Sin las redes sociales, es probable que no sabríamos la magnitud de lo que está ocurriendo en Gaza, tal como la prensa filtró e impidió que llegaran a nosotros las imágenes más cruentas de Ruanda, Bosnia o las Torres Gemelas. Sin embargo, la paradoja de estar asistiendo en tiempo real a la peor masacre del siglo XXI viene aparejada con la total impotencia de acción. Esa es, en pocas palabras, la inconmensurable crueldad del mundo conectado.
Por Paula Arrieta Gutiérrez
“Tú que te liberas de las metáforas, piensa en los otros
(los que han perdido su derecho a la palabra)”.
—Mahmud Darwish
“Si puedes mirar, ve. Si puedes ver, repara”.
—José Saramago, Ensayo sobre la ceguera
En un texto de 2012 titulado “Cuerpo y representación: escalas de la percepción”, el filósofo Sergio Rojas advierte de los efectos del mundo global en la percepción del sujeto. Abrumado por imágenes de todas partes, el sujeto tiene la sensación de no poder comprender la realidad, de haber perdido la escala de su relación con el mundo y estar solo consumiendo imágenes de lo real. Su reacción, entonces, es volcarse hacia sí mismo: “Cinismo es el nombre más adecuado para esta actitud que vive solapadamente la desesperanza como si fuese la conquista de la soberanía”.
Cincuenta años antes de esta publicación, Marshall McLuhan acuñaba el concepto de “aldea global”, bajo el cual las microescalas de las pequeñas comunidades se desarrollarían a nivel global, dándonos una inédita sensación de cercanía con hechos y personas que acontecen a distancias inabarcables del globo.
Estas perspectivas nos podrían llevar a la conclusión de que el asunto del consumo inmediato de acontecimientos de todas partes del mundo no tiene nada nuevo. Las redes sociales y los portales digitales de noticias nos informan en tiempo real tanto del show de Rihanna en el medio tiempo del Super Bowl estadounidense, como de los últimos ataques y muertos de la guerra entre Rusia y Ucrania. Un montaje sin continuidad aparente entre un hecho y otro parece ser una nueva versión del inicio de la Guerra del Golfo —transmitido en vivo por CNN— y las horas de televisión con noticias de Vietnam en el Estados Unidos de los años 60 y 70. Tanto entonces como ahora, la noción de verdad en estas formas de comunicación se mezcla fuertemente con la de verosimilitud. El sujeto ya no solo no sabe qué hacer, como apunta Rojas, sino que tampoco sabe distinguir lo real de lo falso, identificar cuáles son los montajes de imágenes que levantan un discurso favorable a algún poder.
He tenido la constante impresión de que las imágenes que proliferan en cantidades terroríficas de los ataques de Israel contra Gaza son las más atroces que me ha tocado ver en mis 43 años de vida. Lejos de las imágenes inventadas por la actual y asombrosa tecnología, los videos y fotografías de niños y niñas palestinas, tan reales, no llegarían a nosotros si no fuera por la impactante capacidad de conexión global que tenemos hoy. Sin las redes, es probable que no nos enteraríamos de la magnitud del genocidio, su violencia y la total indiferencia de los poderes del mundo, tal como la prensa filtró e impidió que llegaran a nosotros las imágenes más cruentas de Ruanda, Bosnia o las Torres Gemelas. Sin embargo, y en esto seguimos a Rojas, la paradoja de estar asistiendo en tiempo real a la peor masacre del siglo XXI viene aparejada con la total impotencia de acción. “Dejar de seguir. Es así de sencillo. La imagen de la cabeza de un niño asomada entre las ruinas de un edificio —sus ojos entreabiertos, una lágrima atravesando la piel plomiza y la feroz pregunta: si aún respira— me confronta a esa decisión. Dejar de seguir. De ver. Dejar de saber”, apunta la escritora Alia Trabucco Zerán en su texto “Mil imágenes, una palabra: ver y nombrar Palestina”, publicado en este mismo medio.
La renuncia a comprender. La inconmensurable crueldad del mundo conectado. La necesidad imperiosa de desconectar. El cinismo.
Hace un par de semanas, Donald Trump posteó en sus redes sociales un video. En él, un conjunto de imágenes nos muestra la proyección de lo que sería Gaza si Estados Unidos tomara el control de ese territorio. Estatuas doradas gigantes de Trump, Elon Musk en una playa turística comiendo hummus o el mismo Trump tomando un cóctel en una reposera junto a Benjamín Netanyahu; del cielo caen miles de dólares en billetes que son alcanzados por niños que han salido de los túneles (de Hamás, se entiende) para descubrir cuevas naturales y paisajes paradisíacos. Las terribles imágenes que recibimos a través de las redes sociales del ataque cotidiano del ejército israelí a los palestinos de Gaza y Cisjordania adquieren una contracara, falsa pero cargada de una perversa verosimilitud: la promesa del éxito del exterminio, la eficacia de los desplazamientos, el triunfo del colonialismo.
El delirio de ese video agrega una nueva capa al problema: si la manipulación de las imágenes ha acompañado a la historia de la humanidad desde el comienzo, hoy no es necesario ocultar el artilugio. Se pueden mostrar explícitamente las fantasías de quienes ostentan el poder, aquellos que gozan de una nueva forma de impunidad.
En 2023 se estrenó la notable película Zona de interés. Dirigida por el británico Jonathan Glazer, la trama gira alrededor de la familia de Rudolf Höss, que en 1943 es el comandante del campo de concentración de Auschwitz. La hermosa casa que habitan él, su esposa y sus cinco hijos está situada al lado del campo, separada solo por una pandereta. Entre los juegos de los niños, los paseos del padre con ellos a nadar y el minucioso cuidado del jardín por parte de la esposa, se cuelan los gritos, los disparos, los trenes y los hornos del sitio vecino. La misma esposa reparte entre sus amigas y la servidumbre la ropa que proviene de los prisioneros del campo. A pesar de oír, sentir, saber; la pandereta es suficiente para renunciar a comprender. La pandereta es la materialización que da excusa al cinismo. Después de todo, ¿qué puede hacer esa familia frente a la confusa situación que se vive al otro lado del muro? Tal vez eso ha buscado el gobierno israelí al levantar el enorme muro expansivo de concreto que los separa de Cisjordania y los palestinos. La vida cotidiana y su traqueteo habitual protegen —tal como la pandereta— a cada uno de los sujetos que habitan ese espacio, que han elegido desconectarse de la realidad en la que están insertos.
Imaginemos ahora que el muro de Zona de interés es la pantalla del computador o del televisor. Y que, en vez de Auschwitz, lo que está del otro lado es Gaza; que los gritos, disparos y sonidos de trenes y hornos son barrios destruidos, niños descuartizados, seres humanos quemados o sepultados bajo escombros. Supongo que el acceso a esta realidad escapa a nuestra compresión y que, por tanto, seguimos la vida como antes, con todas las trivialidades que la constituyen, y decidimos desconectarnos: pasar rápido por esas imágenes en las redes, pasar de largo ese video, no leer las pocas noticias que algunos medios internacionales publican. Sin embargo, esta vez, como nunca antes, no podremos decir frente a la historia que no sabíamos lo que pasaba. El cinismo no nos servirá de excusa. Tal vez, como nos sugiere Georges Didi-Huberman, hay ocasiones en las que tenemos el deber de mirar. Hay desconexiones peligrosas y hoy la renuncia a comprender nos hace correr el riesgo de hacernos cómplices de un genocidio en curso, asistiendo en vivo y en tiempo real a lo que pasa al otro lado del muro.