¿Qué ley de patrimonio necesitamos de cara a una nueva Constitución?

En el marco de la discusión sobre la nueva Ley de Patrimonio Cultural, los académicos de la Universidad de Chile Alejandra Araya y Felipe Gallardo critican las carencias del proyecto en tramitación en el Congreso, y se preguntan por qué se debería considerar una ley apropiada para Chile. “Una nueva Ley del Patrimonio, una ley de verdad, debiese ser inclusiva, realmente participativa y oportuna, no una operación de última hora que dé pie a suspicacias”, dicen los autores.

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Campos y refugiados

Ante la apertura de campos de refugio temporales para migrantes en el norte de Chile a fines del año pasado y principios de este, la académica Nanette Liberona, de la Universidad de Tarapacá, llama a pensar estos lugares como espacios “de encierro y separación de los desplazados, los refugiados, los clandestinos y otros indeseables (…), cuyas características son semejantes a las de los campos de concentración nazi”.

Por Nanette Liberona Concha

El norte de Chile, y particularmente la región de Tarapacá, se ha visto tensionado en los últimos dos años por los movimientos migratorios que han seguido produciéndose de forma autónoma a pesar del cierre fronterizo. Personas de diversos orígenes han atravesado las fronteras sudamericanas hasta llegar a nuestro país en busca de refugio, no en el sentido jurídico de la palabra, sino buscando un lugar para protegerse. El refugio, entonces, entendido como estrategia de sobrevivencia ante el abandono y la violencia de los Estados, ante las crisis multidimensionales generadas en tiempos de auge del neoliberalismo, ante los desastres naturales, ante el recrudecimiento de la crisis económica producto de la pandemia.

Si consideramos que el refugio es una categoría jurídica amparada por un Sistema de Protección Internacional, cuya misión es otorgar protección a hombres, mujeres, niños y niñas, que se ven obligados/as a migrar de sus países de origen con el fin de salvar sus vidas; todas las personas que se desplazaron forzadamente hacia Chile durante la pandemia deberían considerarse refugiadas. Así lo entendieron países como Colombia y Brasil respecto de la llegada de cientos de personas venezolanas, a las que se les otorgaron visas humanitarias. Así lo entendió también la Corte Interamericana de Derechos Humanos cuando recomendó a los Estados en 2018 considerar la migración de personas venezolanas como una migración forzada[1]. Así lo entendió, por su parte, la Corte Suprema de Chile cuando dejó sin efecto las expulsiones colectivas realizadas a ciudadanos venezolanos, tras invocar normas fundamentales del Derecho Internacional de los Refugiados[2].

No obstante, el gobierno de Sebastián Piñera insistió en estigmatizar esta migración calificándola como “ilegal”, aplicando todas las estrategias políticas y mediáticas posibles para que la población local la viera como invasora y generadora de una “crisis” que llegó incluso a paralizar la ciudad de Iquique en dos ocasiones. Esto acompañado de una política de desidia declarada por parte de las autoridades, que consistió en no hacer absolutamente nada para evitar los conflictos urbanos, sociales y culturales que comenzaron a hacerse cada vez más grandes en la ciudad. Varias plazas públicas se transformaron en campamentos improvisados, donde reinaba la insalubridad, la desesperanza, el hambre y la violencia. Las playas también fueron ocupadas con carpas y otras prácticas de vida. Si no fuera por la ayuda solidaria de organizaciones de la sociedad civil, el número de personas fallecidas y enfermas habría sido mayor al que se contabiliza actualmente.

Un ejemplo de lo anterior fue el caso de la mayoría de las mujeres y niñas que vivían en la plaza Brasil, las que a pesar de ser diagnosticadas con infección urinaria no se atrevían a acercarse a los establecimientos de salud por miedo a ser detenidas y expulsadas[3], ya que se les exigía una “autodenuncia” para recibir una atención médica. Esto significa informar a la PDI del ingreso por paso no habilitado, quedando en un registro que luego puede ser utilizado para una expulsión. Así, en lugar de reconocer a esta población su condición de refugiada y concederles el estatuto como tal, se le desalojó violentamente de la ciudad mediante un operativo policial, al mismo tiempo que fue ahuyentada por la furia de grupos nacionalistas y atacada masivamente en marchas que no fueron reprimidas por las fuerzas públicas.

La historia del Sistema de Protección Internacional se forja a finales de la Segunda Guerra Mundial, con la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, y se ha desarrollado de manera importante en el seno de la ONU a través de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Al término de la guerra, los Estados parte de la ONU llegaron a lo que se denominó un “consenso antirracista”, en el que se comprometían a erradicar toda forma de racismo y a resguardar a sus víctimas. Desde entonces, ACNUR ha sido el órgano encargado de hacer valer este consenso. De la misma manera, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) es otra institución de la ONU que ha velado porque los movimientos migratorios sean reconocidos por los Estados y gestionados de manera tal que no alteren, sobre todo, su soberanía nacional. Esto, sin considerar la autonomía de las migraciones, cuya fuerza propia lleva a sortear todas las barreras que los Estados han ido fortaleciendo para controlar mejor y sacar provecho de estas poblaciones.

En 2014, el libro Un monde de camps, dirigido por Michel Agier[4], reunió veinticinco etnografías realizadas en países de Asia, África, América Latina y Europa, en las que se analizaron intervenciones humanitarias lideradas por ACNUR e implementadas por diversos organismos humanitarios que trabajan en colaboración. Estas etnografías revelan la permanencia y consagración de la figura del “Campo”, entendida como un espacio de encierro y separación de los desplazados, los refugiados, los clandestinos y otros indeseables. Un espacio cuyas características son semejantes a las de los campos de concentración nazi. ¿Qué decir del consenso antirracista? El ACNUR es entendido como el brazo izquierdo del imperio.

Campo de refugiados en Kigeme, Ruanda. Crédito de foto: Wikimedia Commons.

En octubre de 2021 se implementó un campamento en Colchane, localidad altiplánica y fronteriza con Bolivia, en medio del contexto de propagación de contagios por covid-19 y de un incremento del ingreso de población migrante al país. El espacio fue ubicado al costado del Complejo Fronterizo de Colchane, como uno de los “resguardos temporales destinados a la estadía transitoria de migrantes que no dispongan de residencia permanente en Chile”. Fue implementado y operacionalizado mediante un Fondo de Emergencia, transferido desde la Subsecretaría de Interior del Ministerio del Interior y Seguridad Pública a la Delegación Presidencial de Tarapacá en septiembre de 2021. Diversos medios de comunicación como INFOBAE[5] y el sitio oficial de UNICEF[6] señalaron que estos dineros provenían de la ONU, a través de ACNUR y la OIM, en tanto organismos internacionales responsables en materia de migrantes y refugiados.

El objetivo de habilitar estos “resguardos temporales” (luego se instalaría otro en Huara) era de posibilitar “una asistencia humanitaria de primera respuesta y el adecuado control migratorio y sanitario para salvaguardar la salud general de la población”, tal como lo menciona la Resolución Exenta 2916/21[7], punto 7. No obstante, estos objetivos no se han cumplido, ya que las condiciones de habitabilidad y de asistencia humanitaria entregadas por el proveedor Trescientos Setenta Ltda. están lejos de los estándares definidos técnicamente por las entidades expertas en atención humanitaria, considerando las extremas condiciones climáticas del lugar. Las personas migrantes son retenidas durante cuatro días para cumplir una cuarentena sanitaria luego de la aplicación del PCR, en un estrecho campamento sin zonas de sombra. El 15 de abril pasado encontramos al interior de este espacio a unas 100 personas aproximadamente, las que mencionaron encontrarse deshidratadas. Además, señalaron pasar frío y no recibir agua ni alimentos, motivo por el cual pedían ayuda desesperadamente a las personas que transitaban por el otro lado de la reja.

En Iquique comenzó a funcionar en enero de 2022 el albergue Lobito por un periodo de tres meses, plazo que se extendió luego desde marzo hasta junio. Inicialmente se trasladaron doscientas familias, incluyendo a setenta niños y niñas, las que quedaron segregadas en un campamento alejado de la ciudad, sin alimentación, agua, asistencia en salud, ni posibilidad de trabajar para solventar sus necesidades elementales. Lobito está ubicado a 22 km al sur de Iquique, en el desierto costero del norte de Chile. Las condiciones climáticas son de aridez extrema del paisaje y del clima desértico, con una alta radiación diaria y bajas temperaturas nocturnas, factores que dificultan la habitabilidad. Solo se puede llegar al sector en vehículo particular, pues no hay transporte público en esa dirección. Luego de una denuncia por parte de organizaciones de la sociedad civil migrantes y promigrantes, que habían solventado la alimentación diaria de estas familias con apoyo de algunas fundaciones y ONGs, se develó que el proveedor a cargo (el mismo de Colchane) se limitaba a entregar un galletón y un jugo al día por persona, contra todo lineamiento técnico en atención humanitaria a migrantes. Afortunadamente, ahora se entregan dos comidas diarias y mejoró el acceso a atención en salud, pero no se provee de agua potable.

