Que la ciudadanía haya hecho realidad una Convención Constitucional no consiste simplemente en la “institución de la revuelta”, sino más bien en darse la ocasión de transitar desde el derruido escenario del fin hacia un tiempo distinto, en que lo que regule el territorio de las diferencias no sean el miedo de unos y la rabia de otros, sino el diálogo y la imaginación. La tarea ahora, dice el filósofo Sergio Rojas, es imaginar cómo salir de este tiempo que abunda en formas y contenidos agotados.
Por Sergio Rojas
Inédito: por primera vez en su historia, la ciudadanía en Chile ha elegido a quienes en su representación redactarán la Constitución. Existe por ahora el clima subjetivo de encontramos ad portas de un futuro. ¿En qué consiste lo nuevo por venir? Pareciera que el presente se hizo angosto, dejándonos todavía con un pie en el pasado y el otro casi en un futuro de cuyo real inicio solo después tendremos noticia. En otros escritos he propuesto la idea de que en verdad el futuro nunca se abre “en” el presente, pues lo que ocurre más bien es que el pasado se cierra, pero no a nuestras espaldas, sino con nosotros “adentro” de ese tiempo que de pronto se fue transformando en una “época” (y toda época es siempre pasada). La tarea, entonces, es imaginar cómo salir de este tiempo que abunda en formas y contenidos agotados; es decir, habríamos llegado al fin de un tiempo marcado por el escepticismo, pero ahora hay que salir del fin.
“Realmente, aún no sé qué fue lo que pasó”, me decía un amigo historiador hace unas semanas atrás. Por otro lado, en los medios y redes digitales, el análisis político, siempre atento a desentrañar lógicas y cálculos de coyunturas, logra conjeturar en cada caso las posibles direcciones que tomarían a corto plazo los acontecimientos. Pues bien, cuando intentamos avizorar un curso de sentido cifrado entre el ruido y la humareda, dirigimos la atención hacia procesos de mediana y larga duración, y entonces, allí mismo donde hasta hace poco solo se veía ruptura y transgresión, emerge otra temporalidad en curso.
Cuatro acontecimientos —de distinta naturaleza, pero internamente relacionados—, nos habrían conducido hacia la expectante circunstancia en la que nos encontramos. Primero fue la revuelta social que se desencadenó en octubre de 2019; luego, el 15 de noviembre del mismo año, vino el Acuerdo Por la Paz Social y la Nueva Constitución; al año siguiente, en el plebiscito del 25 de octubre, con un abrumador 80% de los votos, la ciudadanía aprobó elaborar una nueva Constitución; finalmente, el 15 y 16 de mayo de 2021 se eligieron los integrantes de la Convención Constitucional (ocasión en la que se votaron también alcaldes, concejales y gobernadores). Desde una mirada retrospectiva, impresiona el orden que siguieron los sucesos, la coherencia política de su itinerario en medio de lo que fue una tempestad. Entiendo aquí por política la institucionalidad que una colectividad establece para admitir en su cotidiana existencia el conflicto que es inherente a cualquier sociedad. En este sentido, las últimas tres instancias dan cuenta de un ejercicio político, sin embargo, su origen se encuentra en la revuelta, un acontecimiento de insubordinada facticidad que desborda la política. Sabemos que las jornadas de insurrección acontecieron casi simultáneamente en muchos lugares de América Latina, Europa, África y Asia. Lo que ahora hace noticia en el mundo es esa voluntad ciudadana de institucionalidad política que surgió en Chile desde la revuelta.
La metáfora del “estallido” señala el momento en que el orden público fue impactado por el colapso del orden social imperante, producto de esa explosiva combinación de frustración, decepción, rabia e insatisfacción, que desde hace más de una década venía nombrándose como “malestar”. Todo esto resultó en un desfondamiento de la institucionalidad política. El gobierno, los partidos políticos, el Congreso, los municipios fueron desbordados por una insurrección social que, ya lo sabemos, seguirá siendo objeto de investigaciones y tesis doctorales en las siguientes décadas. Lo que reflexiono en estas apretadas líneas es la relación que podría existir entre ese acontecimiento y las tres situaciones señaladas que le siguieron. Para algunos, el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 operó como contención de una “fuerza destituyente” que habría debido continuar; para otros, los resultados de las elecciones recién pasadas han dado lugar a lo que denominan “la institución del 18-O”.
