El secuestro y desaparición de su hermano Alejandro, ocurridos en 1974, determinaron el curso que tomaría la obra del artista visual chileno Hernán Parada, un trabajo que documenta las violaciones a los derechos humanos que ocurrieron después del golpe de Estado. En esta entrevista, Parada recorre una vida marcada por las acciones de arte que realizó en dictadura, hoy reunidas en la exposición Obrabierta. Actualmente en ejecución en el Salón de Imaginarios de la Casa Central de la Universidad de Chile.
Por: José Núñez
Fotos: Felipe PoGa
En la madrugada del 30 de julio de 1974, Alejandro Parada González fue despertado con violencia mientras dormía con su esposa en su casa en Cerrillos. En un operativo en el que participaron alrededor de 30 agentes de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), el estudiante de Medicina Veterinaria de la Universidad de Chile y militante del Partido Socialista fue detenido, para luego ser trasladado al centro de tortura Londres 38 y, semanas después, al de Cuatro Álamos. Allí se perdió su pista y Alejandro pasó a formar parte de los más de mil detenidos desaparecidos que dejó la dictadura. Tenía solo 22 años. Con su esposa, Ángelica Múñoz, esperaban una hija: al momento de la detención, ella se encontraba en el último trimestre de su embarazo.
El hecho no solo marcó la vida de su hermano menor, el artista visual Hernán Parada (Talca, 1953), sino que también se convirtió en el centro de su obra. Durante años, realizó una serie de intervenciones urbanas donde portaba una máscara con el rostro de Alejandro ―en otras ocasiones ocupaba un letrero― para llamar la atención sobre su desaparición y las violaciones a los derechos humanos en Chile.
―En mi caso, la reacción a la pérdida se manifestó de una forma visual-escrita gracias a que coincidentemente estaba estudiando una carrera en la que te ayudan a desarrollar la capacidad de expresión creativa ―explica Hernán―. Mi forma de tratar de recordar a Alejandro, de traerlo a nuestra realidad, ha sido mediante ciertos actos significativos, de pregunta a la sociedad, buscando una respuesta.
El material visual abarca un periodo entre 1978 y 1987 y fue reunido para la muestra Obrabierta. Actualmente en ejecución, inaugurada el 4 de septiembre en el Salón de Imaginarios de la Casa Central de la Universidad de Chile. La exhibición se había presentado en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC), en 2022, y estará abierta al público hasta enero de 2024, como parte de la programación de la institución en el marco de los 50 años del golpe de Estado.
Hernán Parada ingresó en 1972 a la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile ―la misma institución en la que estudió su hermano―, de la que se tituló como grabador en 1981. En esos años participó en el Taller de Artes Visuales (TAV), un espacio creado en 1974 por profesores que fueron exonerados políticos de la misma Escuela, y en la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos como fotógrafo encargado de documentar sus actividades. En 1978 exhibió por primera vez Obrabierta A-175 (titulado así por el código que la Vicaría de la Solidaridad le asignó al secuestro de Alejandro), una instalación que reunía el archivo personal de su hermano, con cuadernos y fotografías que lo retrataban en distintas épocas, expuestos sobre un mueble que compartieron en su infancia. La obra fue el principal antecedente de la muestra actual y los inicios del concepto de “obrabierta”: mientras no se aclarase la situación de Alejandro, “todas sus variantes deberán ser entendidas como partes integrantes de una obra de arte en desarrollo”, advertía el texto de la exposición original. “En el caso de Obrabierta, nos hemos fijado en un evento que tiene condiciones de incertidumbre, del cual aún no tenemos respuesta, como el delito persistente en el caso de los desaparecidos, y lo hemos asumido como un trabajo en el que vamos a responder de forma artística”, señala Parada.
En 1980 presentaste tu memoria de grado universitaria, que se centró en la noción de “obrabierta”. ¿Cómo llegaste a formular este concepto y cuál es su significado?
―La idea fue investigar cuáles son los elementos que permitirían conceptualmente, desde el arte, ajustar una proposición como obra abierta. Tuve aportes de Nelly Richard, de la profesora Margarita Schultz y, en general, del conocimiento que manejaban otros amigos. Lo fuimos ajustando de tal forma que le dimos el sentido que creemos que tiene. Yo las llamo proposiciones, en la medida en que son propuestas que solo el tiempo va a decir si son válidas. En el caso de obra abierta, vi lo que hizo Marcel Duchamp, cuando comienza a situar objetos fuera de su contexto, y a partir de lo que sostiene se convierten en una pieza de arte. El famoso urinario es un ejemplo. También, el arte cinético, que tiene que ver con el movimiento y cómo la obra va cambiando; no es la misma siempre. La diferencia acá es el hecho de nombrar un evento, algo que escojo de la vida, y considerarlo como una obra, con la situación de apertura ―no sabemos cuándo termina― y dramatismo. Tiene algo que nos afecta como seres humanos. Los artistas siempre hemos querido provocar una opinión, un sentimiento, una catarsis.
