Skip to content

Franco “Bifo” Berardi: «La impotencia del poder político es el punto de partida de esta generación»

“En los últimos 20 años he imaginado el futuro de manera muy negra y las predicciones se han hecho realidad. He decidido parar”, dice el filósofo italiano en esta extensa entrevista, realizada hace unos días en Bolonia por el académico de la UCV Claudio Guerrero. Pero quien hoy es uno de los intelectuales europeos más lúcidos sigue pensando en el futuro: después de “40 años de dictadura neoliberal y de las últimas décadas de dictadura digital”, dice, las nuevas generaciones ya no anhelan el futuro. “No tienen depresión porque no han perdido nada. No han sido conectados con la realidad”.

Por Claudio Guerrero Valenzuela

Dos mañanas de otoño en Bolonia. Aún se siente el calor del verano. Camino por las callejuelas del centro histórico de la antigua ciudad, que conserva de manera inigualable los restos de una existencia medieval. Entre viejas puertas de madera con lienzos y adornos de hierro forjado, balcones, arcos y galerías interminables sobre los que se erigen monumentales edificios construidos en ladrillo o piedra, recorro las calles estrechas pensadas para una vida previa al automóvil. Hasta dar con el departamento de Franco Berardi (Bolonia, 1949), una edificación extrañamente construida sobre una iglesia antigua, que ocupa el lugar de lo que debiera ser una tradicional cúpula, reelaboración arquitectónica inusual que permite fabricar todo tipo de bromas, y que podría funcionar incluso como símbolo de la singularidad del pensamiento del intelectual italiano. Este diálogo es el resultado de ambos encuentros. Bifo Berardi me recibe en su despacho repleto de libros, donde conversamos por varias horas. 

Quisiera partir con una premisa que viene desde la poesía, mi área de trabajo creativo e intelectual. El poeta chileno Jorge Teillier, en un ensayo titulado “Sobre el mundo donde verdaderamente habito” (1971) señalaba que la poesía que él denominó “de los lares” consistía no tanto en una poesía que vehiculizaba una nostalgia melancolizada y mitificadora del pasado, sino que lo que hacía más bien era dirigirse hacia adelante: una “nostalgia sí, pero del futuro, de lo que no nos ha pasado pero debiera pasarnos” . A raíz de tus reflexiones sobre el concepto de futurabilidad, y en conexión con las ideas de Mark Fisher sobre la famosa frase de Margaret Thatcher, “There is no alternative”, según la cual no habría alternativa a la implantación del neoliberalismo, quisiera preguntarte cómo se puede pensar el presente desde la óptica del realismo capitalista, donde pareciera más fácil pensar el fin del mundo antes que el fin del capitalismo, como dijera Friedrich Jameson. ¿Cómo salir de la camisa de fuerza del neoliberalismo, que nos tiene amarrados a la idea de que no hay salida?

—En mi percepción, en mi reconstrucción de la historia de la tardomodernidad, yo veo 1977 como un año crucial, en el que se produce un giro radical en la historia cultural de Occidente. Hay tres o más cosas que me parecen relevantes. Una de ellas es la muerte de Charles Chaplin. Su muerte es la desaparición de la cortesía, de la gentileza, del sentimiento ingenuo de la modernidad. Desaparece el hombre que había vivido la industrialización sonriendo. Con él fenece, metafóricamente, lo humano del capitalismo. Al mismo tiempo, asume el poder el Partido Conservador de Margaret Thatcher, que se prepara para ganar las elecciones de Inglaterra. En una entrevista de 1981, Thatcher dice una frase que me parece central: no hay nada que se pueda definir como sociedad, solo hay familias e individuos que compiten entre sí. Con ella, la humanidad se acaba. No hay humanidad tal como la entendíamos hasta entonces. Hay una guerra de todos contra todos. Thatcher describe la realidad como Charles Darwin, pero al mismo tiempo olvidando que la modernidad ha sido un esfuerzo por suspender una guerra de todos contra todos. Paradójicamente, la modernidad importa una civilización social. No una que me interese, pero toma valores como la empatía, herencia del cristianismo, que más tarde se expresará en el humanismo europeo, luego en el iluminismo y, finalmente, en el socialismo. Este giro termina brutalmente con la emergencia del neoliberalismo.

