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Cincuenta veces once

«En la memoria no solo habita aquello que ocurrió en el pasado. En el origen improbable de una biografía, en la labor incansable de un juez, en la persistencia de una familia, en el llanto de un amigo que no quiere olvidar, en la rabia, en la impotencia, en el fondo de la herida de Chile, hay, también, un gesto desesperado hacia el futuro».  

Imagen: Felipe PoGa

1. Es un número primo, el once. También es capicúa. Es el nombre que recibe en Chile la hora del té, pero en ese caso es femenina: la once. El once es otra cosa. No alcanza a ser una docena y se pasa del magnético diez. El once es indivisible, indestructible, es una cifra final. De niña me gustaba dibujarlo: imaginaba dos hombres altos, que asentían uno detrás del otro en una fila. Pero no podía ser mi número preferido, así que elegí el veintidós.

2. Didier Eribon, en Principios de un pensamiento crítico, escribe sobre la autobiografía de la escritora argelina Assia Djebar. Ella, en su libro El amor, la fantasía, afirma, categórica: “Nací en 1842”, es decir, cuando las tropas francesas destruyeron la aldea de sus mayores, a quienes ella llama “mi tribu de origen”. Ese año y no un siglo después, cuando efectivamente abrió los ojos al mundo, empezó la que sería su vida.

3. ¿Y yo?, escribo al margen del libro de Eribon, ¿cuándo nací? Constato la respuesta con una mezcla de tristeza e impotencia. Nací el 11 de septiembre de 1973, diez años antes de mi verdadero nacimiento, cuando destruyeron la aldea de mis mayores, mi propia tribu de origen. No estoy sola en ese día. Así lo indica el calendario intervenido por el artista Alfredo Jaar, que repite ese número, el once, en cada recuadro desde entonces. Muchos que hoy tienen setenta años comparten conmigo ese origen. Otros cumplen recién cincuenta. Algunos apenas veinte. Y hay niños y niñas que siguen naciendo ese lejano 11 de septiembre del que no tendrán recuerdo alguno y donde se iniciará su biografía.

4. Lo llamaba día negro. No sé de dónde lo habré sacado. Hablo de esa infancia extraña, cuando había terminado la dictadura pero la democracia no alcanzaba a merecer su nombre. Nunca pude ir a los cumpleaños de mi amiga Virginia porque era once, era peligroso y podía pasar algo, decía mi mamá agitando la cabeza en rotunda negativa. Lo que olvidaba ella es que ese “algo” ya había pasado mucho tiempo atrás. Lo que ignoraba yo es que ese “algo” sucedía todavía.

5. En Chile se aplicó una inusual figura para ese “algo” que sucede todavía. “Secuestro permanente”, se llamó, y fue la triquiñuela que encontró el juez Juan Guzmán para esquivar la ley de amnistía de 1978. Si el hecho se seguía cometiendo de manera continua, sin final, entonces rebasaba el tiempo cubierto por esa ley y podía ser investigado. ¿Pero qué era ese hecho permanente? La muerte, qué más. Pienso en las madres, en los hermanos, en los amigos de esos hombres y mujeres atrapados en un continuo morir. Cada mañana, muriendo. Cada noche, muriendo. Una de las escenas más conmovedoras del documental La Memoria Infinita (2023), de Maite Alberdi, ocurre cuando Augusto Góngora, quien padece de Alzheimer, vuelve a llorar como por primera vez la muerte de su amigo José Manuel Parada, asesinado durante la dictadura. Góngora revive el duelo con su cuerpo, su cara compungida, sus manos agitadas. En su memoria, ya agujereada, esa muerte no ha dejado de suceder. Esa es la herida de Chile: no dejar de morir jamás.

6. Tenía 7 años en 1990 y mis padres, como ahora, veían obsesivamente las noticias. Yo me sentaba a los pies de su cama y miraba con ellos el televisor. Una noche, la conductora advirtió que las imágenes que se exhibirían no eran aptas para menores de edad. No recuerdo si me dijeron que me cubriera los ojos. No tiene importancia, rara vez obedecí. Lo que vi entonces quedó grabado en ese lugar mudo de la infancia: era un pozo rectangular y polvoriento, repleto de cadáveres. La ropa endurecida aunque intacta sobre esos huesos pulidos, blanquísimos. Recuerdo, años después, leer el poema Cadáveres de Néstor Perlongher y sentir que con sus versos esa memoria recuperaba la palabra. Pero más recuerdo la exclamación que escuché esa noche a mis espaldas. Fue un dolor también mudo. Un sonido similar a un derrumbe. Es la herida de Chile: lo que no se puede nombrar.

