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El proceso constitucional chileno desde afuera

Ante los ojos de muchos especialistas extranjeros, “una victoria del Rechazo parecía imposible, por al menos tres razones”, dice Joel Colón-Ríos, experto en derecho constitucional y director del Centro de Derecho Público de la Universidad de Victoria (Wellington, Nueva Zelanda), quien siguió muy de cerca el caso chileno. Si la evidencia prueba que casi el 95% de las constituciones sujetas a plebiscito son aprobadas en el mundo, ¿qué pudo haber pasado en Chile? En este texto, presentado el 6 de septiembre en el seminario ¿Qué nos deja el plebiscito del 4 de septiembre?, en la Facultad de Derecho de la U. de Chile, el académico esboza posibles explicaciones y traza algunos caminos a seguir.

Joel Colón Ríos

Antes de hablar sobre los resultados del plebiscito de salida, sobre sus posibles causas y efectos, me gustaría reflexionar un poco sobre cómo miraba, y estoy seguro de que muchos otros académicos extranjeros también, el proceso constituyente y el plebiscito desde fuera de Chile. Lo primero es que, al menos hasta hace unas pocas semanas o meses, una victoria del Rechazo parecía imposible, por al menos tres razones.

Primero, en términos globales, los textos constitucionales cuya vigencia depende de la aprobación popular son usualmente ratificados por amplios márgenes. Según la literatura académica sobre el tema, casi el 95% de las constituciones sujetas a plebiscito son aprobadas.[1] Esto contrasta con los plebiscitos sobre reformas parciales, en los cuales la aprobación ronda en alrededor del 60%.[2] Segundo, el acuerdo entre los partidos políticos luego del estallido social, y la amplia mayoría que votó a favor del proceso constituyente en el plebiscito de entrada, sugerían que Chile estaba pasando por un “momento constitucional”, y que por lo tanto la adopción de una propuesta constitucional —presentada por una entidad electa popularmente para ese propósito— era inevitable. Tercero, y quizás más importante, es que independientemente del contenido del texto propuesto por la Convención, uno pensaría que el origen no democrático de la Constitución de 1980 sería suficiente para mover a la mayoría de la población a ratificar la nueva Constitución.[3]

Esto, sumado al carácter inclusivo del proceso de creación constitucional, le hubiese impreso una legitimidad democrática a la nueva Constitución que pocas —si es que alguna— en el mundo tienen. Por estas tres razones, la idea, yo creo generalizada, era no solo que el borrador sería aprobado, sino que sería aprobado por un alto margen. Esa suerte de “predicción” no se cumplió, y es importante reflexionar por qué.

Dos tipos de constitución

Me gustaría primero considerar la idea de que, desde un modo muy general, podemos pensar en dos tipos de constituciones. Por un lado, una constitución como un proyecto político a través del cual se busca implementar una visión particular de la sociedad. Por otro lado, podemos pensar en una constitución como un documento que establece las reglas de juego, es decir, un documento que parecería permitir el funcionamiento del ordenamiento jurídico de forma potencialmente consistente con cualquier visión de la sociedad, con cualquier proyecto político futuro.[4]

En el caso de la adopción de una constitución concebida como meramente estableciendo las “reglas del juego”, uno esperaría un proceso constituyente caracterizado por el “consenso” entre las élites políticas, un consenso que normalmente se manifestaría también en el electorado. Y, por lo mismo, también se esperaría que ese consenso resultara en un alto margen a favor de la ratificación en el plebiscito de salida. En el caso de la constitución como proyecto político, es decir, como un documento que expresa el tipo de sociedad que se quiere construir, uno esperaría, naturalmente, un proceso más “mayoritario” y menos “consensual”. Por ejemplo, un proceso precedido por el triunfo electoral de un partido, alianza de partidos, o movimiento social que, quizás recogiendo distintas demandas y reclamos históricos, defiende un proyecto político particular, una visión de mundo. Por eso, la ratificación popular del texto, de requerirse, sería un poco más compleja, pero no tan difícil, en el sentido de que el plebiscito de salida sería meramente el sello formal a favor de un proyecto político que ya ha logrado un apoyo electoral mayoritario.