¿Es lo que vivimos hoy?—No hay diferencia alguna entre el neoliberalismo tatcherista y el nazismo. Si los fuertes ganan, el conjunto de la sociedad se fortalece. Es el mismo punto de vista del nazismo que deja afuera a los débiles. Por la misma época, Steve Jobs y Steve Wozniak –sobre todo él– conciben la primera computadora personal bajo el lema democrático de que la información es dar potencia a la gente, fortaleciéndola políticamente. Es un concepto anárquico el de Wozniak, eso me parece interesante. En 1977, también, el por entonces director de la KGB, Yuri Andrópov, le escribe una carta a Leonid Brézhnev donde dice que Occidente está ganando la batalla de la información, y que si no se logra avanzar en ese campo, sería el fin del régimen comunista. Predicción que diez años después se haría realidad. Es el año, en definitiva, en que la historia progresiva de la humanidad llega a una etapa de cumplimiento y emerge una fuerza nueva, el neoliberalismo, que junto al surgimiento de una cultura diferente a nivel tecnológico y antropológico, dará inicio a una nueva clase social que antes pertenecía, en parte, a la clase obrera, pero que tendrá un carácter nuevo y que he llamado el cognitariato

Franco Berardi en su despacho, en Bolonia, en octubre de 2022. Crédito: Claudio Guerrero.

Esta nueva clase social que emerge con las políticas neoliberales, el cognitariato, ¿es la misma clase homogénea y apolitizada de la sociedad de consumo de la cual hablaba Pier Paolo Pasolini en sus artículos del Corriere della Sera de los años setenta reunidos en Escritos corsarios (1975)?

—Esta visión de Pasolini me parece más bien simplista y populista. Es el contrario exacto de mi pensamiento. Pasolini representa una visión preindustrial: la verdad y espontaneidad del campesino, la ingenuidad, una defensa de valores más bien conservadores, algo así como un pasado genuino no contaminado. Me gusta muchísimo como cineasta, pero no como poeta ni como ensayista. 

¿Entonces cómo definir al cognitariato?

—El concepto de cognitariato nace de la lectura de un filósofo alemán poco conocido, que murió muy joven, Hans Jürgen Krahl, quien escribió una tesis sobre el trabajo técnico científico y que leí a mediados de los años setenta junto a mi grupo político. Su mirada reconfigura la figura del intelectual. Ya no es uno puro, porque empieza a tener relaciones con el proceso de producción, con el salario y la explotación. Tiene problemas materiales, está involucrado con las condiciones de producción del trabajo. Es un sujeto técnico, precarizado, un tipo de trabajador que ya no necesita de la fábrica. Es flexible, puede trabajar 24/7. No establece una relación territorial, lo que abre al capital la posibilidad de liberarse de la ley, del carácter contractual que caracterizaba la forma industrial. El trabajador cognitivo no tiene la fuerza de la masificación. Es más fuerte a nivel de producción, pero más débil políticamente. Lo que cambia radicalmente son las condiciones de producción. Esto genera consecuencias sobre la relación con el lenguaje, obviamente. Algo que se ha extremado hoy. 

En tu juventud, en los años setenta, fuiste líder estudiantil en Bolonia y estuviste en la fundación de medios alternativos como Radio Alice, la primera radio pirata italiana, y la revista A/Traverso ¿Cuál es el rol que cumplieron obreros y estudiantes en este momento de giro radical de la historia?