En los casos presentados de Colchane e Iquique, más que pensar en resguardos temporales o albergues, identificamos en la figura del “Campo” un espacio de retención y control de una población, en el cual se privatiza la “asistencia humanitaria”. Recordando a Agier, podemos identificar que no se trata de una excepción, sino de una forma de gobernar a los indeseables. Esperemos que las nuevas autoridades eviten las lógicas onusianas de gestión de las migraciones y apliquen las normas existentes a las personas en búsqueda de refugio.


[1] RESOLUCIÓN 2/18 CIDH. Migración forzada de personas venezolanas.

[2] https://www.diarioconstitucional.cl/articulos/importante-fallo-de-la-corte-suprema-sobre-recurso-de-amparo-y-migracion/

[3] Liberona, N., Piñones, C., Corona, M., & García, E. (2021). Diagnóstico de salud de la población migrante venezolana irregularizada en Iquique.

[4] Agier, Michel (dir.), Un monde de camps. La Découverte, 2014, 424 p.

[5]https://www.infobae.com/america/america-latina/2022/02/04/la-onu-otorgara-usd-35-millones-para-construir-refugios-para-migrantes-en-dos-ciudades-del-norte-de-chile/

[6]https://www.unicef.org/chile/comunicados-prensa/agencias-del-sistema-de-naciones-unidas-apoyar%C3%A1n-instalaci%C3%B3n-de-centros-de

[7] Resolución Exenta 2916 del 13 de octubre de 2021, de la Delegación Presidencial de Tarapacá.

Cuatro visiones sobre el futuro de la Universidad

El próximo 12 de mayo, Rosa Devés, Sergio Lavandero, Kemy Oyarzún y Pablo Oyarzun intentarán llegar a la rectoría de la Universidad de Chile. En estas páginas, las y los candidatos toman la palabra para detallar los principales lineamientos de sus propuestas, las formas en que enfrentarán los desafíos del período 2022-2026 y cómo es la universidad que imaginan.

Los textos aquí expuestos nacen de las siguientes preguntas: ¿Cuáles son las tres propuestas priorizadas de su programa de gobierno universitario? / ¿Cuál es el papel que le corresponde a la Universidad en el país que hoy se construye y cuál es el rol que un/a rector/a debe tener en ello? / ¿Cómo piensa fortalecer la integralidad de la docencia, investigación y extensión universitarias con miras a reforzar la incidencia en la comunidad? / Pensando en la disparidad que existe en diversos aspectos entre las humanidades y las llamadas “ciencias duras”, ¿cómo busca potenciar la ecuanimidad en las distintas áreas del saber?

Rosa Devés, profesora Titular de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile y Vicerrectora de Asuntos Académicos

Nuestro programa es el resultado de un proceso participativo y comprende principios de acción, ejes programáticos y acciones prioritarias inspirados en una perspectiva humanista, la responsabilidad con el desarrollo sostenible, la valoración de la complejidad y el compromiso con el país.

Un primer desafío es el fortalecimiento del quehacer de todas las unidades académicas a través de la cooperación y la promoción de alianzas que potencien la calidad del ejercicio de sus funciones y conduzcan al desarrollo armónico y equitativo. Buscamos innovar en el ejercicio de la docencia para poner al servicio de los y las estudiantes todas las capacidades de la Universidad, ofreciendo trayectorias más flexibles que sean pertinentes a un contexto nacional y global cambiante. Igualmente, potenciaremos la investigación, creación e innovación para responder a los desafíos de la Universidad. En este ámbito, abordaremos con especial énfasis la equidad de género y el desarrollo de las capacidades de las y los académicos jóvenes con mecanismos de apoyo focalizados.

Otro propósito será fomentar una cultura universitaria que estimule el desarrollo de sus integrantes, para que puedan desplegar todo su potencial y cumplir sus funciones con excelencia y compromiso. Trabajaremos para brindar oportunidades equivalentes a las académicas y los académicos en los diferentes espacios de la Universidad, articulando las exigencias de la carrera académica con políticas de apoyo al desarrollo académico y reconociendo las contribuciones en las distintas áreas del quehacer institucional. El estímulo al trabajo bien hecho debe ir asociado al apoyo y al cuidado, cautelando un ambiente de sana convivencia universitaria y el adecuado balance entre los compromisos universitarios y otras facetas de desarrollo, como lo familiar y social para los tres estamentos.

Y para lograr una cultura institucional equitativa e inclusiva será central el compromiso transversal con la igualdad de género. Entre otras acciones, promoveremos estrategias que aseguren la equidad de género en los procesos de contratación, calificación y evaluación académica y profundizaremos los mecanismos de formación del cuerpo académico en temáticas que tensionan la formación académica tradicional, como la educación no sexista o la introducción del enfoque de género en la academia.  

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La Universidad de Chile cumple un rol fundamental en la construcción de nuestra sociedad y tiene un compromiso ineludible con la democracia, la justicia y los derechos humanos. En concordancia con su misión, nuestra Universidad debe participar activamente del debate público y contribuir con conocimiento relevante a los cambios sociales orientados hacia una mayor igualdad e inclusión social. Lideraremos este proceso de participación en la esfera pública, siempre destacando el trabajo colaborativo y el aporte que realizan las y los integrantes de la Universidad al desarrollo del país.

Hoy existe un nuevo ciclo político en el país y la Universidad no puede excluirse de este proceso. Por eso, revalorizaremos nuestro carácter público en un ambiente de colaboración con las otras universidades estatales para defender derechos sociales fundamentales, como el derecho a la educación, y para aportar desde el conocimiento al desarrollo nacional. Además, apoyaremos decididamente todas aquellas propuestas que promuevan la justicia social. La equidad y la inclusión serán ejes fundamentales de nuestra rectoría, en el propósito por aportar a una Universidad de Chile que sea cada vez más de Chile. 

Una Universidad es una comunidad capaz de generar y transmitir conocimiento, pero la relevancia de su existencia está en que efectivamente logre ser pertinente para las necesidades de la sociedad a la cual se debe. Esto es especialmente importante para las universidades públicas, sobre todo en países con desafíos de desarrollo y en un contexto de profundos y rápidos cambios globales. Por ello es necesario repensar nuestras formas de realizar investigación, creación, docencia y extensión. Debemos interrelacionar con mayor profundidad estas funciones de manera que se nutran y fortalezcan de esta integración, a la vez que enriquecen su sentido. Es importante cambiar la lógica de pensar las funciones universitarias como compitiendo entre sí, por una que las reconozca como interdependientes, valorando cada una de ellas. Tanto la investigación como la formación de las nuevas generaciones tienen el desafío de pensar un mundo donde la complejidad se impone en todas las áreas del saber, de allí la necesidad de promover miradas abiertas, inclusivas y transversales.

En nuestra Universidad ya existen innovaciones que articulan docencia-investigación-extensión. Surgen como estrategias de innovación pedagógica que se expresan en proyectos formativos articulados y se fundan en una convicción sustantiva: investigar para formar, formar para investigar, investigar y formar para incidir. Nuestra propuesta es promover una lógica transversal de innovación que logre articular una investigación integrada, con procesos formativos de amplio acceso, fortaleciendo la incidencia pública, enriqueciéndose de las capacidades, herramientas y oportunidades que tenemos entre las diferentes unidades académicas.

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La gran diversidad de disciplinas y especializaciones que conviven en nuestra Universidad es una de nuestras fortalezas. Sin embargo, para que esta diversidad efectivamente enriquezca nuestro quehacer debe estar conectada. Debemos construir los puentes que faciliten el trabajo entre distintas disciplinas, potenciando el desarrollo de todas las áreas y valorando sus diferencias, ya que solo articulando nuestras disciplinas lograremos formar y desarrollar un conocimiento adecuado a las exigencias de la sociedad.  Por eso, promoveremos el trabajo interdisciplinario y transdisciplinario, sabiendo que tenemos un cuerpo académico con las competencias y calidad necesarias para impulsar aún más la investigación y creación en todas las áreas con condiciones justas e igualitarias. 

Sergio Lavandero, profesor Titular de la Facultad de Ciencias Químicas y Farmacéuticas y de la Facultad de Medicina

Nuestra principal propuesta para crear una Rectoría transformadora consistirá en poner en el centro a las personas, con especial énfasis en la construcción de una comunidad cooperativa, acompañándolos/las desde el inicio, durante y culminación de sus carreras académicas. Nuestra segunda propuesta se centra en buscar soluciones innovadoras y sustentables a largo plazo para abordar el déficit financiero de la Universidad. Para ello, nuestros modos de gobierno, financiamiento, estructuras y dinámicas internas deben repensarse. Finalmente, nos enfocaremos en desarrollar y fortalecer la investigación, la docencia, la creación artística y estimular la innovación. Potenciaremos, paralelamente, el mensaje público de que nuestro país sólo alcanzará su desarrollo si mejora en forma significativa la inversión en educación en todos sus niveles. 

