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Emanuele Coccia: “La tecnología debe ser una relación espiritual con el mundo”



El filósofo italiano, creador de una obra que entrelaza naturaleza y cultura, se caracteriza por pensar fuera del molde: propone inspirarnos en Pokémon para reinventar la ecología, afirma que es hora de construir una forma política a escala planetaria y aboga por la refundación del sistema de educación. “Hemos desarrollado tecnologías increíbles y, sin embargo, dejamos que la mayor parte de la población sea ignorante”, advierte.


Por Ximena Póo

Emanuele Coccia (Fermo, Italia, 1976), doctor en Filosofía Medieval y profesor adjunto en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (ehess) de París, conoce Chile, país al que ha venido varias veces. Estuvo aquí por última vez en 2023, ocasión en la que, en una conversación en Cabo de Hornos, afirmó que Sudamérica se está transformando en un lugar “para pensar un futuro distinto”. Autor de ensayos como La vida de las plantas (2017), Metamorfosis (2021) y Filosofía de la casa. El espacio doméstico y la felicidad (2024), Coccia concedió esta entrevista para reflexionar sobre el tiempo y el espacio que compartimos todos los seres vivos y sobre la urgencia de habitar el mundo con sentido de pasado, presente y futuro. 

Gracias a su escritura cuidada y sus ideas originales —que comparte mensualmente en el diario francés Libération—, el filósofo italiano se ha convertido en una de las figuras más interesantes del pensamiento contemporáneo, sobre todo desde la publicación de Metamorfosis, libro traducido a más de una decena de idiomas y en el que plantea, a grandes rasgos, que todas las formas de vida en la Tierra están interconectadas. “Cada especie es un mosaico de pedazos sacados de otras especies. Nosotros, las especies vivientes, jamás hemos dejado de intercambiar piezas, líneas, órganos, y lo que cada uno de nosotros es, lo que llamamos ‘especie’, es solo el conjunto de las técnicas que cada ser vivo tomó prestado de los otros”, explica en su ensayo.

En medio de la crisis climática, cultural y política global, su “filosofía de la naturaleza” retoma saberes de la Grecia antigua, de los pueblos originarios y de la vida urbana, cuestionando la separación entre humanidad y entorno. Desde este cruce, Coccia invita a pensar creativamente un mundo donde “las viejas estructuras se están derrumbando”. 

En Metamorfosis exploras la idea de la continuidad de la vida y la interconexión de todos los seres. ¿Cómo crees que esta perspectiva puede ayudarnos a replantear nuestra relación con el mundo natural?

—Quería describir lo que llamamos vida partiendo del paradigma de lo que los entomólogos llaman insectos holometábolos, es decir, insectos que sufren una transformación radical de la anatomía y la fisiología de su cuerpo durante su vida. Hay algo extraño en una oruga que se transforma en mariposa. Gracias a la metamorfosis, el mismo yo es capaz de vivir en dos cuerpos que no pueden armonizarse; está definido por dos identidades morales opuestas, se siente cómodo en dos mundos incompatibles. Esto es lo que me interesaba, sobre todo: los insectos nos enseñan que la vida no puede reducirse a una única identidad anatómica, etológica o ecológica, sino que siempre nos permite pasar de una cara a otra, de un ethos a otro, de un mundo a otro. Viceversa, la discontinuidad morfológica, ecológica y ética no es capaz de fracturar la unidad sustancial (también psicológica) de la vida. En el fondo, la metamorfosis es también la estructura de la relación que, a partir de Darwin, la biología debe ser capaz de considerar entre las especies: cada especie no tiene nada de original, es la modificación de una forma que ya existía, literalmente su mariposa. 

¿Por qué te interesó explorar esta idea de metamorfosis?