—Creo que el movimiento estudiantil y obrero de los años setenta estuvo parcialmente consciente de lo que estaba sucediendo por entonces. Pero hay un elemento más: la revista A/Traverso estaba vinculada a la Radio Alice, que también fue muy importante para las luchas que estábamos llevando a cabo. A mediados de los setenta se liberan las frecuencias de radio que antes estaban plenamente controladas y esto permite el surgimiento de grupos de radiodifusores anárquicos e intelectuales técnicos, quienes fundaron Radio Alice, de la cual formé parte como integrante del grupo redaccional junto a semiólogos, filósofos, hippies, militantes radicales, músicos y nuevos grupos tecnológicos, los que formábamos una especie de “inteligencia científica autoorganizada”. Citando una famosa frase de Mao que hablaba de los médicos descalzos que andaban en terreno, nosotros hablábamos en los mismos términos de “ingenieros descalzos”. Nuestra idea era intervenir la realidad. Por esa época yo hacía clases en una escuela técnica. Nos mezclábamos profesores, obreros, estudiantes de arte y música asociados a la escuela de Umberto Eco, y había un fuerte movimiento feminista que también explotó en esta época. Esa conjunción de activismos resultó un peligro para los grupos de poder, lo que sumado a la acción subversiva armada, como la de las Brigadas Rojas de Milán, generó un ambiente muy álgido de protesta y represión. Yo tenía algunos contactos con las Brigadas Rojas, pero no me interesaba la forma de violencia con la que actuaban. No estaba de acuerdo con eso. En Bolonia no había grupos armados, pero la represión fue brutal. En Roma murió un estudiante a manos de grupos fascistas. En Bolonia fue asesinado por la policía un amigo médico. Radio Alice llamó a una rebelión general y 10 mil personas salieron a la calle a destruir todo. No fuimos contra las personas, sino contra la propiedad. A raíz de todo esto, estuve preso un mes.

¿Cómo fue la experiencia de la cárcel? ¿Qué relación se puede establecer entre cárcel y creación intelectual, más allá de las condiciones de encierro? 

—Estuve preso cinco veces en mi vida, en diferentes momentos. En 1969 (tres meses), 1972 (seis meses), 1976 (un mes), 1978 (un mes) y 1979 en París (15 días). En Bolonia se replicó en los muros una frase que decía “Bifo libre”. Era como una broma. Naturalmente, leí y escribí mucho allí. Paradójicamente, es una oportunidad para pensar mucho. Descubrí la literatura de Borges, de García Márquez. Mi primer conocimiento de América Latina se dio a través de esas lecturas de la cárcel. Leí mucha poesía, también. Además, las condiciones de encierro no eran las mismas de ahora. Las cárceles eran antiguas, construcciones de 500 años, en medio de la ciudad. Una de las cárceles en las que estuve quedaba a 500 metros de mi casa, se escuchaba el ruido de afuera, me parecía todo muy cercano. Nada que ver con las cárceles especiales de ahora que se hacen lejos de la ciudad y que realmente acentúan el aislamiento y buscan quebrar la psicología de las personas.

A propósito de Radio Alice y A/Traverso, ¿qué importancia le das a la tenencia de medios de producción para la creación artístico-intelectual? Pienso, por ejemplo, en el contexto latinoamericano, en lo relevante que fue para la creación la revista Amauta, que funcionó como un órgano de vanguardia. Y pienso, al mismo tiempo, cómo en mi país la mayoría de los medios de comunicación están en propiedad de sectores de la derecha. 

—Debemos seguir pensando las condiciones técnicas de producción para sostener la emancipación. Crear las condiciones técnicas para la producción es algo importantísimo. Nosotros contábamos en Radio Alice con un ingeniero que resultó ser fundamental. Cuando la policía cortaba las transmisiones de nuestra radio, gracias a él pudimos reabrirla cada vez rápidamente en otro lugar. Esto posibilitó sostener nuestro trabajo de creación y reflexión radical, nuestro intento de que la vida cotidiana se transformara por completo. Yo había sido expulsado del Partido Comunista Italiano, teníamos diferencias, tensiones, pero éramos amigos. Con Radio Alice nos abrimos a los movimientos de disidencia sexual, a las luchas feministas, y toda esa apertura generó un panorama intelectual que poco tenía que ver con el pasado del movimiento obrero, era mucho más amplio. Radio Alice, por lo tanto, se convirtió en un impensado medio de comunicación que canalizó diversas luchas, que tenía contacto real con la comunidad. Llegó a tener más de treinta mil auditores. Recibíamos llamados y la gente contaba sus problemas. No tenía una parrilla programática cerrada, sino abierta. Había música, poesía, conversación; todo lo que se quisiera hacer. Fue, por lo tanto, una experiencia de libertad no mediada por ninguna fuerza ni ningún interés fáctico o comercial. Respondiendo a tu pregunta, resulta fundamental contar con medios de producción, claro que sí. Ahora bien, A/Traverso fue una revista mucho más programática. Veíamos el transversalismo como una manera de multiplicación del significado. Usábamos mucho la ironía, los juegos de lenguaje, para generar un efecto no solo en los enunciados, sino que también en los receptores. En ese sentido, estábamos más cerca de las influencias de la semiología de un Umberto Eco que del radicalismo milanés de un Toni Negri. Ambas fueron experiencias colectivas extraordinarias. La radio fue más espontánea, la revista más programática. Pero ambas tuvieron como norte compartir comunitariamente. A/Traverso no era una revista para el pueblo, era más bien para poetas, intelectuales. 

