Por Agustín Squella
Tratándose del tema de la fe, la pregunta suele ser tan simple como “¿cree usted en Dios?”, y parece conducir sólo a dos posibles respuestas, sin dejar espacio para otras réplicas igualmente plausibles y que sus sostenedores desearían poder explicar más allá de un simple “sí” o “no”. Lo que quiero decir es que ante una pregunta como esa caben más de las en apariencia dos únicas respuestas posibles, porque para no pocos hombres y mujeres la existencia de Dios –utilizando una imagen literaria de John Updike- se presenta como algo más bien borroso e incógnito, “como una cara a través del cristal empañado de un cuarto de baño”.
En efecto, entre aquellas dos respuestas más habituales –“sí, creo”; “no, no creo”- es posible identificar a lo menos cinco diferentes alternativas que se sitúan en distintos puntos de una extensa línea que se podría trazar entre aquel par de conclusiones extremas y excluyentes.
Dichas posiciones son la del que opta por suspender todo juicio acerca de la existencia de Dios; la del que duda de esta misma existencia; la del que cree sólo en la posibilidad de la existencia de un ser superior; la del que afirma la existencia de Dios, pero declara que este no es cognoscible por la mente humana; y, por último, la del que únicamente cree que cree.
La primera de aquellas posiciones –suspender todo juicio sobre la existencia de Dios- es la del que se considera agnóstico, esto es, de quien declara no saber, ni ser asunto posible de saber, si Dios existe o no. La respuesta que dio alguna vez Jorge Millas a la pregunta “¿qué pasa entre Dios y usted?” podría ilustrar esta posición: “Entre Dios y yo no ocurre nada”, respondió el filósofo. “Si me ha creado, no lo sé; si su Providencia me conserva, no lo noto. No conozco ni el temor de su justicia ni la confianza de su amor, ni la bendición de su misericordia. Digo “Dios” y me envuelven las tinieblas; pierdo al instante lo único que me salva del aturdimiento ante el misterio de la rutina del universo, que es mi pequeña capacidad de pensar”.
La segunda posición –todavía más alejada del puro y simple ateísmo, pero distante, a la vez, de la firme actitud del creyente- es la de un estado de duda o de indecisión ante Dios. Juan de Mairena, el fabuloso personaje imaginario de Antonio Machado, constituye un buen ejemplo de ella, como se desprende de su conocida sentencia: “A Dios, además de creer en Él y de negarlo, se puede también dudarlo”, frase esta que recuerda la ambigua pero sincera invocación del padre del epiléptico en el Evangelio de San Marco: “Creo, Señor, socorre mi incredulidad”.
En cambio, la tercera de las posiciones antes mencionadas cae más cerca de la del creyente, aunque no coincide del todo con esta: es la del que cree, aunque no propiamente en Dios, sino sólo en la posibilidad de que este exista. Tal nos parece, por ejemplo, la actitud que acabó teniendo el novelista inglés Graham Greene, quien preguntado por los motivos de su conversión al catolicismo respondió que “ante todo me era indispensable creer en la posibilidad de la existencia de Dios”.
La cuarta posición, es decir, la de aquellos que junto con afirmar la existencia de Dios declaran el carácter no cognoscible de este, correspondería a la de Hobbes, y también de Locke. Se trata aquí de creyentes silenciosos, no pontificadores, que se limitan a creer y a quienes no se les ocurriría argumentar a favor de su creencia.
En fin, hay todavía una quinta posición, que es la del filósofo Gianni Vattimo, quien dice que “cree que cree”, y que llama incluso a conformarse con eso –a creer que se cree y a no creer a ciegas-, puesto que sólo una fe débil como esa puede suavizar el mensaje y proceder de religiones que a lo largo de la historia se han comportado agresivamente con quienes no compartían su fe.