¿Qué herramientas crees que entrega el arte para responder a este tipo de circunstancias?
―La respuesta artística, como el arte en general, es libre, abierta y sin restricciones. Te permite dar saltos que eventualmente la sociedad va a alcanzar. En mi caso, he tratado de hacer propuestas novedosas, cuyas áreas aún no hayan sido exploradas. Y quisiera indicar un detalle. En la época de los 80, en las reuniones siempre nos preguntábamos qué podíamos hacer como artistas, cómo aportar para que la masacre se terminara. Nuestro público era la ciudad y la idea era provocar una conversación, un cuestionamiento, con el fin de detener las atrocidades que aún se seguían cometiendo. Mientras tanto, los familiares de detenidos desaparecidos o ejecutados políticos también se estaban planteando la misma pregunta. Estábamos trabajando en paralelo, pero ellos sin los estudios conceptuales de arte. Difícilmente iban a proponer una obra abierta, pero ellos se adelantaron varias veces.
¿De qué manera?
―Con acciones físicas, con el uso del cuerpo para expresar la protesta. Por ejemplo, una vez decidieron encadenarse alrededor del Congreso y eso es significativo. Es un happening [una acción de arte improvisada que involucra la participación del público], pero viene desde organizaciones que buscan la vida. Eso lo encontré brutal. Cuando hicieron ese encadenamiento, con mi amiga Luz Donoso estábamos muertos de miedo, porque vivíamos con miedo en esa época. Entonces, lo único que hicimos fue pasar en micro y miramos: reconocimos a unos amigos y decidimos bajarnos en la esquina. Pero ya venían los carabineros. En otra ocasión, hubo una acción de la agrupación que consistía en una huelga de hambre. Nosotros lo hicimos una semana después, pero por uno o dos días. A veces ellos iban más adelante, pero sin la intención de proponerlo como arte. O cuando esta señora, la Gala (Torres), en una actividad de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, dice “Oye, vamos a hacer esta cueca, pero la voy a bailar sola”. ¡Y creó la cueca sola! A veces la creatividad aparece en cualquier parte. La cueca sola salió de ahí.
¿Cuál era tu relación con los artistas que en ese momento también desarrollaron obras experimentales y de denuncia, agrupados en lo que se llamó la Escena de Avanzada? ¿Cómo se inscribía tu propuesta dentro de las que se estaban haciendo en ese momento?
―Nos encontrábamos en exposiciones con (Carlos) Leppe, por ejemplo, (Carlos) Altamirano, Raúl (Zurita), la Diamela (Eltit), la Lotty (Rosenfeld). Había dos grupos y gente que se juntaba con nosotros: Luz Donoso, Sybil Brintrup, Patricia Saavedra, Elías Adasme, Víctor Hugo Codocedo. A veces Nelly Richard invitaba a un grupo a su casa en La Florida, y allá vivía Carlos Leppe con Altamirano, entonces se producía una conversación en torno a un vino, a un queso, y se hablaba de tal o cual cosa. Al CADA (Colectivo Acciones de Arte) lo veía como un grupo más organizado: se reunían, planeaban un trabajo, había cierto financiamiento a veces, y lograban hacer cosas que para nosotros no eran posibles. En algún momento se cubrió el museo, se colocaron unos paños y nosotros fuimos a ayudarlos, o también a repartir medio litro de leche. En esas acciones nos sumábamos, pero ellos creaban la posibilidad material de que se hicieran. Tenían un alcance que no teníamos. Te diría que el arte que practiqué en esa época era más a partir del cuerpo como elemento, pero era un arte bien pobre. Los carteles los podíamos ampliar en el Taller de Artes Visuales, pero no podíamos reproducir tantas copias.
Una tendencia del arte del siglo XX fue mezclar arte y vida. Esto se reflejaba en tus acciones performáticas con máscaras, en las encarnaste a tu hermano desaparecido. ¿Cómo fue visitar los lugares en los que él hubiese deseado estar?
