Para cambiar las cosas es necesario realizar reformas estructurales profundas que modifiquen sustancialmente el tipo de financiamiento, que aseguren la regulación y se fiscalice, ya que si se perpetúa la situación actual se seguirán agudizando los innumerables problemas. No se contribuirá al desarrollo del país ni nadie asegura educación de calidad.
Seguir leyendoEstado y universidad: de indolente a irresponsable
Es difícil pensar en funciones que deban ser asumidas más responsablemente que aquellas que le son encomendadas a la universidad. Destacan la formación profesional de los jóvenes, la investigación científica e innovación, la conservación del acervo cultural. En el caso de Chile resulta aún más difícil comprender que sea el Estado quien se desentienda de esas responsabilidades y se instale él mismo en ese paraíso de fácil acceso al cual, para ingresar, basta con ignorar la realidad. Cómodamente se asume que sólo se necesita la propia convicción de que todo está bien.
Las críticas fundadas que en todo el mundo han expuesto las universidades a un modelo que amenaza sus valores definitorios, así como el descontento airado del movimiento estudiantil, por muchos años no han constituido evidencia relevante para cuestionar ese modelo.
Recientemente, el Estado chileno tuvo que darse por enterado de que una corporación privada extranjera habría lucrado en nuestro país. Esto ocurrió no como resultado de una investigación propia; el Estado chileno no parecía preocupado de inquirir nada. La pregunta ¿usted lucra en Chile? no fue formulada por nosotros, sino por el país de origen de esa corporación.
La corporación privada en cuestión ha crecido desde el año 2005 a la fecha de 57 a 175 mil estudiantes. Esto le ha significado no sólo triplicar su matrícula, sino que superar a la totalidad del sistema universitario estatal que, con sus 167 mil estudiantes, prácticamente no mostró variación.
Es llamativo que estas cuestiones referidas a modelos de negocio y a matrícula, las que se arrastran por tanto tiempo y que son tan evidentes, hayan sido ignoradas por el Estado chileno. Éste -si se me permite la ironía- tampoco optó por imitar a estas instituciones que habían sido productivas en aumentar matrícula, u ofrecer alternativas aún más exitosas para competir en el mercado. No dijo “lo que estas privadas han hecho con tanto éxito lo haremos nosotros en nuestras universidades estatales para expandir la matrícula”. Tampoco dijo “haremos otra cosa, cuyo resultado será aumentar significativamente la matrícula”. ¿Por qué? Quizás porque no le interesaba que sus propias universidades crecieran. O quizás por otra razón, infinitamente más preocupante, a saber: porque no las consideraba “nuestras” universidades.
Tampoco el Estado mostró gran interés por conocer la calidad de la educación resultante de la expansión de la matrícula. La educación por la cual se ilusionaban y se endeudaban “nuestros” jóvenes. A estos jóvenes nuestros, pareciera que el Estado les cumpliera de sobra con facilitar los créditos para que estudien. Allá ellos qué carrera, qué universidad eligen. El Estado no se hace responsable de nada, se desentiende de lo que a esos estudiantes les ocurra. Eso no podría hacerlo si asumiera la responsabilidad de sus universidades estatales. Por ejemplo, las vacantes que ofrecen sus propias universidades debieran responder a las necesidades reales y resultar coherentes con el desarrollo regional y nacional.
Más allá de cuánto financiamiento cada cual puede conseguir hoy en el contexto de las discusiones presupuestarias o intentar asegurar para el futuro en la nueva ley de Educación Superior, el tema más importante parece ser otro. Lo que hoy debe decidirse es si el Estado va a empezar a comprometerse de verdad con “nuestras” universidades y si se va a proponer garantizar el derecho a una educación de calidad a “nuestros” jóvenes.
La cuestión de fondo es si podremos reencontrarnos en una idea de bien común, de cohesión social, si hay tareas que afectan a ese ámbito público que comprende áreas como educación, salud, derecho, tecnologías, cultura, entre otras, en las cuales las universidades del Estado están llamadas a jugar un rol primordial. Finalmente, establecer si hay voluntad de concebir un gran proyecto conjunto en el cual las universidades del Estado han de reencontrar la razón de ser que siempre fundamentó su existencia en cuanto tales, en cuanto planteles públicos.
Cuestión de autonomía
Por Faride Zerán
En el marco del intenso debate sobre el proyecto de ley de Reforma a la Educación Superior, ya en discusión en el Congreso, se produjeron varios hechos que contribuyeron a avivar la controversia y las suspicacias en torno a la naturaleza de dicha reforma en dos frentes; tanto en relación al fortalecimiento de un sistema de universidades estatales como a la necesaria autonomía e independencia de dichas casas de estudios frente al poder político o gobiernos de turno, cuestión que desde los tiempos de Federici no había sido un tema relevante.
Uno de ellos, acaso el principal por el impacto mediático y el rechazo transversal que provocó, fue la intempestiva petición de renuncia a la ex Rectora de la Universidad de Aysén, Roxana Pey, a casi un año de haber sido nombrada para estructurar y poner en marcha el proyecto de una de las dos universidades regionales del Estado que la Presidenta de la República había comprometido.
“No es posible que el gobierno de turno le solicite la renuncia ni al rector ni a ningún académico de una universidad pública”, señaló el Cuech en una declaración emitida el 28 de julio y dada a conocer por el Rector Ennio Vivaldi, quien además reiteró su apoyo a Pey y el respeto a la autonomía universitaria. Todo esto, mientras rectores del Cruch, el Senado Universitario y personalidades del mundo de la cultura y la educación condenaban este acto que, como lo explicitaran en una carta abierta cerca de dos mil académicos, “desnuda claramente el sesgo ideológico del Ministerio, orientado a favorecer a las grandes corporaciones educacionales y sus políticas neoliberales de privatización, toda vez que la rectora Pey –en conjunto con los rectores el Cuech– ha sido coherente en exigir una universidad estatal y pública para Chile que no obedezca a las lógicas corporativas–financieras”.