Quiero aludir ahora a la distinción entre “secularización” y “secularismo”, la cual, en cierto modo, se corresponde con la distinción entre “laicismo” y “laicicismo”. Sin embargo, “secularización”, propiamente hablando, alude a un proceso histórico que hemos vivido y continuamos viviendo a escala de todo el planeta, el cual se encuentra especialmente avanzado en Occidente, mientras que “secularismo” alude a la ideología que apoya o empuja dicho proceso, aunque “secularismo” puede ser también otra cosa: la ideología de la repulsa o rechazo de las religiones, y, aun, de la misma idea de Dios. Por su parte, “laicismo” es lo que se predica de alguien que es laico. Pero “laico” puede significar también varias cosas, según los distintos contextos de uso del término: el que dentro de una iglesia como la Católica no es clérigo; el que propicia que el Estado debe estar separado de las religiones y de las iglesias y comportarse de manera neutral frente al mensaje de todas ellas; y el que propugna una educación que no incluya la enseñanza pública de ninguna religión. “Laicicismo”, a su turno, equivale a “secularismo” en la segunda de las dos acepciones que señalamos antes para esta última palabra. Y si acabamos de poner “religiones” e “iglesias” es para evitar la confusión entre aquellas y estas. Así, por ejemplo, si el cristianismo es una religión, la Católica es únicamente una iglesia, una iglesia cristiana, por cierto, pero que convive con muchas otras iglesias que comparten la religión cristiana. Vattimo afirma que las iglesias son a las religiones como los clubes de fútbol al fútbol.
Pues bien, llamo “secularismo” a la ideología y comportamiento del rechazo o repulsa de la religión, y llamo “secularización” al intento humano de conseguir una explicación del mundo sin necesidad de recurrir a la afirmación y ni siquiera a la hipótesis de la existencia de Dios. Así entendida, es decir, como un proceso en virtud del cual asuntos estrictamente humanos, tales como el arte, la ciencia, la política, el Estado, el derecho, son explicados y fundamentados con entera prescindencia de la idea de Dios, la secularización no sólo resulta compatible con la religiosidad, sino que se vuelve posible ver en ellas dos fenómenos radicalmente humanos y, por tanto, en cierto modo, convergentes.
Uno de los pensamientos que mejor refleja esa idea lo debemos a un hombre de fe, el teólogo jesuita Henri De Lubac, quien dijo que “si Dios descansó en el séptimo día, ello significa que alguien en adelante tendría que ocuparse del resto”.
Vista del modo que hemos señalado, ¿no podrá constituir la secularización un proceso incluso favorable a la misma religión, en cuanto demarca mejor, y por lo mismo refuerza, los ámbitos de lo eterno y sagrado, por una parte, y de lo temporal y profano, por otro? ¿No ocurrirá que merced a ella -en palabras de Teilhard de Chardin- “el núcleo de lo religioso se desprende ahora ante nuestros ojos más diferenciado y vigoroso que nunca”? ¿No está acaso en esa misma línea la Constitución Pastoral “Gaudium et Spes”, cuando refiriéndose a las nuevas condiciones de nuestro tiempo sostiene que “dichas condiciones afectan a la misma vida religiosa: por una parte, el espíritu crítico, más agudizado, la purifica de la concepción mágica del mundo y de las pervivencias supersticiosas, y exige cada día más adhesión verdaderamente personal y activa a la fe”, de todo lo cual resulta –concluye el citado documento- “el que no pocos alcancen un sentido más vigoroso de Dios”.
Agregaré que, como es obvio, la moral es independiente de la religión en el sentido de que así como resulta posible una moral con Dios, esto es, una moral que tome sus preceptos de un credo religioso –por ejemplo, el cristianismo- y que de hecho es adoptada por quienes comparten ese credo, también es posible una moral sin Dios, o sea, una moral laica. Esto quiere decir que no sólo personas creyentes pueden desarrollar una idea del bien, determinar los caminos para realizarla y ponerse en marcha para concretar esa idea en la mayor medida posible. Muchas veces se afirma, erróneamente, que sin Dios todo está permitido en el terreno moral, una idea que cierra toda posibilidad para una moral laica. Sin embargo, y además de no corresponderse con la realidad, puesto que muchos no creyentes se comportan moralmente y pueden dar razones para ello con entera independencia de la existencia de Dios y de los premios y castigos divinos que los sujetos religiosos imputan a los comportamientos moralmente correctos e incorrectos, la idea de que sin Dios todo está permitido se revierte a veces en su contraria, puesto que el fanatismo religioso justifica en nombre de la fe la violencia y aun la eliminación física de quienes no participan del credo de que se trate, es decir, de los infieles. ¿No fue “Ala” la última palabra que salió de los labios de los terroristas islámicos que estrellaron sus aviones contra las torres gemelas en Nueva York? ¿No era acaso en nombre de “Dios” que el tribunal de la santa inquisición católica privaba de su patrimonio y aun de su vida a quienes no creían en Él o simplemente blasfemaban? ¿No fueron reformadores calvinistas los que en 1553 asaron vivo al médico español Miguel Servet por haberse declarado contrario al bautismo de los recién nacidos?