Reedición facsilimar de A/Traverso, revista fundada por Bifo. Crédito: Claudio Guerrero.

También participaste de un proyecto de televisión comunitaria, TV Orfeo.

TV Orfeo fue algo completamente diferente, que se dio mucho después, el año 2002. Muchos de los que creamos TV Orfeo veníamos de Radio Alice. Ya existía internet, se había acabado, prácticamente, el Partido Comunista Italiano, y había surgido una fuerza nueva, el Partido Democrático de la Izquierda, un partido más bien ambiguo en varios aspectos, pero ellos me pidieron crear este experimento que asumí de inmediato, porque siempre me interesó la potencia de las comunicaciones. Yo venía de vuelta de Nueva York y de California, y me pareció una buena oportunidad. En ese momento, Berlusconi asumió el poder. El carácter de su gobierno no era definible como fascista: había una fuerte impronta mafiosa, había una influencia importante de la derecha posfascista, pero había también un carácter anarcocapitalista y barroco que era el sello esencial de la cultura berlusconiana. A pesar de eso, la cultura de resistencia siempre encuentra sus formas de expresión. Vimos en la creación de una televisión comunitaria la posibilidad de resistir a este neofascismo y, concretamente, a la homogeneización de la televisión en la era Berlusconi. Es así como un amigo ingeniero nos dio la idea y nos ayudó a crear este medio, con solo una antena de televisión. Es una cosa muy técnica, pero básicamente se trataba de que si una antena puede recibir emisiones, también las puede lanzar hacia afuera. Dio vuelta la antena y así pudimos empezar a transmitir. Su alcance era pequeño, no superaba los 500 metros, pero era algo muy interesante. Si lográbamos multiplicar la existencia de canales de televisión libres, podíamos cubrir todo el territorio y de manera legal. Rápidamente, organizamos un Congreso Nacional de Televisiones Libres y nos juntamos 62 equipos. En un año, ya éramos 200 y logramos compartir ideas, intereses, inquietudes. Se trataba, principalmente, de canales de televisión comunitarios que tenían un campo de acción acotado, pero muy simbólico, que lograba resistir la hegemonía comunicativa del gobierno. Llegaban jóvenes productores con sus videos y nosotros les dábamos el espacio y ellos podían emitir sus creaciones. Pero fue algo breve. En 2004 surgió YouTube y se generó otra realidad, una dispersión que hacía que ya no tuviera sentido un medio como TV Orfeo en las condiciones en que había surgido. Radio Alice fue una experiencia técnicamente eficaz. El efecto de TV Orfeo fue más bien simbólico, porque no pudo seguir un camino técnico.

Volviendo al año clave, 1977, ¿qué pasó después?

—En los mismos días, en Londres, en el Jubileo de la Reina, los Sex Pistols organizan en el Támesis un caos anarquista. No tenían horizonte político, su visión era más bien apocalíptica: no hay futuro, decían. No future. La new wave de Bolonia tenía algo de eso, pero se parecía más a la de Nueva York, más intelectualizada, con grupos como Talking Heads, por ejemplo. La new wave de Londres, en cambio, resultaba ser mucho más de piel, mucho más radicalizada y escéptica. Hay, por lo tanto, una fuerte conciencia de cambio de época, lo que yo llamo el fin de la imaginación, cerrando el ciclo de los movimientos estudiantiles de los sesenta. Nosotros, por supuesto, percibíamos esto de manera parcialmente consciente. Solo sabíamos que había una profunda crisis política y social y una maravillosa efervescencia cultural. En ese periodo hablábamos mucho de la permanencia del futurismo histórico, por ejemplo. Pensábamos que al fin la vanguardia se había convertido en algo masivo. El secuestro de Aldo Moro, sin embargo, fue una tragedia que desencadenó una represión aún más fuerte y que se concretó en 1979 con el arresto de 300 intelectuales en toda Italia. A raíz de eso, me escapé a Estados Unidos y allí trabajé como crítico musical, como crítico cultural. Y luego de eso se instaló una anestesia generalizada, una intoxicación masiva alienante, permitiendo que la frase No future entrara en el inconsciente colectivo catastrofista. 