De cualquier forma, pese a la falta de prolijidad del hecho, sustentado en argumentos poco convincentes, y al desdén hacia la opinión del mundo académico, el Gobierno, a través del Ministerio de Educación, no dio pie atrás en su decisión, mientras se ponía el foco en otra controversial propuesta de dicha cartera.
Paralelamente al proceso de renuncia de la ex Rectora Pey se conocía la propuesta gubernamental contenida en la ley de Reforma a la Educación Superior, que sugiere un directorio con cuatro representantes del Estado, sumados a los cuatro de la comunidad universitaria más el rector, asumiendo que esta adición no afecta la autonomía ni independencia porque los primeros serían representantes del “Estado”, no del gobierno. Un argumento que nos remite al lamentable cuoteo de TVN, donde la diversidad o pluralismo de su directorio –nombrado por el Presidente de la República y ratificado por el Senado– se aloja en los partidos políticos ahí representados, y cuya defensa de una “televisión pública” ha tenido como correlato alianzas entre los miembros de las coaliciones políticas para defender no una mirada de país, sino aquella más bien acotada que tiene que ver con los intereses partidarios y el juego de oposición-gobierno que en general hegemoniza las reuniones de los directorios.
Estos antecedentes, más la poca empatía exhibida por el Gobierno ante propuestas concretas de autoridades de la U. de Chile y del propio Cuech, que permitan fortalecer –y no perjudicar- a las universidades del Estado, por ejemplo a través del aumento de su matrícula, hacen pensar que hoy está en riesgo no sólo la autonomía de las universidades del Estado, sino su futuro, en tanto las señales hasta hoy han sido erráticas o simplemente confusas.
Pensiones: la importancia de invertir bien
Un sistema de previsión debe ser fuertemente solidario para que los ingresos de los jubilados no sean un simple reflejo de las desigualdades del mundo laboral, incluyendo un importante componente de reparto: la única forma de mejorar las bajas pensiones actuales. Pero tal solidaridad inter e intrageneracional no nos obliga a un esquema donde cada peso que entra desde la población activa se gaste en la población ya jubilada.
Seguir leyendoReconstruyendo el sistema público de reparto en Chile
«Al tratar de explicar por qué las AFP causan un enorme descontento en la sociedad chilena, lo primero que uno debería indicar es que el actual sistema es injusto con sus afiliados porque no es capaz de proveer a la mayoría las pensiones necesarias para sobrevivir durante la tercera edad. Una gran parte de la población viviría en un estado de extrema pobreza si en 2008 no se hubiera establecido un sistema de subsidio otorgado por el Estado, que incluye el que se entrega a las pensiones pagadas por las AFP.»
Seguir leyendoLa importancia de un canal cultural y educativo (de verdad)
Por Pablo Perelman
A los directores y guionistas del cine nacional el anuncio presidencial de la creación de un Canal Público Cultural y Educativo (CCE) nos llenó de entusiasmo: por fin un gobierno comprendía la dimensión cultural de la TV y su enorme potencial para apoyar una educación de calidad.
A nivel popular no hay otro medio, ni siquiera el aula o la familia, que supere a la TV (por comercial y liviana que sea) a la hora de dotarnos de “un contexto coordinado de valores, creencias, conceptos y simbolizaciones”, como dice Sartori. Si a esto agregamos su capacidad de informar y formar opinión es fácil imaginar las posibilidades que tendría si su finalidad fuera directa y honradamente “cultural y educativa” en vez de solapadamente “comercial”.
Dirigida a un público carenciado culturalmente, le permitiría a éste acceder a materiales y herramientas para progresar en ese plano, complementando su educación formal.
Dirigida a un público infantil, daría contenidos adecuados que no se encuentran en ningún canal de TV abierta.
Basando su programación en producción nacional de calidad, rentabilizaría el patrimonio cultural creado por intelectuales, artistas, científicos y educadores chilenos de todos los tiempos.
Liberada de la presión comercial, sus logros culturales y educativos no se medirían con criterios de masividad tipo rating, sino a través de estudios cualitativos de audiencia.
Ésta era la expectativa de los cineastas.
Pero luego de un año de secretismo e incertidumbre respecto del modelo a implementar, el Gobierno propone una Indicación Sustitutiva a la Ley de TVN donde incluye al CCE como filial, dependiente de su directorio y de su administración.
Tal dependencia nos provoca la mayor desconfianza.
TVN, junto al resto de la televisión abierta, hace (y seguirá haciendo, ya que la Indicación Sustitutiva mantiene la exigencia de autofinanciamiento) un tipo de televisión cuyo fin es atraer y conservar audiencias medibles en rating que permitan captar la mayor y más cara publicidad posible. Esa fórmula implica una ideología y una forma de hacer televisión ad hoc. Define un punto de vista concreto.
La Indicación Sustitutiva dice que el punto de vista desde el cual se definirán los fines, la programación y la forma de evaluar calidad e impacto del CCE será igual a TVN, ya que su directorio y gobernanza en general dependerán completamente de dicha estación. Es como si, al nacer, el Metro de Santiago hubiera dependido de los Ferrocarriles del Estado.
Sólo un directorio autónomo del gobierno y de TVN, representativo del mundo de la cultura, la ciencia y la educación, estará en condiciones de exigirle a la dirección del CCE que no haga más de lo mismo en materia de televisión abierta.
“Una búsqueda explícita de la educación en sí misma, fundada en la comprensión, el placer, la transmisión de lo mejor que la razón y la imaginación han producido en el pasado y producen en la actualidad”, al decir de George Steiner, debe ser su misión.
