿qué podemos hacer? Mis respuestas son obvias y poco satisfactorias: primerísimo, trabajar y resistir activamente desde la literatura, los estudios literarios y otros espacios para conseguir esa transformación social; y segundo, empezar a aprender a realizar el trabajo humanista (ya sea la pedagogía, la filosofía o, lo que nos concierne, la literatura y los estudios literarios) fuera de la lógica tecnocrática e interesada del mercado. Esto siempre significará un extenuante esfuerzo extra: organizar talleres y cursos gratis, levantar bibliotecas abiertas (con mis amigas planeamos levantar una apenas tengamos algo de dinero, una “biblioteca abierta feminista”), son algunas ideas: en definitiva, liberar a las humanidades de las universidades y tratar de extenderlas lo más posible.

Decidí dedicar mi vida a la literatura entre el azar y un acto de sobrevivencia: el placer fue mi puerta de entrada. Pero una vez ahí, ya no tan preocupada de resolver cómo, sola, debía existir en el mundo, sino colectivamente, adquirí la conciencia de que la literatura y las humanidades tienen muchísimo más que ofrecer, ejerciendo un rol clave en nuestro destino como personas que comparten un mismo tiempo y territorio: también como medio certero hacia nuestra la libertad.