Por Roberto Aceituno
El deceso de Juan Radrigán, uno de los mayores dramaturgos chilenos contemporáneos, enluta a la cultura de nuestro país. Sus cercanos, así como un gran número de personas del mundo teatral chileno, despidieron su cuerpo en el Teatro Nacional Antonio Varas de la Universidad de Chile, institución que no puede quedar ajena al reconocimiento de su obra y de su legado, porque representa el valor –en todos los sentidos del término– de una producción que hace testimonio de la voz múltiple de nuestro pueblo.
Juan Radrigán representa el trabajo noble y comprometido de una obra que deja huella por el valor singular de un arte vivo, crítico y que traduce con su escritura lo que podemos imaginar, pero que no podemos decir; por su trabajo de transmisión del que directores, actores y actrices, y diseñadores seguirán haciendo relevo. Para todos nosotros. Para Chile y su cultura.
La obra de Juan Radrigán no es solamente –lo que ya es mucho– la expresión mayor de un espíritu crítico, cercano a la vida y al habla de nuestro pueblo, a la tragedia cotidiana de hombres y mujeres que aparentemente no tienen voz –porque ha sido secuestrada por el poder y la exclusión– , pero cuyas voces no mueren cuando alguien, un hombre lúcido y vivo, puede subirlas al escenario de la cultura chilena en las tablas del drama, del amor, de la decepción y de la esperanza. Es ahí donde no mueren, aun con su dolor y su fracaso, las palabras de quienes su voz ha quedado aparentemente enmudecida.
No es sólo eso. Es también el signo vivo de un arte, de una escritura cuya poesía próxima y profunda nos permite saber que nada está perdido del todo, porque es también belleza de un mundo que no quiere morir.
Habría tanto que decir de su obra múltiple. De cada una de sus obras de teatro, de su violenta poesía. Son tantas que estas breves notas sólo las tocan desde lejos. Baste recordar dos, que saltan a mi memoria. Con Hechos consumados, el amor, la amistad, la tristeza de seres bellos pero avasallados por esa ciudad de exclusión y desamparo, se vuelve también el testimonio de una verdadera resistencia, aun cuando el desenlace de la tragedia nos enfrente a la verdad de hombres y mujeres que se resisten a aceptar que otros, tal vez nosotros mismos, hayamos podido consumar tan trágico destino. Con Las brutas, otra complicidad, fraterna y femenina, nos permite ver cómo se anuda la humanidad de tres mujeres de seca cordillera con el paisaje pétreo y la verdad animal de un continente extremo y profundo. El deseo no deja de estar presente en este espacio elemental, aun cuando no tenga más destino que el sacrificio, sin más testigos que el cielo y las montañas de Chile.
Por cierto que el teatro de Juan Radrigán es un teatro político. ¿Qué verdadera dramaturgia no es política si consideramos que habla del tiempo que nos ha tocado vivir? Son múltiples sus referencias al poder inhumano que nuestro tiempo ha conocido tanto: la dictadura, las desapariciones, la pobreza, la banalidad arrogante y cruel de los personajes insanos que pueblan este continente-Chile. Pero no es político si viéramos únicamente en la política la básica violencia de los intereses sin valor ni cultura. Más que representar, Radrigán presenta simplemente –y en esa violenta simplicidad recae su escritura valiente– el valor de las vidas que se resisten a caer en el juego de las oscuras componendas y del cálculo duro y cruel. Pienso que Radrigán no ha querido demostrar ni proclamar nada. Sólo –y es mucho– mostrar que la voz puede ser poesía, pero también grito y resistencia.
al vez los hombres y mujeres que Radrigán pone en escena son políticos en la medida que sostienen una palabra clara, enfrentada desde su cotidiana resistencia al poder en un mundo y una época cruel. Su habla franca inscribe para nosotros y para ellos mismos la fuerza de una ética sin pretensión de moralizar ni victimizar nada. La ética simple y decisiva de decir lo que hay que decir, en un mundo que tiende a silenciar la vida para destacar la banal arrogancia del poder.
Actores, actrices, directores, dramaturgos y diseñadores podrán hacer testimonio mejor que yo de esta obra y su transmisión. Por mi parte, sólo he querido dejar un breve homenaje desde la Universidad de Chile a un hombre infaltable.
Preparando estas notas insuficientes –porque mi conocimiento de Juan Radrigán se reduce a la admiración de su obra– pregunté a dos amigos que lo conocieron bien, porque dirigieron piezas suyas, actuaron en ellas y además fueron docentes de Teatro en nuestra Universidad, qué ha quedado para ellos de su cercanía a este creador infatigable. Alfredo Castro y Rodrigo Pérez compartieron lo que yo puedo imaginar sin haberlo vivido directamente: Radrigán fue un hombre valiente, aun haciendo testimonio de la falta de coraje que abunda en nuestro mundo, cercano no sólo a las voces populares, sino a todos aquellos que compartieron su feliz aventura en el teatro chileno. Ambos hacen testimonio del testimonio que Juan Radrigán hizo de un Chile donde convive la crueldad y la exclusión con las voces de un pueblo y de un teatro vivo, aún.
Si hay tantos que lloraron su partida es tal vez porque se va con él la posibilidad de encontrar en un creador la voz que, para muchos de nosotros, dice lo que no podemos decir.