El triunfo de Gabriel Boric no solo es una buena noticia para la democracia, sino que abre las compuertas para que el Chile soñado colectivamente, ese país expresado en los cabildos, en las manifestaciones masivas, en los rayados murales, en los anhelos de tantas generaciones, empiece al fin a hacerse realidad.
Por Faride Zerán
Mientras el candidato que había logrado un amplio triunfo levantaba los brazos saludando a las multitudes que celebraban su victoria no solo en Santiago, sino en distintas avenidas de todo el país, una lluvia de papel picado de colores caía sobre la silueta triunfante de este líder magallánico, egresado de Derecho de la Universidad de Chile y protagonista indiscutido de la política de los últimos diez años.
Era una imagen épica a la altura de quien había logrado varias hazañas: entusiasmar a millones de votantes que repitieron la diferencia de diez puntos del plebiscito del Sí y el No de octubre de 1988, erigirse como el presidente de la República más joven de la historia de Chile, llevar a La Moneda a movimiento sociales como el de los pingüinos de 2006, el de los estudiantes universitarios de 2011 liderados por él y otros dirigentes paradigmáticos como Camila Vallejo y Giorgio Jackson, el movimiento por el agua, el No+AFP o bien el mayo feminista, que permeó a los nuevos referentes políticos que asumieron que el feminismo y la paridad no eran solo una cuestión de cuotas.
Qué duda cabe que la figura que concitó la simpatía y atención mundial encarnaba los anhelos de cambio expresados en la revuelta de octubre de 2019 y en la instalación de la primera Convención Constitucional paritaria en el mundo. También estaba representando con nitidez el espíritu de un tiempo que se abría expectante, y donde hacía su entrada no un liderazgo particular sino una generación, lo suficientemente madura y fogueada como para asumir las tareas de gobernar.
Ese nuevo aire, simbolizado por ejemplo en la imagen de Gabriel Boric fundido en un abrazo afectuoso con Elisa Loncon en su primera visita a la Convención Constitucional como presidente electo, representaba toda la épica y la ética de estos tiempos. El poder estaba encarnado en una mujer mapuche y en un joven magallánico, es decir, otras ideas, otros territorios, otras estéticas, otros lenguajes que desplazaban a aquellas a las que nos tenía acostumbrados una élite homogénea, distante y formal.
Algo de todo esto estuvo presente también en las manifestaciones del domingo 19 de diciembre, cuando la gente, el pueblo, los jóvenes coreaban la letra de la emblemática canción de Los Prisioneros “El baile de los que sobran”, o cuando en las redes sociales circularon extractos de “Balance patriótico”, escrito por Vicente Huidobro cuando fue candidato a la presidencia de la República apoyado por la FECh en 1925, a sus 33 años: “Entre la vieja y la nueva generación, la lucha va a empeñarse sin cuartel. Entre los hombres de ayer sin más ideales que el vientre y el bolsillo, y la juventud que se levanta pidiendo a gritos un Chile nuevo y grande, no hay tregua posible (…). Todo lo grande que se ha hecho en América y sobre todo en Chile, lo han hecho los jóvenes. Así es que pueden reírse de la juventud. Bolívar actuó a los 29 años. Carrera, a los 22; O’Higgins, a los 34, y Portales, a los 36”.
Pero más allá de las simetrías entre literatura y política, expresadas en un presidente electo al que le gusta la poesía, la lectura, la cultura (todo un lujo); uno que lideró la lucha por la educación pública gratuita y de calidad, o que asume la necesidad de crear un sistema de medios públicos en un país donde la concentración ideológica de los medios es un escándalo que se remonta a los inicios de la dictadura y que atenta contra la libertad de expresión, el triunfo de Gabriel Boric no solo es una buena noticia para la democracia, sino que abre las compuertas para que el Chile soñado colectivamente, ese país expresado en los cabildos, en las manifestaciones masivas, en los rayados murales, en los anhelos de tantas generaciones, empiece al fin a hacerse realidad.