Es difícil pensar en funciones que deban ser asumidas más responsablemente que aquellas que le son encomendadas a la universidad. Destacan la formación profesional de los jóvenes, la investigación científica e innovación, la conservación del acervo cultural. En el caso de Chile resulta aún más difícil comprender que sea el Estado quien se desentienda de esas responsabilidades y se instale él mismo en ese paraíso de fácil acceso al cual, para ingresar, basta con ignorar la realidad. Cómodamente se asume que sólo se necesita la propia convicción de que todo está bien.
Las críticas fundadas que en todo el mundo han expuesto las universidades a un modelo que amenaza sus valores definitorios, así como el descontento airado del movimiento estudiantil, por muchos años no han constituido evidencia relevante para cuestionar ese modelo.
Recientemente, el Estado chileno tuvo que darse por enterado de que una corporación privada extranjera habría lucrado en nuestro país. Esto ocurrió no como resultado de una investigación propia; el Estado chileno no parecía preocupado de inquirir nada. La pregunta ¿usted lucra en Chile? no fue formulada por nosotros, sino por el país de origen de esa corporación.
La corporación privada en cuestión ha crecido desde el año 2005 a la fecha de 57 a 175 mil estudiantes. Esto le ha significado no sólo triplicar su matrícula, sino que superar a la totalidad del sistema universitario estatal que, con sus 167 mil estudiantes, prácticamente no mostró variación.
Es llamativo que estas cuestiones referidas a modelos de negocio y a matrícula, las que se arrastran por tanto tiempo y que son tan evidentes, hayan sido ignoradas por el Estado chileno. Éste -si se me permite la ironía- tampoco optó por imitar a estas instituciones que habían sido productivas en aumentar matrícula, u ofrecer alternativas aún más exitosas para competir en el mercado. No dijo “lo que estas privadas han hecho con tanto éxito lo haremos nosotros en nuestras universidades estatales para expandir la matrícula”. Tampoco dijo “haremos otra cosa, cuyo resultado será aumentar significativamente la matrícula”. ¿Por qué? Quizás porque no le interesaba que sus propias universidades crecieran. O quizás por otra razón, infinitamente más preocupante, a saber: porque no las consideraba “nuestras” universidades.
Tampoco el Estado mostró gran interés por conocer la calidad de la educación resultante de la expansión de la matrícula. La educación por la cual se ilusionaban y se endeudaban “nuestros” jóvenes. A estos jóvenes nuestros, pareciera que el Estado les cumpliera de sobra con facilitar los créditos para que estudien. Allá ellos qué carrera, qué universidad eligen. El Estado no se hace responsable de nada, se desentiende de lo que a esos estudiantes les ocurra. Eso no podría hacerlo si asumiera la responsabilidad de sus universidades estatales. Por ejemplo, las vacantes que ofrecen sus propias universidades debieran responder a las necesidades reales y resultar coherentes con el desarrollo regional y nacional.
Más allá de cuánto financiamiento cada cual puede conseguir hoy en el contexto de las discusiones presupuestarias o intentar asegurar para el futuro en la nueva ley de Educación Superior, el tema más importante parece ser otro. Lo que hoy debe decidirse es si el Estado va a empezar a comprometerse de verdad con “nuestras” universidades y si se va a proponer garantizar el derecho a una educación de calidad a “nuestros” jóvenes.
La cuestión de fondo es si podremos reencontrarnos en una idea de bien común, de cohesión social, si hay tareas que afectan a ese ámbito público que comprende áreas como educación, salud, derecho, tecnologías, cultura, entre otras, en las cuales las universidades del Estado están llamadas a jugar un rol primordial. Finalmente, establecer si hay voluntad de concebir un gran proyecto conjunto en el cual las universidades del Estado han de reencontrar la razón de ser que siempre fundamentó su existencia en cuanto tales, en cuanto planteles públicos.