La revuelta que se inició en octubre de 2019, desbordando la institucionalidad política, fue el violento desenlace de un progresivo cuestionamiento al régimen de la representación (haciendo eco en ello también un largo proceso de degradación de las formas heredadas de autoridad). El orden de la política se había ido transformando, al paso de décadas, cada vez más en un orden de contención. Entonces vino el desborde, y la pregunta inmediata no fue “hacia dónde iba”, sino desde dónde venía. Aquella “fuerza destituyente” no era solo una movilización múltiple, descentrada y supuestamente ajena a la política, sino más bien una radical confrontación con la política misma. Las imágenes del desborde nos dan a entender que la revuelta no vino desde “afuera” de la política, sino que surgió desde abajo; vino precisamente desde un territorio humano y social subyacente al orden de la representación, una zona de deseos, intereses, expectativas, ganas, necesidades, etc., que no llegaban a ser representadas.
Cuando hizo uso de la palabra en el marco solemne de la sesión inaugural de la Convención Constitucional, Elisa realizó un ejercicio que no debemos olvidar, porque trajo una enseñanza para valorar los recursos enunciativos que facultan el pensar y decir en plural. Si bien tomó la palabra como mapuche al decir “yo-mujer indígena”, Elisa supo trasladarse de este “yo-representante de un pueblo originario” a un “nosotras-nosotros-nosotres” que abarcaba una diversidad hasta entonces no reunida de voces y expresiones. Elisa se trasladó de la primera persona del singular a una primera persona en plural hecha de una mixtura de identidades castigadas por el orden dominante: las de la explotación económica, del maltrato racial, de la opresión sexual, de la represión policial, de la segregación étnica, de la precarización social, de la violencia de género, del abandono de la niñez, del olvido de las regiones, etcétera. Elisa hizo comparecer lo mapuche como sinónimo histórico de despojo civilizatorio, pero junto con exhibir esta carga ancestral, lo mapuche irradió su poder como un “significante flotante” que le dio cabida a múltiples otras identidades rezagadas que se beneficiaron así de la cadena de asociaciones metafóricas tejida por el yo-nosotras-nosotros-nosotres.
Lo mapuche, en la voz de Elisa, hizo girar una constelación de imaginarios suficientemente amplia y diversa como para englobar a los distintos sujetos y a las distintas comunidades marcadas por el descarte, la omisión y la marginación. Sin renunciar al legado de su memoria oral ni a la materialidad de sus prácticas comunales, Elisa desencializó su identidad mapuche para que se entrecruzaran en ella distintas marcas fluctuantes de opresión racial, de precarización económica, de persecución política, de discriminación sexual, etcétera. Elisa reivindicó la categoría de lo mapuche no como un reducto identitario de exclusiva propiedad de quién lo encarna. Ocupó dicha categoría para formular una invitación —generosa, hospitalaria— a que otras identidades se reconocieran en ella en tanto identidades también “otras” que migraron así entre lo no-idéntico y lo parecido, entre lo diferencial y lo equivalente, entre lo equivalente y lo ambivalente. Lo “otro” se volvió política y poética en esta “otra forma de ser plural” —en sus propias palabras—, que supone pensar las identidades no en términos de propiedades-esencias que se autorepresentan excluyentemente a sí mismas, sino como redes variadas de identificación y pertenencia que, entrecortándose unas a otras, pueden formar conexiones inesperadas mediante la juntura de sus bordes.