Creo que no hay duda de que el borrador constitucional de 2022 puede ser caracterizado como una constitución de este último tipo, es decir, una constitución que buscaba implementar una visión particular de la sociedad. Y esto, como explicaré luego, no lo digo con ninguna connotación negativa. Esa visión se refleja desde el Artículo I del borrador:  

  • (1) Chile es un Estado social y democrático de derecho. Es plurinacional, intercultural, regional y ecológico.
  • (2) Se constituye como una república solidaria. Su democracia es inclusiva y paritaria. Reconoce como valores intrínsecos e irrenunciables la dignidad, la libertad, la igualdad sustantiva de los seres humanos y su relación indisoluble con la naturaleza.
  • (3) La protección y garantía de los derechos humanos individuales y colectivos son el fundamento del Estado y orientan toda su actividad. Es deber del Estado generar las condiciones necesarias y proveer los bienes y servicios para asegurar el igual goce de los derechos y la integración de las personas en la vida política, económica, social y cultural para su pleno desarrollo.

La ratificación plebiscitaria de ese proyecto, a diferencia de lo que sugerí anteriormente con referencia a constituciones de este tipo, fue en extremo difícil. Y la pregunta es: ¿por qué?

Poder constituyente: activación y ejecución

Aquí me tomo la libertad de especular sobre algunas de las razones de esa dificultad, partiendo por examinar lo que envuelve un ejercicio del poder constituyente. Primero, reflexionemos sobre lo que podríamos identificar como la activación del poder constituyente. Con esto me refiero al proceso formal o informal mediante el cual se hace claro que hay una voluntad popular mayoritaria a favor del cambio constitucional.Un ejemplo de la activación formal es una elección en que la mayoría vota a favor de un partido o movimiento que tiene como parte principal de su programa político la creación de una nueva constitución. Ejemplos de estos casos podrían ser los de Ecuador en 2006 y Venezuela en 1998. Un ejemplo de la activación informal del poder constituyente podría ser el movimiento que dio lugar a la Séptima Papeleta en Colombia, en 1990.

Por supuesto, esta distinción entre activación formal informal la hago meramente para propósitos analíticos, pero en la práctica la distinción puede no ser muy clara. Sin embargo, en el caso de Chile, parecería que la activación del poder constituyente parece haber sido informal y tenido lugar en octubre de 2019. Ahora bien, ¿qué implica “activar” el poder constituyente? Con esa idea, que he desarrollado en más detalle en mi trabajo[5], me refiero a aquellos momentos en que puede razonablemente entenderse que ha habido (y me disculpan el término), una decisión popular a favor del cambio constitucional. Pero ese tipo de decisión es inherentemente ambigua.

Por ejemplo, puede que las razones por las que determinados grupos o individuos coinciden en la necesidad de un cambio constitucional sean muy distintas. Puede que algunos piensen que hacen falta nuevas instituciones para acabar con la corrupción gubernamental, o que es necesario reconocer nuevos derechos constitucionales, o que hace falta una constitución que establezca un nuevo modelo económico. Es decir, una “decisión del pueblo” a favor del cambio constitucional nunca expresará una voluntad única, sino que reflejará un sinnúmero de demandas distintas que a su vez son el reflejo del hecho de que el pueblo no es una entidad ‘real’ con una voluntad propia, sino una pluralidad de voluntades.

La activación del poder constituyente, aun la activación formal, necesita ser suplementada por un mecanismo que ejecute la decisión a favor del cambio constitucional. Sin un mecanismo de ejecución, la activación del poder constituyente no llevaría al ejercicio del poder constituyente. Es decir, a la transformación de una decisión popular a favor del cambio constitucional en derecho. Ese mecanismo de ejecución siempre será un mecanismo formal, es decir, un mecanismo en algún punto reconocido por el ordenamiento jurídico como capaz de producir normas legales, pero este puede tomar diversas formas, algunas más democráticas y otras menos.

En Chile, ese mecanismo fue la Convención Constitucional convocada a través del voto popular, el que, si uno lo compara con otras alternativas (por ejemplo, la redacción de la constitución por la legislatura ordinaria, o por el presidente, o por una comisión de expertos), fue un mecanismo bastante democrático. ¿Qué es lo que quiero decir a través de la idea de un mecanismo que ejecuta la decisión popular tomada durante la etapa de activación del poder constituyente? Es decir, ¿qué es exactamente lo que ese mecanismo viene llamado a ejecutar? Yo diría que ahí es donde está el problema, porque como señalé anteriormente, una decisión popular a favor del cambio constitucional es inherentemente ambigua y se caracteriza por una multiplicidad de demandas.

