El teórico y académico estadounidense es una de las figuras más relevantes de los estudios de género. En esta entrevista, plantea que la resistencia de los jóvenes a las categorías hombre-mujer es, en realidad, un rechazo a los sistemas binarios de dominación: izquierda/derecha, políticamente viable/inviable. “Creo que estamos en las puertas de un gran cambio social”, dice.
Por Soledad Falabella y Fede Fuenzalida | Foto principal: Universidad de Columbia
Desde los inicios de su carrera, Jack Halberstam (1961) ha abrazado el cambio radical como forma de pensar y de crear nuevas formas de ser. “Hay que imponer cambios radicales por la fuerza, aun cuando son evidentemente necesarios”, dijo durante la pandemia. “Lo único bueno que puede salir de esto es que la gente reconozca que todo necesita cambiar y haga que esto ocurra”, señalaba. Cuánto de esas esperanzas se hicieron realidad es debatible, pero, a tres años de la pandemia, el académico y teórico queer no ha cesado en su preocupación por la necesidad de transformaciones sociales, que además incluyan la aceptación social de las diversidades y la multiplicidad de formas de ser. Un ejemplo es su último libro, Criaturas salvajes (2020), donde amplía los estudios de género al incorporar la idea de lo salvaje, una forma desinhibida de estar en un cuerpo sin la rigidez de las categorizaciones.
Partió su carrera como académico de Literatura en la Universidad de California, San Diego, en los años 90. “Era un lugar fantástico, donde tuve que aprender sobre teoría queer, que me permitió pensar en temas que me hacían mucho sentido”, recuerda. En ese nuevo camino, su primer libro, Skin Shows: Gothic Horror and the Technology of Monsters (1995), abordó la monstruosidad gótica como una forma indirecta de hablar de la homosexualidad. Pero sería su segundo trabajo, Masculinidad femenina (1998, traducido al español en 2008), el que le permitió hablar sobre el tema directamente y lo catapultó como una figura esencial en el mundo de los estudios de género, al poner el foco en las diferentes formas en que las masculinidades han sido desarrolladas por mujeres.
Su obra ha abordado también los estudios trans y queer, los drag kings —artistas que se personifican utilizando elementos entendidos como masculinos— y las formas de representación. Entre sus otros libros se encuentran In a Queer Time and Place (2005), El arte queer del fracaso (2011, traducido en 2018) y Trans*. Una guía rápida y peculiar de la variabilidad de género (2018).
A fines de junio, el académico y director del Instituto de Investigación en Estudios de Sexualidad, Género y la Mujer de la U. de Columbia visitó Chile para dictar una cátedra magistral en el Centro de Estudios de Género y Cultura en América Latina (Cegecal) de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la U. de Chile, donde dio cuenta del estado actual de los debates en torno a los estudios del género.
¿Cómo comienza a aparecer tu voz en la esfera académica?
—Conseguí mi primer trabajo en 1991, al principio del auge de la teoría queer. Formé parte de la primera oleada de académicos que, teniendo una formación muy convencional, se nos pedía que también enseñáramos estudios queer, género y sexualidad.
¿Cuán influyentes fueron esas primeras exploraciones?
—Me lanzaron a la escena queer de California, donde pude relacionarme con Judith Butler, Teresa De Lauretis, Eve Sedgwick , entre otros. Tenía menos experiencia que ellas, y en aquel momento intentaba encontrar sentido a las diferencias entre las lesbianas butch [mujeres que se sienten más cómodas con códigos de género o estilos masculinos] de una época anterior y los hombres trans que empezaban a ser visibles a mediados de los 90. En ese contexto comencé a escribir teoría queer y trans, tanto para un público académico como para un público amplio. La voz que desarrollé fue multidisciplinar e incluso antidisciplinar. De adolescente participé del movimiento punk en el Reino Unido y estuve muy involucrado en la escena. Eso me orientó mucho hacia una especie de actitud punk hacia las formaciones disciplinarias.
En Masculinidad femenina aportas una lectura novedosa sobre la masculinidad, y enfatizas que no es algo que pertenezca solo a los hombres. ¿Existe algún cruce entre tu idea de masculinidad de ese entonces y tu posterior experiencia en la exploración del género?