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Que Elisa presidiera la Convención ofició como un símbolo de reparación histórica que dignificó a lo mapuche. Así se entendió y se valoró públicamente. Pero, además, Elisa es una profesora de lenguas que sabe de interculturalidad y, por lo tanto, de “traducción”. Se suele hablar de la traducción en términos específicamente lingüísticos para designar el proceso que lleva las palabras a trasladarse de idioma para habilitar su comprensión de una cultura a otra. Pero la “traducción” se aplica a cualquier tipo de enunciado que se desplaza de estructura de referencia, intermediando realidades distintas y distantes. Evoco lo de la “traducción” para nombrar una de las habilidades desplegadas por Elisa en su desempeño como presidenta de la Convención: la de esforzarse en fabricar un vocabulario común entre grupos diferentes e incluso opuestos que, sin excluir el desacuerdo, ofrezca modos de procesar este desacuerdo argumentando y deliberando sobre la tensión entre lo particular y lo universal.
Bien sabemos que cualquier universalismo es desconfiable, porque en su manera de apropiarse de la lengua de lo abstracto-universal, de lo general-trascendente, lo universal tiende a ocultar las luchas hegemónicas mediante las cuales, en el interior de los sistemas de representación, lo dominante termina controlando el sentido. Desde ya, lo “universal” responde al dominio de representación de lo masculino-occidental por mucho que lo masculino-occidental busque invisibilizar las huellas de cómo impone su superioridad epistemológica a costa de reprimir o suprimir lo particular-subordinado (mujer, etnia). Sin embargo, no puede existir texto constitucional sin recurrir a una “traducción” que combine particularismos y universalismos, en la búsqueda conjunta de algún sistema de inteligibilidad compartida que le hable a todas-todos. Se trata, por un lado, de reafirmar las particularidades (étnicas, sexuales o culturales) de cada grupo e identidad que fueron ignoradas por la lengua jurídico-normativa del Estado. Y, por otro, de conectar lo particular con lo universal, evitando el encierro de cada diferencia en el bastión separatista de una sobre-afirmación de lo propio.
La “traducción”, basada en mecanismos de relevo y transferencia del sentido, impide que las palabras se sientan exclusivas depositarias de una verdad originaria. Es, por lo mismo, el único recurso capaz de evitar los sustancialismos y fundamentalismos de la identidad y de la comunidad. La traducción —cuyos mecanismos interculturales Elisa maneja mejor que nadie— sirve para ayudar a las identidades a deconstruirse unas a otras, a saberse parciales y contingentes, a no quedar atrapadas en la clausura de una representación finita y definitiva, invariable.
De ahí la importancia estratégica del concepto de “dialogismo” que Elisa emplea a menudo. Un concepto que, imagino, deriva de su formación de lingüista, ya que se le debe al teórico literario ruso Mijail Bajtin el haberlo formulado. Bajtin quiso criticar al monologismo cultural, entendido este como una forma de discurso regido por la lógica del Uno-de lo Uno, que es siempre una lógica de la centralidad y la totalidad: de la superioridad, del monopolio, de la jerarquía, del dominio, del canon, de la autoridad. Una lógica del Uno-de lo Uno que nosotras podemos caracterizar, obviamente, como masculina-patriarcal y también colonial, es una lógica que busca imponerse, verticalmente, por sobre la multiplicidad divergente de aquello que prolifera horizontalmente en los márgenes y las periferias.
El “dialogismo” incorpora como subtexto las diversas posturas de habla que emergen de una comunidad diferenciada y conflictiva, prestándose a la alternancia de posiciones y argumentos que se mueven de borde a borde. El “dialogismo” (referido a las prácticas significantes, al discurso social, a las formaciones culturales, a las políticas del discurso) nos habla de la identidad no como algo que refleja un conjunto sustancial de atributos dados, preexistentes a la representación que les da forma, sino como algo en proceso que renueva sus significados contextualmente. Hemos aprendido del psicoanálisis, de la lingüística, de las teorías del discurso, de la deconstrucción y del feminismo que las identidades (culturales, políticas, sociales) son construcciones abiertas, no terminadas: son construcciones que se van remodulando al oscilar entre la identidad y la diferencia como tensión productiva de sujetos no unificados, llenos de fisuras y recovecos, de brechas sin rellenar.