Su programa debería:
- Promover el pensamiento crítico en niños y adultos mediante el debate, incluso el debate sobre el canal mismo y los demás medios;
- Divulgar las creaciones y opiniones de todas las fuerzas culturales, especialmente las regionales y de minorías;
- Constituirse en referencia de calidad para toda la televisión chilena;
- Poner a disposición de los estudiantes un repositorio audiovisual que complemente sus estudios.
Si bien es lógico que el Estado quiera rentabilizar su inversión en la infraestructura de TVN, eso no obliga a someter al CCE a la dependencia administrativa, programática y de gestión que propone el Gobierno. Es algo que el Parlamento tiene la oportunidad de corregir y donde concurrirán de buena gana los sectores naturalmente concernidos: educadores, científicos y audiovisualistas, entre otros, con sus aportes.
Carta Fundamental: operación histórica y constituyente
Por Alejandra Araya
Decimos que una Constitución es la ley fundamental de un Estado, con rango superior al resto de las leyes, ya que define el régimen de los derechos y libertades de los ciudadanos y delimita los poderes e instituciones de la organización política. Es una definición producto de procesos históricos largos y de cambios radicales en las prácticas políticas y los sistemas simbólicos que, para el caso americano, tienen como hito la redacción de los textos fundamentales como nuestra Acta de la Independencia Nacional, firmada en Talca, en el año 1818, cuyo original fue destruido en el Palacio de la Moneda el 11 de septiembre de 1973.
En el horizonte de un debate sobre una nueva Constitución creo que es importante no pasar por alto el que ésta es esencialmente el resultado de la práctica política y que es, en esencia, un acto político con resultados materiales: un texto, una carta fundamental. Impugnar este imaginario y las prácticas que lo hacían operativo como sistema fue el centro del proyecto cultural del régimen liderado por Augusto Pinochet. Mi afirmación no tiene novedad, pero creo que es importante retomar una operación en particular dentro de las prácticas políticas del régimen, la de la interpretación histórica de las propias acciones en el momento mismo en que éstas sucedieron. La “clase magistral” que Pinochet diera en la inauguración del año académico de la Universidad de Chile el 6 de abril de 1979 inicia con la declaración de una nueva independencia y una refundación de la nación. No es menor el momento, ni el lugar, ni la institución escogida para hacerlo, puesto que la instalación de la Universidad de Chile no se puede separar del acto fundante de la historia, ya que desde 1844 cada año se inauguraba con la lectura del texto ganador del concurso convocado a construir el relato de la nueva nación.
Pinochet legitima la acción que encabeza insertándola dentro de la noción de tradición histórica, una de “intervenciones militares”, diferenciándola al mismo tiempo de las que precedieron a las Cartas Fundamentales de 1891 y 1924 en tanto declara muerta la tradición democrática de la que formaron parte. Lógicamente, el régimen aprecia la Constitución de 1833 y el Estado portaliano, y considera la del ‘25 “débil”, pues dio origen al sistema de partidos. En tanto protector de dichas tradiciones, el dictador es un “gobernante soldado” que no dejaría a los chilenos entregados al “juego de las oligarquías partidistas que nos condujeron a la crisis”. Esta conciencia de la legitimidad de los propios actos en el marco de una “tradición” permite comprender que no haya contradicción entre ser constitucional y no democrático. Es en ese momento necesario que la Carta Fundamental “consagre y resguarde adecuadamente estos valores”, recuperando la lectura conservadora del instrumento, pero disociado de su propia realidad: “preservará la esencia democrática que ha caracterizado a nuestra república”. Y sería salvífica, pues no se trataría de un “ensayo teórico o ideológico más, sino una necesidad de supervivencia como nación libre y como Estado soberano”.
Es necesario detenerse en el peso denso de tales afirmaciones para la reflexión que propongo: el lugar del discurso en la transformación de las estructuras simbólicas públicas existentes sobre la política, las que hoy son parte de nuestras opiniones sobre una nueva Constitución. La que nos rige resulta de este programa dictatorial que se instaló como estructura de las nuevas prácticas y, finalmente, es nuestra herencia inmaterial, pues su instalación fue sistémica y sistemática. Cada subtítulo de la “clase magistral” de Pinochet es un mandamiento: resguardo de normas adecuadas y hábitos políticos sanos; la democracia como un medio, no un fin; el sufragio universal como un elemento que no agotaría la expresión de la voluntad nacional; necesidad de una democracia vigorosa para autoprotegerse (del marxismo); resguardo de una seguridad amenazada por la subversión y el terrorismo; defensa del progreso económico y social: objetivo de la democracia; freno a la demagogia; rechazo al libertinaje periodístico; tecnificación de las determinaciones políticas; un Estado neutral en lo doctrinario.
Decir “normas adecuadas y hábitos políticos sanos” es un ejemplo magistral de la persuasión convencida de su carácter neutro. Ciega ante su carácter doctrinario, establece que “nos encontramos aquí ante la necesidad de incentivar la formación de una mentalidad distinta, en la cual la acción política de la persona no esté sometida a la influencia de intereses diferentes al bien común”. El carácter de mandamiento de los asertos permite despojar a las palabras de su peso teórico y filosófico. Los buenos hábitos, en complemento, se entienden como una operación de erradicación de las herramientas culturales que pudieran debilitar al ciudadano al hacerlo deliberativo (sin filosofía, sin medios de comunicación libres, sin educación cívica). El éxito de tal operación se expresa hoy en la incapacidad de letrados y no letrados para afirmar las diferencias que existen entre decir bien común, lo público y los bienes públicos. Lo leemos y escuchamos diariamente, en particular respecto de una necesaria reforma al sistema educacional, el elegido para instituir la nueva mentalidad.
