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El espejo siniestro de nuestra sociedad

“Nos veremos rodeados de seres inmóviles en un extraño estado: parecen contraer con gran esfuerzo todos sus músculos, o los tienen relajados como en un gran debilitamiento […]. Tienen, claro está, los ojos abiertos, pero más que mirar están como hipnotizados: y más que escuchar, son todo oídos”.
—Bertold Brecht, Pequeño organon del teatro.

Cuando Brecht describió el efecto que ejercía una representación naturalista sobre los espectadores, sentenció para siempre el destino del teatro moderno burgués como un arte alienante, que desactiva los cuerpos y la capacidad de crítica de la realidad. De ahí en adelante, una parte importante de los creadores escénicos se dieron a la tarea de transformar las maneras de estructurar la fábula de modo que produjese extrañeza o permitiera desnaturalizar lo que se representaba sobre el escenario. Iniciaba así un nuevo tipo de dramaturgia que algunos denominaron “posmoderna” y otros “posdramática”.
Pero sabemos que en el arte nada se puede dar por superado. El devenir de los procedimientos y las técnicas de representación, si bien históricas, tienden a volver una y otra vez. La historia de las prácticas artísticas no es ni lineal ni progresiva, el conocimiento funciona como un repertorio de experiencias que se transmiten en el hacer mismo y que, en ese proceso, se transgreden o se actualizan. Nada se puede dar por superado, pero nada vuelve exactamente igual.
Temis, el tercer montaje de la Compañía Bonobo, que lideran Pablo Manzi y Andreína Olivari, se reestrenó en junio en el escenario de la Sala Antonio Varas. Se trata de la tercera parte de una trilogía conformada por Donde viven los bárbaros (2015) y Tú amarás (2018). El asunto que las atraviesa es el mismo: una radiografía a las “nuevas” subjetividades burguesas surgidas del crecimiento económico de las últimas décadas. Generaciones que parecieran ser muy tolerantes con la diversidad en su amplitud semántica. Lo interesante es que tanto Manzi como Olivari se autoreconocen en ese grupo y esto potencia el foco, ya que recuperan la función de autorepresentación de clase que tuvo tradicionalmente el teatro burgués y lo ponen al servicio de desnudar la anatomía de esta “nueva” subjetividad, mostrándonos que no es tan distinta a la de sus padres y abuelos. El neoliberalismo es ante todo una forma de vida que, luego de los últimos sucesos electorales, se hace evidente que muchas personas no quieren abandonar, por muy críticas que parezcan. Lo que realizan de forma magistral Manzi y Olivari es una profunda e irritante disección a los imaginarios que constituyen la burguesía actual y que siguen siendo los mismos: el miedo al otro y la culpa social.
Sobre el escenario, diseñado por Los Contadores Auditores, ha sido montada una escenografía que representa el living-comedor de una casa acomodada. Desde ya asumimos la convención de una escena interior propia del teatro burgués. Sin embargo, hay un gesto que disloca el encuadre: la pieza posee ventanas y estas arrojan a un afuera que no se detalla, pero suponemos corresponde al antejardín. Lo raro es que desde atrás sobresale un enorme panel que rompe ligeramente con la altura de la habitación. Hacia el final de la obra, este panel cobrará importancia, pues dará lugar a un quiebre ficcional cuando ingresen “los bárbaros” a la escena.
Al iniciar la obra vemos a los hermanos Rosario (Paulina Giglio), Juan Carlos (Gabriel Urzúa) y David (Guilherme Sepúlveda) muy nerviosos, ya que acaban de ser asaltados. La tensión se acrecienta porque este evento coincide con el encuentro de una hermana —Viviana (Marcela Salinas)— de la que desconocían su existencia. La hermana llegará junto con Víctor (Carlos Donoso), el hermano menor. Se trata de una familia aspiracional tipo: uno de ellos es gay, a la hermana le preocupan la ecología y los animales, el mayor es temeroso y carga culpas, y el menor está rehabilitado de las drogas, mientras que la media-hermana no creció con los mismos privilegios. Nos enteramos de que existe una pyme familiar, herencia de un viejo negocio del padre, que han reformado según estándares de sustentabilidad. La pyme se llama Noé y la antigua empresa Temis. Los hermanos han implementado políticas de integración de todo tipo, es decir, han ensayado todas las recetas de lo que hoy sería políticamente correcto.
La acción se desencadena cuando llega Viviana y tensiona este statu quo, haciendo emerger el miedo. Finalmente, está el padre en silla de ruedas (Gabriel Cañas), que delira en torno a la figura de Noé y la de Temis (la diosa griega de la justicia) y que, como una suerte de profeta patético, anuncia cada tanto la llegada de los “bárbaros”, que vienen a saldar una deuda de justicia: retributiva y distributiva. Acaso una lectura indirecta de los acontecimientos del 18 de octubre.

Temis, de Compañía Bonobo.


Los ingredientes están dispuestos sobre la mesa. Lo notable es que lo convencional no le quita a la obra la capacidad de extrañamiento. Los personajes arman una constelación de estereotipos que resultan fácilmente identificables, y las actuaciones logran trabajar este recurso de manera sutil. El uso del estereotipo es consistente con el carácter paródico e incluso satírico de Temis, y es aquí donde aparece el genio de esta dramaturgia. Los diálogos juegan en todo momento a dislocar el discurso, y lo mismo pasa con las actuaciones: si bien las reconocemos, esconden un subtexto que nunca logramos aprehender del todo. Hay un juego con la invisibilidad, pero al mismo tiempo con su posibilidad: veo lo que veo porque decido no ver otra cosa. Así juega la parodia en este montaje. El resultado es divertido, pero llama la atención el exceso de risa. De ahí que el juego especular que define el realismo moderno (el teatro como espejo de la sociedad) funcione muy bien, porque no es que se reconozca a los personajes, sino a los propios espectadores que ríen nerviosos al sentirse desenmascarados. El espejo no devuelve algo grotesco, sino más bien siniestro, y ahí radica lo inquietante del montaje.
El momento culminante de esta dislocación es, primero, el delirio del padre en relación con la imagen de Noé y su autoidentificación con el prócer bíblico. Pero, por sobre todo, la puesta en cuerpo del bárbaro, la figura dramática que Manzi y Olivari han escogido para nombrar aquello que desencadena el miedo en sus montajes. Mientras en la primera parte de la trilogía este bárbaro parecía aludir a la figura del migrante o del refugiado, en Tú amarás proponen la imagen irónica de los Amenitas, una raza extraterrestre que llega a la Tierra. Pero en ambas, el bárbaro es solo una referencia en el discurso. En Temis, les autores deciden poner en cuerpo la amenaza. La resolución es impresionante e inteligente, pues se vuelve a descentrar el lugar común al poner en escena a entidades que solo pueden habitar la escena teatral, como una cíclope astuta y un sátiro ingenuo, que resultan ser los auténticos ciudadanos para quienes nosotros somos los bárbaros.
La obra es un notable trabajo sobre los lugares comunes, que desnuda el cinismo de una clase media-alta aspiracional y bien educada. Expone los prejuicios inconfesables que constituyen su identidad, siempre en oposición a un enemigo inventado: el otro, el pobre, el indio, el negro, el sujeto sexualmente emancipado. Manzi y Olivari juegan con los recursos del teatro burgués para convertirlo en un teatro ciudadano, como ellos lo llaman, en el que se activa una autoconciencia radical sobre el artificio, sobre la representación como una política. En fin, una lección contemporánea de historia del teatro.