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Nuestro rol como la institución de educación pública más antigua del país es liderar el sistema universitario nacional, abordar problemas nacionales de gran impacto social y crear las condiciones para abordar los futuros desafíos locales y globales que deberemos afrontar. Para ello, nuestra Rectoría transformadora propone constituirse en un modelo de institución pública a través de valores como la sustentabilidad, la responsabilidad y la promoción de la investigación, docencia, creación artística e innovación. Nuestra Universidad debe estar liderada por un equipo articulador que acompañe y promueva sus transformaciones, que fortalezca la deliberación, abierta y respetuosa, sobre las políticas institucionales y asegure la transparencia en la toma de decisiones. En nuestra Universidad debe primar el pluralismo, la libertad de pensamiento, el respeto a sus diversidades, la dignidad para todos/as sus miembros y el ejercicio de un auténtico pensamiento crítico.

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La docencia de pre y posgrado es el corazón de nuestra Universidad. Nuestros esfuerzos en esta área se enfocarán en tres direcciones: en primer lugar, al diseño de redes de cooperación entre académicas/os de distintas unidades; en segundo lugar, a programas de internacionalización con visión de futuro y fortalecer, en forma equitativa, todas las áreas del saber que desarrollamos; y, en tercer lugar, a apoyar efectivamente a los estudiantes de postgrado, privilegiando sus iniciativas de colaboración inter y transdisciplinarias. Nos proponemos poner especial atención en cautelar la integridad y coherencia ética, cuidando especialmente que nuestras autoridades, en todos sus niveles, estén alineadas con la rectitud, razonabilidad, transparencia y una permanente disposición a la rendición de cuentas y, sobre esa base, promover el debate interestamental.

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Lo haremos escuchando con atención las demandas de los y las académicas, prestando especial atención a sus propuestas, analizándolas en forma ecuánime y canalizando inversiones institucionales que, por un lado, potencien las distintas unidades académicas, y por otro subsanen con urgencia las brechas existentes entre ellas.

Kemy Oyarzún, académica de la Facultad de Filosofía y Humanidades y coordinadora del Magíster en Estudios de Género y Cultura

Aquí estamos. No solo reunidas y reunidos en torno a una candidatura a Rectora. Nos hemos conjuntado por valores comunes, energías compartidas, profundas convicciones de cambio en esta Universidad nuestra, la casa de Amanda Labarca, Eloisa Díaz, Ernestina Pérez y Andrés Bello. Son transformaciones en consonancia con el país, con el nuevo ciclo iniciado en mayo 2018 y octubre 2019, con la instalación de la Convención Constitucional. ¿En qué pensamos cuando decimos “nuevo ciclo” de transformaciones de país? Hablamos de un nuevo proyecto político-cultural, otra forma de entender la producción científica y artística, otro modo de ejercer gobernanza universitaria. 

Todo cambio cultural afecta las formas institucionales. El primer desafío es habitar esta Casa de otro modo. Las instituciones se pueden convertir en espacios poco habitables y autorreferentes. Nos conjuntamos para devolver a la Casa sus múltiples cuerpos, sujetos y  territorios, para abrirnos a lo que  “no se dice”. ¿Y qué es lo que no se dice? No se dice que estamos habitando la Casa con malestares de décadas. No se dice que los daños refieren a asuntos muy concretos: remuneraciones desiguales, reajustes que no se concretan,  bonos de inseguridad, contratos a honorarios que duran décadas, plantas que no llegan, jubilaciones tan mermadas que las personas no están dispuestas a dar un salto a la pobreza al final de sus carreras académicas y funcionarias. No se dice que lo que hacemos es trabajo. No se reconoce la producción de conocimiento como elaboración procesual, compleja práctica de creación científica o artística. Se reafirma la superioridad del individuo, el hacerse camino en solitario, en rivalidad con las y los demás. No se dice que toda la producción de conocimiento, esparcida en distintas áreas de saber es equivalente en valor.  Las discusiones en torno a la nueva Constitución hablan con razón de “equivalencias epistémicas”. ¿Hasta cuándo confundir valor y precio? Cuesta hablar de violencias, abusos de género, abusos de poder.

¿Por qué la docencia, la investigación, la extensión o la gestión académica tienen valores tan opuestos? ¿Por qué no pensar las cuatro misiones a través de toda la carrera académica, con momentos de intensidades diversas, pero complementarias y planificables? ¿Y qué decir de las “mediciones” y parámetros predominantes para valorar la calidad? ¿Cuándo los discutimos de cara a nuestra realidad de país en desarrollo, mirando desde América Latina las inéditas voluntades de entrega que ello conlleva? No se dice que nuestros daños afectan nuestra calidad productiva y nuestra calidad de vida, porque ambas están intensamente entrelazadas. Nuestra férrea dedicación a la Universidad en las condiciones actuales tiene costos personales enormes y los tendrá mientras el Estado nos tenga en abandono y la gestión nos divida en parcelas.

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Aquí algunos desafíos: Conjugar nuestros malestares en colaboración, con actorías deliberantes y críticas transformadoras. Recuperar nuestra dignidad, nuestro valor,  nuestras visiones y fuerza comunitaria. Asumirnos como sujetas y sujetos. Reconocernos en todos los estamentos, con capacidad de escucha y diálogo. Nos autoconvocamos como actores y actoras capaces de transformar y transformarnos con sentido de país plural e igualitario. Con participación deliberante y vinculante, romperemos la repetición, la continuidad, los silencios cómplices. Porque creemos que el Estado debe garantizar la calidad de sus universidades. Y porque reconocernos es solo el comienzo.

Dos ejemplos concretos nos inquietan: la educación, incluida la pedagogía, y el Hospital Clínico. Nuestra Universidad requiere un proyecto educativo con equidad distributiva, voluntad de diálogo entre unidades de Educación y Pedagogías; formación de educadores e investigación avanzada en educación. A su vez, nuestro Hospital Clínico, lamentablemente retirado de la Red Pública de Hospitales, debe retornar a ella, no ser un “prestador” privado más de salud. Aspiramos a un nuevo modelo de hospital que, aun dependiendo de recursos públicos directos, siga desarrollando la excelencia que le caracteriza hoy.

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Chile está cambiando. La Casa de Amanda Labarca y Andrés Bello se apronta a realizar nuevas elecciones de Rector/a. Un nuevo gobierno define un amplio programa de transformaciones. En el corto plazo habremos redactado una nueva Constitución diseñada en inéditas condiciones participativas. La Universidad de Chile no puede permanecer incólume, dotada de una gestión que, en buena medida, reproduce las desigualdades, malestares y deficiencias que deseamos abolir como sociedad. Nuestra propuesta cultural y científica refiere en particular a la calidad de vida de quienes producimos conocimiento en la Universidad. Nos convoca el cumplimiento de nuestras cuatro misiones fundamentales, investigación, docencia, extensión y gestión, concebidas en forma integral y equivalente a partir de una visión de carrera planificada en el tiempo, con atención a lo singular y a los intereses colectivos. Nos interpela promover la investigación multi, inter y transdisciplinar; transversalizar las perspectivas de género e interculturalidad. Nos inspira una gobernanza de nuevo tipo, atenta a la participación comunitaria, a la deliberación y a la transparencia. Queremos una Universidad  con sentido común, sin islas en competencia  ni rivalidades por financiamiento. El conocimiento no conoce fronteras nacionales. Nuestro país se asume cada vez más plurinacional y latinoamericanista. Nos invitamos a compartir aspiraciones personales y colectivas; una visión  universitaria estratégica, con vocación de país y  acorde a  los cambios que la sociedad espera de nuestra Universidad. 

Pablo Oyarzún, académico de las facultades de Artes y de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Director del Centro Interdisciplinario de Estudios en Filosofía, Artes y Humanidades

Un programa de gobierno universitario debe tener en su base elementos de diagnóstico que identifiquen puntos críticos respecto de los cuales sus propuestas sean relevantes. Y es preciso tener claridad sobre los plazos en que estas pueden ser llevadas a cabo, cuáles perenecen al ámbito de acción de la institucionalidad universitaria, y cuáles son realizables a través de normas, acuerdos y oportunidades que dependen de instancias extrauniversitarias, en particular, del Estado.

Sobre esta base, un primer elemento es la necesidad de generar condiciones de integración estratégica de la universidad en sus organismos y unidades superiores, sus funciones, planes de desarrollo y política presupuestaria y, en vista de los desafíos epistémicos, culturales, sociales, económicos, en la adaptabilidad al cambio y flexibilidad de su estructura y gestión. Estas tareas deben ser diseñadas, periodizadas e implementadas según la complejidad de cada caso. El horizonte general es de largo plazo, pero con etapas intermedias que deben comenzar en el corto plazo, es decir, en un periodo rectoral de cuatro años.