¿Cuánto dura esta anestesia generalizada?

—Luego de eso, en los años noventa, con la difusión de internet y la utopía comunicativa que trajo consigo, hay un resurgimiento de la esperanza. Yo organicé en Italia un congreso sobre las nuevas tecnologías. Las utopías de los sesenta volvían a resucitar bajo el alero de la tecnología. Pero su vuelo sería corto. Las puntocom y los grupos de ingenieros proletarios colapsaron y las grandes compañías globales tomaron el poder de la red hasta hoy. En Génova [donde en 2001 tuvo lugar uno de los más grandes movimientos antiglobalización durante la cumbre del G8], se da el fracaso global del proyecto de “otro mundo es posible”. Génova fue una experiencia muy traumática, culturalmente se llegó a la idea de que no hay ninguna posibilidad de romper la trama financista global. Berlusconi absorbió la energía de los medios de comunicación y el movimiento de masas fue reprimido permanentemente. Y para peor, el ministro del Interior de Berlusconi era un fascista que venía del partido de Mussolini. Después llegó el 11 de septiembre de las Torres Gemelas y el comienzo de una guerra perpetua, cuyos efectos seguimos viviendo hoy.

¿Qué relación haces con la expresión neoliberal en América Latina? David Harvey hablaba del caso chileno como un laboratorio que posibilitó la implantación de una hegemonía que forma parte del ADN de los chilenos. Una forma de vida que muchos creímos podría empezar a cambiar con la instauración de una nueva Constitución.

—Me relaciono estrechamente con América Latina, con amigos brasileños, argentinos y chilenos, pero no termino de entender del todo el escenario latinoamericano. La política sigue jugando en América Latina un papel relevante, papel que en Europa parece algo perdido. El estallido chileno fue algo extraordinario para mí, me recordó mucho lo que te comentaba recién de Bolonia en los años setenta. Y en su minuto pensé que ahí donde todo comenzó, todo pudo terminar; donde la dictadura naziliberista comenzó, también podía terminar. Pero el triunfo de las fuerzas conservadoras me hace pensar lo equivocado que estaba, que tal vez ahora sí no hay salida política a la situación global. Ahora bien, mi esquema teórico se funda en la impotencia política, lo que no quita que no podamos seguir imaginando otra dimensión, pero de otro corte, no únicamente de tipo política. Este esquema me parece que funciona en todo el mundo, pero América Latina sigue siendo un espacio distinto. Sigue siendo, para mí, un enigma teórico. Tal vez es la última esperanza.

En Chile empezó a hacer mucho sentido la idea de que no hay futuro y de que no hay otra alternativa al neoliberalismo, al menos desde los años 2000 de manera más generalizada. La revuelta de octubre de 2019 volvió a traer la esperanza de que ahora sí podíamos crear otras formas de vida. Para nosotros, el sistema de seguridad social europeo, la socialdemocracia, parecía un mito al que por fin podríamos acceder para empezar a pensar una sociedad más igualitaria. ¿Cuál es tu mirada de este momento?

—El gesto de elegir a Boric parece algo heroico. Puedes ganar las elecciones, puedes generar algunas leyes y promover pequeños cambios, pero no puedes tocar todavía los intereses de las grandes corporaciones económicas. Esto parece inevitable.

¿Cómo observas el ascenso de expresiones neofascistas tanto en Europa como en América Latina? Parece un contragolpe muy fuerte, muy envalentonado, incluso rabioso. 

—No es una novedad. El Brexit, Trump, Grecia; todo es expresión del triunfo del capitalismo financiero. Ha actuado de manera tal que ha permitido una forma racionalizada de la economía. Esto tiene que ver con un cambio tecnoantropológico de tal complejidad, con una complexidad tan alta, una velocidad de circulación de la información tan sofisticada, que no alcanzamos a procesar los cambios.

