La exposición “Museo en Campaña”, que hasta el 31 de octubre estará en la Galería Gabriela Mistral, queda al debe en dos sentidos, opina Diego Parra: “como exposición de la colección —en el contexto de los 30 años de este espacio—, pero más importante: como intervención en el espacio público”. Hablar de “provocación” de antemano como carta de presentación es peligroso, advierte, “porque son los espectadores quienes deberían decidir si algo los provoca o no, no la institución. Pero también porque se asume que ser crítico consiste únicamente en provocar por provocar”.
Por Diego Parra Donoso
“Provocadora” y “subversiva” son los adjetivos que la curaduría de “Museo en campaña”, de la Galería Gabriela Mistral, usa para describir una enorme bolsa de plástico metalizado que emerge desde la tradicional vitrina del espacio ubicado en la Alameda, junto al Ministerio de Educación. Mi primer acercamiento fue desde la esquina de Teatinos, cuando hacía la fila para comprar algo en la farmacia. Solo pude ver una cosa enorme que sobresalía en la vereda, habitualmente copada de vendedores ambulantes y gente que circula entre supermercados, negocios, restoranes y oficinas públicas. Luego, decidí ir a la exposición en cuestión para constatar esos adjetivos que signan la intervención realizada por Javier González Pesce, el curador-artista, y Smiljan Radic, reconocido arquitecto chileno.
Lo primero que me llamó la atención fue el quiosco ubicado frente al espacio, ya que se veía apretujado por esta manga metálica, como si estuviera siendo expulsado de su usual emplazamiento. Los frutos secos y animales plásticos que se venden ahí quedaban escondidos por la intervención, y el quiosquero en su interior estaba sentado con cara de pocos amigos. Le pregunté qué le parecía que le taparan la pasada, y la respuesta fue bastante previsible. Tampoco están los tradicionales ambulantes que tanta discusión provocaron la semana pasada, ante la decisión de la alcaldía de Santiago de “legalizar” a mil de ellos. Lo más probable es que tanta atención dedicada al lugar los terminara ahuyentando, por lo menos hasta que esa bolsa reflectante desaparezca, la vitrina sea repuesta en su lugar y la vereda retome su flujo cotidiano.
Al entrar a la intervención en sí (que se parece a una de esas bolsas de vino de baja calidad llamadas coloquialmente “guateros espaciales”, por su envoltorio metalizado), vemos un conjunto de obras desconectadas entre ellas. Unas piedras, unos fierros, una pintura en el suelo, fideos descomponiéndose en un tupperware, unas pantallas, entre otros elementos. Nada en el espacio tiene fichas, nada parece separar a una obra de otra, por lo que bien podríamos estar viendo un objeto cualquiera que alguien dejó allí o una sublime pieza contemporánea. Sin ir más lejos, una escalera de tijeras que se usan para encender y apagar todos los días el mecanismo que infla el globo podría perfectamente sumarse a la exposición, donde participan Rodrigo Araya, Magdalena Atria, Fabiola Burgos, Jorge Cabieses-Valdés, Patricia Domínguez, Nicolás Franco, María Karatntzi, Martín La Roche, Alejandro Leonhardt, Francisca Sánchez y Johanna Unzueta.
Sin bien suelo ser poco prejuicioso con las obras contemporáneas y su heterodoxia a nivel técnico (me parece un argumento conservador hablar de la falta de virtuosismo del artista), “Museo en Campaña”, en su interior, supone un fracaso de marca mayor. Las obras no alcanzan a tocarse entre sí y dejan en el vacío más absoluto al espectador (al “común” o al “especializado”), pues son piezas que carecen de contexto, ya sea el original de sus primeras exposiciones, donde eran parte de alguna serie o un trabajo mayor; o por la falta de entorno que el globo metálico produce al aislar por completo el espacio galerístico. Lo curioso aquí es que la galería ya es en sí misma una zona diferenciada del entorno urbano que la acoge, los muros blancos, la iluminación fría y su gran vitrina son la confirmación de aquello. Por lo que volver a aislar al arte de su contexto, ahora mediante una membrana opaca, me parece un error, especialmente en un lugar público que ha sido testigo constante de la verdadera apropiación e intervención: la Alameda.
