Una dueña de casa protagoniza Vida de hogar, escrito por Naomi Orellana e ilustrado por Constanza Figueroa. Un volumen donde se cruzan el testimonio con el diario de vida, el libro de notas con el manifiesto de una “dueña de casa joven, precariamente ilustrada” (9) quien expone un tramo particular de su vida de seudoreina del hogar.
Cada uno de los diez episodios que conforman este volumen encuadra escenas de la vida de una dueña de casa que pone en entredicho el funcionamiento de los roles asignados, desde el interior mismo del hogar y a través de la escritura a esta imposición. Así, se dedica a escribir, generando un lugar posible donde contrarrestar esa sensación de fracaso que dejó: “cuando creí que tener una casa, un marido y una hija era algo que yo podía hacer” (8). La narradora identifica los términos casa-marido-hija como fundantes de la estructura patriarcal que la ha sostenido en función de sujetarla a un espacio −la casa− a una institución −el matrimonio− y a roles específicos como esposa y madre, con toda su predeterminada e ineludible carga de valores asociados.
El relato asume como figura central a una mujer canibalizada por el rótulo “dueña de casa”, incluso no hay otro nombre para ella, todo su ser se agota en esta constelación de funciones que se hace necesario denunciar: “La vida familiar sigue siendo una trampa viva/ que se alimenta de muchachas inocentes” (10). Enunciado que ubica a la mujer en el lado de la inocencia ante la trampa cultural que impone el mito de la vida familiar, donde tendría simulacralmente el control, el dominio, a través de la ejecución de rutinarias prácticas físicas centradas en el orden, la limpieza y la alimentación, o afectivas, como “consolar” o “escuchar” (15). De esta forma, la ‘dueña de casa’, la ‘reina del hogar’, ejerce un ‘poder’ que la encarcela, que la amarra a cumplir con mantener el equilibrio interno de esa microcultura llamada familia. La vida doméstica consume, así, todo el tiempo y las energías de la mujer, por tanto no hay posibilidad de satisfacer necesidades o deseos individuales. El cansancio, el agobio, son parte de la vida diaria de la dueña de casa, en un ciclo temporal de eterno retorno. “Uno no elige ser ‘la madre’, es algo que te ocurre, un poco inconsciente, un poco convencida que es un destino noble […] saturada de información sobre lo bello/mágico/heroico que es el rol de la madre. Ya no solo como un ser que engendra, sino como la adulta que se sacrifica por los otros, por todos los otros: marido, hijos, hermanos y hasta su propia madre. Porque ahora que es madre puede entender ese mismo sacrificio que alguna vez hizo su madre” (15). El volumen se detiene en aquellos nudos de sentido que han sido naturalizados por la dominancia, en especial, la imposibilidad de elegir una vida, aceptando mecánicamente la ruta premarcada, donde las mujeres son educadas para servir. Operación que ha necesitado resignificar su trabajo gratuito imponiéndole el carácter de “noble/bello/ mágico/heroico”. Se forma de esta manera la actitud ejemplar y sacrificial de la sujeto, que debe hacer suya una concepción de sí misma como mártir-heroína, sin abandonar, además, prácticas culturales femeninas estandarizadas, ya sea por el uso de la cosmética y la vestimenta “aseñorada” o por el olvido de sí misma, expresado en el descuido y hasta el olvido del cuerpo propio.
Sin duda, la autora acierta en el enfoque de género en torno al cual construye su relato. Sin embargo, hay una problemática que apenas roza: se trata nada más y nada menos que de la clase. Es cierto que Orellana se suma a lo que prácticamente es una tendencia, la separación demasiado radical de las reflexiones de clase y género al interior de la situación de dominio que sufren las mujeres. La narración, aun cuando detalla elementos del régimen material al que es sometida la mujer, no va más allá de la alusión somera a su origen ligado a la pobreza que reduce a “un lugar lleno de flaites, con las calles con mojones y olor a pichí” (17). Al separar de esta forma clase y género se pierde una zona fundamental para la configuración de un femenino confrontacional al patriarcado. Ambas determinantes operan conjuntamente en la configuración de lo femenino, debido a que lo patriarcal no sólo corresponde a políticas de género, sino también a prácticas económicas y sociales que fijan a las sujetos en espacios sociales determinados.
De ahí que, hacia el final, y a modo de conclusión, el volumen reafirme la politicidad incrustada en el espacio privado, el hogar, señalando, “La libertad está en juego en la casa” (30) devolviendo, incluso, lo público a lo privado: “Votamos, vamos a la universidad, trabajamos, no nos llenamos de hijos. En eso se podrían resumir los avances del feminismo que llegó al sur […] Pero todavía debemos (y queremos) “formar familia”, y es en ese lugar donde emerge, por oposición y de la manera más brutal, la inequidad de ambos sexos” (ibíd.).
Según la reciente Encuesta CEP, en Chile “el 47% de las mujeres en edad activa trabaja. El resto realiza trabajo doméstico”. Es decir, casi la mitad de las mujeres realiza un oficio remunerado, sin embargo, la encuesta entrega un resultado aterrador: “el 46% de los encuestados reconoció estar de acuerdo en que ser dueña de casa es tan gratificante para una mujer como tener un trabajo remunerado y el 45% dice estar de acuerdo con que tener un trabajo está bien, pero lo que la mayoría de ellas en realidad desea es un hogar e hijos. Un porcentaje que se eleva a 61% de aprobación ante la afirmación de que la vida familiar se resiente cuando la mujer trabaja a tiempo completo”. El resultado arrojado por la encuesta implica que, a nivel país, se considera que las mujeres se sienten gratificadas con ser “dueñas de casa”, ya que su mayor objetivo es dedicarse al hogar e hijos, por tanto, cuando una mujer trabaja “resiente”, es decir descuida, el orden familiar. Los antecedentes consignados por esta encuesta dan cuenta de un estado de la dominancia patriarcal que pretende devolver al femenino, con extrema violencia, al espacio hogareño y al rol de madre-dueña de casa.
Esta propuesta de Naomi Orellana contribuye a reflexionar sobre la incomodidad de ser mujer, en tanto construcción patriarcal, relegada a una práctica considerada menor, como resulta la condición de “dueña de casa”, para promover, con gran intensidad, cambios que reviertan la permanente violencia de género en la que vivimos.