Los bots tienen más fuerza que la voluntad humana…

—Claro, la máquina no tiene voluntad. Pero sí tiene una fuerza casi incontrarrestable. Piensa lo que pasó en Grecia hace algunos años. Grecia como país no existe. Todo ha sido vendido. Toda su riqueza ha sido destruida. La electricidad, los puertos, todo el sistema económico griego ha sido vendido al exterior. Y los servicios sociales han sido destrozados. Los jóvenes griegos están emigrando. El país ha sido vaciado entero. ¿Qué demostración más trágica que esa?

¿Cómo se vincula el automatismo financiero con los neofascismos?

—El mundo tal como lo conocíamos está desapareciendo. El poder político no puede hacer nada contra los algoritmos. Ahora bien, el fascismo como lo entendemos hoy no es tal. Es otra forma de fascismo. Es una violencia, una agresividad, una psicopatía agresiva desesperada que destroza la democracia, puesto que no resuelve las condiciones básicas de vida. Como no satisface lo suficiente, destrozamos la democracia. El fascismo del siglo XX nació en una condición de expansión imperialista y económica. Era un fascismo de los jóvenes, de una pequeña burguesía vital, agresiva, exuberante. El fascismo de hoy yo lo defino como gerontofascismo, porque la posibilidad de expansión se ha acabado, el sentimiento principal es uno de agotamiento, de depresión senil. Los que votan la derecha son también jóvenes, pero pocos; la mayoría son de cuarenta, cincuenta años y más. El fascismo del siglo XX se proponía la colonización de África, ahora ya son los africanos los que vienen a Europa y no al revés. No se trata de euforia colonialista, se trata de miedo a la invasión. El discurso de Giorgia Meloni, entre otras cosas, expresa y canaliza ese miedo y ese odio.

La revuelta en Chile fue una emergencia del caos, una fuerza que dijo “basta de abusos, basta de esta forma de vida individualista”. La salida política que pudo ser una nueva Constitución terminó siendo una gran derrota y hoy habita más bien el desencanto. ¿Ya no hay vuelta atrás?

—La locura puede ser política. Puede ser potencia creadora, esperanza. Ahora, la condición psíquica prevalente ha vuelto a ser la depresión. Pero cuando hablamos de la nueva generación, la que aprendió más palabras por una máquina que por la voz materna, no creo que podamos hablar de depresión en el mismo sentido del que hablaba Mark Fisher en Los fantasmas de mi vida (2013). La depresión de la generación de Fisher era un efecto de la decepción, de la caída de un deseo invertido en la felicidad, en la democracia, en los valores progresivos. Ahora ya no hay una caída o una decepción. Hay un rechazo a desear, hay una forma de desinvestimiento del deseo que no podemos seguir definiendo como depresión. No es depresión, es deserción, creo. Deserción de la guerra del trabajo, de la competencia, del futuro… Deserción del futuro, no depresión. Mi próximo libro, que no ha sido aún traducido al castellano, se llama Deserción. La tesis es que las nuevas generaciones nunca han investido su deseo en una espera de futuro. No tienen depresión porque no han perdido nada. No han sido conectados con la realidad. Nunca han vivido la realidad. Esto me parece un cambio político radical. La inmersión tecnológica está cambiando las modalidades de la actividad cognitiva, y por consecuencia está cambiando las esperas de futuro. Por eso, la impotencia del poder político es el punto de partida de esta generación. Es algo que se traduce más bien en búsquedas de gratificación personal y solo los más conscientes y con más recursos son los capaces de pensar en formas de vida comunitaria, buscando salidas colectivas a esta problemática. 

¿Qué queda para el resto?

—A mí me da miedo el papel de profeta. Me parece que en los últimos 20 a 25 años he imaginado el futuro de manera muy negra y las predicciones se han hecho realidad. He decidido parar. El concepto de extinción nunca había sido pronunciado en el campo de la política y ha emergido con fuerza en los últimos años. Define muy bien el futuro de la humanidad después de 40 años de dictadura neoliberal y de las últimas décadas de dictadura digital. Estas dos condiciones han eliminado la posibilidad de transformar políticamente las formas de vida de la mayoría de la población. Hemos perdido la guerra. La guerra se ha acabado. Yo no sé si las nuevas generaciones serán capaces de crear nuevas formas de vida. El fin del futuro, en este contexto, es una banalidad. Una obviedad. Hoy, el sentido común es que no hay futuro.