Habían transcurrido 34 años de la Revolución de 1891 cuando se reclamó una nueva Constitución y se dio paso a la de 1925; 48 años transcurrieron entre 1925 y 1973. Hoy nos encontramos a 36 años de la promulgación de la Constitución de 1980. No es un mal hábito político generar un debate sobre la legitimidad de la voluntad popular, los derechos humanos como principios fundamentales del pacto social y el veto al uso de la fuerza, sin miedo y con confianza, pues el siglo XX ha muerto. Toda mentalidad puede cambiar si se activa la capacidad de poblar nuestros imaginarios de nuevos fundamentos, en el libre uso de nuestra capacidad de deliberar y de hacernos responsables de nuestras acciones en el mundo que hemos creado.
La universidad pública que nos pertenece a todos y que busca el bien común
En su intervención en el lanzamiento del Proceso de Discusión de la Reforma Educacional, que mantendrá movilizada a la comunidad universitaria hasta enero de 2017 y que contó con la presencia de más de 600 personas, el Rector de la Universidad de Chile se refirió al rol social de los planteles públicos y a la relevancia de incluir todas las voces en esta iniciativa.
Por Ennio Vivaldi / Fotografía: Felipe Poga
Nos hemos convocado hoy para iniciar un proceso en el que nuestra comunidad universitaria discutirá, en conjunto y con sana actitud crítica, el nuevo Proyecto de Reforma a la Educación Superior. Es posible, así lo esperamos, que en el futuro este acto en el que estamos participando se resalte como un hito importante en este camino innecesariamente difícil, insospechadamente prolongado e incomprensiblemente tardío que ha de conducir a reafianzar nuestra misión fundacional y nuestra tarea permanente como Universidad de Chile, a la vez que a devolver racionalidad al sistema chileno de Educación Superior en su conjunto. Así, si bien es en el futuro en que sabremos si este acto que hoy vivimos podrá ser evaluado como un punto de inflexión histórico, en el presente, en este instante, al menos podemos asegurar que se trata de un acto tremendamente emocionante y conmovedor por la enorme fuerza que se palpa aquí, en este Salón de Honor. Y la emoción proviene de que esa fuerza no deriva ni de un ejercicio de un poder político-administrativo, ni de un poder económico, ni amenazas y gestos de violencia o crueldad; nuestra fuerza proviene de la historia, del intelecto y de la emoción, del compromiso con el futuro de la educación en Chile.
Una determinante notable que nos otorga fuerza es que en este acto está representada toda la comunidad de la Universidad: académicos, funcionarios y estudiantes. Nos otorga fuerza el que esté presente toda nuestra institucionalidad. Está el Consejo Universitario, en cuyas sesiones surgió la idea de convocar este acto y el posterior proceso; está el Senado Universitario, cuyo vicepresidente nos ha traído un resumen de la reflexión que ese órgano ha mantenido permanentemente y que se ha concretado en un documento de gran importancia; está el Consejo de Evaluación, que hoy ha sido una pieza fundamental no sólo en el acopio de datos necesarios para tener un posicionamiento claro frente al proyecto, sino que también ha manifestado una aguda inteligencia para analizar esos datos. Destaco también que se han hecho esfuerzos para que, por primera vez, se hayan reunido los directores jurídicos de todas las facultades para evaluar cómo pueden contribuir a la reforma.
Lo primero que hay que celebrar es el hecho de que exista un proyecto y que éste se presente a discusión parlamentaria. Uno puede o no estar de acuerdo con él, podrá tener que modificarse todo lo que sea necesario, pero lo crucial es que desde 1981 no teníamos una oportunidad de discutir un proyecto acerca de estas cuestiones.
La Universidad de Chile ya demostró que podía vivir y sobrevivir en un mundo tan disfuncional como uno pueda imaginar respecto a los principios a partir de los cuales se fundó. Ahora, finalmente, podremos incidir en la realidad en la cual queremos vivir, en qué sistema de Educación Superior queremos para Chile. Es por eso que mucho más allá de que el proyecto de ley sea bueno, malo, de cuán limitado nos pueda parecer, estamos viviendo un momento de alegría, pues desde ahora, en vez de tener que adaptarnos a lo que nos señalen, podremos abrir caminos para definir en qué mundos queremos vivir.
No quisiera abundar en los orígenes de nuestro actual sistema educacional. Considero que es el futuro el que nos convoca con formidables interrogantes: cómo cambiamos la distribución de la matrícula y logramos que ella sea pertinente a las necesidades de la sociedad; cómo imponemos una forma de entender el vínculo entre el desarrollo del país y la oferta de carreras por parte de las distintas universidades; qué implica eliminar sistemas de financiamiento como el CAE y cómo fortalecemos la Educación Superior estatal; cómo evitamos la desaparición del Aporte Fiscal Directo; cómo equiparamos las condiciones administrativas respecto al financiamiento que las otras universidades reciben del propio Estado; cómo revertimos esta percepción absurda de que para el resto del sistema constituya una amenaza que “se le dé un peso más” a una universidad estatal.
La educación pública es, por esencia, la instancia en la cual todos los sectores políticos e ideológicos han de sentirse llamados a participar generosamente y contribuir a un proyecto común. Es, en definitiva, la principal instancia que garantiza la cohesión del país y la permanencia de la nación como una entidad convocante de identidad. Es por esta trascendencia que nos interesa hablar de la universidad del futuro y no perdernos en redundar acerca de lo muy mal que están las cosas hoy.
Pienso que en esa discusión de futuro un tema muy importante es el de la noción de universidad pú- blica. Debemos devolver su significado a la expresión universidad pública. Las definiciones explicitan un género próximo y una diferencia especifica. La Universidad de Chile es un plantel, como muchos otros, y es público, lo que le da una connotación diferenciadora en el concierto de las universidades. Es nuestro sello de identidad, como para una persona podría serlo su nacionalidad. Hay un concepto de universidad pública que es distinto al de las universidades privadas. Es un asunto conceptual de fondo que no puede ser confundido con un tema distinto: cómo se distribuyen los recursos públicos, quiénes tienen derecho a recibirlos, en qué medida y en qué condiciones. Por el contrario, de lo que se trata es qué es aquello que las universidades públicas han de hacer por estar mandatadas para ello.