7. No quería escribir sobre el 11. Tampoco sobre los cincuenta años. Me duele hacerlo y, sin embargo, aquí estoy. Chile no está solo en esta historia. Es la de España, la de Argentina, la de Uruguay, la de Brasil. Pero cómo duele medio siglo en este Chile malherido. Un país que no consigue deshacerse de la Constitución de Pinochet. Una franja de tierra demasiado angosta para la atronadora voz de la ultraderecha. Sin un acuerdo mínimo sobre el carácter injustificable de un golpe de Estado. Sin transversalidad sobre la importancia del Nunca Más. Cómo me avergüenza pertenecer al país donde el dictador murió en su cama. Tras ser Comandante en Jefe del Ejército, tras jurar como senador vitalicio, luego de evadir la justicia en Londres y en España, un día y a una hora precisa, Augusto Pinochet murió. Y a diferencia de sus víctimas, enseguida dejó de morir.

8. Con frecuencia pienso en la relación entre literatura y justicia. Si acaso la justicia es una ficción. Si la ficción puede hacer justicia. Desde el fin de la dictadura, la literatura chilena no solamente contó historias y se encargó de declamar la belleza o el horror. Desvelar, denunciar, testimoniar fueron verbos que debían enarbolarse en el estrado y se desplegaron en nuestros libros. Tal vez por eso nos faltó irreverencia, desparpajo, carcajadas. Es una abismal diferencia con la literatura que se escribió al otro lado de la cordillera. Pero en Argentina, me recuerdo, el dictador murió condenado y preso. Y lo que ocurre con la justicia, querámoslo o no, desemboca en el torrente de la literatura.

9. Esa misma justicia, hace unas semanas, dictó sentencia sobre el caso del cantautor Víctor Jara. La Corte Suprema tardó cincuenta años en condenar a los siete responsables de su secuestro y homicidio. Dos de ellos, los oficiales retirados Raúl Jofré y Nelson Haase, tras vivir medio siglo en libertad, tras celebrar cumpleaños y Años Nuevos con sus seres queridos, se dieron a la fuga. Otro, Hernán Chacón, al oír que la policía lo esperaba en la puerta de su casa, tomó un arma y se suicidó. “Han pasado tantos años”, declararon las hijas de Víctor Jara al enterarse del fallo, “que se hace difícil sentirlo como justicia”. La pregunta reverbera, despiadada: ¿hay justicia posible medio siglo después?

10. Es curioso el verbo que antecede a la palabra justicia. A diferencia de la literatura que se escribe y se lee, que es capaz de interpelar y conmover, de acompañar y disgustar, violentar e incluso entristecer, la justicia, la verdadera, no se describe ni se imagina, no se narra ni se concluye. La justicia se hace igual como se hace el pan.

11. Yo iba a ser abogada de derechos humanos porque quería hacer justicia. Estudié derecho, terminé, pero lo abandoné de inmediato. Me había encontrado con la literatura y en su camino, con la memoria. Y la memoria, como la justicia, se hace también. Obras de teatro, novelas, películas, documentales, canciones, poemas y hasta una conversación. El quehacer de la memoria ha sido prolífico en estos días. La tristeza es lo que prima y no podría ser de otro modo. Pero en la memoria no solo habita aquello que ocurrió en el pasado. En el origen improbable de una biografía, en la labor incansable de un juez, en la persistencia de una familia, en el llanto de un amigo que no quiere olvidar, en la rabia, en la impotencia, en el fondo de la herida de Chile, hay, también, un gesto desesperado hacia el futuro. Y este medio siglo nos recuerda la urgencia de volverlo a disputar.


*Esta columna fue publicada originalmente en el diario El País de España, el 10 de septiembre de 2023.