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Delirio y emancipación

«Nina Avellaneda no se llama así y la misma elección de su seudónimo resuena literariamente. Ese ‘Avellaneda’ le pertenece tanto a Borges como al Quijote apócrifo y es una buena cosa que esté explorando una dicción reflexiva, tenue, por momentos onírica, en un panorama como el de nuestra literatura, cada día más finalista y adicta al formato de las series. Lo de Avellaneda tiene definitivamente otro sabor», dice Lorena Amaro sobre la autora de Souza.

Por Lorena Amaro

Un texto que comienza con el hallazgo en el metro de un hombre igual a Jorge Luis Borges y termina con un sueño en que el escritor revela la presencia de Dios en el sonido de un estanque, remarca tal vez demasiado su filiación borgeana. No solo el Doppelgänger tiene en nuestro idioma una reminiscencia borgeana, sino también muchas de las ideas que desarrolla Nina Avellaneda en esta singular novela, Souza (Komorebi Ediciones). Así, por ejemplo, la de la posibilidad de poseer la memoria de otros, motivo que Borges explora en más de un texto y que aquí se merodea, porque el protagonista, un obrero chileno llamado Souza, puede hablar en portugués fluido sin haber estado nunca fuera de Chile, y conocer a Ellis Regina —y mucha música brasileña de los 70—, sin tener idea de cómo entraron a su vida. El protagonista de la historia es, asimismo, un personaje como Funes, ese campesino al que un golpe en la cabeza lo orilla a una vida memoriosa, extraordinaria y monótona a la vez. Souza es también un hombre de trabajo con una habilidad inusual y una intimidad inesperada. Pero a esta serie de intertextos, algunos bastante obvios, se incorporan otros elementos, más subrepticios, que me parece que, con menos estridencia, vinculan esta narrativa con estéticas más desafiantes, anómalas e incomprendidas, tal vez menos transitadas por lxs escritorxs chilenxs, como la de Clarice Lispector.

Los personajes de Avellaneda, básicamente Souza y su amiga Luiza, una actriz alcoholizada y quince años mayor, que en su madurez avizora el fracaso y la soledad, recuerdan en mucho a los personajes lispectorianos, sobre todo a la protagonista de La hora de la estrella, Macabea, muchacha nordestina de destino trágico e insignificante, cuya vida es manejada por un narrador metaliterario que la ama, pero que no vacila en propinarle a su personaje toda suerte de giros crueles y violentos. Souza tiene también este tipo de narrador que reflexiona sobre el destino de sus personajes, totalmente anudado a su escritura: “Organizo mis días de modo que cuando en la mañana me pregunte: ¿Qué tengo que hacer hoy? la respuesta sea nada. Desde ese instante en adelante suceden las cosas que me importan, es decir, escribir cuanto sea necesario para darle una figura a la existencia de Souza. (…) No sé escribir de otro modo, lo lamento tanto, abandonaría a mis personajes en la cabeza de cualquiera que pudiera ofrecerles un destino de romance, pero es imposible, cuando los separo de mí desaparecen”. Modelarlos es interrogarse sobre la identidad: varios dobles se cruzan en la narración, vulnerando esa identidad que aparece cuestionada también en el oficio de Luiza, la actriz, aquella que puede proyectar múltiples identidades. 

Souza y Luiza son protagonistas de “vidas mínimas” y he aquí que se marca una diferencia con el narrador lispectoriano: mientras Macabea es sometida a un desenlace trágico, el único posible para ella, Souza y Luiza son liberados, emancipados. Avellaneda los modela a contrapelo de las convenciones sociales y novelescas: los encuentros y desencuentros de Souza y Luiza son como aquel viejo “encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”. Este parece ser el empeño de este breve libro: ir a contrapelo de las normas y crear un espacio narrativo inesperado, poético, susurrante, en que Souza, un obrero, una figura hoy despojada incluso de su relato romántico y revolucionario, vinculado a una forma de vida precaria, subsistente, es testigo no solo de su propio desdoblamiento, sino que también, a despecho del canibalismo neoliberal que busca suprimir su subjetividad, realiza la hazaña cotidiana de observar su entorno, sorprenderse, conmoverse: “a Souza no le queda más que ver la calle y sus personas. No se cansa de mirarlas porque nunca una se repite”. El texto rompe las ideas preconcebidas sobre una vida obrera, ligada al trabajo físico, para mostrar, por lo mismo, su dimensión ascética, su carácter repetitivo y eventualmente contemplativo. 

Souza
Nina Avellaneda
Komorebi Ediciones, 2021
66 páginas

Luiza y Souza viven en dos márgenes sociales: ella, como actriz, como artista que necesita alimentarse de experiencias estéticas para hallar fuerza y levantarse cada día; él, como obrero que admira en Luiza ese centro que es el teatro: “El teatro es mi vida, le dijo una o dos veces. Y él pensó en la suya. No hay un centro en la mía, acaso sea la vida misma. Entonces como contrapunto para dialogar, se explicó en voz alta: vivir es mi vida”. Como escribe Carlos Henrickson en su hermosa reseña de esta novela, dando absolutamente en el clavo, “la distinción de Souza, la que lo arroja al centro de la narración, no es su mayor grado de asimilación de alta cultura, sino la conciencia íntima de ser otro”. El personaje rompe así con la idea discriminatoria de que es el capital cultural lo que puede convertirte, finalmente, en un sujeto de reconocimiento. 

Observar. Emanciparte. Ver a tu propio doble saltando hacia el vacío. Lejos de una sobreabundancia de narraciones demasiado nítidas y efectivas, Souza invita, con más aciertos que desaciertos, a tantear el sueño y el silencio: “Y si dejáramos de hablar. Si hiciéramos el recorrido de cada día desprovistos del lenguaje articulado. Y si eso resultara un alivio. Y si por fin escucháramos otra cosa que seres humanos. Y la voz se descubriera por la risa. / Qué palabra repetirías en el hueco de tu mano (…) Cuando escribo tiemblo, cuando leo me recojo, cuando miro descreo. Cuando escucho pienso. / Conversar, pensar con otro. Y en silencio, qué sucedería en ese pacto. Qué sería el silencio si dejáramos de hablar”.

Nina Avellaneda no se llama así y la misma elección de su seudónimo resuena literariamente. Ese “Avellaneda” le pertenece tanto a Borges como al Quijote apócrifo y es una buena cosa que esté explorando una dicción reflexiva, tenue, por momentos onírica, en un panorama como el de nuestra literatura, cada día más finalista y adicta al formato de las series. Lo de Avellaneda tiene definitivamente otro sabor. Aunque puede pulir un poco más sus digresiones (“De pronto me embiste una sensación que viene a cuajar un trabajo que no logro saber en qué momento exacto he hecho ni cómo”), la suya es una propuesta narrativa inusual y prometedora, con la potencia del delirio, que aparta al lenguaje de los surcos establecidos y permite asomarse, con mirada oblicua, a los confines de la experiencia contemporánea.