Un segundo elemento se refiere a la relación de la universidad con los intereses del país, sus necesidades, expectativas de cambio y perspectivas de futuro, y al mismo tiempo a su inserción en el desarrollo del conocimiento en el contexto global. Esta doble condición exige el ejercicio de una capacidad deliberante, analítica y crítica, con un sentido explícitamente público. En este último aspecto, le corresponde a la universidad una responsabilidad en la recuperación del espacio público.

El tercer elemento atañe a la comunidad universitaria, en su diversidad de vidas y estilos, convicciones y creencias, posibilidades y expectativas que habitan espacios y comparten tiempos en conjunto. Así como se exige de ella el cumplimiento de deberes, merece que se reconozcan sus derechos de participación, de incidencia, en las decisiones institucionales conforme a un sentido de democracia universitaria. Y esto sólo puede lograrse si se estimula un ethos universitario de diálogo y respeto, convivencia, cooperación y sentido crítico, indispensable para la profundización de una cultura y una ciudadanía democrática.

No diría que la universidad ha ejercido una capacidad de anticipación en el periodo postdictadura, salvo por el movimiento que llevó al nuevo estatuto y a la generación de un modelo de gobernanza que porta una memoria histórica y posee rasgos innovadores. Un análisis de ese proceso permitiría observar analogías con lo que hoy vivimos en la víspera de la propuesta de una nueva constitución. Lo que sin duda ha mostrado la universidad es receptividad y rapidez para hacerse cargo de transformaciones sociales que están en curso: género, feminismo, multiculturalidad, afirmación de la diversidad, inclusión. La participación de la comunidad y la institucionalidad universitaria en el proceso constituyente evidencia una vívida capacidad de reacción ante las situaciones de cambio imprevistas que ha experimentado la sociedad en estos años. Ahora, en este presente que está inquietado por perspectivas inciertas, es indispensable concebir escenarios alternativos de futuro, y correr el riesgo de anticiparlos, lo que sólo puede hacerse tomando una distancia reflexiva y ejerciendo una vigilancia crítica sobre el proceso, su complejidad y las expectativas que le son inherentes, a fin de identificar y afirmar el nervio y la dirección esencial de esas expectativas. A una rectora o rector le cabe convocar a la comunidad a esa tarea, disponer los espacios para su realización, participar del pensamiento que nazca en ellos y hacerse irrenunciablemente responsable por lo que de ese pensamiento surja como orientación y decisión.

Es imperativo tener una concepción integrada de las funciones académicas, lo que implica establecer un modelo educativo que conciba la enseñanza-aprendizaje como un proceso continuo de generación del conocimiento, integrando docencia, investigación y/o creación en todos los niveles, y que tenga orientación social, incorporando actividades en terreno o de vinculación. Un modelo que combine lo que cabría llamar una pedagogía del hallazgo con una apertura responsable y receptiva al medio social, a sus saberes, inclusivo no solo por la capacidad de acoger diversidad y vulnerabilidad, sino también por aprender de ellas. La investigación sólo podría potenciarse con un modelo semejante y el espacio universitario se vería enriquecido por la capacidad para abrirse a un exterior que ya está presente en él, cotidianamente, en las labores y los afectos de cada una y cada uno de sus miembros, en sus relaciones y tareas.

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La disparidad entre las humanidades y las ciencias llamadas “duras” se expresa en los recursos destinados a unas y otras y en su diferente valoración social. Lo último parece obvio: por un lado, pensamiento y conocimiento que encuentra soluciones; por el otro, pensamiento que encuentra problemas. Estas dos epistemes coinciden en un punto: precisamente en el problema, en lo que da que pensar. Y también coinciden en el formato contemporáneo de la investigación, la docencia, la institución universitaria: todos los saberes están sometidos a ese mismo formato, en el diseño de su enseñanza, en su propuesta, su formulación, en la competitividad que se derrama por todos los niveles, desde los institucionales hasta los individuales. Considero indispensable discutir este formato, sus criterios y modalidades, y para eso es preciso estimular y favorecer el encuentro entre las disciplinas, las zonas de intercambio y de conjunción creativa en vista de problemas y formulación de soluciones. Parece cada vez más obvio que la división entre disciplinas “blandas” y “duras” es restrictiva e inconducente, tanto desde el punto de vista epistemológico como social. Necesitamos una universidad que provea las formas y modos del encuentro, lo que, a mi juicio, sólo una institución altamente integrada y al mismo tiempo dúctil y sensible al cambio puede lograr.

La universidad cuestionada

«Cada académico se ha ido transformando en un empresario, cada departamento, en un centro comercial. Más aún, la universidad bajo ataque deja de pensar colectivamente, deja de elaborar visiones de su propio futuro, con lo que parece resignarse a su degradación», reflexiona Luis Cifuentes, profesor de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile, sobre la crisis de los paradigmas universitarios y la necesidad de repensar la academia.  

Por Luis Cifuentes Seves

Chile vive un profundo proceso de auto cuestionamiento. El estallido/ despertar/ revuelta de octubre de 2019 condujo a la creación de la Convención Constitucional, primera en la historia en contar con paridad de género y escaños reservados para los pueblos originarios.

Su funcionamiento ha sido un ejemplo de democracia, participación y detallado examen de un amplio espectro de temas fundamentales para la sociedad chilena. No obstante, la Convención ha contado con la enconada oposición de quienes siempre apoyaron la constitución dictatorial fraudulenta de 1980, aquellos que no desean cambios sustanciales en el orden jurídico y social. El sabotaje a la Convención de parte de círculos reaccionarios ha sido total, incluyendo una campaña sostenida de mentiras en los principales medios de comunicación y de fake news en las redes sociales.

En este contexto, la Universidad de Chile, que ha apoyado el proceso constituyente de diversas maneras, enfrenta una nueva elección de rector(a). Este artículo se plantea cómo repensar el amplio tema académico, con especial referencia a la universidad más antigua e influyente del país.

¿Qué es la universidad?

Es pertinente partir por preguntarse qué es la universidad. Ha habido numerosas respuestas a esta pregunta, tal vez la más ingeniosa y sarcástica dada en 1963 por Clark Kerr, presidente de la Universidad de California:

“La universidad es un conjunto diverso de instituciones vagamente relacionadas con la educación superior, unidas por problemas comunes de estacionamiento”.

Según mi interpretación, el destacado académico parecía establecer que la universidad cumple con un numeroso conjunto de actividades, de muy diversos grados de trascendencia, en respuesta a los requerimientos y oportunidades que le presenta la sociedad y el mundo circundante.

En el marco del debate acerca de la reforma universitaria de los años 60 en Chile y otros países de América Latina, se alcanzó cierto consenso acerca de la “misión” de la universidad: atesorar, transmitir y acrecentar la cultura. En un afán por resumir y conceptualizar, surgió también la definición de la actividad universitaria en base a tres “funciones”: docencia, investigación y extensión. Sin embargo, al promulgarse nuevos estatutos tras el proceso de reforma, se agregó a su articulado el reconocimiento de otras funciones, tales como la creación artística, la reflexión filosófica, la reflexión teológica y la prestación de servicios.

Entre ellas, tanto la extensión como la prestación de servicios escondían una multitud de actividades específicas, permanentes o transitorias, algunas de las cuales podrían haber sido reconocidas como funciones en su propio derecho.

Otra definición del quehacer universitario fue propuesta por James Duderstadt, presidente de la Universidad de Michigan, en el año 2000. Según él, la universidad cultiva tres esferas:

  • Educación (desarrollo del individuo)
  • Investigación (generación de conocimiento)
  • Servicio (numerosos roles sociales)

En esta misma lógica, Gerhard Casper, presidente de la Universidad de Stanford, asignó nueve roles a la universidad en 1996:

  • Generación y evaluación de conocimiento
  • Selección y evaluación de académicos
  • Educación y formación profesional
  • Transferencia de conocimiento
  • Certificación y acreditación
  • Integración social
  • Acompañamiento a los ritos de paso de la adolescencia a la adultez
  • Formación de redes sociales (intelectuales, profesionales)
  • Generación de una comunidad internacional de eruditos.

A su vez, la Universidad de Estrasburgo (Francia) se describe a través de cinco “misiones”:

  • Formación inicial y continua de tipo interdisciplinario
  • Investigación de envergadura internacional y una política científica innovadora
  • Difusión de la cultura y la información científica
  • Cooperación internacional
  • Éxito e inserción profesional de sus estudiantes

En el último tercio del siglo XX fueron apareciendo en Chile otros tipos de educación terciaria. Esto ocurrió en medio de un dramático proceso impuesto por una dictadura terrorista cívico-militar originada en el golpe de Estado de 1973. Las universidades del Estado fueron atacadas por fuerzas militares; académicos, estudiantes y funcionarios fueron expulsados, aprisionados, asesinados, torturados y condenados al exilio. Se les impuso rectores delegados militares, se les despojó de sus sedes provinciales y se les implantó nuevas leyes orgánicas que barrieron con lo avanzado durante la Reforma Universitaria de los años 60.