—Nunca hice una transición de género en el sentido convencional. Primero salí del clóset como camiona, porque el lesbianismo de los años 80 en Estados Unidos y el Reino Unido era una categoría muy centrada en la identidad femenina. Ser una lesbiana masculina no estaba bien. Para mí lo primero fue establecer la masculinidad como un modo aceptado de identificación para las lesbianas. También experimenté la disputa por el significado de la masculinidad con hombres trans que estaban saliendo del clóset a mediados de los 90, quienes trataban de decir que las camionas éramos solo mujeres lesbianas. Si el hombre trans era un hombre, entonces la masculinidad debía estar asociada con ser trans, y no con ser camiona. Pero a fines de los 90 y principios del 2000, el término camiona empezó a desaparecer cuando jóvenes que se definían así comenzaron a identificarse como personas trans. En ese tiempo me negué a ser categorizada como mujer, me llamé a mí misma una “camiona transgénero”. Luego, cambié mi nombre a Jack y cambié mis pronombres.
¿Cuál fue la importancia de ese cambio?
—A partir de entonces fue más fácil transitar, en parte debido al trabajo que hicimos en ese primer período y que a veces pasa desapercibido, pero sentamos las bases para todas las disputas contra el género normativo que vinieron después. No fue solo la aparición de los estudios trans lo que permitió todo eso, fue El género en disputa de [Judith] Butler (2001), Masculinidad femenina y otros textos muy prematuros que decían: “El género no se resume solo en las categorías de cisgénero o transgénero, hay muchas otras identificaciones en medio”. Este desarrollo continuó hasta alrededor de 2015, cuando se empezó a hablar de no binario. Mi propia experiencia de transición de género ha transitado todos esos cambios culturales y teóricos.
¿Qué rol juegan los nuevos lenguajes en estos procesos?
—Tengo 63 años y fui adolescente en la década de 1970, cuando no existía ninguna palabra para definirme. Nadie en la Europa de los 70 iba por ahí diciendo alegremente “soy lesbiana”. Si decías que alguien era lesbiana, era un insulto. Tampoco había un lenguaje para lo trans. Hace poco tuve una conversación con [Judith] Butler, donde le pregunté: “Si hubieras tenido acceso a la transexualidad cuando eras adolescente, ¿habrías hecho la transición?”, y me dijo que sí. Me lo preguntó de vuelta, y contesté que sí. Pero la realidad no fue así. No teníamos el lenguaje. No existía el término “transición”, que me permitiera decir “ojalá pudiera ser un niño o un hombre”. Era como desear vivir en Marte. Cuando nuestros cuerpos estaban cambiando [en la adolescencia], nos hubiera gustado poder decirle a alguien “no, no quiero esto”. ¿Habría tomado testosterona? Sí. A mi edad, hoy, ya no significa lo mismo hacerlo. Pero habría sido muy liberador en ese entonces. Ojalá me lo hubieran ofrecido sin prejuicios, en lugar de decirme “es enfermo” o “estás en el cuerpo equivocado”. Preguntarse por el lenguaje es muy importante. Es difícil vivir en el mundo sin esas categorías.
Pensando en el lugar que ocupa el cuerpo en la sociedad neoliberal, si las personas trans no tienen la posibilidad de reproducirse de la misma forma que las personas cisgénero y su fuerza de trabajo se ve mermada por la exclusión social, ¿cómo construyen el valor de su existencia en una sociedad en la que no tienen cabida?
—Cambiando lo que es valioso en el sistema, que ahora es la propiedad. El sistema de propiedad está muy arraigado en nosotros: el cuerpo tiene propiedad. John Locke decía “eres dueño de tu cuerpo”. También el liberalismo dice “tu cuerpo es tuyo, es el castillo del hombre”. Esto significa que alguien que experimenta su cuerpo como desalineado no tiene propiedad sobre él. Por lo contrario, se dice que las personas trans han nacido en el cuerpo equivocado, que no les pertenece. Esta lógica supone que la transición te da la propiedad sobre tu cuerpo. La propiedad es un lenguaje terrible, resistido desde los estudios queer y trans. Aquí me parece útil el vocabulario que presenta la anarquitectura [del artista Gordon Matta-Clark], pues es un ejercicio no solo de alejamiento de lo arquitectónico, sino también de asomarse a la arquitectura a través de la anarquía y de la impugnación del ser y la posesión. Por tanto, si se rechaza la identidad como un atributo posesivo, puedes decir todo tipo de cosas sobre lo que sí es valioso.
