Los conceptos permiten distinguir entidades que comparten un conjunto de propiedades significativas. Consecuentemente, no se debe tomar con ligereza la expresión “claridad conceptual”. Omitirla conduce a disquisiciones infundadas y abre las puertas a que el simple oportunismo vaya configurando nuestro devenir.
Si de conceptos se trata, empecemos por preguntar ¿Qué es una universidad? ¿Qué es una universidad pública? ¿Qué rol le corresponde al Estado en educación superior? Parecería conveniente y necesaria una cierta claridad respecto a estas preguntas cuando se discute una legislación sobre educación superior. Sin esa claridad se maximizan los riesgos de un debate enredado y confuso. Pero también es cierto que esto último bien podría ser, precisamente, un objetivo deseable y buscado para algunos. Y que estos querrían las tinieblas conceptuales.
La universidad puede concebirse como una comunidad de maestros y discípulos destinada al cultivo del saber, interesada en la investigación e innovación, donde el estudiante pasa algunos años que recordará y valorará como los más decisivos para su formación intelectual y profesional. Alternativamente, podría concebirse como un modelo de negocio donde un joven obtiene un título profesional que le permitirá mejores remuneraciones en su vida, es decir, un rédito futuro que justificaría endeudarse e invertir en sí mismo, paradigma que, de paso, puede facilitar la transferencia masiva de recursos públicos al privado. Tasa de graduación, empleabilidad de egresados, retorno económico, son mediciones obvias para este segundo paradigma, las que, sin embargo, si resultan molestas pueden ser fácilmente ignoradas.
Otra cuestión conceptual se refiere a los roles del Estado en el sistema de educación superior. Son al menos dos, y muy distintos, por lo que deben ser claramente diferenciados y explicitados. Por una parte, el Estado regulador debe definir los requisitos mínimos que las instituciones de educación superior han de cumplir, a la vez que garantizar que los cumplan. Por otra parte, el Estado proveedor se hace responsable de entregar educación superior de calidad en un ambiente pluralista, inclusivo y laico, cumpliendo tareas de investigación y transmisión cultural pertinentes.
En Chile, el Estado no sólo no distingue esos dos roles, sino que trata a las universidades estatales con los mismos criterios que a las privadas, es decir, con un énfasis en su función de ente regulador y un desentendimiento de su función de ente proveedor. Curiosamente, esto que se acepta tan fácilmente para educación superior sería incomprensible en cualquier otro ámbito de lo público. Si un hospital no cumple con los estándares de calidad, ¿se entendería que la respuesta del Estado fuera castigar a los pacientes quitándoles la atención gratuita? Si un local comercial que vende alimentos no aprueba la inspección sanitaria, el Estado debe cerrarlo. ¿Sería esa la conducta a seguir con un ente estatal que provee alimentos a escuelas públicas? ¿O más bien el Estado debería tomar medidas para corregir inmediatamente la situación?
En el resto del mundo, declarar que las universidades públicas “no tienen dueño” se interpreta como que son de todos. En Chile, más bien como que no les pertenecen a nadie.
Una tercera cuestión tiene que ver con un concepto tan novedoso como execrable. Se trata de la idea de que las comunidades universitarias pretenden “capturar” para beneficio propio un bien que pertenece a todos. Acusación curiosa contra una comunidad que, incluso en lo más pragmático, financia ella la adquisición de bienes que pasan a ser propiedad del Estado. Esta desconfianza en las universidades se usa para justificar medidas de intervención gubernamental inéditas. Desde siempre, Chile y el mundo han sabido compatibilizar dos ideas esenciales para las universidades públicas: su sinergia con las políticas estratégicas del país y su autonomía.
Por último, las universidades estatales tienen un factor de especificidad que, aún siendo tautológico, aquí ha sido sistemáticamente ignorado: su necesidad de vincularse armónicamente entre sí y con el resto del Estado. Este espíritu de colaboración en torno a misiones y objetivos comunes es lo más importante que hoy debemos reconstruir.