En este contexto, surgieron en Chile los Institutos Profesionales y los Centros de Formación Técnica, enfocados en la formación profesional en carreras de corta duración (2-3 años). Con objeto de distinguir a la universidad tradicional de este otro tipo de instituciones comenzó a utilizarse el adjetivo “compleja”, para indicar que esta dedicaba parte importante de sus esfuerzos a las trascendentes e interdependientes actividades de la investigación y el posgrado. Entonces fue la “universidad compleja” la que entró en crisis en el último cuarto del siglo XX, proceso que paso a caracterizar.

Las crisis paradigmáticas de la universidad

En los años 60, las universidades estatales chilenas recibían un 95% de su presupuesto del Estado. Hoy reciben alrededor de un 10%. ¿A qué se debe esta dramática reducción de la valoración que el Estado chileno – y con esto, las encumbradas cúpulas de la nación – hacen de sus universidades?

Entre 1996 y 1997 aparecieron dos libros: uno del académico canadiense Bill Readings titulado La universidad en ruinas (Harvard U. Press), y otro del académico chileno Willy Thayer: La crisis no moderna de la universidad moderna (Cuarto Propio). Por distintos caminos, ambos autores llegaron a la misma conclusión: la universidad había perdido sentido y razón de existir, proceso que había comenzado hacia fines de los años 80.

¿Cuáles fueron (son) sus causas? ¿Hay algún precedente histórico que pueda orientarnos? Afortunadamente, lo hay. La universidad medieval, nacida entre fines del siglo XI y comienzos del siglo XII, perdió sentido a partir del siglo XV y entró en una crisis paradigmática debido a que, en medio de complejas tensiones históricas, ignoró, esquivó o menospreció los principales desarrollos de su tiempo:  

  1. La universidad medieval no desarrolló la amplitud ni profundidad de la cultura grecorromana recuperada de fuentes árabes y meso orientales a partir del siglo X. Se concentró en dar fundamento filosófico a la teología católica (Pedro Abelardo, Pedro el Lombardo, Tomás de Aquino, Raimundo Lulio).
  2. No se interesó en el renacer de la ciencia, que se había sumido en un largo sueño desde Claudio Ptolomeo e Hipatía, y le fue preciso encontrar refugio en las Academias de Ciencias.
  3. Se opuso al proceso crítico de la corrupción de la Iglesia católica, que desembocó en la Reforma de Lutero y Calvino.
  4. Se opuso al Renacimiento.
  5. No valoró ni estudió los aspectos psicológicos, emocionales y creativos del ser humano, expresados en la literatura y las artes.

Así fue como la universidad medieval llegó a la desaparición o a la insignificancia en el siglo XVIII para renacer en tres modelos alrededor del año 1800: el de Humboldt (enfocado en la investigación), el de Napoleón (en la formación profesional) y el modelo politécnico (en la producción industrial). Estos representaron intentos por adecuar la universidad a los requerimientos del desarrollo material y cultural de la sociedad industrial (capitalista). De la fusión de los tres modelos antes mencionados deriva la universidad que hoy está en crisis paradigmática, llamada por algunos “universidad industrial”, o citando a Chomsky, “universidad mercantilista corporativa”.

Me encanta ser portador de buenas noticias: el modelo universitario que dará solución a la crisis actual, es decir, el nuevo paradigma, al menos ya tiene nombre: “universidad postindustrial”. Será una institución digna de acompañar a la 4a. Revolución Industrial en marcha (también llamada Industria 4.0) y, después, capaz de navegar a toda vela sobre sus supuestamente magnas y benéficas consecuencias.

Hago notar que la crisis paradigmática de la universidad medieval demoró poco menos de 400 años en encontrar solución; en comparación, la crisis actual lleva sólo 40 años. No estoy insinuando que ambas crisis deban tener la misma extensión, pero no sería excesivo pensar que el proceso que hoy vivimos pudiera durar medio siglo más.

Si este fuera el caso, la pregunta de trasfondo tendría sonoridades apocalípticas: ¿sobrevivirá la humanidad por todo ese periodo, o para esa fecha la biósfera terráquea habrá sido totalmente destruida por el pésimo comportamiento de nuestra especie?

Elijo la postura más optimista e ingenua para concluir que, a quienes nos importe la supervivencia de la universidad tenemos la obligación de plantearnos la pregunta: ¿Qué procesos históricos la están cuestionando o pasándole por fuera desde fines de los años 80 hasta el presente?

No ignoro que buena parte la esperanzadora movilización social reciente nació de un movimiento universitario que luego fue bancada legislativa estudiantil y ahora presidencia y gabinete de gobierno. Tampoco desconozco que parte del movimiento social ha encontrado soporte teórico en trabajos universitarios. Sin embargo, me atrevo a enunciar algunos procesos dignos de ser cuestionados:

  1. El neoliberalismo, sistema que apunta a imponer los intereses de apenas el 0,01% de la humanidad y que genera estallidos, despertares y revueltas en todo el mundo. El credo neoliberal considera a la universidad compleja, especialmente a la estatal, una rémora del pasado, onerosa, pretenciosa e izquierdizante.
  2. La crisis de todas las instituciones, incluidos los Estados nacionales y organizaciones y alianzas internacionales, regidas por una brutal geopolítica basada en la ley del más fuerte.
  3. La lucha contra el patriarcado, principal flujo civilizatorio del presente, que se ha manifestado con fuerza en la universidad desde el mayo feminista de 2018, pero en torno al cual tanto la institución como sus comunidades deben aún proponerse alcanzar mayores y más profundas transformaciones.
  4. La crisis planetaria, que amenaza la continuidad de la vida humana, animal y vegetal merced al cambio climático, crisis ambientales y posibles guerras termonucleares en las que no habría vencedores.
  5. Las demandas más profundas de las diversidades y disidencias identitarias y culturales de sus comunidades, principalmente de sus estudiantes.
  6. La pérdida de sentido de las relaciones interpersonales (“Amor líquido”, Bauman; “Agonía del Eros”, Byung-Chul Han), que se expresa en la literatura y las artes.

Hay quienes han hecho notar que la gran mayoría de las escuelas terciarias en Chile no parecen sufrir crisis alguna y siguen adelante como si nada ocurriese. Esto se debe a que en la sociedad chilena se ha instalado la idea (cierta o falsa) de que un cartón profesional garantiza mejores ingresos de por vida, lo que se expresa en el crecimiento del estudiantado: en 1990 el 1,3% de la población accedía a la educación terciaria; en 2020 la cifra había subido al 6,3%.

Esto significa, ni más ni menos, que las escuelas dedicadas sólo al negocio de entregar cartones prosperan, pero no ocurre lo mismo con las universidades complejas, que se han visto empequeñecidas y subvaloradas, recibiendo a aproximadamente el 15% del estudiantado terciario del país.

Para poder sustentar su funcionamiento, estas universidades se han visto obligadas a asumir una lógica mercantilista, a competir en vez de colaborar. Cada académico se ha ido transformando en un empresario, cada departamento, en un centro comercial. Más aún, la universidad bajo ataque deja de pensar colectivamente, deja de elaborar visiones de su propio futuro, con lo que parece resignarse a su degradación, desmembramiento o desaparición.

¿Una posible salvación?

Como consecuencia del estallido social de 2019 y de sus consecuencias, en la Universidad de Chile se realizaron numerosos cabildos autoconvocados en departamentos, facultades y campus. Luego hubo un esfuerzo por recoger toda esa riquísima discusión en documentos que proponían cambios de importancia en el hacer universitario. Este proceso encontró acuerdo en el Senado triestamental y hay algunos cambios en marcha, pero no de la magnitud que muchos estiman indispensable.

Ad portas de la elección de rector(a), no es fácil proponer soluciones para el predicamento actual de la Casa de Bello. Acaso necesite entrar con mayor fuerza en la dinámica democrática, intercultural, inclusiva y participativa de la Convención Constitucional, donde los saberes territoriales parecen estar a la vanguardia, mejor sintonizados y preparados que los saberes institucionales. Esto implica que la universidad debe abrirse, asumir, incorporar y aprender tanto de su larga y accidentada historia como de los esperanzados procesos y protagonistas del presente.


Agradecimientos especiales a la Dra. Gricelda Figueroa Irarrázabal y a la Dra. Walescka Pino-Ojeda por sus valiosos comentarios acerca del manuscrito.

Algoritmos y redes sociales: ¿Nuevos desafíos a la libertad de expresión?

«Podemos aplaudir rápidamente el bloqueo de desinformación proveniente de Rusia o el cierre de la cuenta de Trump por promover acciones antidemocráticas, pero, al segundo, debemos subir la guardia: ¿quién está decidiendo sobre la circulación de la información necesaria para la toma de decisiones?», escribe Ana María Castillo sobre el etiquetado de cuentas de periodistas en Twitter como “medios gubernamentales” y otros desafíos de las redes sociales.