Para entrar en el juego de lo múltiple (de lo no Uno), los procesos de identidad y lenguaje deben ser porosos y flexibles, híbridos. Cuando nos encontramos, por ejemplo, con el discurso de los líderes mapuche que defienden el conflicto armado, prevalece (al menos, para mí) el tono autoritario, patriarcal, de un discurso que se apropia de la representación para conducir intransigentemente las identidades hacia un desenlace prefigurado. Lo mapuche opera ahí como fundamento absoluto de una identidad cuyo destino histórico (revolucionario) se encontraría trazado de modo rectilíneo (de la resistencia al levantamiento; del levantamiento armado a la liberación nacional), sin intersecciones ni giros de por medio, sin oportunidades para que lo múltiple desvíe el curso de lo Uno que captura el discurso del amo (de la verdad, de la razón, del poder). Me parece que el tipo de discurso fundamentalista-radicalista, de una verdad iluminada sobre el desenlace de la lucha mapuche en su versión armada, no ofrece chance para que las identidades (mapuche y no mapuche) se beneficien de los efectos de frontera que bordean, en cada cultura, la identidad y la diferencia que se encuentran siempre en tránsito. Cuando Elisa defiende la plurinacionalidad (un término clave en la redefinición del Estado que establece la propuesta de nueva Constitución), lo hace evocando lo que ella llama “un punto intermedio” para que lo indígena dialogue con lo no indígena: un “punto intermedio” que señala una vía hacia la “autodeterminación”, para que determinados sujetos y territorios deliberen y consensuen su estatuto político no como algo pretrazado, sino como algo móvil y en construcción, abierto a las coyunturas que modifican los campos de fuerza, liberando puntos y líneas que pueden interrumpir o hacer bifurcar los diagramas del poder. El “dialogismo” que reivindica Elisa se opone al esquema maniqueo del enfrentamiento absoluto: ella no busca expulsar a la Otredad hacia un afuera donde no le quede otra que ser vivida como un bastión infranqueable según una lógica dual y separatista. El “dialogismo” del lenguaje y las identidades elude la representación binaria del antagonismo para forjar estrategias del entre-medio que son la condición de una política de la multiplicidad.
Elisa ha hablado de “arremetida femenina” como una fuerza orientada a “cambiar las reglas del juego” que dominan los escenarios del poder. Ella ha usado lo mapuche y lo femenino-feminista como formas resistentes (pero no por ello endurecidas) de plantear identidades dialógicas. Ha usado el lenguaje para invitar a formular identidades que se muestren sensibles a las expresiones de lo no homogéneo, de lo plural-contradictorio, de lo disímil, de lo ambivalente, de todo lo que se resiste al encuadramiento autoritario de verdades y fundamentos irreductibles que adscriben la lógica del Uno-de lo Uno. El feminismo, en tanto vector de una nueva subjetividad política y crítica, no podría sino estar del lado de la multiplicidad como una suma hecha de cruces y travesías. Cuando a Elisa le preguntaron recientemente por el destino del plebiscito sobre la nueva Constitución, ella dijo: “Sí, el pueblo va a acompañar, los territorios van a acompañar, los jóvenes van a acompañar, las mujeres van a acompañar, porque estamos incorporando los derechos de las mujeres, estamos incorporando los derechos de los jóvenes, estamos incorporando los derechos de las regiones. Y somos más”. Así lo había ya planteado la agrupación Mujeres por la vida en los ochenta, bajo la dictadura militar: “No más porque ‘somos más’”. En el caso de nuestra actualidad, de nuestro futuro próximo, tendríamos que insistir: “No +” (No + al bloqueo neoliberal de las transformaciones democratizadoras), porque “somos más”. Y “somos más” no sólo numéricamente, sino porque desplegamos, desde la articulación feminista, una potencia de multiplicidad expresiva que desborda cualquier contenido prefijado (incluso el que le quieren dar los partidos políticos al “Apruebo”), haciendo proliferar horizontalmente las diferencias.