La propia OCDE lo define muy claramente: una institución es de educación pública cuando está controlada y gestionada directamente por una autoridad o agencia pública, o cuando su órgano superior está conformado en su mayoría por miembros designados por la autoridad pública o elegidos públicamente. Este concepto de universidad pública implica que ésta no tiene un dueño que la controle; que no tiene que responder a ningún interés particular; que garantiza y se enriquece en la pluralidad; que no tiene por qué rendirle cuentas ni obedecer a ningún poder externo; que no está amenazada en la proclamación de sus hallazgos científicos; que no se ve presionada, pues hay un Estado que debiera protegerla para que pueda libremente decir lo que piensa, lo que hace, lo que investiga. Esa universidad pública que nos pertenece a todos es la que tenemos que defender enérgicamente hoy. Esto tiene que ver con el país, tiene que ver con la cohesión social.
La universidad pública se relaciona con el conjunto de intereses que nos identifican como nación y como pueblo. No parece razonable que el tan esperado debate sobre universidades se vea ahora reducido a una pugna de intereses en la que se esgrime la mayor o menor fuerza con que se contaría, sea parlamentaria, económica o de cualquier otra índole, para defender los intereses de tal o cual grupo de universidades. Un aspecto consustancial a una universidad pública es, precisamente, el estar preocupada por el país en su conjunto.
Esta reflexión nos lleva al tema al cual quisiera referirme ahora y que considero central, pues definirá si seremos o no capaces de volver a tener universidades públicas en Chile. Hay una expresión que afortunadamente es nueva, porque si hubiera existido antes, no habríamos tenido sistemas públicos de salud, no habríamos tenido educación publica, no habríamos tenido sistemas jurídicos, no tendríamos electrificación o desarrollo tecnológico del país, no habríamos tenido políticas nutricionales y de producción alimentaria. Estoy hablando de la expresión captura del Estado. Pienso, sinceramente, que quizás sea el tema más importante a ser discutido por nosotros, porque si cualquier vínculo relevante que las universidades estatales demanden ha de ser visto como un intento de captura del Estado, sencillamente no será posible reconstruir un sistema público de Educación Superior. En esta supuesta captura, el Estado estaría viendo a las universidades públicas como una amenaza, porque ellas, sus comunidades, representan un interés propio, es decir, ajeno al interés colectivo. Pareciera de este modo que un trato diferenciado con las universidades estatales significaría que éstas se estarían apropiando del Estado. Apropiándose de qué y para quién, debiéramos preguntarnos. Pero, en cualquier caso, la conclusión de este proceso de razonamiento lógico es muy simple: si toda universidad defiende un interés particular, entonces no hay universidades públicas, todas somos privadas. Y esa conclusión es muy coherente con cómo han sido tratadas las universidades públicas por ya largos años.
Necesitamos conversar hoy acerca de algo que debe ser mucho más importante e inspirador que el presupuesto. No voy a decir que el Ministerio de Hacienda no sea importante, porque es crucial, sin lugar a dudas. Pero es un ministerio cuya importancia se hace presente al final de la discusión, algo así como cuando se llega a la caja del supermercado después de determinar qué es lo que se quiere adquirir, si me permiten la imagen. El Ministerio de Hacienda no es donde empiezan las discusiones, como se ha insistido de nuevo aquí al discutir los temas concernientes a las universidades, sino que es más bien donde han de terminar las discusiones. ¿Dónde empiezan las discusiones? En cada uno de los otros ministerios. Nosotros, como universidades estatales, tenemos una responsabilidad al interior del Estado de desarrollar la tecnología, la economía, la educación, la cultura. Para eso tenemos que conversar con los diversos ministerios sectoriales y con las comisiones parlamentarias correspondientes. Es con ellos que se deben proyectar las tareas de la universidad pública. Si nosotros no somos capaces de abordar estos tema con una lógica de responsabilidad y misión compartidas, y somos vistos con desconfianza, como un ente que está compitiendo con otras personas u otra institucionalidad por la conducción del país, el verdadero sentido de la universidad estatal se habrá perdido, porque fue precisamente eso lo que definió a la Universidad de Chile en su historia y por lo tanto al conjunto del sistema estatal que la sigue.
Las universidades públicas, repitámoslo, son garantes de la democracia, de la coexistencia plural de diversas ideologías, religiones y pensamientos políticos. Y es por ello que hoy nosotros tenemos que enfatizar con más convicción que nunca que efectivamente sí existe algo que se llama interés común, que no es verdad que una sociedad se base solamente en demandas de grupos particulares tratando de obtener para sí, o para un conjunto restringido, o para una ideología restringida, o para una religión restringida, determinadas connotaciones. Que existe un bien común y que es eso, de hecho, lo que determina a una universidad cuyo norte sean las necesidades de su pueblo. Ese interés común es a lo que nos debemos.
Termino llamando la atención sobre nuestra obligación de no fallar en este proceso. Una forma de fallar es que una parte ignore al conjunto y se autodeclare, en la práctica, un grupo en función de su propio interés, sin considerar que todo el sistema es esencial para la vitalidad de cada una de las partes. Es por eso que es tan tremendamente importante este momento, porque aquí todos nos reconocemos como Universidad de Chile: académicos, estudiantes, funcionarios. Aquí entendemos que si no nos respetamos, si no nos entendemos y no tenemos la capacidad de dialogar, conversar, si nos atacamos unos a otros, es imposible que sobreviva la universidad como sistema. Esa conciencia debemos hacerla nuestra hoy, porque la responsabilidad que tenemos es muy grande y porque la oportunidad ha sido muy largamente anhelada. Por ello este proceso debe terminar con una síntesis de las opiniones del conjunto de la comunidad universitaria, dispuestas de manera estructurada en ideas y propuestas.