Por Ana María Castillo

La discusión sobre el poder de las redes sociales en el debate democrático es de largo aliento. Se ha argumentado sobre la opacidad de los algoritmos que controlan lo que se muestra en las secciones de novedades en cualquiera de las plataformas; es un hecho que no siempre vemos todo lo que publican nuestros contactos, es difícil acceder a publicaciones anteriores, se nos ofrece contenido de personas a las que no seguimos y una larga lista que describe nuestra relación cotidiana con dispositivos y plataformas. 

Siguiendo al filósofo tecnocrítico Éric Sadin, los algoritmos de recomendación son una caja negra imposible de penetrar, pero transparente al mismo tiempo: escasamente nos damos cuenta de que está operando y solo nos llama la atención cuando nos aparece el aviso publicitario de ese artículo que googleamos ayer, ¡pero a un mejor precio! 

A partir de las miles de características deducidas de nuestras interacciones, likes, intereses y relaciones, los algoritmos construyen perfiles de consumidor/a que permiten hacernos llegar información personalizada con productos y servicios que están diseñados para mejorar nuestra calidad de vida; siempre a través del consumo, por supuesto. 

Pero ¿qué pasa cuando la economía de la atención se entrelaza con la información para la toma de decisiones?

Desde 2006, con el uso de Fotolog en Chile, podemos observar la importancia de las redes para la configuración de movimientos sociales. En el mundo las prácticas de comunicación digital para el activismo están documentadas en detalle desde 2010 con la Primavera Árabe y las primaveras que siguieron. La primera candidatura de Barack Obama para la presidencia de los Estados Unidos fue la consagración de las redes sociales como instrumento para alcanzar a los votantes más activos en el mundo digital. Esa candidatura representa la oficialización del uso de redes para la campaña electoral y produjo transformaciones que complejizan la conversación: aparece, por ejemplo, la definición de persona indecisa, susceptible de ser convencida a través de contenido publicado en línea.  

Gentileza fotografía: Tracy Le Blanc, Pexels.

Otros aspectos que también han sido considerados entre los potenciales efectos negativos de las redes han sido las cámaras de eco y las burbujas informativas. Pero fue el bullado caso de Cambridge Analítica en 2016 lo que se ha posicionado en el análisis mediático como el ícono de la potencial intervención de grandes empresas de comunicación en las decisiones políticas alrededor del mundo.  

Desde entonces es más frecuente hablar de desinformación en internet y sus matices, tales como la caracterización de usuarias y usuarios como blancos de propaganda indiscriminada, propaganda política mal identificada o influencers como figuras de propaganda soterrada. Estos elementos contribuyen a la radicalización y polarización de las conversaciones en redes como se ha visto en los discursos de odio, muchas veces generando entornos hostiles para la interacción, pero fructíferos para plantear temas de conversación o posturas consideradas noticiosas. 

Las grandes empresas de comunicación han probado diversas estrategias para disminuir el impacto de los discursos de odio de fuentes individuales, pero sin alterar el sistema de economía de la atención que tantas ganancias proporciona. Las acciones a gran escala han sido relativamente tímidas: se centran en quitar visibilidad a los discursos de odio y a contenidos dañinos para la salud de la ciudadanía (por ejemplo, en el caso de la pandemia por covid-19). Sin embargo, estas prácticas alcanzan un punto de inflexión cuando se censura contenidos, se bloquea cuentas y se etiqueta a medios y personas asociadas a algunos gobiernos. 

Pasó durante la revuelta social en Chile en 2019, pero el tema alcanzó más notoriedad en enero de 2021, luego de que Twitter suspendiera la cuenta del entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien luego acusara a la empresa de querer “proveer una plataforma para la izquierda radical”. Afirmación paradójica considerando que lo ocurrido en nuestro país solo meses antes afectaba a cuentas de medios independientes y personas que alertaban sobre violaciones a los Derechos Humanos por parte de las entidades represoras de la manifestación popular. 

Ahora la misma empresa que eliminó la cuenta del expresidente etiqueta las cuentas de medios gubernamentales y afiliados a ciertos estados, según los siguientes parámetros: 

  • “Cuentas de gobierno fuertemente involucradas en geopolítica y diplomacia”
  • “Entidades de medios afiliadas al Estado”
  • “Personas, como editores o periodistas de alto perfil, asociados con entidades de medios afiliadas al Estado”

La lista de países etiquetados puede ser modificada de acuerdo a lo que la empresa considere necesario, de manera unilateral, como corresponde a la lógica de cualquier multinacional.

La situación es compleja teniendo en cuenta el frágil bienestar informativo de países como Chile los que deben enfrentar, además de las falencias de los medios de comunicación identificados como tradicionales y masivos, la influencia que tienen las corporaciones en la definición de información. Se manifiesta hoy en la articulación noticiosa sobre Rusia y Ucrania, pero como afirman los parámetros antes citados: las reglas del juego son modificables según le parezca a la empresa. 

Podemos aplaudir rápidamente el bloqueo de desinformación proveniente de Rusia o el cierre de la cuenta de Trump por promover acciones antidemocráticas, pero, al segundo, debemos subir la guardia: ¿quién está decidiendo sobre la circulación de la información necesaria para la toma de decisiones?

Por supuesto que internet es una herramienta invaluable para la generación de conocimiento y la visibilización de comunidades tradicionalmente marginadas, la integración de personas con capacidades diferentes, la expresión de personas con neuro-divergencias o, simplemente, la expansión de horizontes para personas en comunidades aisladas. Pero, como plantea Eli Pariser en su texto El filtro burbuja de 2013, también es necesario preguntarse sobre las barreras que las propias compañías ponen a todos esos beneficios. Éstas son generalmente asociadas al territorio y otras características propias de la economía de la atención: somos valiosas en tanto consumidoras/es de contenidos generados en las mismas plataformas, siempre y cuando proveamos datos suficientes para continuar alimentando a los algoritmos. 

Entre las comunidades marginadas son especialmente destacables los movimientos por un internet feminista, los que promueven la redistribución del poder de las grandes compañías de tecnología en favor de las mujeres y otras comunidades tradicionalmente invisibilizadas y abusadas. Plantean, además, la actual dependencia y vulnerabilidad de las infraestructuras y la necesidad de pensar el aparato de comunicación en su totalidad, mucho más allá de los bloqueos específicos o de mayor escala, como los destacados en este texto. 

Podemos argumentar, entonces, que lo que experimentamos al intentar navegar en internet y específicamente en redes sociales es el resultado de una tecnología patriarcal y extractivista, que depende de nuestros datos, pero nos quita poder sobre ellos; que no decide por nosotros directamente, pero solo nos ofrece lo que le parece prudente y necesario para mantener el equilibrio –a todas luces precarizado– del derecho a la comunicación. El etiquetado de medios y periodistas con fines político-morales es otra manifestación de lo que sostiene y caracteriza a las grandes empresas tecnológicas: la tensión entre sus propios intereses de crecimiento y expansión, versus la protección y bienestar de la ciudadanía. 

La guerra

«Creer en el uso de la fuerza para resolver cualquier conflicto entre seres humanos es renunciar a la razón, lo que en los tiempos que vivimos es aun peor porque significa despejarle el camino al
advenimiento del apocalipsis», advierte Grínor Rojo sobre el conflicto militar entre Rusia y Ucrania.

Por Grínor Rojo

Alguien sugirió, en algún momento, creo que fue el presidente electo Gabriel Boric, que sería bueno cambiar el lema de nuestro escudo nacional: de “por la razón o la fuerza” a “por la razón y sin la fuerza”. Yo no puedo estar más de acuerdo con dicho cambio, y apoyaré cualquier iniciativa que se proponga en este sentido. Que la razón no solo prevalezca, sino que elimine a la fuerza constituye un ideal en el más amplio sentido, un ideal que debiera formar parte de la conciencia de cualquier ciudadano medianamente educado y especialmente a estas alturas en la historia de la humanidad. Fue el de Immnanuel Kant y de otros filósofos posteriores a él. Creer en el uso de la fuerza para resolver cualquier conflicto entre seres humanos es renunciar a la razón, lo que en los tiempos que vivimos es aun peor porque significa despejarle el camino al advenimiento del apocalipsis.