Volviendo a la moral religiosa, es decir, a códigos de comportamiento moral que se corresponden con determinados credos religiosos, está también el problema de que no todos los creyentes de una misma religión comparten íntegramente el código moral de esta, o, lo que es lo mismo, no todos tienen una misma interpretación del mensaje moral del fundador de la respectiva religión. Por otra parte, y si nos situamos ahora en el ámbito más limitado de una iglesia en particular, no todos los fieles comparten ni tampoco siguen las pautas de tipo moral que imponen los ministros y jerarcas de esa iglesia. Esto quiere decir que no hay perfecta coincidencia en temas morales entre quienes comparten una misma religión, y ni siquiera entre quienes forman parte de una misma iglesia, lo cual no relativiza del todo, aunque sí complica a toda moral de carácter religioso.
Mirada desde cierto punto de vista, una moral laica es no sólo posible, sino también más meritoria que una de tipo religioso, puesto que el no creyente que cumple la moral que ha adoptado autónomamente no cuenta para ello ni con la promesa de la salvación ni con la amenaza de la condena eterna. ¿Qué lo mueve entonces? La fidelidad a la imagen moral que ha trazado de sí mismo, el impulso a sustraerse al remordimiento y la culpa, la convicción de que no es aceptable causar daño a otro, e, incluso, la aprobación que desde un punto de vista moral todos necesitamos obtener tanto de parte de nosotros mismos como de los demás. Fidelidad a uno mismo, vivir sin remordimiento ni culpa (hasta donde algo así resulte posible para seres constitutivamente imperfectos), consideración y respeto por los demás, y autoestima moral fundada en el juicio moral tanto propio como ajeno: no son pocos, como se ve, los motivos que tiene un no creyente para tener y observar una moral.
Respecto ahora de cómo se relaciona un Estado con las religiones, veo cuatro alternativas posibles: el Estado confesional, el Estado religioso, el Estado laico y el Estado anti religioso.
El primero de ellos –el Estado confesional- es aquel que adopta una determinada religión como oficial, excluyendo a todas las demás. El segundo –el Estado religioso- es el que, sin adoptar una religión oficial, apoya a todas las religiones existentes, por entender que ellas son un bien para la sociedad; por tanto, un Estado religioso otorga a todos los credos y confesiones religiosas beneficios tales como subsidios, transferencias de bienes inmuebles públicos, exenciones tributarias, y así. Por su parte, el Estado laico es aquel que no adopta una religión oficial, que no hace una valoración positiva ni negativa de las religiones, y que, por lo mismo, ni las apoya ni las persigue. Un Estado laico se mantiene neutral ante el fenómeno religioso y sus diversas manifestaciones institucionales y no hace a aquel ni a estas titular de beneficios ni víctima de maleficios, declarando y respetando la más completa libertad religiosa, incluida por cierto la de no tener religión ni afiliarse a una iglesia. Por último, un Estado anti religioso sería aquel que considera que las religiones representan un daño para la vida en común y el desarrollo de la sociedad, y que, por tanto, las prohíbe y persigue a todas por igual.
En un contexto como ese, ¿qué es Chile hoy, a inicios del siglo XXI? Es claramente un Estado religioso. Ni confesional, ni laico, ni tampoco anti religioso, pero sí religioso, puesto que ayuda de distintas formas a todas las confesiones y credos (aunque casi siempre más a una que a las otras), sobre la base de admitir, aunque no lo haga de manera expresa, que esas confesiones y credos son un bien para la sociedad y que es preciso apuntalarlas en la propagación de la fe y de las buenas costumbres asociadas a esta. Un Estado religioso adopta la tesis de que religiones e iglesias colaboran a mantener buenos estándares morales en la sociedad y que por eso deben ser respaldadas por políticas y recursos públicos que el Estado implementa para ellas.
La pregunta ahora es qué tipo de Estado querríamos tener en adelante. Supuesto que vamos a excluir de partida la posibilidad tanto de un Estado confesional como anti religioso, ¿querremos seguir siendo un Estado religioso, amigo de las religiones, u optaremos por ser uno simplemente laico, neutral frente a ellas?
He ahí una buena pregunta, según creo, en medio del proceso constituyente que estamos viviendo.