Quizás éstas cristalicen en una idea más o menos coincidente de lo que se piensa en nuestra Universidad, pero sin lugar a dudas en este proceso estamos cumpliendo con lo más importante que nos corresponde como defensores de la democracia en Chile y como herederos de una historia. Esto es, permitir que cada uno de ustedes, cada integrante de la comunidad, académico, funcionario o estudiante y, por extensión, cada chileno, se comprometa con un propósito común y que sintamos que este país nos pertenece a todos, lo hacemos todos y estamos emocional e intelectualmente comprometidos con él e involucrados con él, todos y cada uno de nosotros. Muchas gracias.
Proyecto de ley de Educación Superior: Una apreciación general
El 26 de julio, la Universidad de Chile se reunió en pleno en su Casa Central para dar el puntapié inicial de un proceso de reflexión interno sobre los alcances de la reforma educacional propuesta por el Gobierno. En la instancia, el académico Fernando Atria detalló los que a su juicio son los aspectos centrales a debatir. A continuación, una versión editada de su presentación.
Por Fernando Atria / Fotografía: Felipe Poga
El proyecto de ley de Educación Superior intenta corregir déficits del sistema de Educación Superior chileno, pero sin cambiar la estructura de mercado que lo caracteriza. El falso supuesto es que éstas son dos cosas distintas. Dicho en el lenguaje que el programa hizo suyo, los déficits son manifestación de que el sistema trata a la educación como una mercancía, cuando ella es un derecho social. Esa es la incoherencia fundamental que recorre el proyecto de principio a fin.
Si el proyecto fuera aprobado tal como está, a mi juicio sería un retroceso. Pero al mismo tiempo hay que decir que su contenido no clausura, sino que abre perspectivas. El proyecto no es el fin de la discusión sobre Educación Superior, y no es siquiera el principio del fin de la discusión. Es el fin del principio. Con su presentación la discusión sobre el modelo neoliberal de Educación Superior termina de empezar.
Sobre el punto de llegada y transitar sin dirección
Quizás parte del problema es la manera en que las reformas son concebidas. Ellas se piensan desde la transición, sin tematizar el punto de llegada hacia el cual se quiere transitar. Esta es, evidentemente, una manera funesta de proceder. El modo racional es el contrario: primero es necesario identificar el punto deseado de llegada. Habiendo hecho eso, habrá que preguntarse cómo es posible unir ese punto y nuestra situación presente y hacer todos los ajustes que sean necesarios. No tiene sentido discutir medidas de transición sin tener claro cuál es el punto al que se desea transitar. Pero esto es exactamente lo que el proyecto contiene, y uno podría incluso decir que es la marca de la Nueva Mayoría: sus reformas no han sido capaces de mostrar cómo serían las cosas si las reformas intentadas fueran exitosas, porque su peculiar manera de entender el “realismo” y la “gradualidad” consiste en el deseo de transitar por transitar.
Lo público, lo privado, lo estatal
En ésta, una de las cuestiones centrales en discusión, unos dicen que lo público es lo estatal, y es por eso que las universidades públicas son las estatales. Otros sostienen que lo público y lo estatal son categorías obviamente diversas y lo que importa es lo público.
Ambas posturas son incorrectas, a mi juicio, pero no igualmente incorrectas: la afirmación de que lo público es lo estatal tiene un punto de partida más sólido y plausible, aunque sólo un punto de partida. Es necesario explicar qué relación hay entre lo público y lo estatal sin asumir que lo segundo implica inmediatamente lo primero.
Este punto de partida evita que la pregunta por lo público sea sólo una excusa para vaciar a esa noción de todo contenido, que es lo que hacen quienes niegan toda relación entre lo público y lo estatal. Para éstos, el concepto es tan vacío que incluso el rector de una universidad pontificia y confesional, que está sujeta al control de la Iglesia Católica y que recientemente debió ver cómo el arzobispo local prohibió a un profesor de la Facultad de Teología enseñar, cree que puede reclamar que su universidad es “pública”.
Sobre por qué es importante preguntarse por la relación entre lo público y lo estatal
La relación entre lo público y lo estatal está hoy fracturada menos por la existencia de universidades públicas no estatales que por el hecho de que hoy las entidades estatales deben actuar como si fueran privadas. Éste es el legado de décadas de neoliberalismo: la privatización del Estado, que es la consumación de la negación de lo público.
Esto no es una exageración: las universidades estatales se financian principalmente con aranceles pagados por sus estudiantes; el canal de televisión estatal vende publicidad para sobrevivir; y el banco estatal, además de avergonzarse de su condición al punto de cambiarse el nombre para esconderla, se relaciona con sus clientes incurriendo en las mismas prácticas abusivas de la banca privada.
Entonces, que un banco o un canal de televisión sean estatales no implica que sean públicos. Pero necesitamos entender qué es lo público sin referencia al Estado. Tenemos que tener un criterio que nos permita denunciar la privatización del Estado y decir: ¡necesitamos que por lo menos el Estado sea público!
Lo público es lo que no está sometido al régimen de la propiedad privada
En el sentido en el que yo creo que es importante, lo “público” es lo que carece de dueño, es decir, lo que no está sujeto al régimen de la propiedad privada. Dicho régimen se define porque tratándose de una cosa que es de alguien, ese alguien, llamado “dueño”, tiene derecho a decidir qué hacer con ella sin deberle explicaciones a nadie (por eso el art. 852 del Código Civil dice que el dueño puede actuar “arbitrariamente” respecto de su cosa). Si el dueño ha decidido que su cosa ha de servir un determinado fin y alguien le exige una explicación, él está en posición de decir: “porque es mía y yo así lo quiero”.