Por supuesto, escribo esto a propósito del conflicto ruso-ucraniano. Ambas partes exhiben ahí sus motivos: los rusos invasores diciendo que la de ellos es una guerra de liberación, la que están librando en favor de los habitantes de las provincias prorrusas de Donetsk y Lugansk, cinco millones de personas que en 2014 votaron a favor de la independencia de sus regiones respecto del gobierno de Kiev y que han sido sometidas por eso a un hostigamiento constante. Y, además, dicen los rusos, que ellos hacen lo que hacen para impedir que la OTAN se siga expandiendo hacia el este y amenazando su seguridad. Los ucranianos invadidos alegan por su parte que ellos defienden su soberanía, su derecho a decidir el destino nacional que se más/mejor les convenga, a lo mejor/peor su derecho a ser “europeos”, si es que eso es lo que se les antoja. En el hemisferio occidental, hemos visto que el apoyo hacia el lado ucraniano es masivo (sobre todo el de Estados Unidos, el mayor interesado en correr la cerca de la OTAN hacia el este. En rigor, si Vladimir Putin busca correr la cerca hacia el oeste, los estadounidenses hace rato que están queriendo hacer lo propio, pero en su caso hacia el este) y, por lo general, con argumentos pueriles: los rusos quieren restaurar la antigua Unión Soviética, Putin quiere ser un nuevo zar, sus intenciones son poner el mundo entero de rodillas, es un megalómano sin Dios ni ley, etc. Yo no digo que el hombre sea el ángel de la guarda, ni tampoco su adversario, el presidente Zelenski, entiéndaseme bien. O que una de estas dos explicaciones sea aceptable y la otra no, y que por lo tanto el que la expone estaría llevando a cabo una “guerra justa” en tanto que la de su rival es “injusta”. Muy lejos de eso. Mi interés, en esta nota, es i) advertirle a usted que me lee acerca de la necesidad de conocer bien los argumentos que esgrime cada uno de los partidos en pugna, pero no para dar a uno por bueno y a su contrario por malo, sino para medir la inmensa relatividad de los dos; y ii) reiterar que la fuerza no sólo no es el último recurso, sino que simplemente no es o no debe ser ni el primero ni el último.

Y a propósito de la guerra justa. Este es un concepto tópico en la historia del pensamiento de Occidente, que la recorre desde la Grecia y la Roma clásicas hasta hoy. Aristóteles, Cicerón, Agustín, Tomás, Vitoria y Hegel son sólo algunos de los pensadores célebres asociados con su justificación y con la formulación de sus términos. De particular interés para nosotros, los latinoamericanos, es el uso de este concepto por parte de los conquistadores y los colonizadores. La guerra contra los “infieles” habitantes originarios de nuestro continente fue, por supuesto, para quienes los invadían, una “guerra justa”. Para Ginés de Sepúlveda, el rival del padre Bartolomé de las Casas y autor de Democrates alter, sive de iustis belli causis apud indos [Demócrates segundo o De las justas causas de la guerra contra los indios], la guerra de conquista era justa porque en ellas se enfrentaban los “cristianos civilizados” con los “bárbaros”. Por lo demás, el papa Alejandro VI, nada menos que la voz de Dios en la tierra, les había concedido a los reyes católicos, en 1493, la propiedad de las comarcas descubiertas y por descubrir en las Indias. Contaban pues los españoles con el permiso papal para ocuparlas y repartírselas. Convencidos de ello, antes de entrar en batalla y siguiendo el consejo que les diera Francisco de Vitoria en cuanto a que era preciso escuchar al enemigo, les leían a los indios un “requerimiento”. Después de eso, los masacraban.

Manifestación contra la invasión rusa a Ucrania en Berlín. Crédito de Foto: Matti Karstedt, Pexels.

Pero quiero volver ahora a Kant y a su defensa de la razón en cualquier circunstancia, lo que en un derroche de originalidad se halla inscrito, como dije, en uno de los hemistiquios que componen el orgulloso lema del escudo nacional chileno. Al respecto, lo que tengo que decir es que la razón no es un receptáculo de verdades “naturales”, “universales” y “eternas”, de las que se puede echar mano para sostener la pertinencia de tal o cual proposición o acción, como explícita o implícitamente lo piensan los partidarios de la guerra justa. Piensan que la razón los favorece a ellos y no a unos contrincantes que no la tienen ni la van a tener jamás, y que su guerra es justa porque eso que nos presentan como el motivo que han tenido para pelear es una verdad absoluta y sin réplica posible. Cuando eso es lo que dicen, están suponiendo que los argumentos que respaldan sus acciones son válidos en la medida en que se corresponden punto por punto con el mandato de Dios, con la propagación de la única fe, con la lealtad que el ciudadano le debe a su patria, con la defensa de la nación que se basa en la comunidad de la sangre, el territorio y la lengua compartidos, con el supremo valor de la democracia, etc. Todas esas (y otras que sería una lata agregar) son así proposiciones que trasportan “verdades infusas” de esas que nadie discute.

A los adversarios, como es obvio, se los califica como desprovistos de todo lo anterior. Para decirlo con las palabras de los padres de la Iglesia: los nuestros son los soldados del bien; los de ellos, los del mal. Derrotar a los soldados del mal es pues, para los del bien, servir a Dios de la mejor manera (o, mutatis mutandi, servir a la Patria, a la Democracia, etc.). Que la religión puede atenuar en ocasiones las brutalidades que desata la derrota de los perdedores es algo que suele ocurrir y ocurre, y Neruda supo reconocérselo al padre Las Casas, pero siempre al precio de la renuncia del derrotado a sí mismo, a sus posesiones, a sus creencias, a sus aspiraciones, y a su propia persona al verse obligado a convertirse en el otro que le impone el vencedor.

Este, exactamente, es el modo de pensar el conflicto que a mí me parece que fue siempre infeliz, pero que en el tiempo contemporáneo lo ha vuelto aún más odioso. Porque si digo que tengo la razón para pelear y lo demuestro con un argumento pretendidamente irrefutable y si mi adversario dice que es él quien tiene la razón y lo demuestra con el argumento respectivo, premunido este con análogas características de irrefutabilidad, entonces los dos argumentos son igualmente válidos o, lo que es lo mismo, ninguno lo es. Ergo: la guerra, cualquier guerra, es lógicamente estúpida porque no puede haber dos argumentos contrarios e irrefutables que sean al mismo tiempo verdaderos.

¿Cuál es la única solución que tiene este dilema? Desuniversalizar, deseternizar la razón y hacer de ella, en cambio, un instrumento flexible y útil para el diálogo. Más precisamente: hacer de una razón historizada y localizada el medio a través del cual la conversación puede ser provechosa. Y no como el espectáculo de una negociación de intereses particulares, durante la cual un señor de la guerra da esto a cambio de aquello y el otro da aquello a cambio de esto, sino como una comprensión lúcida y honesta de lo que es preferible para todos, para la especie humana en su integridad, y sobre todo en las circunstancias actuales. Habiéndonos dado cuenta de qué y cuánto de nuestras aspiraciones podemos lograr en el espacio y el tiempo en que nos tocó actuar y teniendo en consideración las aspiraciones de los otros.

De nuevo, me remito a la sabiduría de Kant. Nada de lo que hacemos acontece fuera del espacio y del tiempo. Estas dos son las categorías a priori de nuestra experiencia (de nuestra “intuición” o de nuestro “entendimiento”, hay una discusión sobre el tema, pero es lo que el filósofo dejó escrito en su Crítica de la razón pura), las que les fijan sus límites a cuanto podemos pensar, sentir y hacer. En concreto, si nunca fue la guerra una solución para nada, en la tercera década del siglo XXI, por muy justa que se la estime y aunque ella sea una de esas que están llenas con los considerandos mitigadores que recomendaba el padre Vitoria, es abominable. Hacer hoy la guerra es ilógico, es anacrónico y es tóxico. En cambio, podemos identificar y ponderar qué es lo pensable y lo factible de acuerdo con las posibilidades que el espacio geográfico (hoy un espacio global, porque ya no puede ser de otro modo) y el tiempo histórico (el de una civilización que ha llegado a adquirir la capacidad de acabar con la existencia humana y la de los demás seres vivos que habitamos en este planeta) ponen a nuestro alcance.

Es asombrosa la insensatez de los políticos contemporáneos. Siguen actuando como si estuvieran en el siglo XX o antes. Tienen a su disposición misiles intercontinentales, pero siguen calculando geopolíticamente, tratando de ganar posiciones en el ajedrez cartográfico, procurando descolocar y sorprender al otro, quien quiera que este sea. Todo eso hasta el momento en que estalla una guerra pequeña, pero que podría abrirle el camino a la gran hecatombe. Si la avanzada desde el oeste hacia el este les resulta a los del este intolerable, los del este echan mano de las armas para detenerla y viceversa. Si la Segunda Guerra Mundial dejó un saldo de setenta millones de muertos, esta Tercera, que esos políticos insensatos están cocinando, acabará convirtiéndonos a todos en una gorda columna de humo.               

Esperanza

La esperanza que me interesa es la que ha producido la unidad, el aprendizaje colectivo y la expresión contundente de una “acumulación en el seno de la clase” que marcó la diferencia en la elección presidencial más relevante de nuestra historia reciente.