―Comenzó siendo algo que me tranquilizaba, sentía que estaba aportando y entraba en contacto, en un equilibrio, con lo que sería él. Sentía que seguimos haciendo algo juntos. En mi niñez, compartimos muchas cosas. Había una sola bicicleta, así que había que pelearla entre los dos. Después, en la adolescencia, los dos ingresamos a la Cruz Roja. Él siempre hacía las cosas primero. Luego vino la etapa de los trabajos voluntarios. Entonces eran muchas actividades juntos, y de repente viene este quiebre y él ya no está. Con la fuerza de todo ese pasado era como “bueno, usa mi cuerpo”. La carga que significaba fue aumentando. Eventualmente, decidí no hacerlo más porque quedaba llorando al final. Creo que las últimas veces lo hice en el Centro Cultural Mapocho, que está a los pies del Cerro Santa Lucía, y esa vez me acuerdo de que lloré mucho.
¿Qué efecto buscabas producir?
―Por ejemplo, hubo una visita a la Escuela de Veterinaria donde mi hermano estudiaba. Entré con la máscara a la Escuela, me acerqué a unos estudiantes y les dije “Me llamo Alejandro. Estudié acá, pero me detuvieron y estoy desaparecido. Vengo a decirles: no me olviden. Hagan algo para que las personas que estamos desaparecidas, y que hemos sido compañeros de ustedes, salgan de esta incertidumbre”. Entonces los muchachos te preguntaban qué año estudiaste aquí. Te preguntaban como si fueras Cano. “Lo siento”, te decían, “espero que aparezcas”. ¿Qué se provocaba con estas acciones? Era como saltar a otro nivel. Provocas respuestas que no son las que usualmente esperas recibir. Significaba ir más allá. También le pregunté a un profesor, conversé con él y te decía de manera muy formal “lo siento mucho. Lamento que esté desaparecido. Ya vamos a ver qué se puede hacer”. Era el absurdo de la respuesta. Pienso que a mi hermano le habría gustado ir a alegar por sí mismo.
En 1987 abandonaste el país. Primero viajaste a Brasil y luego a Toronto, Canadá, donde resides hoy. ¿Qué te impulsó a tomar esta decisión? ¿Desarrollaste tu trabajo artístico en el extranjero?
―Fue una suerte de cansancio de todo lo que vives y el deseo de ver otros horizontes también. En Brasil intenté hacer algo con pegatina de rostro en las calles o en algunas estaciones y festivales. Hicimos incluso una exposición con otra gente, pero sentimos que estábamos descontextualizados. No era lo mismo que actuar en Chile. Luego, al emigrar a Canadá, me atrajo mucho la forma cómo ellos publicitaban sus eventos en las calles. Pegaban carteles. En algún momento me pregunté qué más podemos hacer por Alejandro, y como no estaba prohibido colocar carteles, escogí algunos más grandes y le incluí el texto: “good morning Toronto”. Y ese cartel lo pegué en varias partes, pero luego de eso la vorágine del trabajo te va tomando. Hicimos un choapino grande, tejido, pero todo eso ha sido algo más bien esporádico. Ahora último, en relación con los 50 años del golpe, surgió la necesidad de hacer algo y con unos artistas chilenos creamos un grupo al que llamamos Diáspora, con el que vamos a hacer algunas acciones.
El 11 de abril de 2018, la Universidad de Chile realizó la primera ceremonia de entrega de títulos póstumos a estudiantes detenidos desaparecidos en dictadura. En la ocasión, tu madre recibió el diploma de Alejandro en el mismo salón que hoy alberga tu obra. ¿Qué significó para ti y cuál es tu reflexión en torno a los 50 años del golpe, mientras muchas familias siguen buscando a sus seres queridos?
―Sobre la titulación póstuma o en ausencia, en el caso de mi hermano, me parece un gesto de reparación, pero simbólico. Es importante, porque valida la situación que hemos vivido y le da un cierto reconocimiento a lo que sería y es Alejandro. Más aun viniendo de la universidad donde él estudió. Me parece un gesto que marca un antes y un después. Ahora, no puedo estar más contento sobre la invitación a exponer el trabajo que habíamos presentado en el MAC. Yo estudié acá también, y que la misma universidad te acoja y te permita colocar tus cosas es algo fabuloso. Por otro lado, conmemorar los 50 años de lo que ocurrió en nuestro país es algo imprescindible, ya que nos ayuda a todos, como país, como personas. La situación que como familia hemos vivido con Alejandro, nuestro hermano, hijo, sobrino y nieto desaparecido, nos permite detenernos un momento y pensar en lo que se ha hecho y lo que se podría hacer. En ese sentido, me parece que la decisión del gobierno de tomar la búsqueda de los casos de detenidos desaparecidos, con el poder, la capacidad material, económica, de inteligencia del Estado, es algo importantísimo para acelerar y encontrar respuesta a nuestra incertidumbre. Creo que es algo de una importancia que no ha ocurrido en otros años. Por primera vez, el Estado nos va a ayudar.