En ese sentido, la universidad es intrínsecamente pública (por lo que la expresión “universidad pública” es una redundancia). Con esto ya podemos decir qué tiene de especial una universidad, un banco o un canal público. Adicionalmente, nos ayuda a especificar por qué la idea misma de universidad es pública.
Una universidad pública, según lo anterior, sería una en que nadie tendría derecho a decidir unilateralmente y sin dar cuenta a nadie qué intereses ha de servir. Una privada, por su parte, sería una en que alguien tiene derecho a tomar esa decisión. Si el dueño quiere, la universidad estará al servicio de una ortodoxia religiosa, o política, o económica. En este caso, la institución no podrá ser una que se someta a los ideales de la investigación libre y la discusión abierta, al menos respecto de ciertas materias. Pero esto es precisamente lo que define a la universidad. Por consiguiente, hay algo esencialmente público (es decir, esencialmente incompatible con el dominio privado) en la idea misma de universidad.
Hoy, en Chile, sólo las universidades estatales son en este sentido públicas (las universidades del llamado G-3 son evidentes candidatas a ser universidades públicas no estatales. Responder esta cuestión exige discutir su estructura y organización con un detalle que aquí no es posible). Eso es una observación sobre el régimen institucional de las universidades y no supone ni implica que sólo las universidades estatales son de calidad, o interesantes, o bienintencionadas, etcétera. Sólo quiere decir que ese régimen deja a las universidades privadas entregadas a sus dueños o controladores. Algunos dueños usan esta prerrogativa, otros han decidido renunciar a ella, pero todos la tienen.
Este concepto de lo público nos permite decir dos cosas: primero, que es razonable que el Estado trate diferenciadamente a las universidades públicas (sin dueño) y las privadas (con dueño); segundo, que en principio es posible un régimen público (sin dueño) al que puedan acceder las universidades hoy privadas cuando su grado de desarrollo institucional las lleve a reclamar autonomía respecto de sus dueños.
Sobre la educación provista con fines de lucro
Hoy la situación es que la provisión con fines de lucro está prohibida en el caso de las universidades, pero no de los institutos profesionales y centros de formación técnica. La obligación actual de no retirar utilidades, entonces, es una obligación impuesta a todas las universidades, pero en los demás casos es una obligación (cuando existe) que se sigue sólo del hecho de que determinadas instituciones han asumido la forma jurídica de persona sin fines de lucro. Entonces, cuando una universidad retira utilidades está incumpliendo las condiciones legamente exigidas para ser universidad. Cuando un instituto profesional o centro de formación técnica retira utilidades no está actuando ilegalmente (si está organizado como sociedad) o está infringiendo la ley, pero no en cuanto a las condiciones para existir, sino porque al crearse se organizó como corporación o fundación. Es evidente que estos dos casos deben ser tratados de modo diverso por la ley, pero el proyecto los trata igual y entonces tiene reglas sobre las instituciones “que están organizadas como personas jurídicas sin fines de lucro”, ignorando que esa forma de organización es en un caso legalmente obligatoria y en el otro, legalmente voluntaria.
La solución, por cierto, debería impedir toda provisión con ánimo de lucro (estableciendo alguna modalidad de transición adecuada) o mantener la prohibición para las universidades solamente. En el primer caso sería razonable un régimen fiscalizador aplicable a todas las instituciones privadas; en el segundo, el régimen debería ser aplicable sólo a las universidades.
Sobre la gratuidad
La demanda por gratuidad terminó siendo la que resumió todas las demandas que irrumpieron el 2011. Pero precisamente por eso ha habido un esfuerzo considerable por confundirla y caricaturizarla. Conviene entonces intentar aclarar varias de estas confusiones, a propósito de las reglas contenidas en el proyecto.
El sentido de la gratuidad puede estar en la necesidad de financiar la educación de quien no puede pagársela o en la afirmación de que la educación es un derecho social. La manera correcta de entender la exigencia de gratuidad es la segunda, pero el proyecto opta por la primera. Y como las ideas tienen sistema, una vez que se ha decidido esto hay una serie considerable de cuestiones ulteriores que quedan decididas.
Si se trata de financiar a quien no puede pagar, la gratuidad será un beneficio focalizado. Así, por cierto, está tratada en el proyecto. Se ha dicho que eventualmente la gratuidad llegará al 100%, pero eso es políticamente imposible, tanto porque las condiciones para llegar al 100% (art. 48 trans.) son irreales, como porque el financiamiento con cargo a rentas generales hará que cada paso que se dé acercándose al 100% va a hacer al paso siguiente más difícil, dados los costos de oportunidad. Gratuidad para el 100% sólo es políticamente viable si los recursos utilizados no tienen usos alternativos y para eso sería necesario que la gratuidad fuera un sistema de seguro social (un “impuesto a los graduados”).
No falta el que dice, sorprendentemente, que esto no sería gratuidad, mostrando con eso una peculiar incapacidad para distinguir impuestos o contribuciones de créditos. La pregunta es si es gratuidad en el sentido relevante. Si al menos parte de la gratuidad fuera financiada con contribuciones de quienes estuvieron en la universidad, sería un sistema de seguro social que asumiría una forma análoga a un sistema de pensiones de reparto, en que quienes ya estudiaron contribuirían a financiar a los que están estudiando.
Gratuidad mediante convenios
El segundo sentido en que la gratuidad no es universal en el proyecto tiene que ver con que sólo “entrarán” a ella las instituciones estatales y algunas privadas. Esto descansa en la insólita idea de que la ley no puede obligar y sólo puede ofrecer a las instituciones un contrato, que verán si aceptan o no. Pero si lo que justifica la gratuidad es el derecho del estudiante, es absurdo que tal derecho pueda ser neutralizado por una declaración unilateral de la institución.