Por eso los procesos constituyentes ‘exitosos’ —es decir, los que terminan en la adopción de una constitución— generalmente envuelven un partido (o alianza entre partidos o movimiento social) que ha sido capaz de articular esa multiplicidad de demandas o al menos la mayoría de ellas a través de una propuesta constitucional de carácter general. Por ejemplo, la idea de que vamos a adoptar una constitución que establezca una democracia participativa, o la idea de una constitución que proteja derechos sociales, o la idea de una constitución que establezca un Estado Social de Derecho. La entidad llamada a redactar la constitución (que estaría controlada mayoritariamente por ese partido, alianza o movimiento social) vendría entonces llamada a derivar de esa propuesta constitucional de carácter general, las instituciones y normas específicas que se suponen hagan posible un Estado llamado a satisfacer las demandas que dieron lugar a la activación del poder constituyente.

El debate constituyente

Mi lectura del proceso en Chile es que eso no sucedió de esa manera, es decir, a pesar de que, por ejemplo, el discurso de los derechos sociales se mantuvo muy vigente durante el proceso, no hubo ningún grupo político específico que pudiera articular un proyecto constitucional en base a ese discurso y que a su vez lograra un apoyo popular mayoritario que se tradujera en un control (súper mayoritario) de la asamblea (por el tema de los dos tercios), y luego en un fácil triunfo electoral en el plebiscito de salida. Por el contrario, la Convención se caracterizó por su fragmentación entre independientes, diferentes listas, etcétera.

La “fragmentación”, por supuesto, no necesariamente es algo negativo (puede ser un reflejo saludable de la pluralidad), pero en este caso, la consecuencia, en términos del debate que tuvo lugar en ruta hacia el plebiscito de salida, fue que permitió que el proceso de aprobación se “politizara” de una manera muy técnica: cientos de debates en donde se discutían artículos específicos del borrador, posibles interpretaciones de los mismos, donde (inclusive dejando a un lado la desinformación), la discusión dejaba de ser acerca del tipo de sociedad que la constitución propuesta buscaba construir, es decir, una sociedad donde las distintas demandas sociales serían satisfechas, y se tornaba en un ataque o en una defensa de aspectos particulares del texto.

Ese tipo de discusión (en un contexto en donde la constitución no es impulsada por grupo que goza de un apoyo popular mayoritario) hace difícil la aprobación de cualquier borrador constitucional, puesto que ninguna constitución es perfecta, siempre habrá ambigüedades, contradicciones, y artículos específicos que parecerían admitir interpretaciones problemáticas. Además, hay un problema adicional: la constitución no es solo el texto, sino que hay normas basadas en costumbres e interpretaciones que pueden llegar a ser hasta más importantes que lo que dice el documento que llamamos constitución. Esas normas extratextuales pueden resultar, por ejemplo, en que un artículo de la constitución se determine no justiciable, o en que una norma se interprete de una manera que parece a primera vista ser contraria al texto, o en el que una aparente contradicción se resuelve a través del desarrollo de una costumbre entre los actores políticos.

¿Una alternativa más democrática?

Ahora bien, aunque el tipo de proceso que describí (partido o movimiento mayoritario que presenta una propuesta constitucional que logra articular diversas demandas) sería probablemente exitoso en términos de lograr de forma fácil la ratificación popular del texto propuesto, no necesariamente sería un proceso participativo. Es decir, los ciudadanos depositarían su confianza en una asamblea, y serían los miembros de la asamblea los que deliberarían acerca del contenido específico del texto constitucional. Regresaré a este problema luego de reflexionar acerca las lecciones que al menos yo tomaría del proceso constituyente chileno.

Hay una primera cuestión: si un borrador constitucional debe someterse a un plebiscito de salida. Por ejemplo, en Colombia, en 1991, en un contexto donde quizás ninguna fuerza política tenía un respaldo mayoritario claro, no hubo problemas para lograr la ratificación popular de la nueva constitución por una razón muy sencilla: no hubo plebiscito de salida. Es decir, la nueva constitución entró en vigor luego de ser aprobada por la Asamblea Constituyente. De hecho, en términos generales, los plebiscitos no tienen una buena reputación: se dice que son mecanismos manipulables por las élites, que reducen asuntos complejos a una pregunta ‘si’ o ‘no’, que no son mecanismos deliberativos, y que el pueblo carece de información o educación suficiente para evaluar los asuntos que se les presentan.

Por ejemplo, Roberto Gargarella plantea en Law as a Conversation among Equals, su reciente y magnífico libro, que los plebiscitos de salida fuerzan al pueblo a votar a favor o en contra de un texto con el que están acuerdo en algunas cosas y no en otras (lo que él llama ‘extorsión electoral’). O sea, puede que yo esté a favor de la plurinacionalidad y en contra de la reelección, pero al final me veo obligado a votar a favor, o en contra, de ambas cosas. Si Gargarella está sugiriendo que simplemente se deben eliminar los plebiscitos de salida, tendría que diferir, pues entiendo que eso significaría un retroceso democrático importante. La solución al problema que Gargarella identifica (correctamente) no debe ser la eliminación de los plebiscitos, sino que estos deberían estar precedidos por procesos que le permitan a la ciudadanía tener una incidencia directa en lo que finalmente queda en el texto constitucional. Y eso se puede hacer, por ejemplo, a través de mecanismos como la iniciativa popular constituyente.