Por Claudia Zapata Silva

Desde octubre de 2019 hemos sido partícipes de un devenir histórico vertiginoso que no deja de sorprendernos por la imposibilidad de predecir escenarios. No obstante, si una lección hemos obtenido de la reciente elección presidencial, donde la alternativa de la centroizquierda ganó con holgura, es que los procesos sociales con potencial de transformación estructural están muy lejos de ser lineales y que, por lo mismo, no pueden ser descuidados; actitud a la que se puede llegar tanto desde el optimismo excesivo como desde la decepción anticipada.

La inestabilidad del impulso emancipador se ha hecho patente desde ese hito democratizador que fue el plebiscito y la posterior elección de los constituyentes. Dos fenómenos contribuyen a esa inestabilidad y entrañan riesgos de regresión: de un lado la continuidad de la brecha entre la esfera política institucional y la sociedad, expresada en una baja participación electoral (pese a lo decisivas que han sido las contiendas de los últimos años); y, del otro, la reorganización del campo oligárquico tras sus derrotas electorales relacionadas con el proceso constituyente.

Crédito: Fernando Ramírez.

Respecto al último punto, estos meses hemos visto, y sobre todo padecido, esa reorganización producida en torno a la ultraderecha y lo que eso significa en Chile: pinochetismo (con su respectiva apología al golpe militar y al terrorismo de Estado), anticomunismo, boicot (especialmente contra la Convención Constitucional) y una perspectiva declaradamente antiestatal y antiderechos. Ante todo, sería un error leer a esta derecha únicamente como un resabio del pasado, pues su paradigma autoritario se ha visto ensanchado con la incorporación de nuevos temas a partir de los cuales moviliza su ultranacionalismo, su racismo y su misoginia. No es raro, por lo tanto, que sus enemigos jurados sean hoy el autonomismo indígena, la plurinacionalidad, el feminismo y las disidencias sexuales, y que ofrezca interpretaciones autoritarias a problemas sociales graves, como la migración, el crimen organizado y la delincuencia común, copando vacíos que históricamente han caracterizado a la izquierda.

Una punta de lanza en este realineamiento fueron los poderes fácticos, principalmente la prensa y el empresariado, antes incluso que los partidos políticos, los cuales de todas formas no perdieron tiempo en asentir tras el declive de su candidato elegido democráticamente. Así se explica el patético momento que vive la derecha liberal, que demostró no ser más que un espejismo y que lo seguirá siendo mientras transe sus débiles convicciones frente a la primera opción autoritaria con posibilidades electorales que se le cruce por el camino. Continuará el debate sobre las posibilidades reales de la refundación liberal de la derecha —opción que de momento no se atisba por ninguna parte, por más que insistan en ella sus nuevos rostros intelectuales con amplio espacio en la prensa—, así como también sobre la condición fascista de su propuesta. Como sea, existen quienes creemos que el peligro de tener a la extrema derecha en el gobierno consistía en expandir a la totalidad del país una violencia material, simbólica, policial y militar que ya padecen hace décadas algunos sectores de la sociedad, ¿pues qué otra cosa es sino lo que ocurre en la Araucanía y en muchas comunas populares, o con la población migrante, sectores que se debaten entre la represión, la ilegalidad y el odio social fomentado por la institucionalidad “democrática”?

La segunda vuelta electoral mostró signos potentes de que este realineamiento de la derecha fue leído como un riesgo para la sociedad y para el proceso de cambio. El llamado urgente, claro y sin demoras de la mayoría de las organizaciones y movimientos sociales a votar por el candidato Gabriel Boric y a participar en la campaña presidencial (bajo dirección de su comando o de manera autogestionada), son expresiones elocuentes de compromiso con el ideal de emancipación. No sabíamos si con eso alcanzaba para ganar una parte decisiva del abstencionismo elevado que caracteriza los procesos electorales de países profundamente desiguales con sistema de voto voluntario, una medida que en la práctica termina haciendo de la “libertad” un privilegio de clase. Y, sin embargo, se logró producto de un despliegue que dio al balotaje un cariz de movimiento social heterogéneo pero a la vez claro en su propósito de bloquear la llegada de la ultraderecha al gobierno; un triunfo popular conmovedor que conviene celebrar y calibrar. Y digo popular porque las estadísticas corroboran un aumento sustantivo de la participación electoral a nivel nacional, incluidas las comunas más pobres, en muchas de las cuales la proporción de apoyo al candidato de Apruebo Dignidad se acercó a la de las comunas ricas con su candidato de la ultraderecha.

Lo que vivimos en diciembre de 2021 se ha ganado un lugar en esta historia breve pero fundamental del “nuevo Chile”, al que —conviene recordar una vez más— no llegamos de la nada. El nuevo Chile, ese donde continúa la desigualdad y el abuso, pero en el cual también albergamos esperanzas, es resultado de una acumulación histórica de luchas que conviene tener presentes, porque el olvido también acecha al campo popular, por ejemplo, cuando se evoca como hito casi exclusivo al movimiento estudiantil que formó los liderazgos —ahora sí evidentes— que están conduciendo esta parte del proceso. En ese sentido, es posible leer esta segunda vuelta electoral y la unidad contra el autoritarismo que la caracterizó como una expresión más de ese acumulado histórico de luchas que confluyeron en octubre de 2019 —ellas mismas o sus legados— en un escenario de crisis nacional.

Quienes conocen la obra del sociólogo boliviano René Zavaleta Mercado sabrán que me estoy arrimando a su idea de crisis, que él concibe como un momento de encuentro y aprendizaje entre sujetos individuales y colectivos que hasta entonces no habían coincidido en tiempo y lugar (el «momento en que se revela el todo social», como señaló en un texto de 1983), generándose las condiciones para la articulación y acumulación de fuerza en el campo popular. Zavaleta dijo alguna vez que Chile se caracterizaba por el agudo contraste entre sus hábitos democrático-representativos y una estructura socioeconómica no democrática (1982). Lo que se manifestó el 2019 fue ese viejo anhelo del pueblo de resolver esa disociación, y hacer coincidir democracia social con democracia representativa, en las claves emancipadoras propias del siglo XXI, que incorpora colectivos humanos que fueron invisibles o derechamente perseguidos por los propios actores de la transformación en otros períodos, pero que ahora tienen una presencia central en la Convención Constituyente y en el programa de gobierno del futuro mandatario (mujeres, disidencias sexuales y pueblos preexistentes).

En este largo camino opera lo que el mismo Zavaleta denominó —en otro concepto de enorme potencia histórico-política —“acumulación en el seno de la clase”, que en nuestro caso ha implicado la composición de un repertorio político diverso y en expansión, que incluye variadas formas de rebelión popular, así como las formas de la democracia representativa. Esta idea de repertorio permite obviar dicotomías innecesarias, y reemplazarlas por la distinción de momentos o estrategias con miras a avanzar en ese objetivo mayor de profundización de la democracia. La memoria es fundamental para que se produzca esa acumulación en el seno de la clase, y ¿qué otra cosa fue la reciente elección presidencial sino un acto de memoria? Memoria de la dictadura, del plebiscito de 1988, del abuso neoliberal, de las luchas sectoriales y de la revuelta popular de 2019.

Zavaleta Mercado vivió en carne propia los golpes de Estado de la extrema derecha latinoamericana de la década de 1970: primero el que encabezó Banzer en Bolivia y luego el de Pinochet en Chile, eso a propósito de la amenaza autoritaria que nos persiguió durante el siglo XX y que se reactiva en el XXI con nuevas y viejas formas (porque no debemos olvidar que las fuerzas reaccionarias también poseen su propio repertorio, donde el boicot económico, las fake news y el golpe de Estado continúan siendo centrales).  El carácter supranacional de estas articulaciones autoritarias obliga a incluir la geopolítica en nuestras reflexiones, que para este caso es el ascenso que desde hace ya varios años ha experimentado la derecha radical a nivel mundial. Por ello lo ocurrido en Chile, y lo digo sin ánimo de chauvinismo, tiene importancia más allá de nuestras fronteras, pues puso freno —al menos por ahora— a la llegada de ese tipo de derecha al gobierno por vía democrática, en un momento en que muchos pensaron que sería difícil abstraerse a la derechización después de una revuelta popular que acaloró los ánimos de la oligarquía y de una pandemia que despierta miedos y ánimos individualistas de sobrevivencia.

La palabra que más se ha escuchado desde el 19 de diciembre es esperanza y concuerdo en la pertinencia de acuñarla, no para reducirla a las expectativas que se puedan tener con el futuro gobierno porque eso sería minimizar el fenómeno social y político que estamos protagonizando. Por el contrario, el alcance de este capítulo electoral es tan amplio que resulta posible —y válido— tener distancia con la nueva coalición gobernante y vivir esta nueva etapa con expectación y voluntad de colaboración. Esta es la esperanza que me interesa: la que ha producido la unidad, el aprendizaje colectivo, la humildad para conceder en función de un bien mayor y, sobre todo, la expresión contundente de una “acumulación en el seno de la clase” que marcó la diferencia en la elección presidencial más relevante de nuestra historia reciente.