Si la gratuidad es parcial, no hay descomodificación. Si no hay descomodificación, no hay reconocimiento de que la educación es un derecho. La gratuidad genuinamente universal se enfrenta hoy a una extraña alianza: es criticada desde la derecha (que defiende el modelo neoliberal), y desde la izquierda (que exige que la gratuidad sea sólo para las instituciones estatales, y que financiarla con un impuesto especial o una contribución sería “gratuidad con letra chica”). Por consiguiente, el resultado probable de todo esto será un escenario de gratuidad parcial: para algunas instituciones y para estudiantes de los cinco, seis o siete primeros deciles. Esto obligará a entender la gratuidad como “beneficio”, como un voucher que no eliminará, sino que fortalecerá el mercado.
Sobre el tratamiento de la Educación Superior estatal
El proyecto tampoco impugna la idea neoliberal fundamental que ha llevado a la privatización del Estado: que éste debe actuar sujeto al mismo régimen que los agentes privados, que cualquier diferencia de trato es, en principio, “competencia desleal”.
Como antes, aquí también hay algo que puede ser resaltado en el proyecto. Es verdad que no impugna derechamente esa idea, pero hace inevitable que esa impugnación aparezca en la discusión que el proyecto provoca. Pero lo que por una parte el proyecto da, por otra lo quita.
Al crear un fondo especial para las instituciones estatales (art. 188), el proyecto introduce la idea de que las instituciones estatales son distintas de las privadas. Pero el fondo en cuestión no tiene contenido (lo determinará anualmente la ley de presupuesto) y debe convivir con el “fondo de desarrollo y mejora de las funciones de investigación y creación artística” (art. 187). Este segundo fondo es para todas las instituciones, públicas o privadas, que se adscriban a la gratuidad.
Aquí, por cierto, se hace relevante que los recursos públicos son de todos los chilenos: ¿por qué ellos pueden usarse para financiar las actividades de instituciones con dueño?
Sobre la ampliación de la matrícula
Las vacantes de las instituciones adscritas a la gratuidad serán fijadas por la subsecretaría, quien determina los criterios que deberán considerarse para hacerlo (art. 178). Dentro de esos criterios no aparece la calidad estatal o no de la institución. Esta es otra notoria posibilidad desperdiciada, la de fijar una política de ampliación progresiva de la matrícula estatal para que en el tiempo las instituciones estatales representen un porcentaje significativo de la matrícula total. Pero para hacer eso, el proyecto debería fijar la ampliación progresiva de la matrícula pública como una finalidad a ser perseguida por la subsecretaría al momento de fijar las vacantes, o al menos debería, al especificar los criterios que seguirá la subsecretaría, mencionar la naturaleza estatal o privada de la institución. Y no lo hace.
La primacía de las palabras
Presentamos esta nueva revista, Palabra Pública, con la cual la Universidad de Chile quiere invitar a una conversación y proponer un encuentro que convoque constructivamente tanto al conjunto de nuestra comunidad universitaria como al país.
Se trata de contribuir a reinstaurar una primacía para las palabras. Resituarlas, pues parecería que han sido desplazadas y sobrepasadas y que, también ellas, habrían pasado a cumplir un rol subsidiario dentro de la vida nacional. El poder crea realidades, especialmente el poder económico. Entre las realidades que este puede crear está el poder político.
La idea de verdad se vincula intuitivamente al resultado del ejercicio de intercambiar y contrastar palabras. Alternativamente, las palabras pueden servir para justificar decisiones ya tomadas, verdades ya declaradas, por estimarlas las más convenientes para quien habla y, frecuentemente, ordena. Las palabras van siendo arrinconadas, restringidas, subordinadas a intereses.
En un discurso en la Universidad de Columbia, al celebrarse los 50 años de la caída del nazifascismo, Umberto Eco afirmaba: “Todos los textos escolares nazistas o fascistas se basaban en un léxico pobre y una sintaxis elemental, con el fin de limitar los instrumentos para el razonamiento complejo y crítico”.
Lograr que el poder político se independice del económico es un objetivo de la mayor importancia para todos. A su actual subordinación parece haber contribuido como causa el debilitamiento de la potestad de las palabras. Al mismo tiempo, este último se puede entender como un resultado de esa subordinación. Devolverles preponderancia a las palabras debiera ayudar a devolverle altura a nuestros foros cotidianos.
La afirmación de que una figura vale más que cien palabras puede tener un significado alternativo: en una campaña electoral los costosos carteles con retratos copando las calles priman sobre las propuestas programáticas. Hace ya varios años, cuando Craxi, quien entre otros cargos fuera eurodiputado, con claridad inaudita hablaba del nuevo financiamiento de la política, nos reímos de lo que considerábamos una osadía. En retrospectiva, hubiera sido mejor tomarlo en serio.
Hay otra acepción del término palabra, con la cual también nos identificamos, que se refiere a un compromiso en conciencia que habrá de cumplirse sin requerir de acciones coercitivas. En un cierto sentido, la gratuidad de la educación superior representa eso. Representa la confianza en que el entregarle educación gratuita a un joven genera en él un compromiso con la sociedad que le permitirá seguir una carrera, que él sabrá retribuir.
Queremos que esta revista permita una mayor vinculación de la Universidad con la sociedad y que también sea una herramienta para que el público conozca, valore, juzgue y participe de nuestras tareas.
El que esta revista aspire a constituirse en una palabra pública, la hace plural, ciudadana, perteneciente a todos, contribuyente de la cohesión social. Preocupada del bien común. Afín a la historia, a los objetivos de nuestra Universidad.