—Porque es la estructura de relación que todos los seres vivos tienen con la Tierra: la vida en su totalidad no es más que el capullo de esta enorme oruga que es Gaia. Ahora bien, la universalidad de esta estructura, a menudo invisible, es el efecto inmediato de un hecho extremadamente banal, al que, sin embargo, prestamos muy poca atención: que todos los seres vivos, independientemente de la especie a la que pertenezcan, deben nacer para poder existir. Dicho así, parecería una especie de tautología, pero no lo es. En primer lugar, el nacimiento es el hecho más elemental de la vida, la cualidad que distingue a lo vivo de lo no vivo. Solo nace quien vive, hasta el punto de que la misma palabra naturaleza deriva del verbo latino para “nacer”: la naturaleza es el recuerdo de quien ha nacido. Nacer no es sinónimo de existir. Al contrario, nacer significa que para existir uno se ve obligado a tomar prestado, a utilizar un cuerpo o, mejor dicho, una carne, que ya está viva. Cada uno de nosotros no comenzó a existir en una porción de materia virgen: tomamos un poco de carne de nuestra madre y padre. Todos los seres vivos son vidas de segunda mano, moléculas recicladas y usadas, que buscan darle a esta carne otra forma, otro destino. Como los insectos, estamos obligados a transformar lo que los demás fueron, a utilizar lo que sentimos, experimentamos y pensamos para convertirnos en lo que somos. Entender que existe una continuidad carnal y psíquica con todo lo que nos rodea nos ayuda a cambiar la relación con nuestro entorno. 

Tu filosofía a menudo desafía las dicotomías tradicionales entre naturaleza y cultura, humano y no humano. En un mundo cada vez más polarizado, ¿cómo podemos cultivar una comprensión más fluida y relacional de la existencia?

—Se debería empezar por las ciudades. La antropología nos enseña desde hace al menos un siglo que la especie humana ha sido capaz de desarrollar una relación estable con zonas geográficas específicas y abandonar el estilo de vida de cazador-recolector solo cuando algunas comunidades decidieron vincular su existencia de forma fiel y permanente a un número relativamente pequeño de árboles y arbustos que podían proporcionarles alimento y refugio. Así nació el primer jardín: fue este extraño acto de fidelidad espacial y existencial a la vida vegetal lo que dio origen al entorno urbano. El jardín no es un elemento perturbador del tejido urbano, es el hecho urbano originario. Esto es significativo porque atestigua que la relación entre las especies no es tangencialmente urbana. La relación interespecífica no es solo la premisa, sino también la forma de todas las ciudades. 

Crédito: Anthony Wallace / AFP

En ese sentido, ¿cómo podemos generar una ciudad más respetuosa con todos los seres vivos?

—El urbanismo es originalmente una realidad multiespecie: coincide con un proceso de domesticación mutua en el que al menos dos especies se eligen y se convierten en su “hogar” (domus). Para hacer una ciudad es necesario domesticar una especie diferente y, viceversa, dejarse domesticar por ella: las especies vegetales nos han domesticado, han transformado nuestra especie en su nuevo hogar. Y desde este punto de vista, es indiferente que se trate de especies vegetales o minerales: cada ciudad es este movimiento que transforma una vida en el hogar de otra. Cada especie produce “urbanismo” al asociarse con otras, y viceversa, el urbanismo es siempre un síntoma de la coexistencia de al menos dos especies. Además, esta asociación es esencial para el sustento físico mismo de cualquier realidad urbana. Como han demostrado Carolyn Steele y William Cronon, la imagen de la ciudad como un espacio geográfico físicamente habitado y ocupado por la comunidad de ciudadanos humanos bajo la autoridad de un único poder administrativo es ilusoria. Chicago, París, Buenos Aires, Pekín existen mucho más allá de sus límites administrativos y comprenden, de hecho, todas las tierras habitadas por todos los cultivos y el ganado necesarios para mantener las comunidades urbanas. Cada ciudad es una comunidad agrícola y ganadera interespecífica; mejor dicho, un proyecto agroganadero que a menudo elimina y exilia su condición de posibilidad fuera de su frontera simbólica. Esta evidencia debería cambiar radicalmente la idea misma de arquitectura y urbanismo. 

En un contexto de sobreinformación y aceleracionismo, ¿cómo podemos recuperar el sentido del tiempo, cultivar una vida cotidiana más plena y significativa, y distinguir la desesperanza de la posibilidad de futuro?

