«La grieta que abre una persona ausente se hace cada vez más ancha y fría, más insalvable. Las palabras, la razón, la búsqueda. Todo inútil, hermético, pendular (…). Más se escarba, más profundo y enterrado queda el tesoro amado y todo se reduce a la materialidad de una fotografía que pende del pentagrama de las horas que pasan y no cicatrizan.»
Imagen: “Sin título” (ca. 2014 – 2016), de Guillermo Núñez. Acrílico sobre tela, 130 x 163 cm. Gentileza Guillermo Núñez y MAC.
¿Qué significa hacer desaparecer a una persona? Para quienes conocieron y amaron a esa persona, el contorno imaginado del desaparecido carga con la sombra temblorosa y fantasmal del “deudo”; carga con el dolor de caminar las calles y recordar el tacto de las manos; carga con el recuerdo de un rostro infantil o joven o no tan joven que no conoció los surcos dejados en la tierra del rostro disipado por las sigilosas garras del tiempo; carga con la imposibilidad de rozar la curva del cuerpo doblado por el peso de la historia. El que habita en la orilla de los vivos se mantiene de pie frente a la puerta batiente de la espera; espera que se mitiga con el hallazgo de un huesito, un fragmento de fémur, un molar; espera que pende de la punta de un delgado hilo; un hilo del sueño y una letanía que se vuelve a instalar cada vez que el silencio clava su cuchillo y balbucea: no, no está aquí/ lo sé/ quizá, quién sabe. Y el tormento burbujea alocado, mudo, insondable.
¿Quién osó pensar que desaparecer a alguien es una conducta permitida para solucionar diferencias ideológicas?
La grieta que abre una persona ausente se hace cada vez más ancha y fría, más insalvable. Las palabras, la razón, la búsqueda. Todo inútil, hermético, pendular, como lo es el esfuerzo que hace un pie sobre un acelerador para sacar un auto del atasco en el barro. Más se escarba, más profundo y enterrado queda el tesoro amado y todo se reduce a la materialidad de una fotografía que pende del pentagrama de las horas que pasan y no cicatrizan. Fragilidad perenne, sin consuelo. Bestias todos los que ciegos abultan la carga de la palabra sufrimiento. Afonía del mundo que ya no fue ni es. Agonía. Preñez que solo se resuelve al parir la propia muerte. Y la muerte carga a otros sobre la propia vida.
Acariciar la memoria, reconstruir sus restos y reconocer las historias individuales puede devolvernos a los cauces y puntadas que bordan el sentido de lo ciudadano.
Toda materia, inerte o activa, ocupa un espacio que encarna y hace florecer las fibras que estiba. La desaparición de un cuerpo y su historia puede hacer parte de un largo proceso de transformación natural y, en ese caso, este pasa a formar parte de los ingredientes que alimentan y sazonan al mundo. Aunque nos cause dolor, esta enjundia se encumbra natural y suma a la tierra. Pero en Chile se hizo desaparecer a personas con nombre y apellido, apodados así por una madre y un padre. Un día desconocido e inhóspito alguien, también con nombre y apellido, decidió hacer desaparecer al primero para instalar su pensamiento totalitario, para que el mundo girara a su pinta. ¿Dónde fue desechada esa persona? ¿A qué deriva material fue expulsada? ¿Cómo completar nuestra historia sin el conocimiento de los hechos? ¿Cómo calmar el aullido rabioso del que busca? ¿Cómo abrir los ojos del que evita sacarlo del charco rojo y blanco en el que duerme en alguna parte del territorio?
Que yo sepa, solo un humano es capaz de algo tan execrable. Pinochet, los suyos y también sus colaboradores de cuello y corbata, perpetraron esos crímenes gracias al poder del Estado. Instalaron sistemas y leyes inapelables y pensaron que con eso bastaba para justificar la traición a la vida. Así quedó incrustado en nuestra carne un mundo que proyecta su sombra y su forma uniforme, obediente y rebosante de miedo hasta el día de hoy; jerarquías claras e irrevocables; mecanismos que solo se reproducen a sí mismos; endogamia que solo engendra horror. Creció y se multiplicó el sinsentido; se anuló todo lo común; se instaló la sacralidad de lo individual. Mas la memoria conoce los intersticios por donde escabullirse entre los barrotes del olvido y no doblega su cabeza mientras haya alguien que la atesore y coleccione e inhale y exhale día a día.
Entre el año 1973 y el año 1989, desaparecieron miles de seres pensantes y sintientes. Se sabe que parte de la información hallada respecto a ellos es guardada bajo siete candados como tesoro macabro a usar en negociaciones. La incertidumbre que el silencio instala en los “deudos”, el desconocimiento de la ruta que los hicieron recorrer y el destino oscuro al que fueron forzados, la ley del hielo que aún envuelve sus fragmentos desnudos y duros, son las piedras en el zapato que atoran la conversación necesaria con otras banderías, y que nos aleja de esa justicia que debe ser la tierra mínima donde crezca el bosque que nos cobije a todos.