En esa línea, si la forma en que hemos entendido la realidad en Occidente está construida desde binarismos como viejo/joven, mente/cuerpo, hombre/mujer, ¿crees que el estudio de la experiencia trans, como experiencia colectiva, pueda mostrarnos una salida para superar estas polaridades?
—No creo que la fenomenología haya ofrecido alguna vez una perspectiva liberadora. Y, en muchos casos, como ocurre en el feminismo, el estudio de la experiencia conduce a relatos particulares que luego se imponen como una expresión colectiva de la corporeidad. Así que no estoy seguro de que la experiencia de estar en el cuerpo sea algo que debamos privilegiar para encontrar una salida a las lógicas cartesianas o a las lógicas binarias. Creo que eliminar la obligación de pensar en términos binarios viene de la multiplicidad de expresiones de género que existe hoy entre los jóvenes. Es clave prestar atención a la posición social que ellos ocupan: carecen de poder político y, en su mayoría, viven en países dirigidos por hombres blancos mayores con inclinaciones muy derechistas. Lo que llamamos no binario es un rechazo masivo a los sistemas binarios de dominación. No solo hombre/mujer, sino también izquierda/derecha, fascista/comunista, políticamente viable/inviable. Creo que estamos en las puertas de un gran cambio social gestado por jóvenes, porque la cultura también se ha polarizado mucho por generaciones. Cuando yo era joven, no había un conflicto generacional. Había muchas diferencias según la mayoría de edad, pero no nos peleábamos. Hoy, en las dos últimas décadas, las comunidades queer y trans están muy enfrentadas generacionalmente.
¿Crees que eso es algo propio del mundo queer o se repite en otros ámbitos de la sociedad?
—Creo que las sociedades se han dividido entre generaciones porque las personas mayores son acaparadoras, han engullido los recursos y han destruido el medio ambiente. Hemos hecho imposible que los jóvenes prosperen. Para ellos es imposible comprar una casa porque los precios son inaccesibles y están demasiado endeudados, pero, al mismo tiempo, la sociedad les transmite que la única forma de ser próspero es justamente comprar una casa. Muchos de nosotros, las personas mayores, tuvimos la posibilidad de acceder a educación gratuita, mientras que los jóvenes ya no pueden. Estamos al borde de una ruptura generacional que probablemente será revolucionaria. Y aunque no parezca gran cosa, lo no binario es el principio, porque es un rechazo, un llamado a no conformarse, a no aceptar el mundo tal como nos lo ofrecen.
¿Y cómo se relaciona ese rechazo de lo no binario con las nuevas generaciones?
—Si eres joven hoy te dicen que debes pagar para educarte, que acumularás deudas, que no podrás comprar una casa, que no podrás ser independiente. Siempre serás explotado y a tus políticos electos no les importa porque son viejos y esa no es su realidad. Se supone que debes aceptarlo, puedes convertirte en uno de los jóvenes que apoyan a estos viejos o puedes decir que no. Lo no binario es un gran no que se expresa a través del género, y esto tiene grandes implicaciones políticas. No tengo ni idea de cómo se va a desarrollar [el concepto en el futuro], pero sé que si yo fuera joven, mi animadversión se dirigiría contra las personas mayores que me lo han arruinado todo. Pero también vería que la inversión obsesiva en vivienda y construcción está arruinada. La naturaleza especulativa del dinero ha insistido en la propiedad, al mismo tiempo que les niega la propiedad a los jóvenes. Y por eso necesitamos ver la propiedad como un robo. Hay que empezar a imaginar otras formas de vida, de estar en una casa o en un cuerpo que no se trate solo de la propiedad capitalista. Necesitamos otro lenguaje, conceptos más amplios que “soy trans” o “soy queer”, porque los que ya tenemos no logran aprehender del todo esta experiencia.