Es también llamativo que esta intervención (¿artística?, ¿curatorial?) venga a celebrar los 30 años de la GGM —de los cuales nueve han contado con la dirección de Florencia Loewenthal—, puesto que debía revisar hitos de su colección, pero se optó por una propuesta sin mayor capacidad de inscribir las piezas en un sentido histórico y estético (esta es la segunda vez que ocurre, la primera vez fue en 2017 en el Centro Nacional de Arte de Cerrillos, con la exposición “Lo que ha dejado huellas”, curada por la artista Magdalena Atria). La intervención claramente envuelve a las obras, y de un modo fagocitante las anula en su individualidad, es decir, el globo adquiere carácter de obra y el resto de los artistas quedan un poco a la deriva y víctimas de lo que la curaduría disponga, sin demasiada agencia. Guardando las proporciones, este problema es de larga data. En 1972, Daniel Buren y Robert Smithson se quejaban de lo expansivo de las decisiones curatoriales del suizo Harald Szeemann en la documenta V, quien se apropiaba de la creatividad de los artistas para coronarse a sí mismo como metacreador. Volviendo a la colección de la GGM, si hay algo que esta requiere es una investigación que ponga en valor sus piezas, que estas adquieran sentido tanto en el lugar que las alberga, como en el país en el que se desenvuelven. Una obra que está guardada en los depósitos, sin investigación o activación alguna, es literalmente una obra muerta.
No quisiera dejar de analizar la intervención en sí, puesto que este género siempre permite pensar asuntos propios del espacio público urbano, pero también del arte contemporáneo en su complejidad y contradicciones. En una primera instancia siempre es valorable que el arte logre “tomarse” zonas que normalmente están sometidas a un estricto control con respecto a sus flujos peatonales, puesto que desde el privilegio que supone la autonomía del arte se pueden instalar problemas y preguntas que toda la comunidad donde este se inserta puede aprovechar. De hecho, muchas intervenciones sirven como acciones camufladas, donde los artistas ceden dichos lugares protegidos a las comunidades movilizadas para que las usen a su antojo. Este no es el caso: González Pesce y Radic desarrollan una intervención aislada y reticente al trato con la ciudad. Lo dije al principio: los ambulantes se fueron quizá atemorizados por la atención que atrae el lugar, y también por la invasión de la vereda. Tal vez, el dato más decidor sea que el quiosquero con cara de pocos amigos recibió un pago por el artista-curador para que no reclamase por lo mucho que esta “subversiva y provocadora” intervención afectaba su trabajo. ¿Qué tipo de intervención urbana es esa que debe pagar al entorno para “no molestar”? Cualquier obra que trabaje sobre el espacio público debe ser capaz de desarrollar una propuesta específica que tome como antecedente lo que hay en ese lugar. Cuando el arte desciende como un alienígena sobre el entorno y expulsa a los menos privilegiados de su lugar, lo que está haciendo es ser funcional al poder y fracasar en su función de arte crítico.
Además, vale la pena tener en cuenta que la “radicalidad” de la propuesta —que, según dijo González Pesce en una entrevista dominical, no teme ser vandalizada— queda bastante puesta en entredicho al notar que el sector donde se ubica debe ser de los lugares mejor resguardados de Santiago. Carabineros se ubican en un pasaje cercano de manera permanente, mientras que el edificio del MINEDUC tiene vallas papales desde que tengo uso de memoria, y ni hablar del Palacio de la Moneda. Diariamente, la intervención es desinflada y guardada en la galería para evitar a esa “calle” que supuestamente no le temen ¿Habrán pensado los autores en lo seguro que es jugar en ese entorno? Hablar de “provocación” de antemano e insistir en esa idea como carta de presentación es algo arriesgado, porque las propuestas pueden no estar a la altura. Son los espectadores quienes deberían decidir si algo los provoca o no, no la institución. Pero también porque se asume que ser crítico consiste únicamente en provocar por provocar, y sabemos que eso no es así. La provocación como gesto vacío (y pequeñoburgués) solo repercute en los limitados espacios del arte y sus amigos, pero nunca en la sociedad de manera más amplia.
Quizá la imagen de un globo lleno de aire, es decir, lleno pero vacío al final del día, sea lo que mejor resume esta propuesta de González Pesce. Y también supone un profundo error desde la GGM, que parece no entender que las colecciones deben ser trabajadas por expertos en el tema antes que por artistas que las usen como ocasión de nuevas obras propias. La exposición “Museo en Campaña” queda al debe en dos sentidos: como exposición de la colección, pero más importante, como intervención en el espacio público. No deja de ser preocupante que el artista-curador haya optado por desconocer (u omitir) el carácter conflictivo propio de la calle, pasando por encima de todo lo que debía ser un insumo para su proyecto. Mi sensación final es que estamos frente al manual de todo-lo-que-no-hay-que-hacer cuando un artista trabaja con el espacio público en la ciudad. Si hay alguien que puede sacar cuentas alegres, seguro es el quiosquero que una vez que reciba su compensación, podrá notar los beneficios de un arte subversivo.
Museo en campaña
Curada por Javier González Pesce y Smiljan Radic
Hasta el 31 de octubre, en Galería Gabriela Mistral