Skip to content

Cuatro escenas sobre el silencio

En pleno invierno, hundida en mi pupitre, escucho cómo la profesora de Historia, mi favorita, cierra el libro de la asignatura con violencia. El mismo volumen que, año tras año, solicita el Ministerio de Educación. Hemos repasado las diferentes presidencias del siglo XX en Chile, pero cuando llegamos a Frei Montalva y a Allende, las páginas dan un salto hasta 1990. No puedo pasarles la dictadura, nos dice resignada. El texto ha omitido, a propósito, diecisiete años. Escucho suspiros, siento las miradas suspicaces. Asisto a un colegio público en 2008 y conozco a mis compañeras desde séptimo básico, pero no sé realmente sus posiciones políticas. La sospecha se ha instalado en mí desde que hicimos votaciones para la directiva del curso y alguien escribió en la papeleta “Pinochet”, dejándonos en una nueva incomodidad. No sabemos si es una broma de mal gusto o si, efectivamente, alguien se ha pasado de lista. Lo comentamos en cuchicheos en el recreo, pero nadie confiesa el crimen. Recuerdo ese momento, cuando nos saltamos diecisiete años en el libro, como el día en que decidí que tenía que completar esa parte de la historia.

*

Mientras estudio Periodismo, uno de mis trabajos semestrales es entrevistar a la persona de más edad de mi familia. Con mis cuatro abuelos muertos, el único que queda es el esposo de mi tía mayor, el más querido y el que me enseñó todo lo que sé del campo. Sé que también es un personaje complejo, porque es carabinero. Pero mi madre, aun siendo muy de izquierda, lo eligió como mi padrino. Emprendo entonces camino a su casa y me encargo de elaborar una pauta de preguntas incisivas, como pienso que debo hacer en mi oficio. Es 2013 y se cumplen cuarenta años del golpe. Así me entero de que mi tío ejerció en La Unión, región de Los Ríos, y en Hueyusca, región de Los Lagos, y que lo mandaron a Santiago para la visita de Fidel Castro, en 1972. Fue guardia en La Moneda, estuvo en el Tanquetazo y el mismo día del bombardeo, el 11 de septiembre. Salió arrancando del palacio cuando uno de sus superiores le dijo que no fuera estúpido, que se fuera a ver a su familia. Lo escucho hablar y trato de calzar la imagen afable y dulce de mi padrino, mi héroe de juegos en la infancia, con la persona que tengo al frente, alguien que pudo ejercer el poder desde la policía.  

*

Este es un recuerdo prestado de mi madre. Dos días después del golpe, mi abuela se mantiene resguardada con todas sus hijas en la casa y les pide que no salgan. Mamá tiene diez años y es curiosa, mira de reojo por el visillo amarillento de la ventana, y allí ve, con los brazos detrás de la cabeza, a uno de sus vecinos de la población, un hombre de treinta y tantos. Dos militares lo apuntan con metralletas, y en menos de un segundo le disparan en la cabeza. Lo que viene es un silencio largo. Mamá me habla de este silencio como si fuera una variante del horror. Ese día aprende rápido que la gente puede morir sin que haya consecuencias para el culpable. En esa época una de sus hermanas mayores, que estudia en la universidad, tiene los ojos enrojecidos con frecuencia y nadie se atreve a preguntar. Mi madre solo entiende que el novio de mi tía ya no volverá a aparecer. Nadie habla del novio ni del vecino, ni de las otras personas que comienzan a esfumarse de sus vidas.

*

En los últimos años de la dictadura llega llorando una vecina a la casa de mi tía mayor y le pide ayuda para sacar a su hijo de la comisaría. Lo han detenido por tirar piedras en una marcha. Mi tío va al recinto vestido con su uniforme de carabinero, haciéndose pasar por familiar del chico. Finge indignación y el policía le dice que le dé su merecido, que lo golpee en casa, y mi tío asiente con severidad y lo agarra fuerte del brazo. Luego de un intercambio parco de palabras, sueltan al muchacho y caminan a la villa juntos, varias cuadras en silencio. Por dentro mi tío está satisfecho. Cuando ya se han alejado lo suficiente, le susurra “Hola, sobrino”, y el joven se suelta un poco, hace una mueca de alivio. Luego, cada vez que se ven en la cuadra, el chico le dice “Hola, tío” y él le responde “Hola, sobrino”. Así van saludándose, tío y sobrino falsos, hasta que dejan de verse o recordarse.