—Sin dejarse asustar por lo que sucede. Y repensando la idea misma de técnica. Para hacerlo, podríamos, por ejemplo, dejarnos inspirar por los Pokémon, ya que este juego nos enseña mucho sobre lo que es la tecnología y sobre cómo imaginar la ciudad del futuro. Puede parecer una provocación, pero hay al menos dos razones por las que deberíamos repensar la ecología a partir de Pikachu. Como todos sabemos, los pokémones son criaturas naturales, como animales fabulosos o espíritus del bosque, con poderes increíbles. Los niños son sus entrenadores y para vincularse con ellos necesitan una serie de dispositivos de alta tecnología: pokédex, brazaletes y, sobre todo, pokebolas. Si es interesante y urgente dejarse inspirar por las aventuras de Ash y Pikachu, es porque sugieren que la relación con los espíritus sagrados de la naturaleza y la Tierra solo puede establecerse con el equivalente a nuestros teléfonos inteligentes: son una fusión improbable pero eficaz de alta tecnología y chamanismo. Es difícil pensar en una idea mejor: la tecnología no existe para defendernos o mantenernos alejados de bosques, ríos, hongos, animales, bacterias o tormentas, sino para conectarnos e interactuar con su lado más espiritual. Toda la tecnología debe ser una relación espiritual con el mundo, y no hay manera de establecer una relación espiritual con otros seres vivos sin inventar un artefacto que haga visible el espíritu capturado en la materia.

Ante el auge del fascismo y la normalización de la crueldad, ¿cómo podemos defender los derechos humanos y promover una cultura de la empatía y la solidaridad?

—Creo que también en este caso deberíamos evitar ser dominados por el miedo. Estamos atravesando un periodo de cambios trascendentales desde todos los puntos de vista: ecológico, económico, geopolítico. Las antiguas estructuras se están derrumbando y, en lugar de gritar por el deterioro de los Estados (ahora reducidos a asociaciones de crimen legalizado), deberíamos empezar a estudiar de nuevo. Y sobre todo imaginar cómo construir nuevas plataformas de constitución política planetaria. Está claro que los desafíos más importantes de nuestro siglo ya no pueden resolverse a nivel nacional. Por un lado, las finanzas producen una riqueza que ya no está vinculada a un territorio: es necesario pensar, por tanto, en una estructura capaz de drenar esta riqueza a escala planetaria y redistribuirla de manera equitativa. El cambio climático ha hecho que las diferencias nacionales sean completamente inútiles: por eso debemos empezar a considerarnos ciudadanos de un único planeta compartido por todas las especies. Por último, los riesgos sanitarios han demostrado que las políticas llevadas a cabo únicamente a nivel estatal son ineficaces: también por eso debemos replantearnos nuestra unidad sobre una base planetaria. En lugar de centrarnos en los horrores, debemos esforzarnos por construir alternativas. Los Estados nación ya no pueden proporcionarnos la felicidad y la justicia que necesitamos: construyamos otras formaciones políticas en lugar de limitarnos a la queja y la acusación.

¿Qué papel juega la creatividad en la construcción de un futuro más habitable y justo? ¿Cómo visualizar transformaciones reales y no modas pasajeras?

—A través de la imaginación y la refundación del sistema de conocimientos, y sobre todo del de la educación. Las universidades ya no son capaces de proporcionarnos el mapa de nuestro tiempo. Están aferradas a un mundo que ya no existe. Por ejemplo, vivimos todavía en un sistema educativo que separa de manera ridícula las ciencias humanas y las ciencias naturales. Hemos desarrollado tecnologías increíbles y, sin embargo, dejamos que la mayor parte de la población sea completamente ignorante y no tenga la más remota idea de cómo funciona la ia o un teléfono inteligente. El orden geopolítico está cambiando y, sin embargo, el conocimiento del chino es muy escaso. Debemos esforzarnos más: estudiar, estudiar, estudiar e imaginar un mundo diferente a través del estudio y la imaginación.