Segundo, ¿qué hacer que si se quiere evitar una victoria del Rechazo en un proceso constituyente futuro? Una posibilidad podría ser redactar un borrador que se limite a establecer las “reglas del juego” y abandonar la idea de adoptar una constitución que busque hacer posible una visión particular de la sociedad. De esa manera, se haría posible promover el tipo de consenso al que me refería anteriormente. Aquí yo diría lo siguiente. Toda constitución reafirma o crea una forma de Estado, y eso implica un proyecto político particular. Por supuesto, a primera vista, la constitución tipo “reglas del juego” no parece comprometerse con ningún proyecto político (ni tampoco parece hacer imposible ningún tipo de proyecto futuro); parece ser “neutral” y, por ello, es probable que pueda generar un gran consenso. Pero habrá también creado un Estado que no tiene la obligación constitucional de proteger el ambiente, de promover políticas sociales, de corregir injusticias económicas, etcétera. Ese tipo de Estado puede ser controlado por los intereses económicos del momento a través de, por ejemplo, donaciones a las campañas políticas y prácticas parecidas, de manera que se hagan imposible proyectos políticos futuros que atenten contra esos intereses particulares. Por eso, en la práctica, la constitución tipo “reglas del juego” generalmente no es una constitución “neutral”.[6] En fin, una constitución siempre beneficia a un proyecto político particular, lo que pasa es que a veces lo hace transparentemente y a veces no.


[1] Uno de los casos más recientes de rechazo es el de Kenia en 2005, donde el “no” prevaleció con 58% de los votos. Alicia L. Bannon, “Designing a Constitution-Drafting Process: Lessons from Kenya”, 116 The Yale Law Journal 124 (2007). La actual constitución de Kenia fue redactada por una Comisión de Expertos (sujeto a aprobación parlamentaria y un proceso de consulta) y ratificada por 67% de los votantes. En el plano supra nacional, ver por ejemplo el caso de la Constitución Europea y su rechazo (por 55%) por los electores en Francia. Richard Stacey, “Constituent power and Carl Schmitt’s Theory of Constitution in Kenya’s Constitution-Making Process”, 9 International Journal of Constitutional Law 587 (2011). A veces el voto por el ‘si’ es cerrado, como en Polonia en 1997 (53% a 46% en favor del sí, con 43% de participación). Daniel H. Cole, “Poland´s 1997 Constitution in its Historical Perspective”, 1998 Saint Louis-Warsaw Trans-Atlantic Law Journal 1 (1998) 2.

[2] Zachary Elkins & Alexander Hudson, “The Constitutional Referendum in Historical Perspective” in Comparative Constitution-Making (David Landau & Hanna Lerner eds) (Edward Elgar, 2018) 154. El requisito de referéndums ratificatorios es cada vez más común. Entre 1975 y 2005, alrededor del 40% de las constituciones nuevas requirieron aprobación referendaria antes de entrar en vigor. Jeffrey A. Lenowitz, “The People Cannot Choose a Constitution: Constituent Power´s Inability to Justify Ratification Referendums”, 83(2) The Journal of Politics 617 (2021) 617 (fn1).

[3] De hecho, un aspecto del texto constitucional propuesto le añade fuerza a este punto: el mismo hubiese hecho a Chile una de las muy pocas jurisdicciones en el mundo que no solo reconoce un proceso expresamente diseñado para remplazar la constitución (Artículo 386 del borrador), sino que permite que dicho proceso sea iniciado por el electorado.

[4] Estas son por supuesto categorías ‘ideales’, es decir, en la práctica las constituciones tenderán a exhibir características de ambas.

[5] Joel Colón-Ríos, Weak Constitutionalism: Democratic Legitimacy and the Question of Constituent Power (Routledge, 2012).

[6] Por supuesto, lo ideal sería un Estado en donde cuestiones relativas a la economía, la salud pública, y al medio ambiente, se decidieran a través de la deliberación democrática y no a través del derecho constitucional. Lamentablemente, ese no es el caso en nuestras sociedades: algunos grupos tienen más poder que otros y, en ausencia de obligaciones constitucionales, tendrán muchas más posibilidades de proteger sus intereses particulares a través del derecho.